El hombre está seguro en su lugar secreto, en esa caja de metal y cemento que alguien, mucho tiempo atrás, ha excavado bajo tierra por temor a una posibilidad que nunca ha llegado a ocurrir.
Desde que descubrió su existencia, casi por casualidad, cuando entró por primera vez y vio qué era y para qué servía, ha mantenido su refugio en perfectas condiciones de funcionamiento. La despensa está llena de alimentos enlatados y cartones de agua mineral. Hay un sistema simple y eficaz de reciclaje de fluidos que le permite, en caso de necesidad, filtrar y beber su propia orina. Lo mismo en cuanto al aire, que se depura mediante un circuito cerrado de filtros y reactivos químicos que no necesitan una salida al exterior. Sus reservas de alimentos y agua le alcanzan para resistir y esperar durante más de un año.
Sale solo de vez en cuando, cuando ya ha oscurecido, con el único fin de respirar aire puro y sentir el perfume del verano, apenas contaminado por el olor de la noche, que desde siempre es su hábitat natural. En el jardín hay una gran mata de romero, cuyo penetrante aroma le recuerda, sin razón, el perfume de la lavanda. Son muy distintos el uno del otro; sin embargo, basta ese detalle para evocar sus recuerdos, como en una gramola en la que el disco se desliza silenciosamente en el plato, extraído entre todos los demás por el brazo mecánico del selector. Es el maridaje de la noche y el aroma; una imagen compuesta, más que de sonidos y colores, de una sensación olfativa. Se mueve en completa oscuridad por esta casa que conoce al dedillo, silencioso como solo él sabe serlo.
A veces sale al balcón y, apoyado en la pared, escondido en la sombra de la casa, levanta la cabeza para contemplar las estrellas. No busca leer el futuro; se contenta con admirar sus guiños luminosos en ese fragmento de presente. No se pregunta qué será de él, de ellos. No es inconsciencia ni indiferencia, solo lucidez.
No se condena por haber cometido un error. Desde el principio estaba seguro de que tarde o temprano cometería alguno. Es la ley del azar aplicada a la vida efímera de los seres humanos, y alguien, mucho tiempo atrás, le enseñó que los errores se pagan. No, no exactamente. Le obligó a aprender en su propia piel que los errores se pagan.
Y él… no, ellos pagaron sus equivocaciones. Cada vez de forma más cruel, el castigo se endurecía a medida que crecían y su margen de error se reducía, hasta alcanzar la absoluta intolerancia. Aquel hombre era inflexible, pero su vanidad le había llevado a olvidar que también él seguía siendo un hombre, no era más que un hombre. Y ese error le costó la vida.
Él ha sobrevivido, y aquel hombre no.
Después de sus breves salidas vuelve a su refugio bajo tierra y espera. El metal oscuro que reviste su guarida contribuye también a convertirlo en un ambiente nocturno, como si la oscuridad se filtrara a través de la puerta cada vez que la abre y se extendiera como pintura por las paredes. Es solo uno de los tantos escondites de que dispone la noche para sobrevivir a la llegada de la luz, pero él le atribuye un significado distinto, lo interpreta como una natural complicidad entre fugitivos.
En este aislamiento no siente el peso de la espera ni el de la soledad.
Tiene la música y la compañía de Paso. Con eso le basta.
«Sí, Vibo y Paso.»
Ya ni recuerda el momento en que perdieron sus verdaderos nombres y extrajeron de su fantasía esos dos apodos carentes de significado. Quizá hubo una referencia precisa, quizá la única referencia precisa fue la pura casualidad. Un simple destello de fantasía infantil, que como tal no necesita motivos lógicos o razonables. Como la fe, se tiene o no se tiene, sencillamente.
Ahora, con los ojos cerrados, escucha por millonésima vez «Stairway to Heaven», de Led Zeppelin, en una rara versión en directo. Está sentado en el sillón con ruedas y se mece lentamente, siguiendo esa melodía que evoca de algún modo, escalón a escalón un lento y fatigoso ascenso hacia el cielo.
La escalera existe; el paraíso, tal vez no.
En la otra habitación, el cuerpo continúa, como siempre, tendido en su ataúd de cristal, como en animación suspendida, a la espera de un despertar al término de un viaje, que, jamás tendrá fin. Quizá escucha la música junto a él, quizá se le escapan algunas notas, arrobado de admiración por el nuevo rostro que lleva, el último que él le ha procurado para satisfacer su comprensible vanidad. Pronto esta imagen postiza se deteriorará, como todas las demás. Entonces habrá que volver a actuar, pero de momento hay tiempo, y la voz de Robert Plant sale de los altavoces con soñolienta prioridad.
La canción termina.
Se apoya en la superficie de madera y se estira para pulsar el botón de STOP. No desea seguir escuchando el disco. Por ahora esa única canción le basta. Quiere encender la radio, sintonizar durante un rato las voces provenientes del mundo exterior.
En el silencio un poco atónito que sigue siempre a la música, le parece oír una serie rítmica de golpes, como si alguien golpeara la superficie de la puerta provocando unos lejanos retumbos.
Se levanta del sillón y se acerca a la puerta. Apoya la oreja, y el frío del metal se transmite a la piel. La serie de golpes se repite. Poco después, a través del espesor de la hoja, una voz grita algo. Son palabras confusas que le llegan desde muy lejos, pero él sabe que van dirigidas a él. No las entiende, pero adivina el sentido. Seguro que la voz le invita a abrir la puerta de su refugio, salir y rendirse antes de que…
Aparta la oreja del metal con una sonrisa. Es demasiado listo para no darse cuenta de que las amenazas no son vanas. Sabe que no pueden hacer mucho para desalojarle, pero sabe igualmente que con toda seguridad lo harán, por poco que sea. Lo que ignoran es que jamás conseguirán capturarlo. Vivo, al menos.
Ninguna razón en el mundo podrá convencerle de darles esa satisfacción.
Se aleja de la puerta y entra en la habitación donde el cuerpo en el ataúd transparente parece haber añadido a su habitual inmovilidad una tensión vital. Hay un atisbo de ansiedad pintado en la piel sin expresión de la máscara que le cubre el rostro. El hombre piensa que, antes, esa emoción se leía en el rostro del dueño de esta piel. Ahora no es más que una ilusión. Toda emoción se ha desvanecido para siempre en el aire, junto con el último aliento.
Un largo silencio, pensativo. El hombre, a su vez, guarda silencio, esperando. Pasan algunos minutos. Los muertos tienen a su disposición la eternidad, y para ellos este lapso dura menos que nada. Para los vivos puede parecer tan largo como toda una vida.
La voz vuelve a elevarse en su cabeza, y plantea la pregunta que él temía oír.
«¿Qué será de mí, Vibo?»
El hombre ve nuevamente el cementerio de Cassis, el gran ciprés central, la hilera de tumbas de aquellas personas que nunca consiguieron ser su familia, sino solo su pesadilla. No hay fotos en esas tumbas, pero los rostros de las personas que yacen dentro son como cuadros apenas pintados en los muros de su memoria.
– Creo que volverás a casa. Y también yo…
«Ah…»
Una exclamación sofocada, un simple monosílabo que abarca todas las expectativas del mundo. Una llamada a la libertad, a la luz del sol, al movimiento de las olas del mar donde zambullirse como adultos y emerger como niños. Resbalan lágrimas de los ojos del hombre, y bajan por su cara hasta caer en la superficie de cristal en la que ahora se apoya. Pobres y brillantes lágrimas sin nobleza, del mismo color de esas olas.
El afecto que resplandece en sus ojos es total, ilimitado. Contempla por última vez el cuerpo de su hermano, que lleva el rostro de otro hombre, y lo ve como era, como habría debido ser: idéntico a él, un espejo donde ver reflejado su propio rostro.
Se aleja unos pasos del ataúd antes de encontrar fuerzas para darle la espalda. Vuelve a la otra habitación y permanece un instante de pie ante la larga hilera de aparatos de los que nace la música.
Hay una sola cosa que puede hacer a estas alturas. Es su única escapatoria y el único modo que le queda para asestar un nuevo fracaso a los perros que lo persiguen. Aguza el oído y le parece oír cómo sus patas arañan frenéticamente el otro lado de la puerta de metal.
Sí, hay una única cosa que hacer, y debe hacerla deprisa.
Extrae del lector de CD el disco de Zeppelin y lo sustituye por uno de rock heavy.
Lo elige al azar, sin siquiera mirar de qué grupo se trata. Lo pone en la bandeja y pulsa el botón de START. El plato vuelve silenciosamente a su lugar. Luego, con un gesto casi violento, sube el volumen al máximo.
Le parece ver con claridad, como en una película animada, cómo el impulso musical se genera en el lector láser, atraviesa el enchufe, recorre los cables de conexión, alcanza los altavoces Tannoy -de una potencia antinatural con respecto al pequeño espacio en que están ubicados, se remontan a los tweeters y los woofers y…
De golpe la pequeña habitación explota, como si a través de los altavoces el furor del ritmo y el metal de las guitarras trataran de contagiarse al metal de las paredes, para sacudirlas y hacerlas vibrar con un perverso efecto de resonancia.
En el estrépito de trueno que la música imita, el hombre ya no puede oír ninguna voz. Apoya las manos en la superficie de madera y escucha por un instante el latido de su corazón. Golpea con tanta fuerza que da la impresión de que va a estallar también, bajo la presión de todos los vatios de potencia de los Tannoy.
Hay una única cosa que hacer. Ahora.
El hombre abre un cajón que hay bajo la superficie de su derecha y sin mirar mete una mano. Cuando la saca, sus dedos sostienen una pistola.
– ¡Listo!
Gachot, el artificiero, un sujeto alto y macizo con el bigote y el pelo tan oscuros que parecían teñidos, se levantó del suelo con una agilidad sorprendente para un hombre de su complexión. Frank decidió que lo que tensaba su uniforme era una sólida masa de músculos, no el fruto de una propensión a meter las piernas bajo una mesa y dar trabajo a las mandíbulas a guisa de único ejercicio físico.
Se alejó de la puerta metálica. Había aplicado a la cerradura, con cinta adhesiva plateada, una cajita del tamaño de un inalámbrico, con una pequeña antena y dos cables, uno amarillo y uno blanco, que salían del aparato y terminaban en un agujero practicado en la puerta, por debajo de la rueda de apertura.
Frank miró el detonador, asombroso en su simplicidad. Le hizo pensar en las estupideces que se veían en las películas, donde el aparato destinado a hacer estallar la bomba atómica que habría destruido la ciudad y matado a millones de habitantes tenía siempre una pantalla roja en la que corrían, implacables, los segundos, marcando hacia atrás el tiempo que faltaba para el golpe final. Por supuesto, el protagonista siempre conseguía desactivar el mecanismo cuando en la pantalla faltaba un solo y fatal segundo, tras largos instantes en los cuales, junto con los espectadores, se debatía entre cortar el cable rojo o el cable verde. Esas escenas siempre le habían hecho gracia. El cable rojo o el cable verde. La vida de millones de personas dependía de que el héroe de la historia fuera daltónico o no…
En la realidad todo era distinto. No había ninguna necesidad de observar la cuenta atrás de un detonador conectado a un temporizador, por el simple hecho de que en general nadie se dedicaba a mirarlo cuando había una bomba a punto de explotar. Y si alguien se veía obligado a hacerlo, no le importaba un bledo que el temporizador fuera preciso o no.
Gachot se acercó a Gavin.
– Yo estoy listo. Será mejor evacuar a los hombres.
– ¿Distancia de seguridad?
– No debería haber problemas. He usado solo un poco de C4, que es un explosivo muy manejable. Si no he calculado mal, para el resultado que debemos obtener alcanza y sobra. La explosión será moderada. El único riesgo es la puerta, que está revestida con plomo. Tal vez salten algunas esquirlas, si por casualidad he errado en los cálculos y he usado demasiado. Aconsejo que vayan todos al garaje.
Frank admiró el exceso de prudencia del artificiero -entrenado tanto para desactivar bombas como para construirlas-, así como su modestia natural, propia del que sabe hacer bien su trabajo, teniendo en cuenta además que Gavin había dicho que no sabía gran cosa.
– ¿Y la habitación de la planta superior?
Gachot meneó la cabeza.
– Nada que temer, si los hombres están lejos de la escalera del lavadero. El desplazamiento de aire, repito, será muy contenido, pero se encaminará por allí y a través de los tragaluces.
Gavin se volvió hacia sus hombres.
– Muchachos, ya habéis oído. Están a punto de empezar los fuegos artificiales. Esperaremos fuera, pero inmediatamente después de la explosión entraremos corriendo por el pasillo y la planta baja para tener bajo control la puerta del refugio. No sabemos qué sucederá. Seguramente nuestro hombre estará un poco aturdido por la explosión, pero podrá elegir entre dos opciones.
El inspector expuso todas las posibilidades a las que podían enfrentarse, contándolas con los dedos de una mano:
– Una: va armado y con intención de vender caro su pellejo. No quiero víctimas ni heridos entre nosotros. Por lo tanto, en cuanto le veamos con un arma en la mano, aunque sea un cortaplumas, le disparamos sin piedad…
Miró a los hombres uno por uno, para asegurarse de que habían asimilado sus órdenes.
– Dos: no sale. Entonces le obligamos a hacerlo con gases lacrimógenos. En caso de que decida salir con intenciones belicosas, actuamos como en el primer caso. ¿Está claro?
Los hombres hicieron un gesto afirmativo con la cabeza.
– Bien, entonces nos dividimos en dos grupos. La mitad de vosotros vais con Toureu a la planta de arriba. Los otros venís conmigo al garaje.
Se alejaron con el paso silencioso que ya formaba parte de su modo de vivir. Frank estaba admirado por el grado de eficiencia demostrado por Gavin y sus hombres. Y en particular por el teniente, que, ahora que se hallaba en su elemento, se movía con desenvoltura y decisión. Frank se los imaginó sentados en los bancos del furgón, transportados de un lado para otro, con la culata del M-16 apoyada en el suelo, hablando de esto y aquello, a la espera.
Ahora la espera había terminado, y al entrar en acción cada uno de ellos podría dar sentido a sus largas horas de entrenamiento.
Cuando todos los hombres hubieron salido, Gavin se dirigió al inspector Morelli y al comisario Roberts.
– Es mejor que coloquéis a vuestros hombres fuera, donde no hay peligro. En caso de movimiento, no querría que aquí abajo hubiera mucha gente y termináramos entorpeciéndonos los unos a los otros. Lo único que faltaría es que uno de los vuestros terminara con una bala en la frente disparada por uno de los míos, o viceversa. ¡Después quién los aguanta, a los escritoristas!…
– De acuerdo.
Los dos policías fueron a poner a sus agentes al tanto de la situación y darles instrucciones. Frank sonrió para sí. Dedujo que «escritoristas», un neologismo de su propia cosecha, sería el modo en que Gavin definía a los que trabajaban siempre sentados detrás de un escritorio, sin jamás correr un riesgo.
En el lavadero quedaron solo el teniente Gavin, Gachot y Frank.
El artificiero sostenía un mando a distancia, un aparato un poco más grande que una caja de cerillas, provisto de una antena igual que la del detonador que estaba colgado en la puerta.
– Solo estamos esperándole a usted. Cuando quiera -dijo Gavin.
Frank tardó unos instantes, reflexionando. Miró el pequeño mecanismo en la mano de Gachot, que parecía todavía más minúsculo en su manaza. Frank se preguntó cómo hacía, con esos dedos grandes, para manipular conexiones compuestas por partes minúsculas.
Recordó la llegada del brigadier Gachot, al límite del tiempo establecido por Gavin. Había llegado en un furgón azul del mismo modelo que el otro, con dos hombres además del conductor. En cuanto lo pusieron al corriente de los hechos y oyó las palabras «refugio antiatómico», su mirada se oscureció aún más. Los hombres descargaron el material y bajaron al lavadero. Frank sabía muy bien que en una de las maletas rígidas, negra con bordes de aluminio, llevaba el plástico explosivo. Aunque sabía que sin un fulminante apropiado era un explosivo inocuo, no lograba sentirse del todo tranquilo. Probablemente en esa maleta había cantidad suficiente para reducir la casa y a todos ellos a pedazos no más grandes que un sello de correos.
Cuando llegó al lavadero, el artificiero estudió en silencio el lugar. Pasó las manos por la superficie de la puerta, como si el contacto pudiera comunicarle algo que el metal no quería decirle.
Después sacó de la otra maleta algo que a Frank le resultó más bien ridículo, al tiempo que anacrónico: una especie de estetoscopio, con el que auscultó los engranajes del mecanismo, girando la manija de un lado al otro, para controlar el sentido de rotación.
Frank estaba de pie en medio de los demás, ansioso. Le daba la impresión de que parecían los parientes de un enfermo, a la espera de que el médico les comunicara la gravedad de la dolencia del paciente.
Luego Gachot se volvió y dio una nueva dimensión a las previsiones pesimistas del inspector Gavin:
– Quizá se puede hacer.
Frank pensó que el suspiro de alivio general levantaría al menos cinco centímetros el suelo de la habitación de arriba.
– La puerta está blindada en función de las radiaciones y la seguridad estructural, pero no es una caja fuerte. No se ha construido para custodiar objetos de valor, sino solo para salvaguardar la integridad física de los ocupantes. Por eso el mecanismo de cierre es bastante simple, además de ser un modelo viejo. El único riesgo que corremos es que la cerradura, en vez de abrirse, se bloquee del todo.
– ¿En ese caso? -preguntó Gavin.
– En ese caso estamos jodidos. Habría que abrirla con una bomba atómica, y en este momento no llevo ninguna encima.
Con esa salida, pronunciada como una sentencia, Gachot enfrió el entusiasmo general. Se apartó para controlar las maletas con el equipo que sus hombres habían arrastrado hasta cerca de la puerta. Sacó un taladro que parecía salido de la bolsa de los instrumentos del Enterprise, la astronave de Star Trek. Uno de sus hombres le atornilló una mecha de un metal de nombre impronunciable pero que, según Gachot, podía perforar el blindaje de Fort Knox.
Y, en efecto, la mecha penetró en la puerta con relativa facilidad, al menos hasta cierta profundidad; saltaron virutas de metal que cayeron al suelo delante del hombre que manejaba la herramienta, que por fin se había levantado la máscara de protección para dejar el lugar a Gachot. El brigadier introdujo en el agujero un cable de fibra óptica, conectado en un extremo a una microcámara y en el otro a un visor semejante a una máscara submarina, que se había puesto para controlar desde dentro el mecanismo de la cerradura.
Al fin abrió el maletín.
Aparecieron ante sus ojos unos panes de plástico envueltos en papel de plata. Gachot abrió uno y cortó con un cutter un pedazo de explosivo, que tenía la apariencia de una plastilina grisácea. El artificiero lo manipulaba con extrema desenvoltura, pero, a juzgar por las caras de todos los presentes, Frank sospechó que el pensamiento general no era muy distinto de sus reflexiones de unos momentos atrás, durante el transporte de las maletas.
Ayudándose con una baqueta de madera, Gachot introdujo una pequeña cantidad de C4 en el agujero perforado en la puerta, y a continuación conectó los cables del detonador colgado al lado de la manija de rueda.
Ahora estaban listos. Pero todavía Frank no lograba decidirse a dar la orden.
Temía que algo saliera mal y que del otro lado, por algún motivo que no sabía explicarse, encontraran solo el cadáver del asesino. También sería una solución, pero Frank deseaba atrapar vivo a Ninguno, aunque solo fuera para guardar en la retina, para el resto de su vida, la imagen de ese loco psicópata esposado y arrastrado tras las rejas. No era eso lo que habría deseado hacer, sino lo que debía hacerse.
– Un instante -dijo.
Se acercó a la puerta, casi hasta apoyar una mejilla en la superficie de plomo. Se proponía volver a hablar con el hombre que estaba dentro -si podía oírle- y renovar la invitación a salir desarmado y con las manos en alto, para no obligarlos a usar el explosivo. Ya lo había hecho antes de la llegada del equipo del artificiero, sin obtener resultado alguno.
Golpeó con fuerza sobre el metal, esperando que el oscuro retumbo que había provocado se oyera también en el interior.
– Jean-Loup, ¿me oyes? Haremos saltar la puerta. No nos obligues a hacerlo. Podría ser peligroso para ti. Te conviene salir. Te prometo que no se te hará ningún daño. Tienes un minuto para decidir; después volaremos la puerta con el explosivo.
Frank se alejó, flexionó el brazo derecho y puso el cronómetro de su reloj a cero.
La aguja comenzó a girar, señalando los segundos uno después del otro, como amargos recuerdos.
…8, 9, 10
Arijane Parker y Jochen Welder, sus cuerpos desfigurados en la embarcación encajada entre las otras, en el puerto……
20 Alien Yoshida, su rostro sangrante con su sonrisa de calavera, los ojos desmesuradamente abiertos contra la ventanilla del Bentfey, en su último viaje…
…30
Gregor Yatzimin, su donaire recompuesto en el lecho, la flor roja en su camisa blanca, en contraste con la horrorosa mutilación del rostro…
…40
Roby Stricker, tendido en el suelo, el dedo contraído en el desesperado intento de dejar un mensaje antes de morir, con la angustia del que lo sabe todo y comprende que nunca más podrá decir nada…
…50
Nicolás Hulot, boca arriba en su coche, con el rostro ensangrentado y aplastado contra el volante, muerto por haber sido el primero en conocer un nombre…
…60
Los cuerpos de los tres agentes asesinados en la casa…
– ¡Basta!
Frank detuvo las manecillas. Esos sesenta segundos bloqueados en su reloj, la última oportunidad que había dado a un asesino, le parecieron el minuto de silencio que la misericordia debía a sus víctimas. Su voz fue tan cortante como la mecha del taladro con que habían agujereado el metal.
– Abramos esta maldita puerta.
Los tres hombres atravesaron el lavadero, llegaron al pasillo y enseguida doblaron a la izquierda para reunirse con los demás, que esperaban en el garaje. Los hombres estaban arrodillados en el suelo, pegados a la pared de la derecha, la más alejada del punto en que tendría lugar la explosión. Morelli y Roberts aguardaban en el patio. Frank les hizo un gesto y los dos se apartaron de la puerta del garaje para ir a ponerse a cubierto.
Gavin se colocó delante de la boca el brazo del micrófono con auricular que lo conectaba por radio con sus hombres.
– Muchachos, preparaos.
Llegaron junto a los otros contra la pared, que se apretaron para hacerles lugar. Luego Gavin hizo un gesto con la cabeza a Gachot, que, sin demostrar emoción alguna, levantó un poco la mano en que sostenía el mando a distancia y pulsó el botón.
La explosión, perfectamente calculada, fue muy contenida. En realidad, fue más una vibración que un estallido. El desplazamiento de aire quedó circunscrito al lavadero. Cuando aún no se había apagado el eco, los soldados ya habían saltado hacia la puerta, seguidos por Frank y Gavin.
Cuando llegaron al lavadero encontraron a los hombres, los que estaban en el garaje y los que habían bajado a la carrera desde la planta superior, en formación delante de la pared de metal, con los fusiles apuntando hacia ella.
En el lugar no había daños evidentes. Solo el mueble de madera que disimulaba el acceso al refugio se había salido de uno de los quicios superiores y ahora colgaba de lado. El poco humo producido por la explosión salía por los tragaluces abiertos de par en par debido a la onda expansiva.
La puerta del bunker estaba entornada. La explosión había abierto la hoja apenas unos centímetros, como si alguien, al salir, no la hubiera cerrado por completo. Por la abertura llegaba una música furiosa a un volumen infernal.
Esperaron unos segundos, pero no ocurrió nada. En el aire pendía el olor acre del explosivo. Gavin dio una orden a sus hombres:
– ¡Lacrimógenos!
Casi al mismo tiempo, de las pequeñas mochilas que cargaban a los hombros extrajeron unas máscaras antigás. Se quitaron los cascos de Kevlar, se las pusieron y volvieron a colocarse los cascos sobre las máscaras. Frank notó que le tocaban un hombro y vio a su lado a Gavin, que le ofrecía una.
– Es mejor que se la ponga, si quiere permanecer aquí. ¿Sabe cómo se usa? -le preguntó con una pizca de ironía.
Por toda respuesta Frank, en un instante, se puso la máscara correctamente.
– Muy bien -dijo, complacido, Gavin-. Veo que en el FBI al menos les enseñan algo…
Después de haberse colocado la suya, hizo un gesto a uno de los hombres. El soldado apoyó el fusil contra la pared y se arrastró contra la puerta hasta encontrarse al lado de la rueda, que todavía estaba adherida a la hoja a pesar del impacto de la explosión.
Cuando agarró la manija y tiró, la puerta se abrió con suavidad, sin el menor chirrido, como habían esperado instintivamente. Por la facilidad con que lo hizo, resultaba evidente que el mecanismo era fácil de accionar y se movía sobre quicios que estaban en perfectas condiciones. Abrieron la puerta solo lo necesario para permitir que otro soldado arrojara por la rendija una granada de gas lacrimógeno.
Al cabo de unos segundos salió una espiral de humo amarillento. Frank conocía ese gas. Afectaba los ojos y la garganta de manera insoportable. Si había alguien dentro del refugio, le sería imposible resistir.
Transcurrieron unos instantes eternos, pero de la puerta no salió nadie. Solo aquella música obsesiva a un volumen altísimo, y esas espirales de humo que ya adquirían un significado sarcástico.
A Frank aquello no le gustaba nada. No, pensó, no le gustaba en absoluto. Se volvió hacia Gavin y sus miradas se cruzaron a través de las gafas de la máscara. Por la expresión de sus ojos supo que pensaba igual que él. Los dos se daban cuenta de qué significaba.
Primero: en el refugio no había nadie.
Segundo: el asesino, al verse perdido, antes que caer vivo en sus manos se había quitado la vida.
Tercero: ese hijo puta también tenía una máscara antigás. La última hipótesis no era tan descabellada como parecía; aquel hombre los había acostumbrado a esperar cualquier cosa. Pero si en efecto contaba con esa protección y ellos intentaban entrar -teniendo en cuenta que por la puerta no podía pasar más de un hombre a la vez-, le bastaría esconderse para hacer nuevas víctimas antes de que ellos consiguieran abatirlo. Estaba armado y todos sabían de qué era capaz.
Gavin tomó una decisión.
– Arrojad una granada ofensiva. Después tendremos que correr el riesgo de entrar.
Frank entendía muy bien el punto de vista del teniente. Por una parte se sentía casi ridículo en una situación semejante, al mando de un grupo de hombres vestidos con equipo de asalto frente a una puerta que podía llevar a una habitación vacía. Por otro lado, no quería en absoluto que, en caso de que hubiera alguien, alguno de los suyos corriera un riesgo que podía provocar una situación peligrosa. Eran hombres a los que conocía, y no quería poner en peligro sus vidas.
Frank decidió resolverle cualquier duda. Apoyó su máscara en la del teniente para que pudiera oír mejor su voz.
– Después de la granada entraré yo.
– Negativo -respondió secamente Gavin.
– No hay motivo para hacer correr riesgos inútiles a sus hombres.
El silencio y la mirada de Gavin reflejaban a las claras lo que pensaba al respecto.
– Es una propuesta que no puedo aceptar.
El tono de Frank no admitía réplica.
– No pretendo hacerme el héroe, teniente. Pero esta historia se ha convertido en una cuestión personal entre ese hombre y yo. Le recuerdo que soy yo quien dirige las operaciones, y que usted está aquí solo como apoyo. No es una propuesta; es una orden precisa.
Después cambió el tono de voz, esperando que el otro entendiera su intención a pesar del precario modo en que podían comunicarse.
– Si este hombre hubiera matado, además de a todos los demás, también a uno de sus mejores amigos, se comportaría usted exactamente como yo.
Gavin inclinó la cabeza en señal de aceptación. Frank se acercó a la pared y sacó la Glock. Se detuvo al lado de la puerta. Hizo una señal con la mano para indicar que estaba listo.
– ¡Granada! -ordenó el teniente.
El mismo hombre que había arrojado el gas lacrimógeno arrancó la lengüeta de una bomba de mano y la lanzó por la puerta entornada. La granada ofensiva era un arma ideal para ese tipo de intervención, ya que carecía de efecto destructivo pero aturdía por un momento a los ocupantes de una habitación, sin resultar letal.
Hubo un relámpago de luz fulgurante y una explosión, mucho más fuerte que la que había producido el plástico. La música ensordecedora que salía del refugio pareció encontrarse de golpe en su ambiente natural, al fragor de un concierto, entre humos de colores y resplandores deslumbrantes. Unos segundos después, el hombre situado a la derecha de Frank avanzó y empujó la puerta lo suficiente para permitirle entrar, aunque no tanto como para ver qué ocurría en el interior. Salió una nube de gas lacrimógeno mezclado con el humo de la segunda granada. Frank, pistola en mano, se precipitó al interior a la velocidad del rayo.
Los otros permanecieron fuera, a la espera.
Pasaron un par de minutos, que parecieron una eternidad. Después la música cesó de golpe y el silencio que le siguió fue aún más ensordecedor. Al fin vieron que la puerta se abría por completo y aparecía la figura de Frank en el umbral, envuelta en una última espiral de humo que aleteó alrededor de sus hombros, inquietante como un fantasma que le hubiera acompañado desde las profundidades de la ultratumba. Llevaba todavía la máscara antigás, por lo que no se le veía la cara. Los brazos le colgaban a los costados del cuerpo, sin energía. Aún empuñaba la pistola. Sin hablar, atravesó el lavadero con el paso de quien ha librado y perdido todas las batallas del mundo. Los hombres se hicieron a un lado para dejarlo pasar.
Frank se dirigió a la puerta y avanzó por el pasillo. Gavin le siguió y juntos alcanzaron el garaje, donde habían esperado la detonación del plástico. Allí estaban Morelli y Roberts; sus rostros estaban coloreados con el mismo tono de adrenalina que mostraban todos bajo las máscaras antigás.
Se encontraron a la luz del sol que entraba por la persiana metálica levantada y dibujaba un cuadrado luminoso en el suelo.
Gavin fue el primero en quitarse el casco y la máscara. Tenía el pelo empapado y la cara cubierta de sudor. Se limpió la frente con la manga del uniforme azul.
Frank permaneció de pie todavía un instante en el centro de la estancia, inmóvil entre la luz y la sombra, y luego también él se quitó la máscara; su semblante parecía mortalmente cansado.
Morelli se le acercó.
– Frank, ¿qué te ha sucedido allí dentro? Parece que hayas visto a todos los demonios del infierno.
Frank se volvió para mirarlo y le respondió con voz de viejo y ojos de quien no quiere ver nada más en la vida.
– Algo mucho peor, Claude, mucho peor. Todos los demonios del infierno, antes de entrar en ese lugar, se harían la señal de la cruz.
Frank y Morelli vieron salir la camilla por la puerta del garaje y siguieron con la mirada a los hombres que la introducían en la ambulancia. Sobre ella, cubierto por un paño oscuro, iba el cuerpo que habían encontrado en el refugio, el cadáver apergaminado de un hombre sin rostro que llevaba como una máscara el rostro de otro hombre, asesinado para darle un semblante.
Después de que Frank hubo salido, mudo y trastornado, todos los hombres, uno a uno, habían entrado en el bunker y habían regresado con la misma expresión de horror estampada en la cara. El cuerpo momificado, tendido en su ataúd de cristal, con la máscara encogida de la última víctima de Ninguno, era una visión capaz de desestabilizar incluso a la mente más firme. Una imagen que todos llevarían impresa en los ojos, de día y de noche, durante quién sabía cuánto tiempo.
A Frank todavía le costaba creer lo que había visto. No lograba quitarse de encima una sensación malsana, la necesidad de lavarse, de desinfectarse el cuerpo y la mente del mal en estado puro que flotaba en aquel lugar. Experimentaba una especie de malestar interior por el solo hecho de haber respirado aquel aire, como si estuviera impregnado de una locura virulenta y contagiosa, que tuviera el poder de infectar a cualquiera y volverle capaz de cometer las mismas atrocidades, con la misma morbosidad.
Había algo que no dejaba de preguntarse.
«¿Por qué?»
Esas palabras continuaban rebotando en su cabeza como si contuvieran el secreto del movimiento perpetuo, aunque se daba cuenta de que la respuesta no tenía importancia. Al menos todavía.
Cuando entró en el refugio, lo revisó de arriba abajo, avanzó en medio del humo, empuñando la pistola y con el corazón tan acelerado que casi le impedía oír la música fortísima. La apagó y quedó solo el soplo jadeante de su respiración que retumbaba dentro de la máscara antigás. Salvo la presencia inmóvil de aquel cuerpo dispuesto, en su monstruosa vanidad, en un ataúd transparente, solo encontró estancias vacías.
Se quedó contemplando el cadáver, hipnotizado, durante un largo minuto, recorriendo su penosa desnudez con la mirada, sin lograr apartar los ojos de semejante espectáculo de muerte sublimada por una horrible, genial y enferma fantasía. Miró largamente el rostro cubierto por esa especie de máscara mortuoria, que el tiempo y la naturaleza ya iban asemejando al resto del cuerpo. En el cuello del cadáver unas gotas de sangre coagulada sobresalían de los bordes irregulares, testimonio de la precariedad del antinatural intento de trasplante.
¿De modo que era ese el motivo de aquellos asesinatos? ¿Tanta gente asesinada, solo para dar a otro muerto una ilusión de vida? ¿Qué idolatría pagana y sanguinaria podía haber inspirado tamaña monstruosidad? ¿Cuál podía ser la explicación, suponiendo que existiera alguna, de ese rito fúnebre que había exigido el sacrificio de tantas personas inocentes?
Aquello era la verdadera locura -había pensado Frank-: la capacidad de nutrirse de sí misma para generar solo y siempre más locura.
Cuando al fin logró recobrarse y apartar los ojos de aquella visión de pesadilla, salió del refugio para permitir que los hombres que aguardaban fuera entraran a su vez.
El ruido de las puertas de la ambulancia al cerrarse devolvió a Frank al presente. De la parte posterior del vehículo apareció la figura de Roberts, que se le acercó. A su espalda había un coche patrulla que le esperaba con el motor en marcha y la puerta del acompañante abierta. Tenía la expresión de quien ha estado en un lugar que no habría querido conocer jamás. Como todo el resto.
– Bien, nosotros nos vamos -dijo con voz apenas audible.
Frank y Morelli le estrecharon la mano y, al saludarlo, no advirtieron que le hablaban con la misma voz. Al comisario le costaba mirarlos a los ojos. Aunque había vivido esa historia de manera mucho más superficial, aunque no había participado en ella desde el principio, como ellos, tenía en los ojos la misma desilusión cansada que los demás. Se alejó con su andar desmadejado, al que ahora se añadía la sensación de agotamiento que produce una caída súbita de la tensión nerviosa. Quizá tampoco él veía la hora de volver a la vida que conocía, a sus historias de miseria cotidiana o de cotidiana avidez, de hombres y mujeres que mataban por celos, por codicia, por azar. Locuras que duraban un instante, locuras que no estaba obligado a llevar pegadas a los recuerdos, como macabros trofeos, durante el resto de su vida. Quizá también él, como todos, alimentaba un solo deseo: alejarse de aquella casa lo más deprisa posible y tratar de olvidarla.
Se oyó el ruido sordo al cerrar la puerta, el ruido del motor y, enseguida, la parte de atrás del coche que desaparecía por la subida que llevaba del patio a la calle.
Gavin y sus hombres ya se habían ido hacía un rato. Lo mismo había hecho Gachot con su grupo. Habían bajado hacia la ciudad en sus furgones azules, cargados de hombres, armas, avanzados equipos y esa banal y corriente sensación de fracaso que une desde siempre a los ejércitos, grandes y pequeños, después de una derrota.
El propio Morelli había dado orden de volver a la central a la mayor parte de sus hombres. Algunos aún daban vueltas por allí controlando las últimas operaciones; luego, escoltarían la ambulancia hasta el depósito de cadáveres.
Ya se habían retirado las vallas de la calle, y la larga fila de coches que esperaba en ambos lados iba disolviéndose poco a poco, con la ayuda de algunos agentes que dirigían la circulación e impedían que los curiosos metieran la nariz. El embotellamiento que se había formado había impedido el paso a los fisgones profesionales, los periodistas; cuando llegaron al lugar ya todo había terminado y no había nada nuevo que contar; esta vez, los representantes de los medios únicamente pudieron compartir con la policía la decepción. Frank encargó a Morelli la tarea de hablar con ellos, misión de la que se libró deprisa y del mejor modo. Sin demasiado esfuerzo, por otra parte.
– Yo también regreso, Frank. ¿Tú qué harás?
Frank miró la hora. Pensó en Nathan Parker, que debía de estar furioso, esperando en el aeropuerto de Niza. Se había hecho la ilusión de llegar luciendo como un traje nuevo el alivio de haber archivado definitivamente aquella horrible historia. Deseaba que todo hubiera terminado, pero no había terminado nada.
– Ve tranquilo, Claude. Yo ya voy.
Se miraron y el inspector hizo una simple seña con la mano. Empleaban el menor número de palabras posible, porque a los dos parecían habérseles terminado. Morelli se alejó a pie por la rampa de salida, para alcanzar el coche que le esperaba en la calle. Frank le vio desaparecer más allá de la curva, oculto por un matorral de lentiscos.
La ambulancia dio marcha atrás y comenzó la maniobra para salir del patio. El hombre sentado en el asiento del acompañante le dirigió una mirada sin expresión a través del cristal de la ventanilla. No parecía en absoluto impresionado por lo que llevaban detrás. Ya fuera gente que había muerto hacía una hora, un año o un siglo, siempre transportaban cadáveres. Aquel era solo un viaje como tantos otros. En el salpicadero de la ambulancia se veía un periódico deportivo doblado. Mientras el furgón blanco se ponía en marcha, Frank vio fugazmente una mano que se alargaba para cogerlo.
Se quedó solo en el centro del patio, bajo el sol de aquella tarde de verano, sin llegar a sentir el calor. Flotaba en el aire la languidez melancólica de un circo desmontado, cuando la oscuridad y las luces en los ojos ya no impiden ver la realidad, cuando no queda en la pista más que el serrín salpicado de lentejuelas y excrementos de animales. Ni acróbatas ni mujeres ni trajes de colores. Ni música ni aplausos del público. Solo un payaso de pie bajo el sol.
Y no hay nada más triste que un payaso que no hace reír.
Aunque seguía pensando en Helena, no se decidía a marcharse de la casa. Presentía que había algo que habían pasado por alto. Un pequeño detalle, sin duda. Desde el principio de la investigación, todo había dependido de detalles. De pequeños detalles. El de la cubierta del disco en la cinta de vídeo, el reflejo del mensaje dejado por Stricker, una inscripción al revés que cobraba un significado enteramente distinto…
Frank se obligó a razonar fríamente.
Durante todo el tiempo en que le habían protegido, la mansión de Jean-Loup había estado vigilada día y noche por agentes de la policía. ¿Cómo había conseguido salir y burlar su vigilancia? Los asesinatos habían ocurrido siempre de noche, por lo que resultaba evidente que ningún policía, a menos que tuviera una razón de peso, iba a entrar en la propiedad mientras el locutor estuviera durmiendo. Y menos aún después del nerviosismo tras una llamada del asesino.
Por ese lado, Jean-Loup estaba seguro. Pero la garantía terminaba allí.
A la izquierda de la vivienda, del lado de la verja, había una especie de terraplén que descendía abruptamente, una bajada tan pronunciada que la hacía intransitable. Una vía demasiado peligrosa, considerando que el recorrido debía hacerse de noche y sin linterna.
Quizá salía por el jardín. En tal caso, para llegar a la calle debía bordear la piscina, bajar, superar el muro de separación y atravesar el jardín de la casa gemela, donde se alojaba Parker.
De ser así, tarde o temprano alguien le habría visto. Por una parte, los policías que vigilaban la propiedad, muy bien entrenados y en absoluto incompetentes, por mucho que los aburriera su monótona misión; por otra, Ryan Mosse y Nathan Parker, dos personas que sin duda dormían con un ojo abierto. Una vez habría podido salirle bien, pero a la larga tantos vaivenes nocturnos se habrían descubierto.
También esta teoría hacía agua, si no en todas partes, al menos en varias.
Todos habían dado por descontada la existencia de una segunda salida. Y la lógica indicaba que así debía ser. En caso de explosión, la casa podía derrumbarse y los escombros obstruirían todas las vías de salida a los ocupantes del refugio subterráneo, cuya existencia ignoraban casi todos. Sin embargo, tras el registro meticuloso del bunker, no habían encontrado el menor rastro de una segunda salida.
No obstante…
Frank consultó la hora una vez más. De pronto se le ocurrió, sin la menor sombra de buen humor, que si seguía así acabaría por gastar el cristal del reloj. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. En un lado notó las llaves del coche; en el otro, la consistencia dura del móvil. Pensó en Helena, sentada en un sillón del aeropuerto, con las piernas cruzadas, buscándolo con la mirada y esperando verlo entre la gente.
Tuvo ganas de olvidarse de Nathan Parker y llamarla al móvil, suponiendo que no estuviera apagado. Por un instante la tentación fue muy fuerte; después decidió que era mejor no hacerlo. No quería traicionar a Helena y alertar al general. Quería que siguiera allí, enfadado con el mundo entero pero sin sospechar, esperando, esperando hasta que él pudiera plantársele enfrente y, por fin, decirle…
Sacó las manos de los bolsillos, las cerró y volvió a abrirlas hasta sentir que la tensión cedía. Después, Frank Ottobre atravesó el patio y volvió al refugio.
Se detuvo en el umbral del bunker para observar aquel pequeño lugar escondido bajo tierra, el reino de Ninguno. En la penumbra resaltaban los puntos luminosos de los LED rojos y verdes y las pantallas de los aparatos electrónicos que habían quedado encendidos. De pronto recordó las historias que le contaba su padre en su infancia. Cuentos de hadas y gnomos en los que a veces había ogros que vivían en aterradores mundos subterráneos y raptaban a los niños de sus cunas para mantenerlos prisioneros para siempre en sus guaridas.
Solo que él ya no era un niño y aquello no era un cuento. Y si lo era, todavía no había llegado el final feliz.
Avanzó unos pasos y encendió la luz. Pese al limitado espacio, el bunker era bastante grande. La paranoia de aquella mujer, sus miedos en cuanto al futuro del mundo, debían de haberle costado al marido una considerable cifra, treinta años atrás. La estructura, de forma cuadrada, estaba subdividida en tres espacios.
A la derecha estaba la pequeña habitación que servía a un tiempo de baño y de despensa. Habían encontrado todo tipo de comida enlatada colocada en orden en los estantes de madera frente a los sanitarios, junto a reservas de agua suficientes para resistir durante mucho tiempo.
Al lado se hallaba la habitación en la que descansaba el cuerpo en su ataúd de cristal, junto a una cama muy espartana. Solo imaginar a Jean-Loup durmiendo al lado de ese cadáver, Frank experimentó una sensación de frío, como si un hálito maligno soplara de pronto en su espalda. Reprimió a duras penas el deseo de darse la vuelta y mirar hacia atrás.
Recorrió con la mirada, de izquierda a derecha, la habitación rectangular en que se encontraba, a la cual se abrían las puertas de la alcoba y la despensa-baño. Cerró y abrió varias veces los ojos a intervalos regulares, proyectando en su mente las imágenes de lo que veía, como si fueran diapositivas.
Clic.
Un detalle.
Clic.
Busca un detalle.
Clic.
¿Qué es lo que no funciona? En esta habitación hay algo extraño.
Clic.
Algo pequeño, una ligera incongruencia…
Clic.
Ya sabes lo que hay. Lo has visto todo, lo has registrado todo…
Clic, clic, clic…
La habitación aparecía y desaparecía como bajo el efecto de una luz estroboscopia. Continuó cerrando y abriendo los ojos, esperando, cada vez, que lo que buscaba se revelara casi por arte de magia. Se obligó a pensar de ese modo que tantas veces le había dado excelentes resultados.
La pared de la izquierda.
Los anaqueles llenos de aparatos electrónicos, que Jean-Loup había utilizado para filtrar su voz y transformarla en la de Ninguno.
Los dos altavoces Tannoy, colocados para producir un óptimo efecto estéreo.
Un moderno lector de CD y minidisc.
Un grabador de CD.
Un lector de cintas de audio y un lector DAT.
El plato para los viejos discos de 33 revoluciones.
Los discos, ordenados en la parte inferior del mueble que servía también de superficie de apoyo.
A la izquierda los elepés de vinilo, a la derecha los CD.
En el centro, el hueco que servía de escritorio.
En la superficie, un pequeño mezclador, un ordenador Macintosh G4 que controlaba los demás aparatos.
En el fondo, contra la pared, un artefacto negro que parecía otro pequeño lector de CD.
La pared de enfrente.
Un anaquel de metal, encastrado en la pared, vacío.
La pared de la derecha.
Las puertas de las otras habitaciones y en medio una mesa de madera y una pequeña lámpara halógena.
Frank se detuvo de golpe.
Otro pequeño lector de CD…
Fue hasta el fondo de la estancia y examinó con atención el aparato apoyado en la superficie de madera. No era un entendido en equipos de alta fidelidad, pero según sus conocimientos le pareció un modelo bastante común, de metal oscuro, con una pequeña pantalla en la parte de adelante; ni siquiera parecía demasiado reciente. Frank vio que de atrás salían unos cables que terminaban en un agujero en la base del anaquel.
En la superficie del aparato, apuntada en el metal con un rotulador blanco, había una serie de cifras. Alguien había intentado, con cierta torpeza, borrarlas, pero todavía eran legibles.
1-10
2-7
3-4
4-8
Se quedó perplejo. Parecía un sitio bastante insólito donde apuntar cifras…
Pulsó la tecla EJECT y el plato salió sin ruido, a la izquierda del display. En la superficie había un CD. No era un disco compacto original, sino una copia grabada con ordenador. En la superficie dorada había algo escrito en letras de imprenta con rotulador, rojo esta vez.
Robert Fulton – Stolen Music.
Otra vez ese maldito disco. Frank pensó que esa música le perseguía como un anatema. Reflexionó. Era natural que Jean-Loup hubiera hecho una copia digital del disco, para escucharlo sin correr el riesgo de estropear el original. Entonces, ¿por qué, el día que había asesinado a Alien Yoshida, había llevado consigo el elepé de vinilo? Quizá tenía un significado simbólico, desde luego, pero también podría haberlo hecho por otro motivo, cualquiera que fuera…
Frank volvió a mirar el modernísimo lector de CD instalado entre los demás aparatos y luego posó otra vez los ojos en ese otro, mucho más modesto, que tenía delante.
Y se hizo una pregunta.
¿Por qué razón alguien que posee un equipo de última generación y un lector de CD ultramoderno escucharía música en un aparatejo de cuatro duros?
Había mil respuestas para esa pregunta, todas razonables. Sin embargo, Frank sabía que ninguna era la correcta. Apoyó la mano en el metal negro del aparato y pasó los dedos sobre las cifras trazadas en blanco, como si esperara que adquirieran relieve.
Una hipótesis es un viaje que puede durar meses, años, a veces una vida entera. La intuición que la confirma recorre el cerebro a la velocidad del rayo, y el efecto es inmediato.
Antes, oscuridad. Un instante después, la luz.
De golpe Frank comprendió para qué servía ese segundo lector de CD y qué eran esos números que el ocupante del refugio había tratado de borrar a toda prisa.
Aquellos signos blancos eran las cifras de una combinación.
Pulsó un botón, y el plato y el disco entraron en el reproductor de CD. Luego pulsó el botón de START, marcado con una flecha. En la pantalla apareció una serie de números que indicaban qué pista se estaba reproduciendo y cuánto tiempo había transcurrido desde el inicio.
Miró cómo corrían lentamente los segundos en ese pequeño rectángulo luminoso. Cuando marcó 10, pulsó el botón que hacía pasar el disco a la pista siguiente. Esperó hasta que apareció el número 7 y pasó a la tercera pista. Cuando el cuadro luminoso marcó 4, pasó a la cuarta. Cuando leyó el número 8 en la pantalla, pulsó el botón de STOP.
Clic.
El chasquido fue tan leve que si Frank no hubiera contenido el aliento no lo habría oído. Giró hacia su derecha, de donde había provenido el ruido, y vio que el anaquel de metal había avanzado unos centímetros; encajaba con tanta perfección que cuando estaba cerrado parecía formar una sola unidad con la pared.
Introdujo los dedos en la grieta que corría a lo largo del fondo y tiró hacia sí. El anaquel se deslizó cerca de un metro sobre unos goznes ubicados a los lados y permitió ver una puerta metálica de forma circular. Tenía un mecanismo de abertura de rueda muy semejante al de la puerta de plomo que daba acceso al refugio.
Durante el registro del bunker, en ningún momento se habían preguntado por qué los anaqueles de la estantería estaban vacíos. Ahora que había una explicación, Frank pudo resolver un problema que nadie había tenido la perspicacia de plantear.
En realidad el mueble ocultaba la segunda salida.
Frank manipuló la cerradura de rueda en el sentido contrario a las agujas del reloj, hasta que oyó que la cerradura se desbloqueaba. Empujó y la puerta se abrió sin dificultad, girando silenciosamente sobre los goznes. Pensó que Jean-Loup Verdier debía de haber dedicado mucho tiempo y muchos conocimientos técnicos al mantenimiento de ese lugar.
Detrás encontró la boca de una suerte de camino subterráneo, de alrededor de un metro y medio de diámetro, un agujero negro que partía del refugio para terminar quién sabía dónde.
Frank guardó el móvil en el bolsillo de la camisa, se quitó la chaqueta y extrajo la Glock de la funda sujeta a la cintura del pantalón. Se echó al suelo y se vio obligado a hacer unos movimientos de contorsionista para pasar entre los soportes del anaquel. Franqueó la puerta de cierre hermético. Permaneció un instante mirando el acceso al túnel y la oscuridad que reinaba en él. La ligera claridad que llegaba del refugio, obstruida en parte por el anaquel y su propio cuerpo, no permitía ver más allá de un metro. Podía ser peligroso, muy peligroso, adentrarse a ciegas en aquel camino subterráneo.
Sin embargo, cuando pensó quién había huido por allí y todos los crímenes que había cometido, penetró con decisión en el túnel. A esas alturas, no habría renunciado a hacerlo ni aunque corriera el riesgo de encontrarse, del otro lado, frente a un pelotón de ejecución.
Pierrot asomó a la cabeza por encima del matorral donde se había escondido y miró hacia la calle. Vio con alivio que todos los coches y las personas que esperaban se habían ido, al igual que los policías.
Bien. Ahora todo marcharía bien. Pero antes se había asustado mucho…
Tras salir de la radio, había subido a pie hasta la casa de Jean-Loup con su mochila a la espalda. Estaba un poco nervioso porque no estaba seguro de recordar bien el camino. Había ido varias veces a Beausoleil, pero siempre en el coche de Jean-Loup, que se llamaba «un Mercedes», y él no prestaba mucha atención al recorrido, ya que estaba muy ocupado riendo y mirando a su amigo. Cuando estaba con Jean-Loup, siempre se reía. Bueno, siempre no, porque había gente que decía que solo los tontos se ríen siempre, y él no quería que le consideraran tonto…
Además, no estaba acostumbrado a pasear solo, porque su madre temía que le pasara algo malo o que los otros chavales le tomaran el pelo, como la hija de la señora Narbonne, esa bruja de dientes torcidos que le llamaba «retrasado».
El no sabía muy bien qué era un retrasado, así que se lo había preguntado a su madre. Ella había vuelto la cabeza, pero no lo bastante deprisa como para impedirle ver que tenía los ojos llorosos. Pierrot no se preocupó mucho; los ojos de su madre también se ponían llorosos cuando miraba por televisión esas películas donde al final había dos personas que se besaban, con fondo de música de violines, y después se casaban.
Solo rogó que los ojos húmedos de su madre no significaran que en algún momento él debiera casarse con la hija de la señora Narbonne.
A mitad de camino le entró sed y bebió, sin dejar de andar, la lata de Coca-Cola que había cogido de casa. Lo hizo un poco a pesar suyo, porque su intención era compartirla con Jean-Loup, pero hacía calor y tenía la boca seca; además, seguro que su amigo no se enojaría por tan poco.
En todo caso, todavía le quedaba la lata de Schweppes.
Cuando llegó a casa de Jean-Loup estaba bastante sudado y pensó que quizá debería haber llevado una camiseta para cambiarse. Pero eso no era ningún problema. Sabía que Jean-Loup tenía en el lavadero un armario donde guardaba las camisetas que usaba solo para trabajar en casa. Si la suya estaba muy sudada, Jean-Loup le prestaría una, y luego él se la devolvería lavada y planchada por su madre. Ya había sucedido en una ocasión, cuando estaban en la piscina y su camiseta había caído al agua y Jean-Loup le había dado una azul que tenía escrito «Martini-Racing» en letras blancas, solo que esa vez no había sido un préstamo, sino un regalo.
Antes que nada tenía que encontrar la llave. Enseguida vio el buzón de aluminio del lado interior de la verja, con el nombre de Jean-Loup Verdier escrito en verde oscuro, el mismo color de los barrotes. Metió la mano entre las rejas y palpó el fondo de la caja de metal. Notó bajo los dedos la forma de una llave, adherida con una ligera capa de un material que parecía goma de mascar seca.
Justo cuando estaba a punto de tirar de la llave y despegarla, en la explanada cercana a la verja se detuvo un coche. Por suerte Pierrot estaba oculto por un matorral y por el tronco de uno de los cipreses, así que el hombre que iba en el coche no pudo verle. Se asomó y vio que el ocupante del vehículo era ese policía extranjero que andaba siempre con el comisario, aunque ahora el comisario ya no estaba; alguien le había dicho que había muerto. Pierrot avanzó corriendo sin dejarse ver, porque si el hombre descubría que él estaba allí seguro que le preguntaría qué hacía en aquel lugar y después querría llevarle a su casa.
Subió por el sendero, siguiendo el asfalto y manteniéndose siempre a cubierto. Después de haber superado el tramo que bajaba tan rápido que solo mirar hacia abajo le daba vueltas la cabeza, saltó la valla de seguridad y encontró una mata donde esconderse.
Desde su nuevo y más elevado punto de observación se veía el patio de la casa de Jean-Loup; miró con curiosidad un montón de gente que iba y venía, sobre todo policías vestidos de azul y policías vestidos de policías, y alguno que vestía normal. Estaba también el que iba a la radio y que cuando hablaba con alguien no sonreía nunca y cuando hablaba con Barbara sonreía siempre.
Pierrot no se movió de su escondite durante un rato larguísimo, hasta que se fueron todos y el patio quedó vacío. El último en marcharse, el estadounidense, había dejado abierta la persiana metálica del garaje.
Pierrot pensó que por suerte él estaba allí para cuidar de la casa de su amigo. Bajaría a ver si los discos de Jean-Loup estaban en su lugar y antes de irse cerraría la persiana; si no, cualquiera podía entrar y robar lo que quisiera.
Se irguió con cautela y salió de detrás del arbusto, mirando alrededor. De tanto estar en cuclillas, le dolían las rodillas y sentía hormigas en los pies. Se puso a pisotearlas para que se fueran, como le había enseñado su madre.
Pierrot elaboró un plan de acción.
Desde donde se hallaba no podía llegar al patio de la casa, porque en medio de la bajada hacia el mar estaba la cuesta empinada. Debía subir hasta la calle de asfalto y desde allí bajar de nuevo y ver si podía saltar la verja.
Se acomodó la mochila en los hombros y se preparó para enfrentar la subida.
Por el rabillo del ojo vio un movimiento entre los arbustos, un poco más abajo. Primero creyó que se había equivocado. No era posible que hubiera alguien allá abajo. Si alguien hubiera pasado por el mismo camino, él le habría visto desde su escondite. Y nadie podía subir por esa cuesta, porque era demasiado empinada. De cualquier modo, por prudencia, volvió a agazaparse tras el matorral. Apartó las ramas con las manos, para ver mejor. Durante un rato no sucedió nada, y casi se convenció de que se había equivocado. Luego sus ojos captaron de nuevo movimiento entre las matas. Se llevó una mano a la frente para resguardar los ojos del reflejo del sol.
Lo que vio le dejó boquiabierto.
Por debajo de él, vestido de verde y marrón como si formara parte del suelo y los arbustos, con una bolsa de tela en bandolera, estaba su amigo Jean-Loup, que salía de entre unos matorrales.
Pierrot se quedó sin aliento. Tenía ganas de incorporarse y gritarle que estaba allí, pero quizá no fuera buena idea, porque, si todavía no se habían ido todos los policías, alguno de ellos podía descubrirlos. Decidió subir un poco más y alertar a Jean-Loup de su presencia desde un lugar protegido por el terraplén.
Sin apartar los ojos de su amigo, Pierrot se desplazó en silencio, tratando de imitar los movimientos de Jean-Loup, que entraba y salía de las matas sin mover ni una hoja del follaje.
Cuando llegó al punto más elevado vio que era una posición perfecta para llamar la atención de Jean-Loup sin que le vieran desde la casa. Más abajo había un saliente rocoso, no muy grande, pero sí lo suficiente para sostenerle de pie. Desde allí podría hacer señas a su amigo, o hasta llamarle en voz baja, sin que ningún policía se diera cuenta.
Bajó con cuidado por la pendiente hasta llegar lo más cerca posible del saliente, y se preparó flexionando las rodillas. Alzó los brazos al cielo y saltó. Apenas sus pies se apoyaron en el suelo, la piedra porosa cedió bajo su peso y el pobre Pierrot comenzó a rodar por la cuesta, gritando en el vacío.
Frank avanzaba con lentitud en la oscuridad más absoluta.
Tras un atento examen del túnel, había visto que tenía altura suficiente para permitirle avanzar agachado sin demasiado esfuerzo. No era la posición más cómoda, pero sí la menos peligrosa, dada la situación. Con una sonrisa amarga pensó que ninguna situación podía definirse mejor que esa como «un salto en la oscuridad».
Al cabo de unos pasos, con la impresión de caminar como un perro amaestrado, ya no contó con la ayuda de la leve claridad que provenía del refugio y penetró en la negrura absoluta. Aunque sus ojos habían tenido tiempo de adaptarse a la oscuridad, no veía absolutamente nada.
Con la pistola en la mano derecha, iba con el cuerpo apoyado en la pared de la izquierda, algo inclinado hacia atrás, para poder ir tanteando con la mano libre y controlar que no hubiera obstáculos o, peor aún, agujeros en los que pudiera caer. Si le sucediera algo allí abajo, en ese tubo cuya existencia ignoraban todos, no saldría hasta el día de la resurrección.
Se desplazaba con cautela, metro a metro. Las piernas comenzaban a dolerle, sobre todo la rodilla derecha, la que se había lesionado en un partido de fútbol americano y había necesitado una operación de menisco y ligamentos cruzados; la misma que le había impedido seguir jugando en el equipo del college y en competiciones profesionales, de haber aspirado a ello. Para no sobrecargar la articulación se empeñaba en ejercitar con regularidad los músculos de las piernas, pero de un tiempo a esta parte, desgraciadamente su entrenamiento dejaba bastante que desear. Por otra parte, la posición a la que se veía obligado a mantener para avanzar por el túnel habría puesto a prueba hasta las rodillas de un levantador de pesas.
Se estremeció. En aquel agujero hacía frío. Sin embargo, debido a la tensión nerviosa, notaba el sudor en las axilas y en la tela liviana de la camisa. En el aire escaso flotaba un olor a hojas podridas y humedad, sumado al del cemento que revestía el camino subterráneo. De vez en cuando tocaba con las manos alguna raíz que había logrado introducirse en una fisura. La primera vez se había sobresaltado y había retirado la mano como si se hubiera quemado. Enseguida pensó que, dado que el conducto llevaba al exterior, no era improbable que algún animal pudiera entrar en él y elegirlo para hacer una cómoda madriguera. Frank no era un hombre impresionable, pero la idea de tener un contacto físico con una culebra o una rata no le tentaba en absoluto, ni en ese momento ni nunca.
Pensó que esa larga cacería del asesino contribuía a dar cuerpo a todas sus fantasías. La situación en que se hallaba ahora era la misma que había imaginado cada vez que pensaba en Ninguno. Avanzar a paso lento, rastrero, furtivo, en medio del frío y la humedad que son desde siempre el reino de las ratas. Y también, al mismo tiempo, el cuadro exacto de lo sufrido durante la investigación: una marcha lenta, a pequeños pasos, fatigosa, en la oscuridad total, esperando un delgado rayo de sol que los sacara de las tinieblas.
«Destrúyenos, pero en la luz…»
En aquella ceguera total, acudió a su mente un famoso pasaje de la Ilíada, la oración de Ayax. La había estudiado en el colegio, hacía un millón de años. Los troyanos y los aqueos combatían cerca de las naves y Zeus envió niebla para ofuscar la vista de los griegos, que estaban sucumbiendo. Entonces Ayax elevó una oración al padre de todos los dioses, una oración afligida, no para conseguir la salvación sino para poder ir hacia la oscuridad de la muerte en la luz del sol. Frank recordaba aún las palabras con que su héroe preferido concluía su plegaria.
Una brusca inclinación del túnel lo ayudó a volver a concentrarse. Notó que ahora el suelo, o la parte que tenía bajo los pies, se inclinaban sensiblemente hacia delante. No había muchas probabilidades de que el conducto se volviera intransitable. A fin de cuentas, se había construido para que lo recorrieran seres humanos, y la pendiente debía de ser un accidente. Tal vez durante la construcción habían encontrado una veta de roca y se habían visto obligados a desviarse un poco hacia abajo para poder proseguir.
Decidió sentarse en el suelo y a partir de aquel punto avanzar de ese modo. Redobló su cautela. No le inquietaba que el túnel bajara en una pendiente cada vez más pronunciada. Seguía siendo válido todo el razonamiento que había hecho poco antes; además, estaba seguro de que Ninguno lo había recorrido más de una vez, de ida y de vuelta, si bien en condiciones mucho más fáciles, pues el asesino lo conocía al dedillo y contaría con la ayuda de una linterna.
Él, en cambio, estaba rodeado por una completa y absoluta oscuridad e ignoraba qué podía encontrarse a cada paso. O alrededor, para definirlo con más exactitud. Pero era justamente la naturaleza de Jean-Loup lo que le llevaba a poner la máxima atención. Conociendo la pérfida astucia de ese hombre, era de esperar que hubiera puesto alguna trampa para un posible intruso.
Una vez más se preguntó quién era Jean-Loup y, sobre todo, quién lo había creado. A esas alturas ya estaba demostrado que no era solo un psicópata, sino un demente frustrado que cometía sus crímenes para atraer la atención de la prensa y de la televisión. Este rápido análisis resumía la mayoría de los casos de asesinos en serie que Frank conocía, pero estaba tan alejado de la tipología de Ninguno como lo está la Tierra del Sol.
Los otros eran criminales comunes, de una inteligencia inferior a la normal, que mataban impulsados por una fuerza más poderosa que ellos, y que al final aceptaban las esposas en las muñecas casi con alivio.
Jean-Loup era muy distinto. El cadáver en el ataúd transparente demostraba su locura, desde luego. Y en su mente debían de agitarse pensamientos que estremecerían al más experto de los terapeutas.
Pero había mucho más.
Jean-Loup era fuerte, astuto, preparado, un hombre adiestrado para la lucha. Un verdadero combatiente. Había matado con una facilidad pasmosa a Jochen Welder y a Roby Stricker, dos personas de físico atlético y muy entrenados. La manera expeditiva con que se había desembarazado de los tres agentes en su casa había despejado definitivamente cualquier duda en ese sentido, en el caso de que todavía fuera necesario. Daba la impresión de que en Jean-Loup estuviera compartiendo en el mismo cuerpo dos personas distintas, dos naturalezas opuestas que se perseguían buscando alcanzarse y anularse. Quizá la definición más justa la había dado él mismo, cuando hablaba con la voz artificial: «Yo soy uno y ninguno…».
Era un hombre, muy, muy, muy peligroso, y como tal se le trataba.
Frank no consideraba paranoico su exceso de prudencia. A veces ciertos excesos hacen la diferencia entre un hombre vivo y un hombre muerto.
El lo sabía bien, porque la única vez que había sido impulsivo y había entrado en un lugar por instinto, casi sin reflexionar, se había despertado en un hospital tras una explosión y quince días en coma. Y si lo olvidaba, tenía las suficientes cicatrices en todo su cuerpo para recordárselo.
No quería correr más riesgos inútiles. Se lo debía a sí mismo, porque había decidido seguir siendo policía a pesar de todo. Se lo debía a una mujer que en aquel momento le aguardaba sentada en una sala de espera en el aeropuerto de Niza. Se lo debía a Harriet, junto con la promesa de que no la olvidaría nunca.
Siguió avanzando, tratando de hacer el menor ruido posible. Probablemente Jean-Loup ya se hallaba a saber dónde, aunque tampoco se podía excluir la posibilidad de que se encontrara a la salida del túnel, agazapado a la espera de tener vía libre. A fin de cuentas, ese agujero bajo tierra no podía extenderse hasta las afueras de Mentón; debía de terminar en algún punto al este de la casa, sobre la ladera de la montaña.
En la calle se había producido una considerable confusión, por las barreras y los puestos de control: filas de coches detenidos, personas que bajaban y se ponían de puntillas para curiosear mientras se preguntaban unas a otras qué era lo que ocurría. A Jean-Loup no le habría costado mezclarse entre ellos. Sí, su foto se había publicado en todos los periódicos y había aparecido en todos los informativos de Europa, pero hacía tiempo que Frank había perdido la fe en la eficacia de tales medidas; en general, la gente miraba las caras ajenas con extrema superficialidad. Cada uno veía solo lo que quería ver. Con solo un corte de pelo y un par de gafas oscuras, Jean-Loup habría tenido muchas probabilidades de pasar inadvertido sin correr riesgos.
Aun así, la calle estaba llena de policías alertas, con los ojos bien abiertos, cualquiera de los cuales habría sospechado de un hombre que saliera de pronto de unos matorrales pocos metros más abajo para llegar a la calle trepando la pendiente. Era algo que alertaría hasta a un ciego, y después de todo lo que había sucedido los policías se hallaban sometidos a una tensión que podía impulsarlos a disparar antes de preguntar. No se podía excluir la posibilidad de que el asesino hubiera decidido esperar un momento más propicio para salir de su escondite.
Continuó avanzando. El roce de su pantalón contra el cemento le parecía el ruido de las cataratas del Niágara. Además, comenzaba a causarle escozor. Se detuvo un instante para buscar una posición más cómoda. Decidió volver a ponerse en cuclillas.
Mientras se levantaba oyó el bip del móvil; sonó una campana en el silencio nocturno del campo. Esa señal podía revelar su presencia, pero también le dio la certeza de que la salida debía de estar cerca.
Entornó los ojos en la oscuridad y le pareció distinguir unos puntos luminosos más adelante, como unos signos trazados con yeso blanco en una pizarra negra. Aceleró un poco la marcha, sin abandonar la cautela. En especial ahora, que su corazón latía aceleradamente.
Seguía tanteando con la mano izquierda a lo largo de la pared de cemento, mientras con la derecha sostenía la pistola, el dedo de la mano derecha tenso contra el gatillo. La rodilla le dolía mucho, pero más adelante le esperaba la luz y quizá una presencia al acecho que por ninguna razón se podía subestimar.
A medida que se acercaba, los signos blancos parecía que bailaban, suspendidos en el aire. Poco a poco se hicieron más grandes. Frank pensó que el conducto terminaba en la proximidad de unos matorrales y que lo que veía era la luz del día que se filtraba a través del follaje. Probablemente se había levantado una ráfaga de viento que había agitado las ramas. Por eso, para sus ojos engañados por la oscuridad, los puntos luminosos habían parecido luciérnagas en la negrura de la noche.
De golpe le llegó desde fuera el eco de un grito desesperado.
Frank olvidó sus propósitos de prudencia, que se derrumbaron como un castillo de naipes ante un ventilador encendido. A pasos veloces, tanto como se lo permitía su posición agachada, alcanzó la mata que ocultaba la entrada del conducto.
Apartó las ramas con las manos y asomó con cautela la cabeza. El agujero de entrada del túnel daba a un matorral bastante alto y tupido que cubría totalmente la circunferencia del tubo de cemento.
El grito se repitió.
Frank salió y se puso lentamente de pie. Su rodilla dijo algunas palabras en un idioma que hubiera preferido no conocer. Miró a su alrededor. La mata se alzaba en una zona bastante plana, una especie de terraza natural del lado de la montaña, salpicada de árboles de tronco delgado cubiertos de plantas trepadoras y matorrales de especies mediterráneas, alternados con superficies rocosas. A su espalda, las dos casas gemelas y sus jardines bien cuidados. Unos cincuenta metros por encima de su cabeza, a la izquierda, la calle. Cerca de la mitad del tramo escarpado que le separaba del asfalto, sobre una especie de cornisa a un lado de los matorrales, Frank vio un movimiento. Una figura vestida con camisa verde y pantalón de color caqui, que cargaba una bolsa de tela oscura en bandolera, trepaba con prudencia por los arbustos, hacia la valla protectora.
Frank habría reconocido a ese hombre entre un millón.
Alzó la pistola a la altura de los ojos, empuñándola con las dos manos. Encuadró la figura en la mira y gritó por fin las palabras que tanto había soñado decir, desde hacía tiempo:
– ¡Quieto, Jean-Loup! ¡Detente o disparo! Levanta las manos, arrodíllate en el suelo y no te muevas. ¡Ya!
Jean-Loup volvió la cabeza hacia su lado. No dio señal de haberle reconocido ni de haber entendido lo que le había dicho y mucho menos de querer obedecer sus órdenes. Aunque se hallaba bastante cerca para ver la pistola en las manos de Frank, continuó subiendo, desplazándose hacia la izquierda.
Frank sintió que su dedo se contraía en el gatillo de la Glock.
El grito se elevó otra vez, fuerte y agudo.
Jean-Loup respondió, inclinando la cabeza hacia abajo:
– Agárrate fuerte, Pierrot. Ya estoy llegando. No tengas miedo. Ya bajo y te saco de allí.
Frank desvió la mirada hacia la misma dirección en que había hablado Jean-Loup. Asido con las manos al pequeño tronco de una acacia que crecía al borde de la pendiente colgaba Pierrot.
Sus pies se agitaban frenéticamente tratando de encontrar apoyo en el declive rocoso, pero, cada vez que intentaba apuntalarse el terreno cedía y el muchacho se encontraba otra vez suspendido en el vacío.
Debajo de él, la pendiente descendía hacia el mar, abrupta y pedregosa. No era un verdadero precipicio, pero si Pierrot se soltaba caería y rebotaría como un muñeco de trapo a lo largo de doscientos metros, hasta el fondo de la hondonada. Si se soltaba no tendría salvación.
– ¡Apresúrate, Jean-Loup! No resisto más, me duelen las manos.
Frank vio el agotamiento en el rostro del muchacho y oyó vibrar una nota de miedo en su voz. Pero supo también otra cosa: la inquebrantable confianza de que Jean-Loup, el locutor, el asesino, la voz de los diablos, su mejor amigo, iría a salvarlo.
Frank aflojó la presión sobre el gatillo y bajó un poco la pistola al tiempo que comprendía qué estaba haciendo Jean-Loup.
No estaba escapando; iba a socorrer a Pierrot.
Quizá la fuga había sido su primera intención, y sin duda, tal como Frank había pensado, había esperado en el túnel a que pasara todo el alboroto y tuviera vía libre para salir y escapar una vez más de la policía. Después había visto que Pierrot se hallaba en peligro. Quizá se había preguntado por qué el muchacho estaba allí, colgado de una planta, pidiendo ayuda con su voz de niño aterrorizado, o quizá no. Pero en un instante se había hecho cargo de la situación, había hecho una elección, y ahora actuaba en consecuencia.
Frank sintió que una furia sorda crecía en su interior, hija de la frustración. Durante mucho tiempo había esperado ese momento y ahora que tenía en la mira al hombre al que buscaba desesperadamente, no podía dispararle. Volvió a alzar la pistola, sujetándola con firmeza, como nunca en su vida había sujetado un arma. En la mira estaba el cuerpo de Jean-Loup, que se desplazaba para llegar al punto donde su amigo resistía aún, aferrado al árbol.
Ahora Jean-Loup había llegado cerca de Pierrot, apenas un poco más arriba. Entre ellos, el vacío que la caída del muchacho había excavado en el terraplén hacía imposible alcanzarlo simplemente tendiendo una mano para ayudarlo a subir y ponerlo a salvo.
Jean-Loup le habló con su voz cálida y profunda.
– Estoy aquí, Pierrot. Estoy llegando. Tranquilízate, todo va bien. Solo debes agarrarte con fuerza y mantener la calma. ¿Me has entendido?
Pese a la precariedad de su situación, Pierrot respondió con uno de sus habituales movimientos de cabeza. Tenía los ojos muy abiertos por el miedo, pero estaba seguro de que su amigo lo resolvería todo.
Frank vio que Jean-Loup había dejado en el suelo la bolsa que llevaba en bandolera y se quitaba el cinturón. No tenía la menor idea de lo que intentaba hacer para sacar a Pierrot del lío en que se había metido. Solo podía mirarlo, sin dejar de apuntarle con la pistola.
Apenas Jean-Loup había terminado de pasar la correa de piel por la última presilla, se oyó un ruido semejante a un fuerte soplido de cerbatana, y a su lado se levantó una pequeña polvareda. Jean-Loup se acurrucó sobre sí mismo, en un movimiento instintivo que le salvó la vida.
De nuevo el mismo ruido, y una nueva polvareda, exactamente donde estaba su cabeza una fracción de segundo antes. Frank se volvió para mirar hacia arriba. En el borde de la pendiente, de pie un poco más abajo de la valla protectora, oculto entre los arbustos hasta la mitad del cuerpo, se hallaba el capitán Ryan Mosse. Sostenía en la mano una gran pistola automática con silenciador.
En ese momento Jean-Loup se volvió e hizo algo increíble: se echó entre los matorrales y desapareció.
Así, sencillamente. Un instante antes estaba, un instante después no estaba. Frank se quedó con la boca abierta. Con toda probabilidad Ryan Mosse también se había quedado estupefacto, pero ello no le impidió disparar contra las matas, alrededor del lugar donde se había esfumado Jean-Loup, hasta agotar el cargador. Lo tiró y puso enseguida otro lleno, que extrajo del bolsillo de la chaqueta. Un momento después la pistola estaba de nuevo lista para disparar. Comenzó a bajar con cautela, vigilando por si detectaba algún movimiento en los matorrales que lo rodeaban.
Frank desplazó la Glock en dirección a él.
– ¡Vete, Mosse! Esto no es asunto tuyo. Deja la pistola y vete. O échanos una mano. Antes que nada debemos ayudar al muchacho que está colgado allá abajo. El resto viene después.
El capitán siguió bajando, pistola en mano. Le respondió sin dejar de escrutar en todas direcciones los matorrales entre los cuales avanzaba.
– ¿Dices que esto no es asunto mío? Pues yo te digo que sí lo es, señor Ottobre. Y las prioridades las decido yo. Primero mataré a este loco, y después, si quieres, te ayudaré a subir a ese chaval tonto…
Frank tenía en la mira la figura maciza de Ryan Mosse. El deseo de dispararle era muy fuerte, casi tanto como el de dispararle a Jean-Loup, sin concederle la circunstancia atenuante de haber arriesgado la vida para salvar a un perro o a un chaval tonto, como le había llamado el capitán.
– Te lo repito: ¡baja la pistola, Ryan!
El capitán soltó una breve risotada, seca y rencorosa.
– Y si no, ¿qué? ¿Me dispararás? ¿Y después qué dirás? ¿Que has matado a un capitán de tu país para salvarle el pellejo a un asesino? Anda, déjate de idioteces y aprende a hacer las cosas…
Sin dejar de apuntarle, Frank comenzó a desplazarse lo más deprisa posible hacia Pierrot. Jamás se había encontrado en una situación similar, en la que debía tomar una decisión vital entre un cúmulo de variantes.
– ¡Socorro! ¡No aguanto más!
La voz desesperada de Pierrot llegaba desde atrás. Frank bajó la pistola e intentó, en la medida en que le era posible, alcanzar a la carrera el lugar donde antes se había colocado Jean-Loup. Notaba que las zarzas y las ramas le impedían el paso aferrándole el pantalón, como manos malignas emergidas de la tierra por arte de magia. De vez en cuando volvía la cabeza para vigilar los movimientos de Ryan Mosse, que continuaba su cauteloso descenso por la pendiente, empuñando el arma, escrutando con ojos desconfiados entre los arbustos, en busca de Jean-Loup.
De golpe, cerca de Mosse las matas se animaron. No había habido ningún movimiento entre las ramas, ni el menor aviso. Lo que emergió del matorral ya no era el mismo hombre que antes se había escondido para salvar el pellejo; no era Jean-Loup, sino un demonio expulsado del infierno porque hasta los otros demonios le temían. Vibraba en él una tensión sobrehumana, como si de repente se hubiera apoderado de su cuerpo un animal feroz que le hubiera regalado la fuerza de sus músculos y la agudeza de sus sentidos.
Con una perfecta concentración de agilidad, vigor y gracia, Jean-Loup actuó.
De una patada arrancó la pistola de las manos de su adversario. El arma voló muy lejos y se perdió entre las matas. Mosse era un soldado, sin duda un buen soldado, con un entrenamiento adecuado a la triste fama que arrastraba, preparado para cualquier clase de combate.
Excepto, quizá, para un combate con fantasmas.
Flexionó las piernas y adoptó una posición de defensa. El capitán era más alto y robusto que Jean-Loup, pero la sensación de amenaza que emanaba de la actitud de ese hombre los colocaba de algún modo en pie de igualdad. No obstante, Mosse contaba con una ventaja: disponía de todo el tiempo que quisiera. A él no le importaba nada aquel muchacho colgado de un árbol sobre el precipicio, y sabía que el otro sí tenía prisa por correr a ayudarlo. Esa prisa era el elemento con que intentaba jugar para inducir a su adversario a cometer un error.
En lugar de contraatacar, esperó, alejándose paso a paso a medida que Jean-Loup se acercaba. Entretanto, Jean-Loup continuaba hablando con Pierrot.
– Pierrot, ¿me oyes? Todavía estoy aquí, no tengas miedo. Un instante y ya llego.
Mientras tranquilizaba al muchacho, pareció desconcentrarse un segundo y bajó la guardia. En ese preciso momento Mosse lo atacó.
Por lo que sucedió a continuación, Frank supo que había sido una táctica de Jean-Loup para que Mosse pasara a la acción. Todo sucedió en pocos segundos. Mosse hizo una finta a la izquierda y enseguida intentó una serie de atemi que Jean-Loup detuvo con una facilidad humillante. Mosse retrocedió un paso. Frank estaba demasiado lejos para distinguir con claridad los detalles, pero tuvo la impresión de que en el rostro del capitán aparecía de pronto una expresión de gran sorpresa. Hizo un nuevo intento, con un par de golpes con las manos, y después, veloz como un rayo, tiró una patada. Frank pensó que era el mismo golpe que había usado con él, el día que habían peleado en el camino de la casa de Parker. Solo que Jean-Loup no cayó en la trampa como había caído él. En vez de detener el golpe y desviarlo, exponiéndose a la reacción del adversario, apenas vio venir la patada se hizo a un lado y dejó que el pie de Mosse golpeara el aire. Después apoyó la rodilla derecha en el suelo, se deslizó bajo la pierna levantada de Mosse y la bloqueó en esa posición con la mano izquierda, desequilibró el cuerpo del capitán hacia atrás, le asestó un terrible puñetazo en los testículos y lo derribó de costado.
Frank oyó con claridad el sordo gemido de dolor de Mosse al caer. Su cuerpo no había aún terminado de desplomarse entre las matas y Jean-Loup ya se había puesto de pie. En la mano derecha llevaba un cuchillo. Lo había extraído con un movimiento tan rápido que Frank no alcanzó a verlo; tuvo la sensación de que lo tenía en la mano desde el inicio del combate y que ahora simplemente se había vuelto visible.
Jean-Loup se agachó y desapareció en el matorral donde había caído el cuerpo de Mosse.
Cuando se incorporó, el animal feroz que llevaba dentro había desaparecido, y la hoja del cuchillo estaba cubierta de sangre.
Frank no pudo ver el resultado final de la lucha, porque mientras tanto, había llegado cerca del lugar donde se hallaba Pierrot colgado del árbol. Vio en el rostro del muchacho los signos del miedo, pero sobre todo la marca inquietante del agotamiento. Las manos que se aferraban a su providencial soporte estaban congestionadas por el esfuerzo. Se dio cuenta de que no lograría resistir mucho más. Frank le avisó de su presencia e intentó tranquilizarle hablándole con calma para infundirle una seguridad que él mismo no tenía.
– Estoy aquí, Pierrot. Ahora bajo a cogerte.
El muchacho estaba tan extenuado que no encontró fuerzas para responder. Frank miró alrededor. Se hallaba en el punto exacto donde se encontraba Jean-Loup cuando Mosse le había disparado la primera vez, después de quitarse el cinturón.
¿Por qué?
Por segunda vez se preguntó cuál sería la razón de aquel gesto, de qué manera se proponía usar el cinturón para socorrer a Pierrot. Levantó la cabeza y vio que a un par de metros por encima de la acacia a la que se aferraba Pierrot, había un tronco reseco, más o menos de las mismas dimensiones. Las hojas habían caído hacía tiempo y las ramas se tendían hacia el cielo como si por un capricho de la naturaleza las raíces hubieran crecido al revés. De pronto comprendió cuál era la intención de Jean-Loup. Actuó deprisa. Se quitó el móvil del bolsillo de la camisa y desenganchó del cinturón el sujetador de la funda de cuero. Los apoyó sobre la cornisa, cerca de la bolsa de tela abandonada por Jean-Loup.
Puso la pistola en la cintura del pantalón y se estremeció ligeramente al contacto del metal frío del arma contra la piel. Cogió el cinturón y probó el grosor de la correa y la robustez de la hebilla. Ambas parecían bastante resistentes para lo que se proponía hacer. Introdujo de nuevo el cinturón en la hebilla y lo ajustó en el último agujero, de modo que formara una especie de lazo flexible de piel, lo más largo posible.
Miró la pendiente, por debajo de él. Alcanzar el árbol muerto no resultaría fácil, pero sí posible. Se movió con cautela. Con los pies firmemente apoyados en el suelo y agarrándose de las matas -que rogó tuvieran raíces profundas en la tierra- llegó al tronco reseco. El contacto con la corteza rugosa de algún modo le recordó la imagen del cadáver que habían encontrado en el refugio. Un crujido amenazador proveniente del árbol sustituyó de golpe esa imagen por la visión de su cuerpo que caía rodando por el declive. Lo que valía para Pierrot se aplicaba también a él: si el tronco cedía o él perdía pie, no sobreviviría a la caída. Procuró no pensar en nada; solo esperaba que el árbol fuera lo bastante robusto para soportar el peso de los dos. Se estiró sobre el tronco y tendió un brazo hacia abajo, cogiendo el cinturón con la mano derecha y tratando de bajarlo lo más posible hacia el muchacho.
– ¡Agárralo, Pierrot!
Vacilante, el muchacho alargó una mano hacia lo alto, pero volvió a bajarla precipitadamente para volver a crisparla alrededor del tronco de la acacia.
– No llego…
Frank se había dado cuenta de ello aun antes de que Pierrot se lo dijera; el largo de sus brazos sumado al del lazo de piel no bastaba para alcanzarlo. Había una sola cosa que podía hacer. Se sujetó al tronco con las piernas y quedó colgando en el vacío, como un trapecista; se dobló para poder apoyar los hombros contra la tierra y tener una mejor vista para dirigir desde lo alto los movimientos de Pierrot. Sosteniendo con las dos manos el lazo formado por el cinturón, esta vez logró hacerlo descender lo suficiente para que llegara a la altura del muchacho.
– A ver, inténtalo ahora. Suelta el árbol y agárrate al cinturón, primero una mano y después la otra.
Siguió con la mirada la maniobra titubeante, casi en cámara lenta, con que Pierrot llevó a cabo la operación. A pesar de la distancia oía el ruido de su respiración, llena de angustia y fatiga. El tronco del que colgaba Frank, sobrecargado con el nuevo peso, lanzó un crujido siniestro, mucho más inquietante que el primero. Frank sabía que Pierrot se sostenía solo gracias a sus brazos y sus piernas sujetas al tronco. Estaba seguro de que, en su lugar, Jean-Loup le habría subido sin gran esfuerzo, al menos hasta que hiciera pie o encontrara un asidero menos precario, como el árbol del que él pendía como un murciélago. Frank rogó con todas sus fuerzas poder hacer lo mismo.
Comenzó a tirar hacia arriba, mientras sentía que la violencia del esfuerzo se sumaba a la sensación casi dolorosa de la afluencia de sangre a la cabeza, provocada por su posición.
Vio que Pierrot subía centímetro a centímetro, tratando de ayudarse con la punta de los pies. Debido al cansancio, Frank notaba un terrible escozor en los músculos de los brazos, como si en el ligero tejido de la camisa se hubiera prendido fuego.
La pistola que llevaba en la cintura, atraída por la fuerza de gravedad, se salió y cayó. Rozó la cabeza de Pierrot y se perdió rebotando en la hondonada.
En ese momento partió del tronco un ruido que resonó como un disparo, semejante al crepitar de un leño en una chimenea.
Frank continuó tirando con todas sus fuerzas. A cada segundo el dolor en los brazos se hacía más insoportable, como si en sus venas la sangre se hubiera transformado en ácido sulfúrico puro. Tuvo la impresión de que su carne se deshacía y dejaba a la vista su esqueleto, y que luego sus huesos, ya sin la protección de los músculos, se despegaban de los hombros y se precipitaban hacia abajo, junto con el cuerpo de Pierrot.
A pesar de todo, Pierrot continuaba subiendo poco a poco. Frank seguía tirando desesperadamente hacia arriba, haciendo fuerza con las piernas, apretando los dientes, sorprendido por su resistencia. De pronto sentía el deseo de soltar, de abrir las manos para hacer cesar ese suplicio, ese fuego. Y al instante siguiente sentía que de algún lugar de su interior llegaba una fuerza renovada, como si hubiera una reserva de energía almacenada en alguna zona oscura de su cerebro, en un desván secreto que solo la rabia y la obstinación podían abrir.
Ahora Pierrot había llegado lo bastante alto para permitirle ayudarse con el cuerpo. Frank arqueó la parte superior del pecho, que estaba en contacto con la tierra, y logró engancharse el cinturón al cuello, con lo que parte del peso pasaba a los músculos de los hombros y la espalda. El alivio de los brazos fue inmediato. Después, aferrando el cinturón con una mano, tendió la otra hacia Pierrot. Con el poco aliento que todavía le quedaba, le indicó cómo se proponía proceder.
– Ahora haz lo mismo que has hecho antes. Suelta el cinturón, con calma, primero una mano y luego la otra. Agárrate a mis brazos y trepa. Yo te sostengo.
Frank no estaba seguro de que pudiera cumplir aquella promesa. Sin embargo, cuando Pierrot soltó su asidero y le liberó el cuello, experimentó una intensa sensación de alivio, como si alguien le hubiera echado agua fresca en la piel cubierta de sudor.
Notó el apretón frenético de las manos de Pierrot en los brazos. Poco a poco, centímetro a centímetro, aferrándose como podía a su cuerpo y a su ropa, el muchacho continuó su lento ascenso. A Frank le sorprendió que tuviera tanta fuerza. El instinto de conservación era un aliado extraordinario, una especie de doping natural. Rogó que esa fuerza no le fallara cuando se hallaba tan cerca de la salvación.
Apenas lo tuvo al alcance de la mano, Frank agarró a Pierrot por la cintura del pantalón y tiró hacia arriba, para ayudarle a alcanzar el tronco. Los ojos le ardían por el sudor. Los cerró y volvió a abrirlos, mientras notaba cómo se deslizaban lágrimas de esfuerzo en las cejas y en la frente. Ya no podía ver nada. Solamente sentía los frenéticos movimientos del cuerpo de Pierrot deslizándose contra el suyo, que ya era un solo, único, desesperado lamento de dolor.
– ¿Estás bien?
Pierrot no respondió, pero de pronto Frank se sintió liberado del peso del muchacho. Agachó la cabeza casi hasta tocar la tierra húmeda y tibia. Sintió, más que vio, que el cinturón se deslizaba de su cuello y caía rodando a reunirse con la pistola. Después volvió la cabeza, para no aspirar tierra junto con el aire que sus pulmones reclamaban con desesperada urgencia. La presión de la sangre en las sienes se había vuelto insoportable. Entonces oyó una voz que llegaba de lo alto, a sus espaldas, una voz que parecía venir de una distancia inconmensurable, como una llamada lejana en las montañas.
En esa suerte de estupor en que el cansancio había envuelto su cuerpo y su mente, a Frank le pareció reconocer aquella voz.
– Bravo, Pierrot. Ahora ayúdate agarrándote de las matas y ven aquí, donde estoy yo. Con calma. Ya estás a salvo.
Frank sintió una ligera sacudida que se transmitía a todo su cuerpo suspendido, y un nuevo crepitar de la madera cuando el cuerpo de Pierrot abandonó el tronco. Pensó que quizá el árbol reseco sentía el mismo alivio que él un momento antes, como si no fuera materia inerte sino algo vivo.
Se dijo que aquello todavía no había terminado. Debía vencer esa especie de letargo mental y físico que se había apoderado de él ahora que había aflojado la tensión al saber que Pierrot se hallaba finalmente a salvo. Aunque no lograba encontrar dentro de sí el menor rastro de fuerza o voluntad, sabía que no era el momento de aflojar. Si tardaba en reaccionar, aquella ilusoria sensación de reposo lo entumecería por completo y ya no conseguiría enderezarse y volver a coger el tronco con las manos.
Pensó en Helena y en su muda espera en el aeropuerto. Volvió a ver la tristeza de sus ojos grises, esa tristeza que quería y quizá se proponía borrar. Vio la mano de su padre, Nathan Parker, suspendida encima de ella como una garra.
La furia y el odio acudieron en su ayuda. Apretó los dientes y reunió toda la energía que le quedaba, antes de que se dispersara en el aire como el humo blanco de una chimenea. Dándose impulso y ayudándose todo lo que pudo con los brazos se esforzó por subir. Los abdominales -la única parte del cuerpo a la que no le había exigido demasiado-, le recordaron al instante el malestar que pueden causar los músculos sometidos a un gran esfuerzo.
Veía que la madera seca del tronco se acercaba despacio, como un espejismo. Un enésimo crujido le recordó que, como todo espejismo, podía desaparecer de un momento a otro. Se obligó a seguir subiendo poco a poco, sin movimientos bruscos, para no abusar de la precariedad de su asidero.
Al fin su mano izquierda se agarró al tronco, seguida de inmediato por la derecha. De algún modo consiguió volver a sentarse.
El flujo violento de sangre, al recuperar su curso normal, le nubló la vista. Cerró los ojos mientras esperaba que pasara ese violento vértigo y que esas esponjas resecas en que se habían convertido sus pulmones fueran capaces de absorber todo el aire que aspiraba.
Se quedó así, en la oscuridad confortable de sus párpados cerrados, con los brazos aferrados al tronco, la mejilla en contacto con la áspera corteza, hasta que sintió que recuperaba al menos parte de sus fuerzas.
Cuando al fin abrió los ojos, a algunos metros por encima de él, allí donde la cornisa era más plana y ancha, estaba Pierrot. De pie, al lado de Jean-Loup, se abrazaba a su cintura, como si la sensación de su cuerpo bamboleándose en el vacío le hubiera provocado la necesidad de seguir aferrándose a algo o alguien para convencerse de que se encontraba en verdad a salvo.
Jean-Loup apoyaba la mano izquierda en su hombro. En la derecha empuñaba un cuchillo ensangrentado. Por un instante Frank temió que usara el cuerpo del muchacho como escudo, que lo amenazara con el cuchillo apuntado a la garganta y que lo utilizara de rehén. Pero enseguida descartó ese pensamiento. No; imposible, después de lo que había visto. Imposible, después de que Jean-Loup abandonara toda posibilidad de fuga justamente para correr a salvar a Pierrot. Se preguntó qué habría sido de Ryan Mosse. Y en el mismo instante en que se lo preguntó se dio cuenta de que en el fondo su suerte no le importaba en absoluto.
Captó un movimiento en lo alto y levantó instintivamente la cabeza. En el borde de la calle, apoyadas en la valla protectora, vio a unas cuantas personas de pie delante de unos coches detenidos. Quizá les habían llamado la atención los gritos o, simplemente, tal vez un grupo de turistas se había detenido por casualidad en aquel lugar para admirar el panorama y desde allí habían seguido la evolución del rescate. Jean-Loup volvió la cabeza y siguió su mirada. También él vio a la gente y los coches cuarenta metros más arriba. Sus hombros se encorvaron un poco, como si un peso invisible los hubiera cargado de pronto.
Frank se incorporó, apoyando las manos en el tronco, e hizo en sentido inverso el recorrido que le había llevado de la cornisa al tronco. Saludó a la madera sin vida con la gratitud debida a un amigo fiel que te ha ayudado a salir de un apuro en un momento difícil. Sintió bajo los dedos el contacto vivo de las ramas de las matas que utilizaba como asidero y apoyó al fin los pies en el suelo, en la salvación, en el mundo horizontal.
Inmóviles, Jean-Loup y Pierrot lo miraban avanzar. Cuando llegó, Frank vio fijamente clavado en los suyos el relámpago verde de los ojos de Jean-Loup. Estaba extenuado. Pensó que su debilidad le impediría sostener una lucha con aquel hombre, y menos aún después de lo que le había visto hacer poco antes, durante el combate con Mosse.
Quizá Jean-Loup adivinó sus pensamientos. Sonrió, y su sonrisa iluminó por un momento un rostro de repente muy cansado. Detrás de ese simple movimiento de los labios había cosas que Frank solo conseguía conjeturar: una vida escindida en un continuo paso de la luz a la oscuridad, del calor al frío, de la lucidez al delirio, en el perenne dilema de ser uno o ninguno.
La sonrisa de Jean-Loup se apagó. Su voz era la misma que hechizaba a sus oyentes por la radio. Irradiaba tranquilidad y bienestar.
– Tranquilo, agente Ottobre. No tengas miedo. Sé leer la palabra «fin» cuando la veo escrita.
Frank se agachó a recoger el móvil que aún estaba en el suelo. Mientras marcaba el número de Morelli pensó en lo absurdo de la situación. Estaba allí, desarmado, en poder de un hombre que habría podido desintegrarle aun combatiendo con una mano atada a la espalda, y sin embargo se le permitía seguir viviendo solo porque ese mismo hombre había decidido no matarlo.
La voz de Morelli salió bruscamente del aparato.
– Diga.
Frank le ofreció a cambio su voz exhausta y una buena noticia.
– Claude, soy Frank.
– ¿Qué hay? ¿Qué te sucede?
Las pocas palabras que dijo le costaron un enorme esfuerzo.
– Ven enseguida con un coche a casa de Jean-Loup. Lo he atrapado.
No oyó la respuesta admirada del inspector. No vio que Pierrot inclinaba la cabeza y se apretaba todavía contra el cuerpo de su amigo, como reacción al significado de aquellas tres últimas palabras. Mientras bajaba el móvil, Frank solo miraba la mano de Jean-Loup, que se abría lentamente y dejaba caer en la tierra el cuchillo ensangrentado.
El coche con las insignias de la Süreté Publique de Montecarlo se desplazó a la derecha y cogió a una velocidad desenfrenada la carretera que bajaba hacia el aeropuerto de Niza. Frank le había dicho a Xavier que era cuestión de vida o muerte, y el agente había tomado sus palabras al pie de la letra. A pesar de la sirena encendida, oyó con toda claridad el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto mientras la fuerza centrífuga los empujaba hacia la parte exterior de la curva. Llegaron a una rotonda en la que había evidentes signos de que estaban haciendo obras. Frank pensó que ir en un coche patrulla no los libraba de las leyes de la física, una de las cuales habla del principio de la impenetrabilidad de los cuerpos. Temió que esta vez Xavier, pese a su talento al volante, no lograra mantener el coche en el carril, chocara contra las balizas blancas y rojas y se precipitara rodando pendiente abajo hasta caer en medio de la vegetación de la llanura del Var. Una vez más, su piloto favorito le sorprendió. Con un movimiento decidido ejecutó una perfecta maniobra con la que eludió el obstáculo, tras la cual continuó su camino con una segunda maniobra digna de un manual.
Frank notó que el cuerpo de Morelli se relajaba cuando vio que sobrevivirían. Recorrieron un breve trecho en línea recta y Xavier comenzó a desacelerar. Apagó la sirena al entrar en el carril de acceso a la Terminal 2, donde un cartel indicaba la zona de descarga de equipaje y desembarque de pasajeros, llamada «Kiss and Fly», donde solo se permitía un breve alto.
Frank sonrió para sí.
«Kiss and Fly»: un beso, y a volar.
No creía que Parker lo besara antes de partir.
En lugar de seguir el recorrido normal, se detuvieron ante un acceso reservado, protegido por una barrera y por dos vigilantes del aeropuerto de la Costa Azul. Al ver las insignias de la policía, los agentes levantaron la barrera y les permitieron pasar. Poco después el coche se detuvo con suavidad en la terminal de salidas internacionales.
Morelli se volvió de repente hacia el conductor.
– Si a la vuelta conduces así, te garantizo que el próximo volante que tendrás en las manos será el de un tractor para cortar hierba. Las empresas de jardinería contratan de buena gana a los ex policías…
Frank sonrió; se asomó desde el asiento posterior y, solidariamente, apoyó una mano en el hombro del agente.
– No te preocupes, campeón. Morelli ladra pero no muerde.
Su móvil comenzó a sonar. Imaginaba quién podía ser. Metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el aparato. El sonido era tan imperioso que le sorprendió que el aparato no estuviera caliente, como si la campanilla tuviera un efecto térmico más que sonoro.
– ¿Diga?
– Hola, Frank. Soy Froben. ¿Dónde estás?
– Acabo de llegar al aeropuerto. Estoy bajando del coche.
La voz del comisario no reflejaba solo simple alivio, sino auténtico consuelo.
– ¡Menos mal! Nuestro amigo está que arde. Dentro de poco declarará él solo la guerra a Francia. Ni te cuento lo que he tenido que inventar para mantenerle aquí…
– Te creo. Pero te aseguro que no era un capricho. Me has hecho uno de los mayores favores de toda mi vida.
– Vale, vale. Basta ya, o me echaré a llorar y se me estropeará el móvil. Acaba con los agradecimientos y corre a quitarme de las manos esta patata caliente. Voy a tu encuentro.
Frank abrió la puerta del coche. La voz de Morelli lo detuvo un instante cuando ya tenía un pie en el asfalto.
– ¿Te esperamos?
– No. Ve. Para volver ya me las apañaré solo.
Iba ya a marcharse, pero se detuvo un momento. La prisa no quita la gratitud.
– Ah, Claude…
– ¿Sí?
– Mil gracias. A los dos.
Morelli lo miró por encima del asiento delantero.
– ¿Gracias por qué?… Ve, ve, que te esperan…
Antes de bajar, Frank dirigió una mirada cómplice a Xavier.
– Apuesto mil euros contra una tarjeta de visita de Roncaille a que no consigues regresar a Montecarlo tan deprisa como hemos llegado hasta aquí…
Cerró la puerta sonriendo por las protestas de Morelli. Pero cuando oyó a su espalda el motor del coche que arrancaba, su sonrisa ya había desaparecido.
La captura de Jean-Loup y el fin de la pesadilla habían sumido a los hombres de la Süreté Publique de Montecarlo en una especie de anticipada celebración navideña. Aunque no había guirnaldas ni adornos ni brindis, porque todos los muertos que ese hombre había dejado en el camino prohibían todo tipo de festejo. Aun así, verlo llegar esposado a la central había sido para todos, en pleno verano, como un hermoso regalo encontrado bajo el árbol. Si alguien pensó que Nicolás Hulot no se encontraba allí para compartir aquel momento, se lo guardó para sí. El hecho de haberlo detenido gracias a una genial intuición de Frank, sumado a que lo hubiera capturado él solo, sin ayuda de nadie, había aumentado en grado sumo la estima general en que le tenía la policía monegasca, o bien la había despertado entre aquellos que hasta entonces no habían creído en él. Frank sonrió cuando había que sonreír, estrechó las manos que le tendían, recibió las felicitaciones y formó parte de una alegría que solo compartía en parte. Se sumó a la atmósfera general de triunfo, ya que no deseaba ser un aguafiestas, el único hombre que no sonríe en la foto.
No obstante, no tardó en hacer algo que durante aquel día se había convertido en un ritual. Miró su reloj. Y pidió un coche para llegar lo más deprisa posible al aeropuerto de Niza.
Atravesó la acera en dos zancadas. La puerta de cristal de la terminal reconoció su prisa y se abrió dócilmente a su paso. Apenas la cruzó se encontró ante la figura familiar del comisario Froben, que al verlo soltó un fuerte resoplido e hizo como que se enjugaba el sudor de la frente.
– Jamás sabrás cuánto placer me causa verte.
– Jamás sabrás cuánto me lo imagino.
Frank respondió con el mismo tono jovial, pero ambos habían dicho la verdad.
– No sabes las cosas que he tenido que hacer para convencer a nuestro hombre de que no hacía falta ninguna intervención oficial. Casi he tenido que ponerle las manos encima, ¡porque ya tenía un dedo en el teléfono para llamar al presidente de Estados Unidos! Bien, ya sabes… Se ha resignado a perder un avión, pero el próximo vuelo a su país sale dentro de poco más de una hora. Si pretendes seguir reteniéndole, te aviso que el general Parker es sumamente difícil de manejar.
– Nada que puedas decirme de Parker me asombrará. Podría contarte algunas cosas que te dejarían con la boca abierta.
Mientras hablaban, iban andando a toda prisa hacia el sector del aeropuerto donde Froben había confinado a la familia Parker. Cuando llegaron a las barreras de control, el comisario mostró su placa a los agentes del detector de metales. Un policía de uniforme les indicó un paso lateral, con lo que pudieron evitar la cola de pasajeros que esperaban a que les revisaran el equipaje de mano. Doblaron a la izquierda, en dirección a las puertas de embarque.
– Hablando de cosas asombrosas, ¿cómo marcha el otro asunto? ¿Me equivoco, o hay novedades?
– ¿Te refieres a Ninguno?
– Exacto.
– Lo hemos atrapado -dijo Frank con voz neutra.
El comisario lo miró estupefacto.
– ¿Cuándo?
– Hace más o menos una hora. En estos momentos ya está en prisión.
– ¿Y me lo dices así?
Frank lo miró e hizo un gesto vago con la mano.
– Eso ya terminó, Claude. Capítulo cerrado.
No tuvo tiempo de añadir más, porque habían llegado a la puerta de una salita reservada, vigilada por un agente.
Frank se detuvo delante de la puerta, detrás de la cual se hallaban Nathan Parker, Helena y Stuart. Uno de ellos obstaculizaba el presente; los otros dos formaban parte de su futuro. Se quedó mirando la hoja de madera como si fuera transparente y pudiera ver a través de ella lo que estaban haciendo las personas que esperaban dentro.
Froben se le acercó y le puso una mano en el hombro.
– ¿Necesitas ayuda, Frank?
En su voz se percibía un sutil tono protector. Ese hombre poseía una sensibilidad que contrastaba con su apariencia de leñador.
– No, gracias. Ya me has dado toda la ayuda que necesitaba. Ahora debo arreglármelas solo.
Frank lanzó un profundo suspiro y abrió la puerta.
Entró en una de las tantas anónimas y confortables salas VIP que se encuentran en los aeropuertos a disposición de los pasajeros que vuelan en un billete de primera clase. Butacas y sofás de piel, pintura color pastel en las paredes, tapetes en el suelo, un espartano self service a un lado, reproducciones de Van Gogh y de Matisse junto a algunos carteles de compañías aéreas en marcos de acero satinado. Reinaba la habitual sensación de precariedad que suele percibirse en esa clase de lugares, como si tantas llegadas y salidas dejaran en el aire, a pesar del confort, una sensación de desolación.
Helena estaba sentada en un sofá, hojeando una revista. Stuart, a su lado, se entretenía con un videojuego portátil. Frente a ellos, sobre una mesita baja de madera con superficie de cristal, dos vasos de plástico y una lata de Fanta.
El general Parker estaba de pie, de espaldas, al otro lado de la habitación. Miraba fijamente la copia de una crucifixión de Dalí colgada en la pared, las manos cruzadas detrás de la espalda.
Al oír la puerta que se abría giró la cabeza. Miró a Frank como si no lo hubiera visto en mucho tiempo y se esforzara por conectar su rostro con un nombre y un lugar.
Helena alzó los ojos de la página que leía; cuando lo vio se le iluminó la cara. Frank agradeció al destino que la luz de esa mirada estuviera reservada a él. Pero no tuvo tiempo de disfrutar de esa sonrisa. La furia de Parker estalló y descendió sobre él como una nube negra que cubre el sol. En dos pasos ya se había puesto entre ellos. En su semblante el odio ardía con más fuerza que las llamas de un incendio.
– Debí imaginar que detrás de todo esto estaba usted. Pero creo que ha cometido su último y definitivo error. Ya se lo dije una vez, y ahora se lo confirmo: es usted un hombre acabado. Quizá en su estupidez piense que mis palabras se las llevará el viento, pero en cuanto vuelva a Estados Unidos encontraré la manera de lograr que de usted no queden ni siquiera las migas, encontraré el modo de…
Frank fijó una mirada indiferente en la cara congestionada del militar. En su interior se agitaban grandes olas de borrasca, que rompían haciendo crujir el delgado entarimado de madera del muelle. Sin embargo, la voz con la que interrumpió al general sonó tan calmada que irritó aún más a su adversario.
– Si yo fuera usted, general, me calmaría. A su edad, aun en sus excelentes condiciones de salud, el corazón es un órgano que debe tratarse con cierta prudencia. No creo que quiera correr el riesgo de sufrir un infarto y librarme de su presencia de un modo tan gratificante.
Lo que cruzó en un instante el rostro del viejo soldado fue como el ondear repentino de mil banderas, cada una agitada por un viento de guerra. Frank vio con placer que más allá del odio, la ira y la incredulidad, durante un segundo se reflejó en el fondo de aquellos implacables ojos azules una sombra de sospecha. Quizá Parker comenzaba a preguntarse de dónde sacaba Frank la fuerza para hablarle de ese modo. Fue solo un relámpago; después, la mirada del militar volvió a cubrirse con su habitual omnipotencia despectiva. Decidió replicar con el mismo tono. Su voz se calmó, su boca se compuso en una sonrisa condescendiente.
– Lamento desilusionarlo, joven. Para su desgracia, mi corazón es fuerte como una roca. Es el suyo, en cambio, el que parece entregado a palpitaciones indebidas. Y ese es otro de sus errores. Mi hija…
Frank le interrumpió de nuevo. No era algo a lo que el general Nathan Parker estuviera muy acostumbrado.
– En lo que atañe a su hija y a su nieto…
Frank hizo una pequeña pausa después de la palabra «nieto» y bajó el tono de modo que el niño no lo oyera. Stuart, atónito, seguía el altercado sentado en el sofá con las manos en el regazo. El juego electrónico, al que no hacía ni caso, continuaba emitiendo un desolado bip, bip, bip…
– En lo que atañe a su hija y a su nieto, decía, les aconsejaría que fueran a dar una vuelta por el duty-free. Quizá sea lo mejor que lo que debemos decirnos quede entre nosotros dos.
– Nosotros no debemos decirnos nada, agente Ottobre. Y mi hija y mi nieto no deben ir a ningún condenado duty-free. Es usted quien debe salir por esa puerta y desaparecer para siempre de nuestra vida, mientras nosotros subimos a un avión directo a Estados Unidos. Le repito que…
– General, creo que todavía no ha comprendido usted que los faroles, a la larga, dejan de dar resultado. Tarde o temprano uno se encuentra frente a alguien que tiene mejores cartas en la mano. Y que las juega para ganar. Usted no me importa nada de nada. Si lo viera quemarse vivo, ni siquiera le daría el gusto de mearle encima. Si prefiere usted que le diga lo que debo decirle en presencia de ellos, lo haré. Pero sepa que son cosas de las que no hay vuelta atrás. Si quiere correr ese riesgo…
La voz de Frank era tan baja que a Helena le costó ver que todavía estaba hablando. Se preguntó qué le habría dicho Frank a su padre para hacerlo enmudecer de aquel modo. Frank la miró e hizo una ligera seña afirmativa con la cabeza. Helena se levantó del sofá y cogió a su hijo de la mano.
– Ven, Stuart, vamos a dar una vuelta. He visto unas cosas muy interesantes allí fuera.
El niño la siguió sin protestar. Como su madre, vivía en la casa del general Parker y no estaba acostumbrado a recibir consejos, sino solo órdenes. Y las órdenes no se discuten.
Los dos se dirigieron hacia la puerta. La moqueta absorbió el sonido de sus pasos. El único ruido que dejaron tras ellos fue el de la puerta que se cerraba.
Frank se sentó en el sofá, en el mismo lugar que Helena había ocupado hasta hacía poco, y encontró casi intacto el calor de su cuerpo sobre la piel. Un calor que hizo suyo.
Indicó el sillón que había frente a él.
– Siéntese, general.
– ¡No me diga lo que debo hacer!
Frank notó una leve nota de histeria en la voz de Parker.
– Termine de una buena vez con sus desvaríos. Tenemos un avión que…
El general miró el reloj. Frank sonrió por dentro. También él debía de haber hecho ese gesto decenas de veces aquel día. Observó que el militar tenía que alejar el cuadrante de los ojos para poder enfocar la hora.
Parker apartó la mirada del reloj.
– Nuestro avión despega en poco menos de una hora.
Frank meneó la cabeza.
«Negativo, señor.»
– Lamento contradecirle, general. No debió decir «nuestro» avión, sino «mi» avión.
Parker lo miró como si le costara creer lo que acababa de oír. En su semblante se dibujó lentamente esa expresión de sorpresa de los que tardan en comprender el verdadero sentido de una respuesta. Luego estalló en una carcajada. Frank vio con satisfacción que era una risotada sincera y pensó con cuánto placer se la habría borrado de la boca.
– Ríase todo lo que quiera. Eso no impedirá que se vaya usted solo y que su hija y su nieto se queden aquí, en Francia, conmigo.
Parker sacudió la cabeza, con la conmiseración que inspiran las divagaciones de un idiota.
– Está usted completamente loco.
Frank sonrió y se relajó en el sofá. Cruzó las piernas y apoyó un brazo en el respaldo.
– Lamento contradecirlo otra vez. Quizá en otra época lo estuve. Pero ya me he curado. Por desgracia para usted, nunca he estado más cuerdo que en este momento. Verá, general, se ha esmerado usted tanto en fijarse en los errores que yo cometía, que no se ha preocupado por los suyos, que han sido mucho más graves.
El general miró hacia la puerta y dio dos pasos en esa dirección. Pero Frank le cortó de raíz la iniciativa.
– No espere ninguna ayuda por ese lado. No le aconsejo que involucre a la policía de aquí, si es eso lo que estaba pensando. Y si espera la llegada del capitán Mosse, sepa que en estos momentos está acostado en la mesa de un depósito de cadáveres, con la garganta cortada.
El general giró la cabeza de repente.
– Pero ¡¿qué está diciendo?!
– Lo mismo que ya le he dicho antes. Por muy hábil que uno sea, siempre encuentra a uno mejor. Su esbirro era un buen soldado, pero lamento informarle que Ninguno, el hombre al que le había encomendado matar, era de lejos mucho mejor combatiente. Lo ha despachado con la misma facilidad con que Mosse planeaba matarlo a él.
Tras oír esta noticia, Parker se sentó. En su rostro bronceado había aparecido de pronto una tonalidad gris.
– De todos modos, en cuanto al asesino de su hija, sepa que lo hemos atrapado y que no hay riesgo de que suceda lo que usted temía. Lo encerraremos en un manicomio para criminales y no volverá a salir.
Frank se concedió una pequeña pausa. Se acomodó en el borde del sofá y estudió al hombre que estaba sentado en silencio frente a él. No conseguía imaginar qué pensamientos atravesaban su mente en aquel momento. Por otra parte, le importaba un rábano. Lo único que deseaba era cerrar deprisa todo aquel asunto y verlo alejarse para siempre hacia la pasarela de su avión.
Solo.
– Creo que lo más simple será comenzar por el principio, general. Y el principio tiene que ver conmigo, no con usted. No hace falta que me extienda mucho en mi historia personal, puesto que usted ya la conoce bastante bien, ¿verdad? Lo sabe todo sobre mí, sobre mi mujer y su suicidio, después de que me salvara de milagro de una explosión mientras investigaba a Jeff y Osmond Larkin, dos traficantes de drogas que controlaban un mercado de doscientos o trescientos millones de dólares al año. Aquella experiencia me destrozó. Mientras trataba de emerger del fondo del pozo en el que me había hundido, llegué aquí y, a mi pesar, me encontré involucrado en esta investigación sobre un asesino en serie. Un asesino que lamentablemente escogió como primera víctima a su hija Arijane. Ahí es donde entra usted en escena, general. Llega a Montecarlo trastornado por la pena y el deseo de venganza…
Parker interpretó esas palabras como un cuestionamiento de su dolor de padre.
– ¿Y qué habría hecho usted si alguien hubiera matado a su mujer de ese modo?
– Probablemente lo mismo que usted. No habría tenido paz hasta haber matado al asesino con mis propias manos. Pero su caso es distinto…
– ¿Qué quiere usted decir, payaso? ¿Qué puede usted saber de los sentimientos de un padre por su hija?
Parker había hablado por impulso, sin reflexionar. De inmediato se dio cuenta del error que había cometido. Frank sintió ganas de coger la Glock que llevaba a la cintura y dispararle a la cabeza en ese mismo momento, para que los pedazos de seso de aquella escoria adornaran con un toque naif los carteles de las paredes de aquella sala anónima. Pensó que el esfuerzo de dominarse quizá le quitaría diez años de vida.
Respondió. Pronunció aquellas palabras en tono gélido.
– En efecto, general, ignoro cuáles son los sentimientos de un padre por una hija. Pero sé perfectamente cuáles pueden ser sus sentimientos por una de sus hijas. Usted me da asco, Parker, literalmente asco. Ya le he dicho que es un ser despreciable y que lo aplastaría como a una cucaracha. En su jactancia, en su delirio de omnipotencia, es usted el que no ha querido creer…
La sombra de una sonrisa pasó por el rostro de Parker. Quizá consideraba una pequeña victoria personal la reacción que había provocado en Frank.
– Si disculpa mi curiosidad, ¿quiere explicarme cómo se propone conseguirlo?
Frank extrajo un gran sobre amarillo del bolsillo interior de la chaqueta y lo arrojó sobre la superficie de cristal de la mesita que había entre ambos.
– Aquí tiene. Este sobre contiene la confirmación de todo lo que voy a decirle. Ahora, si me permite, quisiera continuar…
Parker hizo un gesto con las manos, invitándole a proseguir.
Todavía rojo de ira, Frank tuvo que hacer un gran esfuerzo para calmarse y continuar exponiendo en orden los hechos.
– Como le decía, usted llegó a Montecarlo, destrozado por la muerte de su hija y por la forma bárbara en que la habían matado, y manifestó en términos muy poco discretos, debo decir, el deseo de poner personalmente las manos sobre el asesino. Tan poco discreto que hasta despertó algunas sospechas.
Hizo una pausa, y luego destacó casi sílaba por sílaba las palabras siguiente:
– Pero estaba usted muy lejos de querer detener a Ninguno. Lo que usted quería era exactamente lo contrario: que el asesino siguiera matando.
Parker se puso de pie de un salto, como si de pronto hubiera descubierto una serpiente en el sillón.
– Ahora sí que estoy seguro. Usted está loco de atar y habría que encerrarle en la misma celda que al otro.
Frank le hizo una seña para que volviera a sentarse.
– Sus acrobacias dialécticas parecen los esfuerzos de un ratón en una trampa. Totalmente inútiles. ¿Todavía no lo ha entendido, Parker? ¿Todavía no ha entendido que lo sé todo sobre usted y el difunto, pero no llorado, capitán Mosse?
– ¿Que lo sabe usted todo? ¿Todo sobre qué?
– Si tiene la amabilidad de no interrumpirme más, podrá saberlo antes de embarcar en su avión. Para que lo comprenda bien, debemos dar un paso atrás y volver a mi historia. De los dos traficantes de que le hablé, uno de ellos, Jeff Larkin, murió durante una emboscada planeada para capturarlos. Que en paz descanse. El otro, Osmond, terminó en la cárcel. Las investigaciones sobre esos dos señores llevó a mis colegas del FBI a sospechar que, para poder realizar sus negocios, contaban con la colaboración de alguien muy influyente, alguien a quien, a pesar de todos los esfuerzos de los investigadores, no se ha conseguido identificar todavía.
Ahora el rostro de Nathan Parker era una máscara de piedra. Se sentó en la butaca de piel y cruzó las piernas, los ojos entornados, esperando. Aquello ya no era un enfrentamiento entre dos gallos en un gallinero. Era el momento en que Frank iba mostrando una a una sus cartas, y de momento el general parecía solo curioso de saber cuáles serían sus triunfos.
Frank no veía la hora de cambiar esa curiosidad por la incredulidad ante la derrota.
– Encerrado en prisión, el único contacto de Osmond con el resto del mundo era su abogado, un letrado apenas conocido en los tribunales de Nueva York, surgido de la nada para agitar las aguas. Hubo quien sospechó que ese abogado, un tal Hudson McCormack, era mucho más que un simple defensor. Se formuló la hipótesis de que quizá él fuera ese contacto con el exterior que la cárcel impedía a su cliente. Mi compañero del FBI, con quien llevé a cabo la investigación de los Larkin, me envió por correo electrónico una foto de McCormack porque, figúrese usted, el personaje en cuestión venía precisamente hacia aquí, a Montecarlo. Qué coincidencias tiene la vida, ¿verdad? Según la versión oficial, venía a participar en una regata, pero usted sabe tan bien como yo que las cosas oficiales a veces pueden esconder algunas cosas extraoficiales mucho más significativas…
El general arqueó las cejas.
– ¿Quiere ser tan amable de explicarme qué tengo que ver yo con toda esta historia de policías y ladrones?
Frank se inclinó y extrajo del sobre amarillo la foto que le había enviado Cooper, en la que aparecía McCormack en el bar. La empujó con los dedos sobre la mesa hasta dejarla frente a Parker. Aquel gesto le recordó la noche del arresto de Mosse, cuando le había mostrado la foto del cadáver de Roby Stricker.
– Le presento al llorado abogado Hudson McCormack, defensor de Osmond Larkin y última víctima de Jean-Loup Verdier, el asesino en serie, más conocido como Ninguno.
El viejo echó un vistazo distraídamente a la foto y enseguida alzó la mirada.
– Lo conozco solo porque he visto sus fotos en los periódicos. Antes no sabía siquiera que existiera.
– ¿En serio? Qué raro, general. ¿Ve a esta persona de espaldas sentada a la mesa con Hudson McCormack? No se le ve la cara, claro. Pero el local está lleno de espejos…
El tono de voz de Frank cambió, como si su mente divagara en una reflexión personal.
– No tiene usted idea de la importancia que han tenido los espejos en toda esta historia… Pues tienen la molesta costumbre de reflejar lo que tienen delante.
– Ya sé cómo funciona un espejo. Cada vez que tengo uno enfrente veo al hombre que le reducirá a cenizas, Ottobre.
Frank sonrió, conciliador.
– Le felicito por su buen humor, general. Pero un poco menos por su supuesta habilidad estratégica y la elección de sus hombres. Como le decía, el local donde se hizo esta foto está lleno de espejos. Gracias a la ayuda de un muchacho inteligente, muy inteligente, he logrado descubrir, mediante una ampliación de los reflejos, la identidad de la persona sentada con Hudson McCormack. Y vea usted de quién se trata…
Frank extrajo otra foto del sobre y la arrojó sobre la mesita sin siquiera mirarla. Esta vez Parker la cogió y la estudió largamente.
– No se puede decir que el capitán fuera un tío muy fotogénico. Pero usted no necesitaba a un modelo, ¿verdad, Parker? Lo que usted necesitaba era a un hombre exactamente como el capitán: un psicópata fiel hasta el fanatismo, dispuesto a matar a cualquiera que usted quisiera eliminar, con una simple orden suya.
Se inclinó un poco hacia Nathan Parker. Había un tono irónico en su voz, en absoluto casual.
– General, ¿su expresión incrédula indica que está a punto de negar que el hombre que se ve en la foto con Hudson McCormack es Ryan Mosse?
– No, no lo niego en absoluto. Se trata, en efecto, del capitán Mosse. Pero esta foto prueba solamente que él conocía a ese abogado del que usted me habla. ¿Qué tiene que ver conmigo?
– Ya llegamos, general, ya llegamos…
Esta vez fue Frank quien miró el reloj. Y sin necesidad de alejar el cuadrante.
– Creo que tendremos que darnos prisa. Por una cuestión de horarios de aviones, intentaré ser lo más sintético posible. Así es como han sucedido las cosas: usted y Mosse hicieron un pacto con Laurent Bedon, el director de Radio Montecarlo. Ese desdichado estaba muy necesitado de dinero, por lo que no debió de costarle mucho convencerlo. Un pacto simple: dinero, que usted posee en abundancia, a cambio de toda la información que Bedon pudiera conseguir sobre el asesino y la investigación. Un espía, como en toda guerra que se precie. Por eso, cuando después de una llamada del asesino concluimos que Roby Stricker era una víctima probable, sorprendimos a Mosse hablando con él. Después, cuando Stricker fue asesinado, mi deseo de que Ryan Mosse fuera el culpable era tan fuerte que me llevó a cometer un error. Me hizo olvidar la primera regla de un policía: examinar todos los elementos disponibles desde todos los ángulos. Y mire usted qué ironía del destino: un reflejo en un espejo llevó a Nicolás Hulot a descubrir quién era el verdadero asesino, y luego otro reflejo en otro espejo me lo ha hecho entender a mí. Qué simples parecen las cosas después, ¿verdad?
Frank se pasó la mano por el pelo. El cansancio comenzaba a hacerse sentir, pero aún no había llegado el momento de relajarse. Después tendría todo el tiempo que quisiera para descansar, y también la compañía adecuada para hacerlo.
– Supongo que usted se sintió bastante perdido mientras su esbirro estaba en prisión, ¿no es así? Un obstáculo impensado. Cuando al fin se identificó a Ninguno, se probó la inocencia de Mosse y salió de la cárcel, debió de sentir cierto alivio, creo yo. No se había perdido nada. Todavía había tiempo para resolver sus problemas personales, y además se había beneficiado usted de un auténtico golpe de suerte…
Frank tuvo que admirar, a su pesar, el dominio del general Nathan Parker. Seguía sentado frente a él, impasible, sin pestañear. Sin duda muchos hombres, en el pasado, debieron de pensar que era mejor no tenerlo como enemigo. El propio Frank lo había pensado. Pero ahora no veía el momento de librarse de él.
No sentía exultación; solo una profunda sensación de vacío. Con estupor se dio cuenta de que ya no sentía el intenso deseo -muy humano- de pegarle. Sería un placer aún mayor no tenerlo nunca más frente a él.
Continuó su exposición de los hechos.
– Y le explico en qué consistió el golpe de suerte al que me refiero. Ninguno fue identificado pero consiguió huir. A usted sin duda debió de costarle creer la fortuna de todos esos acontecimientos. El capitán Mosse estaba de nuevo a disposición, ¡y ese asesino, escondido en alguna parte, ante las narices de la policía, todavía seguía libre para seguir matando!
Se miró el dorso de una mano. Recordó que tender las manos ponía en evidencia el temblor que las agitaba, pero la suya estaba firme. Podía apretar el puño con la certeza de tener dentro al general Parker.
– En efecto, poco después Ninguno hizo una nueva llamada al agente Frank Ottobre. No de la manera habitual, sin embargo. Esta vez llamaba de un móvil, ya sin necesidad de disfrazar la voz. ¿Para qué hacerlo, a fin de cuentas? Ya todos sabían muy bien quién era: Jean-Loup Verdier, el locutor de Radio Montecarlo. El móvil con que hizo la llamada, un anónimo teléfono con tarjeta, quedó luego abandonado en un banco de Niza, de donde se había realizado la llamada. Lo encontramos con un sistema de localización por satélite y lo recuperamos. En el aparato no había ninguna huella, salvo las del muchacho que lo había encontrado. Y eso me pareció muy extraño…
Miró a Parker como si todavía no hubiera encontrado respuesta a ese misterio.
– ¿Por qué Ninguno se había molestado en borrar sus huellas, si sabía que conocíamos su verdadera identidad? En aquel momento no le presté mucha atención, porque, al igual que a los demás, lo que más me preocupaba era el significado de la llamada. El asesino confirmaba su intención de seguir matando, a pesar de la persecución de la policía. Y así fue. Encontramos el cadáver de Hudson McCormack, con la cabeza desollada, en el coche de Jean-Loup Verdier, abandonado frente al cuartel de la Süreté. Todo el mundo se horrorizó ante el nuevo golpe. Todos se preguntaron lo mismo: ¿Cómo es posible que no consigan capturar a ese ser diabólico que sigue matando, imperturbable, y luego se esfuma en la nada como un fantasma?
Frank se levantó del sofá. Se sentía tan cansado que casi le sorprendió no oír el chirrido de sus articulaciones. Al parecer, su rodilla, extrañamente, había aceptado una tregua. Dio unos pasos por la habitación y de espaldas al general, que continuaba inmóvil en su sillón y no se dignó seguirle con la mirada.
– Creo que fue la muerte de Laurent Bedon lo que me puso la mosca detrás de la oreja. Una muerte fortuita, durante un banal y torpe intento de atraco. Aun así, no sé por qué, me resultó sospechosa. Y las sospechas son como las migas en la cama, general: hasta que uno no se libra de ellas no consigue dormir. Todo partió de allí. La muerte de ese desdichado de Bedon fue el elemento desencadenante, el motivo por el que pedí a mi amigo que examinara la foto y que me llevó a descubrir que era Ryan Mosse el hombre sentado en un bar de Nueva York junto a Hudson McCormack. Por eso acudí a la misma persona y le pedí que analizara también la cinta de la llamada que había recibido personalmente de Ninguno. ¿Y sabe usted qué descubrimos? Se lo diré, aunque ya lo sabe. Averiguamos que se trataba de un montaje. Hoy se puede hacer cualquier cosa con la tecnología, ¿no cree usted? Puede resultar de una ayuda increíble; sin embargo, se la usa cum grano salis, si me permite la expresión. El mensaje se examinó palabra por palabra, y así se comprobó que contenía expresiones repetidas: «luna», «perros», «necesito», «nada». El análisis de la entonación demostró que cada palabra se había pronunciado siempre de la misma e idéntica manera. El gráfico vocal de cada una, superpuesto al de la otra, se correspondía a la perfección. Me dijeron que, en una conversación real eso es imposible, de la misma forma que no existen dos copos de nieve o dos huellas digitales idénticos. Por lo tanto, las palabras se habían extraído de una grabación y ensamblado en una cinta nueva, una después de la otra, hasta componer el mensaje deseado. Y esa cinta se había usado para hacer la llamada que yo recibí. Gracias a Laurent, ¿verdad? Fue él quien les dio las cintas de las transmisiones de Jean-Loup, para que ustedes dispusieran de material suficiente para lo que necesitaban hacer. Después de esto, ¿qué más puedo añadir?
Siguió como si lo que se disponía a decir fuera totalmente inútil, como quien explica algo obvio a alguien que se obstina en no querer entender.
– Después de la llamada, Mosse subió a casa de Jean-Loup Verdier, sacó su coche, mató a Hudson McCormack, le aplicó el mismo tratamiento que Ninguno reservaba a sus víctimas y dejó el coche y el cadáver frente a la central de policía.
Frank se plantó delante de Parker. Lo hizo adrede, para obligar al viejo a levantar la cabeza y mirarle mientras llegaba a las conclusiones. En ese momento, en aquella sala anónima de un aeropuerto, él era el jurado, y su veredicto era inapelable.
– Ese era su verdadero objetivo, Parker. Eliminar cualquier conexión entre el heroico y poderoso general Nathan Parker y Jeff y Osmond Larkin, a quienes proporcionaba cobertura y protección a cambio de un considerable porcentaje de las ganancias. Apuesto a que cada vez que el valiente general Parker participaba en una guerra en algún lugar del mundo, no protegía solo los intereses de su país, sino que aprovechaba para cuidar también de los propios… No sé por qué ha hecho usted lo que ha hecho, y no me importa un ardite. Eso es un problema suyo y de su conciencia, suponiendo que la tenga, cosa que dudo mucho. El desdichado Hudson McCormack, el contacto con Osmond Larkin, había entrado en un juego de poder que le quedaba demasiado grande, pero sabía lo bastante para meterlos en problemas si hablaba. Y seguro que lo habría hecho, para cubrirse la espalda si las cosas se ponían feas. Así que usted decidió matarlo, pero de modo que la culpa recayera en un asesino en serie que ya había matado a diversas personas del mismo modo. Aunque, tras su captura, Ninguno hubiera declarado su inocencia en cuanto al homicidio del abogado, ¿quién le habría creído? Quizá Hudson McCormack venía a entregarle a usted un mensaje de su cliente. Esta es una duda que ahora usted podrá aclararme. Pienso, y es una simple suposición, que Osmond Larkin lo amenazaba con hacer ciertas revelaciones si no lo sacaba usted de la cárcel inmediatamente. El hecho de que lo mataran en prisión durante una pelea puede haber sido una coincidencia, pero me parece que en esta historia ya hay demasiadas coincidencias…
Frank se sentó de nuevo en el sofá y obsequió a su adversario con una expresión de sorpresa, como si él mismo se asombrara de lo que estaba diciendo.
– Cuántas coincidencias, ¿verdad? Como la de Tavernier, el propietario de la casa que usted había alquilado. Cuando se iban, ese charlatán debió de revelarles también a ustedes la existencia del refugio antiatómico que su hermano había hecho construir para la mujer. Usted supo entonces dónde se escondía Jean-Loup y ordenó a Mosse que se encargara de él. Una vez eliminado el último testigo, el círculo quedaba cerrado. Y quedaban cerradas también todas las bocas que pudieran cantar, una por una. ¿Y quiere usted saber algo cómico?
– No, pero supongo que igualmente me lo dirá.
– En efecto. Poco antes de venir aquí me enteré de que han arrestado al delincuente que provocó la muerte de Laurent Bedon. Se trata de un vulgar tironero que despluma a personas que salen del casino con un poco de dinero en el bolsillo.
– ¿Y cuál sería el aspecto cómico?
– Que empecé a sospechar a partir de la única muerte que se puede calificar de accidente, que no fue un verdadero homicidio en todo el sentido de la palabra. Un crimen que en un primer momento yo les había atribuido a ustedes, y del que eran completamente inocentes.
Parker se distrajo un instante, como si reflexionara en todo lo que acababa de oír. Frank no se hizo ilusiones. Era solo una pausa, no una rendición. La del jugador de ajedrez que madura su contraataque después de oír de su adversario la palabra «jaque».
Parker hizo un gesto vago con una mano.
– No son más que suposiciones. No tiene usted modo alguno de probar con seguridad nada de lo que ha dicho.
Ahí estaba: el contraataque que Frank esperaba. Y sabía bien que el general no se equivocaba. Lo que él tenía en la mano era una serie de indicios significativos, pero ninguna prueba material que sirviera para sostener una acusación. Todos los testigos estaban muertos, y el único que seguía vivo, Jean-Loup Verdier, no era exactamente lo que se llama un testigo digno de credibilidad. Sin embargo, él podía seguir todavía con su farol, y correspondía al general descubrirle el juego. Abrió los brazos en un gesto que significaba «todo puede ser».
– Quizá tenga usted razón. O quizá no. Dispone usted de los medios para pagar a los mejores abogados para que lo saquen del aprieto y le eviten acabar en prisión. En cuanto al escándalo, ya es otra historia. Una absolución por falta de pruebas sirve para eludir la cárcel, no las dudas sobre la culpabilidad. Trate de reflexionar… ¿De veras cree que el presidente de Estados Unidos escucharía los consejos de un asesor militar sospechoso de haber asesorado también a traficantes de drogas?
El general Parker le miró sin hablar. Se pasó una mano por el pelo blanco y corto. Sus ojos azules habían perdido el centelleo guerrero; se habían convertido al fin en los ojos de un viejo. No obstante, su voz conservaba su áspera energía.
– Creo comprender adonde quiere llegar…
– ¿De veras?
– Si no quisiera algo de mí, a estas horas ya me habría denunciado al FBI. No habría venido solo, sino con un ejército de policías. Así que tenga el valor de ser explícito.
Frank pensó que la reputación de Parker no era gratuita. Sabía muy bien que había sido derrotado, pero, como todos los soldados dignos de este nombre, había encontrado una posibilidad de salvación y se proponía aprovecharla.
– Seré mucho más que explícito, general. Incluso lapidario. Si de mí dependiera, no tendría ninguna piedad de usted. Le considero un gusano; lo colgaría de buena gana de un gran anzuelo y lo arrojaría a un mar infestado de tiburones. Eso es exactamente lo que haría yo. Hace un tiempo le dije que todos los hombres tienen un precio pero que usted no había logrado entender el mío. Y ahora voy a decírselo: Helena y Stuart a cambio de mi silencio.
Frank hizo una breve pausa.
– Como ve, general, en algo tenía usted razón. De algún modo, los dos estamos hechos de la misma pasta.
El viejo inclinó la cabeza un instante.
– Y si yo…
– No. La propuesta no es negociable. La acepta o la deja. Y eso no es todo…
– ¿Qué más pretende?
– Pretendo que, cuando regrese usted a Estados Unidos, se dé cuenta de que está demasiado viejo y cansado para la vida militar y pida el retiro. Alguien intentará disuadirlo, pero usted se mostrará firme. Me parece justo que un hombre como usted, un soldado que tanto ha dado a su país, un padre duramente castigado por el destino, disfrute de sus últimos años de vida en santa paz.
Parker lo miró fijamente. Frank habría esperado ver cualquier cosa en su semblante, menos esa curiosidad que había surgido de repente.
– ¿Y me dejará libre, así, sin hacer nada? ¿Dónde ha quedado su conciencia, agente especial Frank Ottobre?
– En el mismo lugar donde ha quedado la suya. Pero el peso que debe soportar mi conciencia es infinitamente menos pesado que el suyo.
El silencio que cayó entre ellos era bastante elocuente. No había nada más que decir. En aquel momento, con ese perfecto sentido de la oportunidad que solo posee la casualidad, la puerta se abrió y asomó la cabeza de Stuart.
– Ah, Stuart, ven, ya puedes entrar. Hemos terminado nuestra charla entre hombres…
Stuart entró corriendo, seguido por la figura delgada de Helena. Stuart no podía entender; ella no lograba entender. Fue Nathan Parker quien dio la noticia, indirectamente, dirigiéndose a un niño que creía ser su nieto y que era también su hijo. El viejo se arrodilló sin esfuerzo aparente ante él y apoyó las manos en sus brazos.
– Hay un cambio de planes, Stuart. ¿Recuerdas que te había dicho que debíamos volver enseguida a Estados Unidos?
El niño hizo un gesto afirmativo con la cabeza que a Frank le recordó el ingenuo modo de comunicarse de Pierrot. El general señaló a Frank con la mano.
– Bien, después de haber hablado un poco con este amigo mío, me parece que no es necesario que tú y mamá me acompañéis. Yo tendré mucho que hacer en casa y no podremos vernos mucho, durante un buen tiempo. ¿Te gustaría quedarte aquí y prolongar las vacaciones?
El niño abrió mucho los ojos, incrédulo.
– ¿En serio, abuelo? Quizá también podamos ir a Eurodisney, en París.
Parker miró a Frank, que hizo un gesto afirmativo entrecerrando los ojos de modo casi imperceptible.
– Claro, Eurodisney y un montón de otros lugares…
Stuart levantó los brazos y dio un salto.
– ¡Hurra!
Corrió a abrazar a su madre, que lo acogió con una expresión que parecía esculpida en la piedra de la incredulidad. Su mirada atónita pasaba de Frank a su padre, como quien ha recibido una buena noticia y necesita tiempo para asimilarla.
Stuart gritó toda su alegría con voz aguda.
– ¡Mamá, nos quedamos aquí! Lo ha dicho el abuelo. Vamos a Eurodisney, vamos a Eurodisney, vamos a Eurodisney…
Helena intentó calmarlo apoyándole una mano en la cabeza, pero Stuart parecía incontenible. Comenzó a bailar por la habitación repitiendo esas palabras como una cantinela sin fin.
Llamaron a la puerta.
– Adelante -dijo Parker mientras se levantaba. Hasta ese momento había asistido así, doblado en el suelo, al júbilo de Stuart. Frank pensó que era exactamente esa su condición en aquel momento: un hombre de rodillas.
Por la puerta asomó la cara de Froben.
– Disculpen…
– Ven, Froben. Entra.
El rostro de Froben reflejaba cierta -y comprensible- incomodidad. Vio con alivio que, aunque la atmósfera estaba tensa, no había guerra. O que ya había pasado, al menos. Se dirigió a Parker.
– General, me disculpo por los inconvenientes y la lamentable espera. Quería decirle que acaban de anunciar su vuelo. Ya hemos dispuesto el embarque del féretro, y las maletas…
– Gracias, comisario. Ha habido un cambio de programa en estos últimos instantes. Mi hija y mi nieto se quedan aquí. Si tiene la amabilidad de hacer embarcar solo las mías se lo agradeceré. Las reconocerá enseguida. Son dos maletas rígidas Samsonite, azules.
Froben asintió con un movimiento de cabeza. A Frank le pareció el gesto de un mayordomo en una comedia inglesa.
– Es lo menos que puedo hacer por usted, general.
– Se lo agradezco. Enseguida voy.
– Muy bien. Le recuerdo la puerta de embarque. Es la diecinueve.
Froben salió de la estancia con el alivio de quien ha salido de un accidente de tráfico sin sufrir siquiera un rasguño.
Parker se volvió otra vez hacia Stuart.
– Bien, debo irme ya. Pórtate bien. ¿Roger?
El niño se puso firme e hizo un saludo militar, como si fuera un viejo juego entre ellos. Parker abrió la puerta y salió sin dirigir una palabra o una mirada a su hija.
Frank se acercó a Helena y le acarició una mejilla. Por lo que vio en sus ojos se habría enfrentado a todo un ejército de generales Parker.
– ¿Cómo lo has hecho?
Frank le sonrió.
– Todo a su tiempo. Todavía me queda algo que hacer. Un par de minutos y vuelvo. Solo quiero estar seguro de una última cosa…
Salió y buscó con la mirada la figura de Nathan Parker. Vio que se alejaba por el pasillo, al lado de Froben, que lo acompañaba a embarcar. Lo alcanzó unos segundos antes de que el general cruzara la puerta de embarque. Era el último pasajero, pero su condición de privilegio le había permitido el beneficio de una espera suplementaria.
Cuando lo vio, Froben se hizo a un lado, con discreción.
Parker le habló casi sin volverse.
– No me diga que ha sentido el deseo irrefrenable de venir a saludarme.
– No, general. Simplemente quería asegurarme de que se fuera y hacerle un último comentario.
– ¿Qué comentario?
– Me dijo usted muchas veces que yo era un hombre acabado. Ahora quisiera subrayar que el hombre acabado es usted. Y no me importa que se entere o no todo el mundo…
Los dos se miraron. Ojos negros contra ojos azules. Ojos de dos hombres que nunca dejarían de odiarse.
– Lo sabemos usted y yo, y con eso me basta -dijo Frank.
Sin una palabra, Nathan Parker dio media vuelta, pasó por la puerta y caminó por el pasillo. Ya no era un soldado, ya no era un hombre, sino solo un viejo. Todo lo que dejaba atrás ya no sería problema suyo. El verdadero problema sería lo que tenía delante. Mientras avanzaba hacia la pasarela, su figura se reflejó en un espejo de la pared.
Una coincidencia, quizá, una de tantas.
«Otra vez un espejo…»
Con este pensamiento, Frank permaneció de pie siguiendo a Parker con la mirada hasta que dobló por el pasillo y el espejo se volvió una pantalla vacía.
Frank llegó al final del pasillo y se encontró delante de la puerta del despacho de Roncaille. Esperó un instante antes de llamar. Pensó en todas las veces en que se había encontrado ante una puerta cerrada antes de aquel momento. Verdadera o figurada. Esta era solo una de tantas, pero ahora todo era distinto. Ahora el hombre llamado Ninguno se hallaba tras las rejas de una celda y el caso podía pasar a engrosar los datos estadísticos de las investigaciones cerradas.
Cuatro días habían transcurrido desde el arresto de Jean-Loup y el encuentro con Parker en el aeropuerto de Niza. Días que Frank había pasado en compañía de Helena y su hijo, sin leer periódicos, sin mirar la televisión, tratando solo de dejar atrás por un tiempo toda aquella historia.
Olvidarla para siempre era impensable.
Había dejado el piso del Pare Saint-Román y se había refugiado, con Helena y Stuart, en un pequeño y discreto hotel del interior, un lugar donde era posible huir de la obsesiva persecución de los periodistas, que literalmente estaban tras sus huellas. El y Helena, a pesar de desearlo, no habían considerado conveniente dormir en la misma alcoba, al menos de momento. Ya habría tiempo también para eso. Antes debía descansar y familiarizarse con Stuart, tratar de construir una relación con él. La confirmación oficial de que la promesa de Eurodisney se cumpliría había creado un buen punto de partida, y el anuncio de que se sumarían a las vacaciones unos días en el canal del Midi, a bordo de una casa flotante, había comenzado a afianzarla… Stuart había quedado fascinado con la promesa de que dormirían en el barco y que hasta podría pilotarlo. Ahora no quedaba más que esperar que las cosas se asentaran.
Frank se decidió y llamó.
La voz de Roncaille le invitó a entrar. Al abrir la puerta, Frank no se asombró de encontrar a Durand. Le sorprendió, en cambio, la presencia del doctor Cluny.
Roncaille lo recibió con su habitual sonrisa de relaciones públicas, que ahora parecía mucho más espontánea y natural. El jefe de policía, en esa hora de gloria, sabía comportarse como un perfecto anfitrión. Durand, por su parte, se atuvo a su expresión habitual y se limitó a saludarle con un gesto de la mano.
– Solo faltaba usted, Frank. Tome asiento. El doctor Durand acaba de llegar.
El tono era tan mundano que a Frank no le habría sorprendido encontrar en el escritorio una botella de champán y unas copas. Quizá llegaran después, en otro momento y otro lugar.
Roncaille volvió a sentarse al escritorio. Frank se sentó en el sillón que el director le había indicado y esperó en silencio. No había nada más que él pudiera decir, pero sí unas cuantas cosas que quería saber.
– Puesto que ya estamos todos, creo que será mejor ir directo al grano. En estos últimos días han surgido aspectos de la investigación sobre los cuales no se le han informado, cosas relativas a la historia de Daniel Legrand, alias Jean-Loup Verdier. Lo siguiente es, a grandes rasgos, lo que hemos logrado averiguar.
Roncaille se apoyó contra el respaldo y cruzó las piernas. A Frank le resultó extraño que Durand le permitiera dirigir la reunión, aunque el motivo le era totalmente indiferente. El director se dispuso a compartir con él lo que sabía, con la naturalidad y la benevolencia con las que un santo había compartido hacía mucho tiempo su capa con un pobre.
– El padre, Marcel Legrand, era un pez gordo de los servicios secretos franceses. Era el encargado de dirigir el entrenamiento de los cuerpos de élite, un experto en todo lo que respecta a la formación física y táctica de un agente de los cuerpos especiales o del servicio de inteligencia. En un determinado momento, parece que comenzó a dar señales de desequilibrio. Ignoramos los detalles precisos de este aspecto del asunto. Nos hemos remontado hasta donde hemos podido, pues el gobierno francés no se ha mostrado muy abierto en tal sentido. Por lo que parece, fue un asunto bastante embarazoso. De cualquier modo, la información que hemos conseguido basta para entender lo que sucedió. Después de algunos episodios lamentables, Legrand fue invitado, por así decir, a abandonar por propia voluntad el servicio activo y aceptar una jubilación anticipada. Es posible que ese hecho le afectara hasta el extremo de dar el golpe de gracia a su mente ya un poco inestable. Se trasladó entonces a Cassis, con su esposa embarazada y el ama de llaves, una mujer que trabajaba para él desde la infancia. Compró esa finca, La Patience, donde se encerró a vivir como un ermitaño, sin mantener relaciones con el resto del mundo. E impuso esa condición también al resto de la familia. Ningún contacto, por ningún motivo.
Roncaille se volvió hacia el doctor Cluny y le cedió la palabra, atribuyéndole de forma tácita el papel del mejor calificado para exponer el resto de los hechos, que incluían un retrato psicológico.
El psicopatólogo se quitó las gafas y se apretó con el índice y el pulgar el puente de la nariz, como de costumbre. Frank todavía no había logrado averiguar hasta qué punto ese gesto era un simple tic y hasta qué punto una manera estudiada de llamar la atención. De todos modos, no importaba. Cluny volvió a ponerse las gafas. Ya había captado la atención general. Muchas de las cosas que iba a decir eran nuevas también para Durand y Roncaille.
– He mantenido varias entrevistas con Jean-Loup, o, mejor dicho, con Daniel Legrand, que es su verdadero nombre. Con cierta dificultad he llegado a esbozar un cuadro general, porque solo de vez en cuando el sujeto muestra la voluntad de abrirse y de salir de las crisis de total alienación en que se precipita a veces. Pues bien, como decía el director, la familia Legrand llega a ese pequeño pueblo de la Provenza. La señora Legrand era italiana, dicho sea de paso, lo que explica por qué Daniel… o Jean-Loup, como prefieran…, quiso aprender ese idioma y llegó a hablarlo perfectamente. Yo propondría seguir llamándole Jean-Loup, para mayor claridad.
Miró alrededor, buscando la aprobación de los demás. El silencio general le indicó que no había objeciones. Cluny prosiguió con su exposición de los hechos. O al menos de cómo creía él que se habían desarrollado.
– Poco después la señora da a luz. Según la lógica del marido, que entretanto se ha convertido en un misántropo obsesivo, no se llama a ningún médico para que la asista en el parto. La señora trae al mundo, escuchen ustedes bien, no un solo niño, sino dos, Lucien y Daniel. Pero surge una gran complicación. El pequeño Lucien nace deforme. Tiene la cara completamente desfigurada, con unas excrecencias carnosas que hacen de él un ser monstruoso. Desde un punto de vista clínico, no puedo decirles con exactitud de qué se trata, porque solo puedo basarme en el testimonio de Jean-Loup, y sobre este tema no se abre con facilidad. En todo caso, los exámenes de ADN del cadáver descubierto en el refugio han revelado sin sombra de duda que los dos son hermanos. Pues bien, el padre queda trastornado por este drama y, si ello es posible, su estado mental empeora todavía más. Rechaza el nacimiento del hijo deforme como si no existiera, hasta el extremo de declarar el nacimiento de un solo niño, Daniel. Al otro lo mantiene escondido en la casa, como un secreto que debe custodiarse celosamente, como una vergüenza. La madre muere unos meses después del parto. El informe del médico que redactó el certificado de defunción la atribuye a causas naturales, y no tenemos motivo para pensar lo contrario.
Durand interrumpió con un gesto la exposición de Cluny:
– Hemos propuesto al gobierno francés la exhumación del cadáver de la señora Legrand, pero, después de tantos años y de la muerte de todas las personas involucradas, no creo que este detalle pueda revestir para ellos demasiado interés.
Durand se apoyó en el respaldo del sillón con la expresión del que encuentra deplorable tal despreocupación por los detalles. Con otro gesto cedió otra vez la palabra a Cluny.
Cluny continuó como un deber, no como un placer.
– Los dos niños crecen bajo el control rígido y obsesivo del padre, que se ocupa de su educación en todos los aspectos, sin interferencias externas. Ni jardín de infancia ni colegio de primera enseñanza, y mucho menos frecuentar a niños de la misma edad. Mientras tanto se vuelve un auténtico maníaco. Quizá padezca una manía persecutoria, pues es una persona obsesionada con la figura del «enemigo», que ve por todas partes y en cualquier persona ajena a la casa donde viven encerrados como en una fortaleza. También en este caso, solo son suposiciones mías, no están avaladas por hechos concretos. El único a quien se conceden esporádicos contactos con el mundo, siempre bajo el riguroso control del padre, es a Jean-Loup. El gemelo, Lucien, permanece prisionero en la casa, un ser cuyo rostro no puede mostrarse al mundo; una especie de Máscara de Hierro, para citar un ejemplo literario. A los dos se les impone un rígido entrenamiento militar, el mismo que Legrand impartía a los agentes de los servicios secretos de los que formaba parte. De ahí la preparación de Jean-Loup en campos muy diversos, incluida su habilidad para el combate. No quiero extenderme, pero él mismo me ha revelado algunos detalles aterradores, que concuerdan a la perfección con la personalidad que Jean-Loup desarrolló a continuación…
Cluny hizo una pausa para dar a entender que era mejor dejar esos detalles, por el bien de todos, a su exclusiva competencia.
Por su parte, Frank comenzaba a comprender. O por lo menos a imaginar, qué era lo que había hecho Cluny. Iba deduciendo una historia que flotaba como un iceberg en el mar, y de la misma manera dejaba emerger solo la parte menos voluminosa. Una parte cubierta de sangre. Una parte que el mundo había bautizado Ninguno.
– Puedo decir que Jean-Loup y su pobre hermano prácticamente nunca fueron niños. Legrand logró transformar uno de los juegos infantiles más antiguos del mundo, el juego de la guerra, en una auténtica pesadilla. Esa experiencia ligó a los dos hermanos de un modo indisoluble. Ya la normal relación entre gemelos es mucho más sólida y particular que la que se da entre dos hermanos «comunes»; el mundo está lleno de ejemplos que así lo demuestran. Imaginemos entonces cuánto lo habrá sido en este caso, en el que, por añadidura, uno de los dos estaba en condiciones de evidente minusvalía. Jean-Loup se atribuyó el papel de defensor y protector del hermano menos afortunado, al que el padre trataba como a un ser inferior. El propio Jean-Loup me ha confiado que el mejor epíteto con que el padre le definía era «monstruo asqueroso»…
Hubo un instante de silencio. Cluny les dio tiempo para asimilar lo que acababa de decir. Lo que estaban escuchando era de algún modo la confirmación de lo que todos habían sospechado: que detrás de la persona de Jean-Loup había un trauma aterrador. Ahora que lo comprobaban, se daban cuenta de que superaba de lejos las conjeturas más fantasiosas. Y no había terminado.
– Lo que los une es un afecto patológico. Jean-Loup vive el drama del hermano como si fuera suyo, quizá en medida aún mayor, más visceral, porque lo ve indefenso frente a la furia y la persecución del padre.
Cluny hizo una nueva pausa y repitió el ritual de las gafas. Frank, Roncaille y Durand se lo concedieron, con paciencia. Se lo había ganado en el curso de sus conversaciones con Jean-Loup, en contacto con la oscuridad de su mente, sondeando en el pasado para reconstruir los motivos de un presente sin futuro.
– No sé decir con exactitud cuál pudo haber sido la causa que desencadenó lo que sucedió una noche en la casa de Cassis, muchos años atrás. Quizá no haya una en particular, sino una serie de causas que con el correr del tiempo crearon las condiciones que provocaron la tragedia. Ya saben ustedes que en esa casa pasto de las llamas se encontró un cuerpo con el rostro desfigurado…
Otra pausa. Los ojos del psicopatólogo vagaron por la habitación, no buscando los ojos de los demás, sino rehuyéndolos, como si fuera en parte responsable de lo que iba a decir.
– Fue el propio Jean-Loup quien mató a su hermano. Su afecto había llegado a un punto tal que su mente enferma pensó que ese era el único modo de curarlo de «su mal», como lo ha definido él. Como si esa deformidad física fuera una verdadera enfermedad. Luego viene el gesto simbólico de la liberación, el ritual de descarnar el rostro para liberar al gemelo de su deformidad. A continuación mató al padre y al ama de llaves, a quien evidentemente consideraba una cómplice; de ese modo era más plausible la hipótesis del doble homicidio seguido de suicidio. Después incendió la casa. Podría introducir en todo esto el significado simbólico de la catarsis, pero me parece completamente inútil y retórico, más que científico. Por último, huyó. Ignoro los detalles de los años siguientes…
Roncaille intervino, para volver por unos instantes a la vida real y dejar esa historia en un limbo de hechiceros.
– Por los documentos que hemos encontrado en la casa de Jean-Loup nos hemos remontado a una cuenta numerada de un banco de Zurich. Probablemente se trate de dinero depositado por Marcel Legrand, una suma considerable, además. A Jean-Loup le bastó conocer el código para disponer de ese dinero. No sabemos dónde vivió hasta que apareció en Montecarlo, tras tomar prestado el nombre de un muchacho muerto en un accidente en Cassis, pero no tenemos dudas en cuanto a cómo lo hizo. Con ese dinero a su disposición podía vivir toda la vida sin trabajar.
Intervino entonces Durand, el procurador general.
– Tengamos presente una cosa: que, para todo el mundo, en esa casa vivía un solo muchacho. Por lo tanto, la presencia del cadáver de un muchacho de su edad contribuyó a que nadie sospechara que podía no tratarse de él. De todos modos, el incendio que destruyó casi toda la casa borró todo rastro de ese segundo hijo. De allí que el caso se archivara tan pronto. Eso fue lo que permitió que este loco fuera a robar el cuerpo de su hermano del cementerio de Cassis, cuando se enteró de que no lo habían devorado las llamas.
Durand calló. Tras una ligera vacilación, Frank aprovechó el silencio.
– ¿Y la música? -preguntó a Cluny.
El psicopatólogo se tomó un instante antes de responder.
– La relación de este hombre con la música es una cuestión que todavía estoy tratando de profundizar. Al parecer, el padre era un gran apasionado y un gran coleccionista de grabaciones raras. Tal vez fuera lo único superfluo que concedió a los hijos a cambio de todo lo que les hizo soportar. También sobre este aspecto la comunicación es difícil. Cuando le hablo de música, el sujeto cierra los ojos y se aísla por completo.
Ahora todos pendían de los labios de Cluny. Si él se dio cuenta, no lo dio a entender. Acaso lo que había llegado a descubrir aún le conmocionaba, incluso durante su simple exposición.
– Lo que querría subrayar es un aspecto sutil de la evolución de Jean-Loup. El hecho de haber matado a su hermano le generó un sentimiento de culpa inconsciente del que no se librará nunca. Él creía, y cree todavía, que el mundo es responsable de la muerte de su hermano y de todo lo que padeció por culpa de su aspecto monstruoso. Esta es la génesis de la tipología de Jean-Loup como asesino en serie, a caballo entre la del misionero y la del control del poder. Un complejo inducido por una psicosis familiar que se venga en la conquista de una normalidad efímera para el hermano muerto. El verdadero motivo por el que ha matado a todas esas personas y ha utilizado la piel de sus rostros como máscara para el cadáver es ese: el cumplimiento de un deber, un modo de pagar a ese pobre desdichado por todo lo que tuvo que padecer…
El psicopatólogo estaba sentado con las piernas ligeramente abiertas. Bajó la mirada hacia el suelo. Cuando la levantó, había piedad en sus ojos.
– Nos guste o no, ese hombre ha hecho todo lo que ha hecho por amor, un amor anormal y enfermizo, pero incondicional, por su hermano. Esta es la conclusión.
Cluny se levantó casi enseguida, como si haber terminado su exposición le hubiera aliviado de un peso que no deseaba cargar solo. Ahora que había logrado compartirlo con otras personas, creía que su presencia en esa habitación se había vuelto superflua.
– Por el momento es todo lo que puedo decirles, señores. Denme un par de días y les haré llegar un informe escrito. Mientras tanto, continuaré mis entrevistas con ese hombre, aunque ya se ha aclarado casi todo lo que necesitábamos saber.
Roncaille se levantó y rodeó el escritorio para darle las gracias. Le estrechó la mano y lo acompañó a la puerta. Al pasar junto a Frank, Cluny le apoyó una mano en el hombro.
– Felicitaciones -le dijo simplemente.
– Felicitaciones a usted, y gracias por todo.
Cluny respondió con una especie de mueca que quizá era una sonrisa o quizá una prueba de modestia. Hizo un gesto con la mano a Durand, que continuaba inmóvil, pensativo, y le respondió con un movimiento contenido de la cabeza.
Cluny salió y Roncaille cerró la puerta. Los tres quedaron solos en el despacho. El jefe de policía volvió a ocupar su lugar tras el escritorio. Frank volvió a sentarse en el sillón y Durand permaneció inmerso en sus pensamientos.
Al fin el procurador general se levantó y fue a mirar por la ventana. Desde ese lugar de observación se decidió a romper el silencio. Habló de espaldas, como si le avergonzara mostrar la cara.
– Y bien, por lo que parece, esta historia ha terminado, y parece que ha terminado gracias a usted, Frank. El director Roncaille le confirmará que el propio príncipe nos ha pedido que le hagamos llegar su satisfacción y sus felicitaciones por el resultado alcanzado.
Hizo una pausa, que estaba muy lejos de surtir el efecto magnético de las de Cluny. Decidió volverse.
– Seré sincero con usted, como usted lo ha sido conmigo. Sé que no le soy simpático, pues me lo dijo con toda claridad en su momento. Tampoco usted me resulta simpático. Nunca me ha caído bien, y no creo que llegue a agradarme nunca. Hay entre nosotros un abismo, y ni yo ni usted haremos nunca el menor esfuerzo por tender un puente. Sin embargo, por amor a la justicia, hay algo que debo decirle…
Dio dos pasos para acercarse a Frank. Le tendió la mano.
– Querría tener muchos policías como usted.
Frank se levantó y estrechó la mano que Durand le ofrecía. De momento, y quizá por siempre, era lo máximo que los dos podían hacer.
Después Durand volvió a ser lo que era, un procurador general frío, elegante y con una ligera pretensión de eficiencia.
– Ahora, si me permiten, los dejo. Ya nos veremos, director. Felicitaciones también a usted.
Roncaille esperó oír el ruido de la puerta que se cerraba. Su expresión se alivió notablemente. Más que nada, se volvió menos formal.
– ¿Qué hará ahora, Frank? ¿Volverá a Estados Unidos?
Frank hizo un gesto indefinido, que podía indicar tanto la nada absoluta como cualquier lugar del mundo.
– No lo sé. Por el momento echaré un vistazo por allí. Ya veremos. Tengo tiempo para decidir…
Se saludaron y al fin Frank consideró que ya podía marcharse. Cuando ya tenía la mano en el picaporte, la voz de Roncaille lo detuvo.
– Una última cosa, Frank…
Frank se quedó inmóvil.
– ¿Sí?
– Quería confirmarle que ya he dispuesto lo que me pidió, a propósito de Nicolás Hulot.
Frank se giró e inclinó apenas la cabeza, como corresponde ante el comportamiento de un adversario caballeresco que ha demostrado ser un hombre de honor.
– No lo he dudado ni siquiera por un instante.
Salió del despacho y cerró la puerta detrás de sí. Mientras avanzaba por el pasillo se preguntó si Roncaille sospecharía alguna vez que sus últimas palabras habían sido una gran mentira.
Frank salió por la entrada principal de la Süreté Publique del principado de Monaco y se encontró con el sol. Entrecerró los ojos para protegerse del súbito fulgor después de la escasa luz de los pasillos de la central. El Frank Ottobre de poco tiempo atrás habría sentido fastidio por esa luminosidad plena, por esa demostración inconfundible de vida.
Ya no.
Ahora bastaba un simple par de gafas oscuras. Extrajo las Ray-Ban del bolsillo de la chaqueta y se las puso. Habían sucedido muchas cosas, casi todas feas, algunas horribles. Habían muerto tantas personas… Ahora y en el pasado. Una de ellas era su amigo Nicolás Hulot, uno de los pocos hombres, entre los muchos a los que había conocido, a los que esa definición no quedaba grande.
De pie en medio de la calle Notari se hallaba el inspector Morelli, que lo esperaba, con las manos en los bolsillos. Frank bajó la corta escalera y lo alcanzó con calma. Mientras se acercaba, se sacó las gafas que acababa de ponerse; Claude se merecía que lo mirara a los ojos, sin pantallas ni barreras. Le sonrió y consiguió hablar con tono ligero, quizá un poco cansado, pero verdadero.
– Hola, Claude, ¿qué haces aquí? ¿Esperas a alguien que no llega?
– No, mí estimado colega. Yo solo espero a personas que sé que van a llegar. En este caso específico, te esperaba a ti. Supongo que no pensabas irte sin más, ¿verdad? Me debes algo. Te considero responsable de un regreso de Niza en un coche conducido por un loco de atar.
– Xavier, ¿eh?
– El ex agente Xavier, querrás decir, que ahora está consultando desesperadamente las páginas de ofertas de trabajo, poniendo particular atención a las empresas de jardinería. Esas que piden personal para conducir tractores desmalezadores…
Justo en aquel momento el agente Xavier Lacroix llegó por la calle Suffren Raymond al volante de un coche patrulla. Mientras pasaba ante ellos, sonrió y saludó con la mano por la ventanilla. Se detuvo un poco más adelante, apenas el tiempo necesario para que subiera otro agente que lo esperaba en la calle y volvió a partir enseguida.
En el rostro de Morelli apareció de golpe la expresión de quien ha sido sorprendido en falta. Frank rió. Le alegraba que entre ellos hubiera un trato natural, un clima tan distinto del que acababa de dejar arriba, en el despacho de Roncaille.
– Si no lo has hecho antes, esta me parece una buena razón para cazar al agente Lacroix. Tengo la sospecha de que, por su culpa, acabas de hacer el ridículo.
– ¿Quién, yo? ¿Y qué? No era más que un poco de sano humor… Y bien, ¿qué piensas hacer en el futuro inmediato?
Frank hizo un gesto vago.
– Quizá me dedique a andar un poco sin rumbo…
– ¿Solo?
– ¡Pues claro! ¿Quién querría estar con un ex agente del FBI agujereado como un colador?
Morelli tuvo su revancha. Justo en ese momento, una camioneta Laguna metalizada apareció del mismo lugar de donde había llegado el coche de Xavier y se detuvo junto a ellos. Al volante iba Helena Parker, el rostro sonriente y una mirada que parecía no pertenecerle. Si alguien, apenas una semana atrás, hubiera fotografiado sus ojos y los hubiera comparado con los ojos que mostraba ahora, le habría costado creer que se trataba de la misma mujer. Stuart, sentado en el asiento de atrás, observaba con curiosidad la entrada de la central de la Süreté Publique.
Morelli miró a Frank con ironía.
– Conque solo, ¿eh? Pues parece que algo de justicia existe en este mundo… Ahora tú subirás a este coche, y Lacroix mantendrá su puesto…
Le tendió la mano, que Frank estrechó con placer. Ahora el tono era distinto. Era el tono del que ha visto muchas cosas y habla con un amigo que también las ha visto.
– Anda, antes de que esta mujer se dé cuenta de que eres un hombre más agujereado que un colador y decida marcharse sola. Aquí, la historia ya ha terminado.
– Ya. Esta ha terminado, sí. Pero mañana, en alguna parte, comenzará otra.
– Así son las cosas, Frank, en Montecarlo o en cualquier otro lugar… Aquí solo es un poco más brillante.
Morelli dudó si preguntarle algo más. No por inseguridad, sino por un sentido de la discreción que Frank le agradecía.
– ¿Ya has decidido qué harás después?
– ¿Te refieres al trabajo?
– Sí.
Frank se encogió de hombros, indiferente. Morelli sabía muy bien que no era así, pero por el momento no se podía pretender mucho más.
– En estos momentos el FBI es como el paraíso: puede esperar. Ahora lo único que necesito son unas buenas vacaciones, unas vacaciones de verdad, esas en las que uno ríe y se divierte con personas queridas.
Hizo un gesto significativo en dirección al coche.
De pronto Morelli agrandó los ojos y se llevó una mano al bolsillo de la chaqueta.
– ¡Caramba! Casi me olvidaba. Menos mal que me he acordado, pues de lo contrario tendría que haberte hecho perseguir por la policía de media Francia para dártela.
Le tendió un sobre liviano de papel celeste.
– Sin contar que la persona que me ha dado esta carta para ti no me habría perdonado.
Frank lo observó un instante, sin abrirlo. Vio el nombre escrito con letra femenina, delicada pero no afectada. Imaginaba de quién podía ser. Por el momento se la guardó en el bolsillo. Hizo ademán de abrir la puerta del coche.
– Adiós, Claude. En Estados Unidos decimos take it easy, tómatelo con calma.
– Tú te lo tomarás con calma, paseando por el mundo, de vacaciones.
Como si quisiera confirmar aquel augurio, del interior del coche llegó la voz aguda de Stuart.
– Vamos a Eurodisney -dijo en inglés.
Morelli dio un paso atrás y alzó los ojos al cielo. Fingió una expresión desolada, para divertir al niño, que se asomaba por el espacio entre los dos asientos delanteros. Respondió en buen inglés, apenas matizado por su erre francesa.
– Mira qué bonito. Vosotros en Eurodisney y yo aquí, tirando del carro.
Hizo una leve concesión al mundo y a los presentes.
– En Montecarlo, de acuerdo, pero siempre trabajando sin cesar y solo como un perro.
Frank subió al coche, cerró la puerta y abrió la ventanilla. Se dirigió a Helena, pero de modo que el inspector le oyera.
– Vayámonos, antes de que este pordiosero nos arruine el día. Desde luego, no sé de dónde sacan a los policías aquí. ¡Y después dicen que la policía de Montecarlo es una de las mejores del mundo…!
Con un último saludo, el coche se puso en movimiento. Llegaron al final de la calle Notari y doblaron a la derecha. Al final de la calle Princesse Antoinette se detuvieron para ceder el paso. Frank vio a Barbara en la esquina, que subía por la calle a paso apresurado, haciendo ondear su cabellera roja al ritmo de su ondulante andar. Mientras el coche continuaba su camino, Frank se volvió para seguirla con la mirada, pensando que la presencia de la muchacha en esa calle no era una casualidad. Morelli acababa de comentarle que solo esperaba a personas de cuya llegada estaba seguro…
Helena le dio un golpecito en el brazo. Cuando se volvió hacia ella, vio que sonreía.
– Eh, ¿todavía no nos hemos ido y ya te vuelves a mirar a otras mujeres?
Frank se apoyó en el respaldo y se puso las gafas oscuras con gesto brusco.
– Por si te interesa, esa mujer es la razón de la presencia de Morelli en la calle. Así que quería despedirse del amigo que se iba, ¿eh? ¿Le has oído cuando dijo que se quedaba en Montecarlo solo como un perro?
– Esto confirma la teoría de que el mundo está lleno de hombres viles y mentirosos.
Frank la miró. En pocos días, Helena se había transformado. Pensar que en parte era mérito suyo comenzaba a transformarlo también a él. Sonrió y meneó enérgicamente la cabeza, en abierta negación a lo que ella acababa de afirmar.
– No, esto confirma la teoría de que el mundo está lleno de viles mentirosos. Solo por un inevitable hecho estadístico algunos de ellos son hombres.
Frank fingió que quería eludir la reacción de Helena y le dio instrucciones sobre el recorrido: señaló con la mano la calle.
– Coge por aquí, a la derecha. Bordearemos el puerto y después seguiremos las indicaciones para Niza.
– Es inútil que cambies de tema. Me propongo reanudar esta conversación -replicó Helena.
Su expresión, sin embargo, desmentía el tono belicoso de sus palabras. El coche cogió la breve bajada hacia el puerto y el muelle lleno de gente. Stuart iba colgado de la ventanilla, fascinado por todo aquel colorido caos estival de personas y embarcaciones. Señaló un enorme yate privado, anclado en el muelle de la derecha, en el que se veía un pequeño helicóptero en el puente superior.
– Mamá, ¡mira qué barco más grande! ¡Hasta tiene un helicóptero!
Helena respondió sin volverse.
– Ya te lo he explicado, Stuart. El principado de Monaco es un poco extraño. Es un estado muy pequeño, pero viene un montón de gente importante.
– Ah, yo sé por qué. ¡Aquí no se pagan los impuestos!
Frank no creyó oportuno explicarle que tarde o temprano los impuestos se pagan, en cualquier parte de mundo donde uno se encuentre. No era una conversación que Stuart pudiera entender, y él no tenía ganas de explicárselo. Ni siquiera tenía ganas de pensar, en aquel momento. Dejaron atrás el lugar donde se había encontrado el cadáver de Arijane. Helena no dijo nada, y tampoco Frank. Le alegró llevar puestas las Ray-Ban, para que ella no pudiera verle los ojos. Luego llegaron a la curva de Rascasse y pasaron por el edificio de Radio Montecarlo. Frank volvió a ver por un instante la cabina de control y la luz roja con el letrero «ON AIR» que se encendía, e imaginó al locutor en el aire y…
«Basta. Ya ha terminado. Y si mañana empieza otra historia como esta, ya no será algo que te ataña.»
La camioneta prosiguió su camino hacia las afueras de la ciudad; en cuanto superó la bifurcación hacia Fontvieille y cogió la calle que llevaba a Niza, la pequeña tensión que se había creado a bordo se desvaneció. Al moverse en el asiento en busca de una posición más cómoda, sintió un crujido de papel en el bolsillo de la chaqueta. Metió la mano y sacó el sobre que le había entregado Morelli.
«El mensajero no tiene penas. Pero quien ha escrito esta carta seguramente sí.»
El sobre no estaba cerrado. Frank sacó una hoja azul celeste doblada en dos. Cuando la abrió vio un breve mensaje escrito con la misma letra delicada del sobre.
Hola, guapo:
Me uno a las felicitaciones generales al héroe del día y añado el agradecimiento más sincero por todo lo que has hecho por mí. Acabo de recibir una comunicación de las autoridades del principado de Monaco. Se hará una ceremonia oficial en memoria del comisario Nicolás Hulot en reconocimiento de sus méritos, y he sabido de buena fuente que tú has sido su principal artífice. Bien sabes lo que esto significa para mí, y no me refiero solo al aspecto económico, que me garantizará una vejez apacible, hasta donde pueda serlo la mía.
Frente a ciertos hechos, lo único que el mundo desea es olvidar deprisa. Pero en alguien debe recaer el deber de recordar, para que no sucedan de nuevo.
Estoy muy orgullosa de ti. Tú y mi marido sois los mejores hombres que he conocido en mi vida. A Nicolás lo he amado y lo amo todavía. Y a ti te querré siempre.
Te deseo toda la suerte que mereces y que seguramente encontrarás.
Un beso,
CÉLINE
Frank releyó dos o tres veces la breve carta de Céline Hulot antes de doblarla y volver a guardarla en el bolsillo. Mientras cogía la calle que subía a la autovía, Helena volvió un instante la mirada hacia él.
– ¿Malas noticias?
– Todo lo contrario. Saludos y buenos deseos de una querida amiga.
Stuart se asomó por el espacio entre los asientos. Su cabeza quedó entre la de Frank y la de Helena.
– ¿Es alguien que vive en Montecarlo?
– Sí, Stuart, vive aquí.
– ¿Es una mujer importante?
Frank miró a Helena. La respuesta que dio valía sobre todo para ella.
– Claro que es una mujer importante. Es la mujer de un policía.
Helena sonrió. Stuart se retiró, perplejo. Volvió a sentarse en el asiento posterior y miró el mar que desaparecía por la ventanilla a medida que avanzaban hacia el interior. Frank alargó la mano para coger el cinturón de seguridad. Mientras se lo abrochaba, Frank se dirigió a Stuart:
– Jovencito, a partir de este momento y hasta nueva orden vamos con los cinturones abrochados. ¿Roger?
Frank decidió que, después de todo lo sucedido, se había ganado el derecho a ser un poco estúpido. Tendió los brazos al frente, como un jefe de caravana que indica a un convoy de pioneros el camino al Oeste.
– ¡Francia, allá vamos!
Él y Helena recibieron con una sonrisa la entusiasta reacción del niño. Mientras controlaba que Stuart se abrochara el cinturón correctamente, Frank volvió a contemplar el perfil de la mujer que iba al volante, concentrada en conducir en medio del congestionado tráfico estival de la Costa Azul. Recorrió con los ojos su perfil; su mirada era un lápiz que dibujaba de modo indeleble aquel momento en su memoria.
Pensó que no sería fácil, para ninguno de los dos. Deberían dividir igualmente sus esfuerzos entre vivir y tratar de olvidar. Pero estaban juntos, y esto era ya de por sí el mejor comienzo. Se acomodó mejor en el asiento y apoyó la nuca en el reposa cabezas. Cerró los ojos, detrás de las gafas oscuras. Se dijo que todo lo que le interesaba en el mundo estaba en ese coche con él, y decidió que era imposible desear más.