Capítulo 8

Había terminado de leer cuatro de los pergaminos de Julius antes de levantarse del sillón y llevar de vuelta el resto a la mesa de Mario.

– ¡Por Dios!, era un rijoso hijo de puta.

Mario se rió entre dientes.

– ¿Ya has tenido suficiente?

– Por ahora. No me está contando nada sobre Cira, excepto las notables partes íntimas de la muchacha. Lo intentaré de nuevo más tarde. Necesito un descanso. Voy a bajar al patio a dibujar un poco. -Sonrió-. Luego volveré y te daré la lata de nuevo.

– Estaré encantado -dijo, abstraído. Era evidente que había vuelto a meterse en la traducción.

Ojalá pudiera estar ella tan enfrascada, pensó Jane mientras salía del cuarto. Después de todos esos años de expectativas ante la lectura de los pergaminos de Julius, éstos habían sido una decepción sin paliativos. Trevor ya le había hablado de los detalles de la vida de Cira, y las fantasías sexuales de Julius sobre la actriz eran degradantes y pesadas. Estaba impaciente por leer el otro pergamino de Cira.

Bueno, tendría que esperar. Así que era mejor olvidarse de Cira y ponerse a trabajar. Aquello haría que el tiempo pasara hasta que pudiera prepararse para el siguiente embate de pornografía de Julius.

Una hora después estaba sentada en el borde de la fuente y terminaba un boceto de las almenas. Aburrido. El castillo era interesante, y ella estaba segura de que habría una historia harto pintoresca relacionada con el lugar, aunque allí no había nada a lo que poder hincarle el diente. Todo era piedra y mortero y…

La puerta del establo se abrió.

– Vuelves a estar enfadada, ¿verdad?

La mirada de Jane se movió rápidamente hacia el hombre que estaba parado en la entrada. No, no era un hombre. Era un muchacho que frisaba los veinte años o los sobrepasaba por poco.

Y, ¡Dios!, qué rostro.

Era hermoso. No había más motivo para llamarlo guapo que el que había para describir con semejante término las estatuas de los héroes griegos que Jane había visto. Su alborotado pelo rubio le enmarcaba unos rasgos perfectos y unos ojos grises que en ese momento la miraban de hito en hito con una especie de inocencia e inquietud. Claro, Bartlett le había dicho que Jock Gavin era algo corto de entendederas, infantil.

– ¿Sigues enfadada con el señor? -preguntó el muchacho, arrugando aun más el ceño.

– No. -Ni siquiera aquel ceño podía estropear la fascinación de aquella cara. Sólo le confería más carácter, más lecturas-. No estoy enfadada con nadie. En realidad, no conozco a MacDuff.

– Estabas enfadada cuando llegaste. Yo lo vi. Le disgustaste.

– No me hizo mucha gracia, la verdad. -Jock seguía con aquel ceño de preocupación, y Jane se dio cuenta de que no estaba consiguiendo que la escuchara-. Fue todo un malentendido. ¿Sabes a qué me refiero?

– Por supuesto. Pero a veces la gente no dice la verdad. -La mirada de Jock se movió hacia el cuaderno de dibujo-. Estabas dibujando algo. Te vi. ¿Qué era?

– Las almenas. -Jane torció el gesto cuando dio la vuelta al cuaderno para que pudiera verlo-. Pero no me está quedando muy bien. En realidad no me gusta dibujar edificios. Prefiero dibujar personas.

– ¿Por qué?

Ella se encogió de hombros.

– Porque están vivas. Las caras cambian y envejecen y se convierten en algo diferente a cada instante, año a año.

Jock asintió con la cabeza.

– Como las flores.

Jane sonrió.

– Algunas de las caras que he dibujado no se parecían lo más mínimo a las flores, pero, sí, es la misma idea. ¿Te gustan las flores?

– Sí. -Hizo una pausa-. Tengo una nueva planta, una gardenia. Voy a dársela a mi madre en primavera, aunque podría darle un dibujo de ella, ¿verdad?

– Probablemente prefiera tener la flor.

– Pero podría morirse. -Su expresión se ensombreció-. Yo podría morir. Algunas cosas mueren.

– Eres joven -dijo Jane con delicadeza-. Por lo general, los jóvenes no mueren, Jock. -Pero Mike había muerto y había sido tan joven como aquel hermoso muchacho. Sin pensarlo, dijo-: Pero podría dibujar tu flor ahora, y todavía podrías darle la planta verdadera a tu madre más adelante.

El entusiasmo encendió el rostro del muchacho.

– ¿Lo harías? ¿Cuándo podrías hacerlo?

Jane consultó su reloj.

– Ahora. Tengo tiempo. No tardaré mucho. ¿Dónde está?

– En mi jardín. -Se apartó e hizo un gesto con la mano hacia el interior del establo-. Vamos. Te enseñaré dónde… -Su sonrisa se desvaneció-. Pero no puedo hacerlo.

– ¿Por qué no?

– Porque le prometí al señor que no me acercaría a ti.

– ¡Oh, por Dios! -Se acordó de las palabras de Bartlett y Trevor sobre no dejar que el chico la molestara. Según parecía se habían adelantado, y hablado con MacDuff, a pesar de sus protestas al respecto de que la idea de que el chico se le acercara no la preocupaba. Y después de conocerlo, se sentía claramente a la defensiva-. No pasa nada, Jock.

Él negó con la cabeza.

– Se lo prometí. -Reflexionó sobre el asunto-. Pero si voy delante y tú me sigues, en realidad no me estaré acercando a ti, ¿verdad?

Jane sonrió. Podría ser infantiloide, pero no era tan corto como Bartlett pensaba.

– Por supuesto, mantén la distancia, Jock. -Jane atravesó el patio hacia el establo-. Yo iré justo detrás de ti.


– ¿Por qué están vacíos todos los compartimiento? -gritó Jane mientras seguía a Jock por el establo-. ¿MacDuff no tiene caballos?

El chico meneó la cabeza.

– Los vendió. Ya no suele venir por aquí a menudo. -Jock había llegado a la puerta posterior del establo-. Este es mi jardín. -Abrió la puerta-. Sólo tengo plantas en tiestos, pero el terrateniente dice que después podré trasplantarlas a la tierra, afuera.

Jane lo siguió afuera, a la luz del sol. Flores. La diminuta zona adoquinada parecía un patio, pero allí apenas había sito para caminar entre los jarrones y tiestos que llenaban toda la superficie con flores de todo tipo. Un techo de cristal lo convertía en un invernadero perfecto.

– ¿Y por qué no ahora?

– No está seguro de en dónde estaremos. Dijo que es importante cuidar de las flores. -Señaló un tiesto de terracota-. Esta es mi gardenia.

– Es preciosa.

Jock asintió con la cabeza.

– Y vivirá cuando sople el viento del invierno.

– Esta también es preciosa. -Jane abrió el cuaderno de dibujo-. ¿La gardenia es tu flor favorita?

– No, me gustan todas. -Arrugó la frente-. Excepto las lilas. Las lilas no me gustan.

– ¿Por qué? Son bonitas, y diría que aquí crecerían bien.

Jock negó con la cabeza.

– No me gustan.

– A mí sí. Tengo muchas en mi casa. -Empezó a dibujar-. Las flores de tu gardenia están un poco caídas. ¿Podrías atar las ramas para levantarlas hasta que termine?

El muchacho asintió con la cabeza, se metió la mano en el bolsillo y sacó un cordel de piel. Al cabo de un instante la gardenia estaba derecha en el tiesto.

– ¿Es así como lo quieres?

Jane asintió distraídamente con la cabeza mientras el lápiz corría sobre el cuaderno.

– Así está muy bien… Puedes sentarte en ese taburete de la mesa de trabajo, si quieres. Tardaré un ratito en terminarlo.

El chico menó la cabeza mientras se dirigía hacia el otro lado del patio.

– Es demasiado cerca. Y se lo prometí al señor. -Su mirada se dirigió con atención al cordel que rodeaba la gardenia-. Pero él sabe que en realidad no tengo que estar cerca de ti. Hay muchas maneras…


– ¿Qué demonios está haciendo aquí?

Jane miró por encima del hombro y vio a MacDuff parado en la entrada.

– ¿A usted que le parece? -Volvió la cabeza y le dio los últimos toques al dibujo. Arrancó la hoja del cuaderno y se la tendió a Jock-. Aquí lo tienes. Es lo mejor que sé hacerlo. Ya te dije que se me dan mejor las caras.

Jock se quedó quieto, sin moverse, mirando a MacDuff de hito en hito.

– No estoy cerca de ella. No he roto mi promesa.

– Sí, sí la has roto. Sabías lo que quería decir. -MacDuff cogió el dibujo que sostenía Jane y se lo arrojó al chico-. Estoy disgustado, Jock.

El chico parecía estar completamente aplastado, y Jane sintió que le invadía la ira.

– ¡Por el amor del cielo! Me entran ganas de atizarle. Fui yo quién se ofreció a hacerle el dibujo. Él no ha hecho nada.

– ¡Vaya, mierda! -MacDuff estaba mirando a Jock fijamente-. ¡Cierre la boca y salga de aquí de una puñetera vez!

– No lo haré. -Jane fue hasta la gardenia y la desató con cuidado-. No, hasta que le pida perdón por comportarse como un absoluto borrico. -Atravesó el jardín hasta Jock y le entregó el cordel-. Ya no hace falta. Espero que a tu madre le guste el dibujo.

El chico guardó silencio y se quedó mirando el cordel que tenía en la mano.

– ¿Le vas a hacer daño?

– ¿A MacDuff? Me gustaría estrangularlo. -Jean oyó que MacDuff murmuraba algo a su lado-. No debería tratarte así, y si tuvieras sentido común, le atizarías un puñetazo.

– No podría hacer eso. -Miró fijamente el dibujo durante un buen rato, y luego se metió lentamente el cordel en el bolsillo-. Y tú tampoco debes hacerlo. Tengo que impedir que nadie le haga daño-. Volvió a echar un vistazo al dibujo, y una sonrisa iluminó lentamente su cara-. Gracias.

– No hay de qué. -Ella le devolvió la sonrisa-. Si me quieres dar las gracias de verdad, podrías hacerme un favor. Me gustaría dibujarte. Te prometo que será mucho mejor que el de tu gardenia.

Jock miró con indecisión hacia MacDuff.

El terrateniente titubeó y acabó por asentir lentamente con la cabeza.

– Adelante. Siempre que esté yo presente, Jock.

– No quiero que esté usted, MacDuff. -Vio que Jock empezaba a arrugar la frente de nuevo, y suspiró con resignación. No servía de nada inquietar al chico. El terrateniente parecía tenerlo bien metido en el puño-. De acuerdo. Muy bien. -Se volvió y se dirigió a la puerta. Era hora de volver a Cira y a Julius y de alejarse de aquel hermoso muchacho y del hombre que parecía controlar todos sus movimientos-. Hasta mañana, Jock.

– Espere. -MacDuff la estaba siguiendo por la hilera de compartimiento hacia la puerta del patio-. Quiero hablar con usted.

– Pero yo no quiero hablar con usted. No me gusta la manera en que trata a ese muchacho. Si tiene problemas, debería recibir ayuda, no coacciones.

– Lo estoy ayudando. -MacDuff hizo una pausa-. Pero usted también podría ayudarlo. El chico no reaccionó de la manera en que pensé que lo haría. Podría ser… saludable.

– ¿Ser tratado como un ser humano y no como un robot? Diría que eso es saludable.

El hombre ignoró el sarcasmo.

– Las normas son las mismas para usted como para él. Estaré presente cuando dibuje a Jock. No hay excepciones.

– ¿Algo más?

– Si se lo cuenta a Trevor, no dejará que lo haga. Creerá que Jock le va a hacer daño; sabe que el muchacho está desequilibrado. -Le sostuvo la mirada-. Es verdad. Podría hacerle daño.

– No podría haber sido más amable conmigo.

– Créame, no haría falta más que un detonante.

Jane lo miró de hito en hito, recordando la escena que acaba de tener lugar.

– Y el detonante es usted. Es muy protector con él. Debería intentar hablarle de…

– ¿Y cree que no lo he hecho? -dijo con brusquedad-. No me escuchará.

– ¿Por qué no? El chico no parece necesitar protección.

– Le hice un favor, y se siente obligado. Espero que poco a poco lo vaya olvidando.

Jane menó la cabeza al recordar la expresión de Jock cuando MacDuff le había dicho que lo había disgustado. De devoción absoluta; de dependencia absoluta.

– Si espera a que ocurra, tardará mucho.

– Entonces que tarde -dijo con aspereza-. No lo tengo metido entre rejas para que experimenten con él un puñado de médicos a los que el muchacho les trae sin cuidado. Lo estoy cuidando solo.

– Bartlett me dijo que el chico era del pueblo, y Jock mencionó a su madre. ¿Tiene más familia?

– Dos hermanos pequeños.

– ¿Y su familia no lo ayudará?

– Él no lo permitiría. -Y añadió con impaciencia-: No le pido mucho. La mantendré a salvo. Sólo esté con él, háblele. Fue usted quien dijo que quería dibujarlo. ¿Ha cambiado de idea porque pueda haber algún riesgo? ¿Sí o no?

Ella ya tenía demasiadas cosas entre manos sin necesidad de tener que ayudar a aquel guapo muchacho. Sí, quería dibujarlo, pero no tenía necesidad de más complicaciones. Le resultaba difícil creer que el chico fuera tan inestable y peligroso como MacDuff aseguraba, pero no había duda de que algo debía de haber cuando MacDuff se sentía en la obligación de protegerla.

– ¿Por qué yo?

MacDuff se encogió de hombros.

– No lo sé. Vi la estatua de Cira de Trevor y empecé a hacerme preguntas acerca de los motivos de la presencia de Trevor aquí. Jock es muy visual, así que encontré el artículo sobre Cira en Internet, y usted aparece en él de forma muy destacada.

Cira otra vez.

– ¿Y él cree que soy Cira?

– No, no es idiota. Tiene sus problemas. -Se corrigió-: Bueno, puede que a veces se sienta un poco confuso.

Y era evidente que MacDuff se mostraba tan protector y a la defensiva con Jock como éste con él. Por primera vez Jane sintió un arrebato de simpatía y comprensión hacia MacDuff. Y no era sólo por sentido del deber por lo que estaba asumiendo el cuidado del chico.

– Usted lo quiere.

– Lo vi creer. Su madre era el ama de llaves de la casa, y el chico ha estado entrando y saliendo del castillo desde que era un chaval. No siempre fue así. Era un muchacho brillante y feliz y… -Se interrumpió-. Sí, quiero a Jock. ¿Lo hará o no?

Jane asintió lentamente con la cabeza.

– Lo haré. Pero no sé cuánto tiempo me quedaré aquí. -Hizo una mueca-. Según parece a usted no le hace gracia que esté aquí.

– La situación ya es demasiado complicada. -Y añadió con seriedad-: Aunque está bien que me vaya a ser de utilidad.

Ella lo miró estupefacta.

– Yo no formo parte de su maldita «gente» y nadie me va a utilizar… -MacDuff estaba sonriendo, y ella se dio cuenta de que estaba de broma-. ¡Uy Dios!, ¿es sentido del humor lo que percibo?

– No se lo diga a Trevor. No hay que bajar la guardia. ¿Va a decirle que va a dibujar a Jock?

– Si me apetece, sí. -Pero sabía a qué se refería MacDuff. Había estado en guardia contra Trevor desde que éste apareciera de nuevo en su vida-. Pero ese no es asunto de la incumbencia de Trevor.

– Él no estará de acuerdo en eso. No la habría traído aquí, si usted no fuera de su incumbencia. -Abrió la puerta del establo para que pasara Jane-. Si no está aquí mañana, lo comprenderé.

El bastardo estaba diciendo lo único que la decidiría a ir; era casi tan manipulador como Trevor, pensó Jane con regocijo. ¿Y por qué no se irritaba, como se habría irritado con Trevor?

– Estaré aquí a las nueve de la mañana.

– Le estoy… muy agradecido. -Le sostuvo la mirada-. Y yo pago mis deudas.

– Estupendo. -Jane empezó a cruzar el patio-. Está bien que puedo utilizarlo, MacDuff.

Oyó una risita de sorpresa detrás de ella, pero no se volvió para mirar. Probablemente estuviera cometiendo un error al involucrarse con Jock Gavin. El chico no era asunto suyo. No había ningún dibujo que mereciera correr el riesgo del que MacDuff la había avisado.

Al diablo con ello. Los huérfanos y los tíos lisiados parecían ser su perdición. Jamás había sido capaz de alejarse sólo porque las cosas se pusieran difíciles. Iba con su carácter. Si aquello era una equivocación, sería «su» equivocación, y lo asumiría.

¿Habría sido esa la actitud de Cira cuando se había llevado al niño, Leo, a su casa?

Jock Gavin no era Leo, y ella no era Cira. Así que mejor dejaba de hacer comparaciones y volvía con Mario, a ver si era capaz de espolearlo para que se diera prisa con los pergaminos de Cira.

Bartlett estaba parado en el vestíbulo cuando ella entró por la puerta delantera, y tenía una expresión de preocupación en el rostro.

– Te he visto entrar en el establo con el chico. Estuviste allí mucho tiempo. ¿Va todo bien?

– No hay ningún problema. Es un muchacho muy amable. -Hizo un gesto hacia el cuaderno de dibujo que llevaba-. Sólo estuve trabajando un poco.

Bartlett meneó la cabeza con aire de reproche.

– No deberías haber entrado en el establo. Trevor nos lo prohibió a todos. Ese es territorio de MacDuff.

– Pues MacDuff no me echó a patadas, así que supongo que no le importó. -Empezó a subir las escaleras-. Tengo que volver con Mario. Te veo luego. -Cuando llegó al descansillo, echó un vistazo hacia atrás y vio que Bartlett seguía mirándola fijamente con expresión preocupada. Jane dijo con dulzura-. Está bien, Bartlett. Deja de preocuparte.

Bartlett se esforzó en sonreír y asintió con la cabeza.

– Procuraré. -Empezó alejarse-. Antes me resultaba más fácil. Pero cuanto más viejo me hago, más consciente soy de la cantidad de cosas por las que hay que preocuparse en este mundo. No deberías saber esto. Los jóvenes siempre piensan que son inmortales.

– Te equivocas. Nunca he pensado que fuera inmortal, ni siquiera cuando era niña. Siempre supe que tenía que luchar para sobrevivir. -Siguió subiendo las escaleras-. Pero no estoy dispuesta a desperdiciar ni un minuto de mi vida en preocupaciones, a menos que decida que hay motivo.


– ¿Puedo entrar, Trevor? -preguntó MacDuff después de abrir la puerta de la biblioteca. Hizo un gesto con la cabeza hacia Bartlett, que estaba de pie al lado de la mesa-. Después de verlo ahí fuera, en el patio, mirando el establo como si fuera un molino de viento, y usted, Don Quijote, pensé que vendría corriendo aquí. -Se dejó caer en la silla de las visitas y sonrió a Trevor-. Decidí ahorrarle las molestias de buscarme. Es un hombre tan ocupado.

– Dijo que lo mantendría alejado de ella -dijo Trevor con frialdad-. Lléveselo de aquí de una maldita vez.

La sonrisa de MacDuff se desvaneció.

– El hogar de Jock está conmigo. Así son las cosas.

– Creo que les dejaré que lo discutan solos. -Bartlett se dirigió hacia la puerta-. Pero nunca he arremetido contra ningún molino, MacDuff. Aunque creo que la nobleza de Don Quijote eclipsaba su locura.

Cuando la puerta se cerró detrás de Bartlett, Trevor repitió:

– Llévese a Jock de aquí de una maldita vez. O lo haré yo.

MacDuff meneó la cabeza.

– No, no lo hará. Me necesita. Y si él se va, yo me voy.

– No intente farolear conmigo. -Lo miró fijamente a la cara con los ojos entrecerrados-. Puede que ni siquiera sea capaz de ayudarme. Si Mario termina su trabajo, tal vez pueda encontrar el oro yo mismo. ¿Cómo demonios puedo saber si tiene realmente alguna pista válida? Puede tratarse de un timo.

– Deme lo que quiero y comprobémoslo.

– Bastardo sediento de sangre.

– ¡Ah, sí! Eso es lo que soy. Pero debería de haberse dado cuenta cuando vio todo a lo que yo estaba dispuesto a renunciar para tener mi oportunidad. -Se recostó en la silla y dejó vagar la vista por la biblioteca-. Me resulta extraño sentarme en la silla de las visitas después de haberme sentado siempre donde lo hace usted ahora. La vida da extrañas vueltas, ¿no le parece?

– Está cambiando de tema.

– Sólo estoy dando un pequeño rodeo. -Volvió a concentrarse en Trevor-. Le dije que no se acercara a ella, pero no sirvió de nada. No volverá a ocurrir.

– ¿Se mantendrá alejado de ella?

– No, pero siempre estaré con ellos. -Levantó la mano cuando Trevor empezó a maldecir-. Ella quiere dibujarlo. Le advertí acerca del chico, pero no estoy seguro de que me creyera, aunque eso no tendrá ninguna importancia mientras esté yo allí para interceder.

– Eso no va a suceder.

– Entonces hable con ella y dígale que no lo haga. -Ladeó la cabeza-. Si cree que de eso se derivará algo bueno.

– Es usted un hijo de puta.

– En realidad mi madre fue esencialmente una zorra, así que no me ofenderé por ese comentario. -Se levantó-. Me aseguraré de que Jane lo dibuja en el patio, de manera que usted pueda tener a alguien de su confianza vigilándolos. Estoy bastante seguro de que ese no sería yo. -Meneó la cabeza mientras volvía a pasear la mirada por la biblioteca-. Extraño…

– Espero que se le atragante verme aquí -dijo Trevor con los dientes apretados.

MacDuff negó con la cabeza.

– No, este lugar no define quién soy. ¿Que si lo quiero? Con cada aliento. Pero no tengo que estar aquí; lo llevo conmigo. -Sonrió-. Le sienta muy bien estar sentado en esa silla, Trevor. Tiene pinta de terrateniente. Disfrútelo. -Su sonrisa se esfumó cuando se dio la vuelta y se dirigió a la puerta-. Si decide no intervenir, se lo agradeceré. Es la primera vez desde que lo encontré que el muchacho ha reaccionado de manera positiva ante alguien que no sea yo. Creo que es bueno para él. Y eso, para mí, es lo esencial.

– No haré ningún trueque…

Pero MacDuff ya había abandonado la biblioteca.

Trevor respiró hondo e intentó aplacar la frustración que lo estaba desgarrando por dentro. Necesitaba a MacDuff, ¡qué caray! Había empezado creyendo que el terrateniente era una posibilidad, pero cuanto más averiguaba sobre las visitas de MacDuff a Herculano, más convencido estaba de que él podría ser la respuesta.

¿Se estaba marcando MacDuff un farol? Podía ser, aunque Trevor no se arriesgaría. De acuerdo, había que considerar la situación con tranquilidad. MacDuff no querría que le ocurriera nada a Jane; eso no redundaría en su beneficio. Había prometido estar presente en todos los encuentros, y Trevor confiaba en que cumpliría su palabra. Y no es que no tuviera a Brenner a mano para que vigilara a Jock.

¡Joder!, se podía resolver toda la situación si fuera capaz de ir a ver a Jane y decirle que aquellas malditas sesiones de dibujo eran inaceptables. Pero eso no era una alternativa.

Si MacDuff le había advertido sobre Jock, y ella seguía planeando ver al chico, entonces cualquier interferencia de Trevor no sería buena. Jane haría lo que le diera la gana, y cualquier protesta por su parte sería inútil.

Pero ella nunca dejaría que la tozudez se interpusiera en el sentido común. Así que tenía que intentar conseguir munición para convencerla de que era razonable que le diera la espalda al muchacho Hasta entonces, tomaría medidas para protegerla e intentar evitar interponerse entre ellos.

Munición. Alargó la mano para coger el teléfono y marcó el número de Venable.

– Tengo que pedirle un favor. Necesito información.


Jane estaba todavía con Mario cuando Trevor llamó a la puerta a las ocho y cuarto de esa misma noche. Abrió la puerta sin esperar respuesta.

– Detesto interrumpiros, Jane. -El tono de su voz era sarcástico-. Pero no puedo permitir que sigas distrayendo de su trabajo a Mario.

– No me está distrayendo -terció Mario rápidamente-. Su presencia es muy discreta y tranquilizadora.

– ¿Tranquilizadora? Increíble. Y Bartlett me dice que Jane bajó a la cocina a última hora de la tarde y preparo una bandeja para los dos. Debes de haber descubierto un lado en ella que nunca me han enseñado.

– La gente reacciona de manera diferente con gente diferente -dijo Jane-. No quería molestar a Mario.

Mario sonrió abiertamente.

– Porque quería que terminara el pergamino en el que estoy trabajando.

Jane asintió con la cabeza y sonrió atribulada.

– Esperaba que te dieras prisa con él y me dieras algo para leer mañana.

– Ya te dije que me estaba planteando problemas. Hay palabras enteras que han desaparecido, y las tengo que adivinar. O puede que esté alargando la traducción para poder levantar la vista y verte ahí sentada.

– No deberías hacer eso -dijo Trevor.

– Era una broma -se apresuró a decir Mario-. El trabajo va bien, Trevor.

– ¿Alguna alusión?

– Todavía no.

– ¿Alusión a qué? -preguntó Jane.

– Al oro. ¿A qué si no? -respondió Trevor-. Si has leído la primera carta de Cira, debes de saber que existen dudas acerca de que el oro estuviera en el túnel, de que no lo hubiera escondido en algún otro lugar.

– Y si lo hizo, no estás de suerte.

– A menos que encuentre una pista sobre dónde lo escondió.

– Te refieres a dónde lo escondió Pía. A propósito, ¿quién era Pía?

Trevor se encogió de hombres.

– Si has leído el pergamino, sabes tanto como yo. -Le sostuvo la mirada-. Dijiste que querías ir a la Pista. ¿Has cambiado de idea?

– No. ¿Por qué habría de hacerlo?

– Pareces estar fascinada con Mario y su montón de trucos académicos. -Giró sobre sus talones-. Vamos.

– Espera un momento. -Trevor no esperó; estaba ya por la mitad del pasillo-. Adiós, Mario, hasta mañana.

Trevor había llegado a la escalera cuando ella lo alcanzó.

– Estás siendo excepcionalmente grosero.

– Lo sé. Me apetece ser grosero. Es un privilegio que me permito de vez en cuando.

– Me sorprende que te aguante alguien.

– No tienen por qué hacerlo. Están en su derecho de mandarme a freír puñetas.

– Tienes razón. -Jane se detuvo en las escaleras-. Vete a freír puñetas.

Trevor miró por encima del hombro.

– Bueno, es lo que esperaba. No deberías tratarme también… -Se interrumpió. Entonces una sonrisa iluminó su rostro-. Estoy siendo un bastardo poco civilizado, ¿verdad?

– Sí.

– Y tú has hecho hoy todo lo que has podido para provocarme. -Torció el gesto-. Te lo puse fácil. Sabías dónde golpear. Siempre me he sentido orgullo de la seguridad que tengo en mí mismo, pero has conseguido socavarla. La verdad es que estoy celoso de Mario. -Levantó la mano para pararla cuando ella empezó a hablar-. Y no me digas que no fue tu intención hacérmelo pasar mal. Estabas insatisfecha por tu situación aquí, y quisiste que yo también estuviera insatisfecho. Bien, lo has logrado. Estamos empatados. ¿Pax?

No estaban empatados, pero Jane se alegró de la posibilidad de ignorar la tensión que habían entre ellos. Las veinticuatro horas anteriores habían sido insoportables.

– Nunca daría esperanzas a Mario para vengarme de ti. No juego con los sentimientos de la gente. Le tengo demasiada simpatía.

– Oh, te creo. Pero no te importaría dejarme con la mosca detrás de la oreja. Te mostré un punto flanco, y te abalanzaste sobre él. Puede que en el fondo me estuvieras castigando por haber sido lo bastante idiota para mantenerte lejos de mí durante cuatro años.

Jane se humedeció los labios.

– No quiero hablar de eso ahora. ¿Me vas a llevar a la Pista o no?

Él asintió con la cabeza y se volvió hacia la puerta.

– Vamos.

Fueron detenidos por un guarda en la cancela, como le había ocurrido a Trevor la noche anterior.

– Jane, este es Patrick Campbell. Vamos a la Pista, Pat. ¿Todo despejado esta noche?

Campbell asintió con la cabeza.

– Douglas vio algo hace tres horas, pero no en las cercanías del castillo. -Sacó su teléfono-. Avisaré a sus chicos de la seguridad del perímetro para que estén atentos.

– Hazlo. -Trevor cogió a Jane por el codo y la empujó suavemente a través de la cancela-. Cogeremos el sendero que rodea el castillo hasta los acantilados. Es un paseo de unos diez minutos. -Levantó la vista al cielo-. Hay luna llena. Deberías de poder ver bastante bien…


Cuando doblaron el recodo y empezaron a caminar hacia el borde del acantilado, en un principio Jane sólo advirtió el mar que se extendía ante ella.

– ¿Qué es eso? ¿Qué se supone que tengo que…?

Habían llegado a lo alto de una loma, y por debajo de ellos, extendiéndose hacia el acantilado cortado a pico, había una lisa llanura de hierba que limitaba con toda la parte posterior del castillo. El césped estaba perfectamente cuidado, y a ambos extremos de la larga extensión había varias hileras de grandes rocas alisadas por la erosión.

– La Pista de MacDuff -dijo Trevor.

– ¿Qué diablos es esto? Se parece a un lugar de reunión de los druidas.

– Es un lugar de reunión, sí señor. Angus MacDuff sentía pasión por los deportes. Fue una especie de noble sin escrúpulos y admiraba el poder en cualquiera de sus manifestaciones. Terminó de construir el castillo en 1350, y a la primavera siguiente organizó los primeros Juegos Escoceses en este terreno.

– ¿Tan antiguos son?

Trevor negó con la cabeza.

– En el año 844 Kenneth MacAlpine, rey de los escotos, organizó una competición de tres días para mantener ocupado a su ejército, mientras esperaba los augurios de buena suerte antes de su batalla contra los pictos. Malcolm Canmore, que subió al trono en el 1058, organizaba competiciones de manera regular para seleccionar a los escotos más fuertes y rápidos y reclutarlos para su guardia personal.

– Yo creía que se llamaban los Juegos de las Highlands.

– Los MacDuff eran oriundos de las Highlands, y supongo que se llevaron sus juegos con ellos. Según las crónicas, los juegos eran el plato fuerte del año. Curling, lucha libre, carreras y algunos otros deportes locales que eran un poco raros. En ellos participaban todos los jóvenes al servicio de MacDuff. -Sonrió a Jane-. Y ocasionalmente, alguna mujer. A Fiona MacDuff se la menciona por habérsele permitido correr en las carreras, que ganó dos años seguidos.

– ¿Y entonces, supongo, decidieron excluir a las mujeres?

Trevor negó con la cabeza.

– Se quedó embarazada y lo dejó por iniciativa propia. -Se paró al lado de una de las grandes rocas lisas al final de la Pista-. Siéntate. Imagino que las generaciones más recientes se traían sus sillas para asistir a los juegos, pero estos fueron los primeros asientos.

Jane se sentó lentamente en la piedra al lado de Trevor.

– ¿Por qué me has traído aquí?

– Me gusta. -Su mirada viajó por la extensión de hierba hasta las rocas del final de la Pista-. Es un buen lugar para ordenar las ideas. Aquí me siento como en casa. Creo que me habría gustado conocer a Angus MacDuff.

Mientras miraba fijamente el perfil de Trevor, Jane también lo creyó. El viento del mar le levantaba el pelo de la frente, y en su boca había aquel atisbo de inquietud. Tenía los ojos entrecerrados, como si estuviera calculando la dificultad de la siguiente competición. Jane podía imaginárselo allí sentado, riendo con el terrateniente y preparándose para su turno en la Pista. ¡Dios!, que lástima que no tuviera consigo su cuaderno de dibujo.

– ¿En qué deporte habrías competido?

– No lo sé. En las carreras, quizá en el curling… -Se volvió hacia ella, y sus ojos brillaron con malicia-. O puede que me hubiera ido más llevar las cuentas de todos los espectáculos. Seguro que se cruzaban cuantiosas apuestas durante los juegos.

Ella le devolvió la sonrisa.

– Te imagino haciéndote un hueco en ese campo.

– Puede que hubiera hecho las dos cosas. Me habría aburrido sólo apostando en una competición una vez al año.

– ¡Dios no lo quisiera! -Apartó la mirada de él-. No esperaba esto cuando me trajiste aquí.

– Se que no. Probablemente pensaste que la Pista era una mis iniciativas criminales más perversas.

– O que tenía alguna relación con Grozak. ¿Por qué no me lo dijiste?

– Porque quería que estuvieras aquí -dijo, sencillamente-. Me gusta esto, y quería que también te gustara a ti.

Estaba diciendo la verdad, ¡y caray! a ella le gustaba. Era como si aquel lugar redujera todo a lo esencial y lo primitivo. Casi podía oír las gaitas y sentir vibrar la tierra bajo los pies de aquellos corredores de antaño.

– ¿Y habría sido tan difícil decirlo sin más?

– ¡Coño, pues sí! Estos días te ha costado incluso mirarme sin levantar una barrera de hierro colado. Y luego, voy yo y lo empeoro dejando que el sexo… ¿Ves?, ya te has vuelto a poner tensa. Mírame, ¡maldita sea! Esto no es normal en ti, Jane.

– ¿Cómo lo sabes? Hace cuatro años que no me ves. -Pero Jane se obligó a volver la cabeza y mirarlo. ¡Oh, Dios!, ojalá no lo hubiera hecho. ¿Ahora cómo iba a apartar la mirada?

– Duro, ¿verdad? Para mí también. -Trevor miró fijamente la mano que Jane tenía apoyada en la piedra-. ¡Joder!, quiero tocarte.

No la estaba tocando, aunque tanto hubiera dado que lo estuviera haciendo. Jane sintió un cosquilleo en la palma que tenía apoyada en la roca y tuvo de nuevo aquella extraña sensación de que le faltaba el aire.

Trevor siguió mirando fijamente la mano.

– Me tocaste una vez. Me pusiste la mano en el pecho, y tuve que quedarme allí parado, esforzándome en no alargar la mano hacia ti. Aquello casi acaba conmigo.

– Debería haberlo hecho. Te estabas comportando como un idiota.

– Tenías diecisiete años.

– Era lo bastante mayor para saber lo que quería. -Jane se apresuró a añadir-: No es que fueras tan especial. Sólo eras el primer hombre por el que había sentido aquello. Estaba un poco retrasada en lo tocante al sexo.

– Pues no titubeaste mucho. Pensé que ibas a arrearme un mamporro.

– Me llamaste colegiala.

– Intentaba ponerte furiosa para protegerme.

Ella seguía furiosa, dolida, y llena de un amargo pesar.

– Pobre Trevor.

– Te hice daño.

– Tonterías. No permito que la gente me haga daño. ¿Pensaste que me dejarías marcada para otras relaciones? De ninguna manera.

Trevor meneó la cabeza.

– Me amenazaste con que buscarías hasta encontrar a alguien mejor que yo. Mantuviste tu palabra. -Miró al mar-. Clark Peters, un buen chico, pero empezó a mostrarse posesivo al cabo de dos meses. Tad Kipp, muy inteligente y ambicioso aunque no le gustó tu perro, Toby, cuando lo llevaste a casa de Eve y Joe. Jack Ledborne, profesor de arqueología que supervisaba la segunda excavación a la que fuiste. Se le olvidó decirte que estaba casado, y lo plantaste de golpe cuando lo averiguaste. Peter Brack, un poli de la brigada canina de la comisaría de Quinn. La pareja ideal. Un amante de los perros y policía. Pero debió de hacer algo mal, porque tú…

– ¿Qué diablos? -Jane no se lo podía creer-. ¿Has estado vigilándome?

– Sólo cuando podía hacerlo yo mismo. -Volvió a clavar su mirada en ella-. Y podía la mayor parte del tiempo. ¿Quieres que siga con tu pequeña lista negra? ¿O prefieres que te diga lo orgulloso que me sentí cuando ganaste el premio internacional Mondale de Bellas Artes? Intenté que me vendieran el cuadro, pero lo conservaron durante cinco años para una exposición itinerante por todo el país. -Sonrió-. Como es natural, pensé en robarlo, pero me pareció que no lo aprobarías. Aunque sí que robé alguna otra cosa de tu pertenencia.

– ¿El qué?

– Un cuaderno de dibujo. Hace dos años te lo dejaste en un banco del Metropolitan Museum cuando te fuiste a la cafetería con tus amigos. Lo hojeé y no pude resistirme. Estuve a punto de devolvértelo infinidad de veces, pero acabé por no hacerlo.

– Me acuerdo de eso. Me puse hecha una fiera.

– No me pareció que contenía esbozos que ibas a pintar. Parecía… más personal.

Personal. Jane intentó recordar si había hecho algunos dibujos de Trevor en aquel cuaderno. Era muy posible.

– ¿Por qué? -susurró-. ¿Por qué hiciste todo eso?

– Cuando te fuiste de Nápoles, me dijiste que aquello no había terminado. Por mi parte descubrí que tampoco estaba acabado. -Torció los labios en una mueca-. ¡Dios santo!, hasta he rezado para que se terminara. Eres difícil, Jane.

– Entonces, ¿por qué no…?

– Me dijiste que no había lugar para mí en tu vida durante los siguientes cuatro años. Te estaba dando la oportunidad de que averiguaras si era verdad.

– ¿Y si lo hubiera averiguado?

– ¿Que era verdad? No soy un mártir. Habría intervenido y arruinado la pequeña y ordenada vida que te has montado.

– ¿A qué te estás refiriendo? En esencia.

– ¿En esencia? -Acercó la mano hasta dejarla a escasos centímetros de la de Jane sobre la roca. Ella sintió su calor-. Deseo tanto acostarme contigo, que es un dolor permanente. Te respeto. Te admiro. Una vez me acusaste de estar obsesionado con Cira, pero eso no es nada comparado con lo que siento por ti. No me gusta. No sé si seguirá siendo así. A veces espero que no. ¿Es suficiente para ti esta esencia?

– Sí. -Se le había hecho un nudo en la garganta y tenía que deshacerlo-. Si es verdad.

– Hay una manera de comprobar al menos la parte más evidente de ello.

Movió la mano aquellos últimos centímetros. Y la tocó.

Jane se estremeció, pero no de frío. De calor.

Aquello era demasiado. Demasiada intensidad.

Retiró la mano de un tirón.

– No.

– Lo deseas.

Jane no podía mentir al respecto. Tenía la sensación de estar enviando señales como un animal en celo.

– Esto va demasiado deprisa.

– Y un cuerno.

– Y el sexo no… lo es todo. Ni siquiera sé si confío en ti.

– Sigues siendo condenadamente cautelosa.

– Tengo motivos.

– ¿De verdad los tienes? Tu amigo murió. ¿Crees que soy el culpable?

– No lo sé.

– Lo sabes. Quiero aclararlo todo entre nosotros. Esa es la razón de que te trajera aquí. Piensa. Toma una decisión.

– Mike podría seguir vivo, si no hubieras ido tras el oro y te hubieras enredado con ese tal Grozak.

– ¿Así que me culpas por el efecto dominó?

– No, supongo que no -dijo ella cansinamente-. O quizá sí. Ya no estoy segura. No sé qué demonios está sucediendo.

– Lo habría salvado, si hubiera podido. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo.

– Pero sigues persiguiendo el oro, ¿no es así?

Trevor guardó silencio durante un instante.

– Sí. No te voy a mentir. Tengo que conseguir el oro.

– ¿Por qué? Eres un hombre genial. No tienes que hacer esto. Ni siquiera creo que signifique algo para ti, tan sólo el hecho de perseguirlo.

– Te equivocas. Esta vez sí significa algo. Si lo consigo, entonces no lo conseguirá Grozak.

– ¿Una venganza?

– En parte. Tú no estás dispuesta a vengarte, Jane.

– No, no lo estoy. -Se levantó-. Aunque no lo haría por privar a un asesino de un puñado de oro. No pensamos igual.

– A veces no es necesario pensar.

La oleada de calor de nuevo.

– Para mí, sí.

– Ya lo veremos. -Trevor se puso de pie-. Pero he de hacerte una advertencia: si decides que quieres volver a ponerme la mano encima, no vas a obtener la misma respuesta. -Empezó a dirigirse hacia el sendero-. Y Angus MacDuff lo entendería perfectamente.


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