21

Mantuve sujeto el billete e hice que lo contara todo paso por paso. Nos dijo que después de que yo la bajara de mis rodillas, ella había preguntado a las chicas sobre lo que yo quería saber, pero ninguna sabía nada. Ninguna tenía información, ni de primera ni de segunda mano. No corrían rumores ni ninguna historia sobre una compañera que hubiera tenido problemas en el motel. Lo intentó también en el cuarto de detrás del escenario y tampoco allí averiguó nada. Después regresó al camerino y lo encontró vacío. El negocio iba bien, todas estaban en el escenario o al otro lado de la calle. Sabía que debía haber seguido preguntando, pero no había chismorreos. Estaba segura de que si hubiera sucedido realmente algo malo, alguien habría oído algo. Así que decidió dejarlo correr y librarse de mí. Entonces entró en el camerino el soldado con el que yo había estado hablando. Nos ofreció una muy buena descripción de Carbone. Como la mayoría de las putas, estaba muy acostumbrada a reconocer caras. A los clientes habituales les gusta que les reconozcan. Eso hace que se sientan especiales y que dejen mejores propinas. Nos contó que Carbone le había advertido que no dijera nada a ningún PM. Sin puso énfasis en la voz, imitando la del soldado diez días atrás. «Nada a ningún PM.» Acto seguido, para asegurarse de que ella le tomaba en serio, le dio dos bofetadas fuertes, rápidas, con la palma y el dorso de la mano. Los golpes la dejaron aturdida.

Parecía que la habían impresionado. Era como si los estuviera comparando con otros golpes recibidos, como si fuera una experta. Y al mirarla pensé que estaba bastante familiarizada con recibir palizas.

– Repítelo -dije-. Fue el soldado, no el dueño.

Me miró como si yo estuviera loco.

– El dueño nunca nos pega -dijo-. Vive de nosotras.

Le di los diez dólares y la dejamos allí, en la mesa.

– ¿Qué significa esto? -inquirió Summer.

– Todo -repuse.

– ¿Cómo lo sabías?

Me encogí de hombros. Volvíamos a estar en la habitación de Kramer, doblando ropa, haciendo el equipaje, preparándonos para salir por última vez a la carretera.

– Lo entendí mal -le dije-. Creo que empecé a darme cuenta en París, cuando esperábamos a Joe en el aeropuerto. Aquella multitud. Todos observaban a los que salían, por un lado a punto de saludarles y por el otro a punto de ignorarles. Según. Así fue en el bar de striptease aquella noche. Entré. Soy grandote, o sea que me vieron. Hubo curiosidad por un segundo, pero no me conocían y no les gustaba un PM, así que apartaron la mirada y me dejaron de lado. De manera muy sutil, todo mediante lenguaje corporal. Menos Carbone. Él no me dejó de lado. Se volvió hacia mí. Creí que era simplemente algo fortuito, pero me equivocaba. Creí que yo lo estaba escogiendo a él, pero él me estaba escogiendo a mí por igual.

– Tuvo que ser casualidad. Él no te conocía.

– No me conocía a mí, pero reconoció los distintivos de la PM.

– Entonces ¿por qué se volvió hacia ti?

– Fue como una reacción tardía, una especie de vacilación. Él estaba volviendo la cara pero cambió de opinión. Quería que yo fuera hacia él.

– ¿Por qué?

– Porque quería saber qué hacía yo allí.

– ¿Se lo dijiste?

– Pensándolo bien, sí. No con detalle. Yo sólo quería que los tíos no se preocuparan, que él les dijera que mi presencia allí no tenía relación con ellos; se había perdido un objeto al otro lado de la calle y quizá lo tenía una de las prostitutas. Era un tipo muy perspicaz. Muy agudo. Me pescó y me hizo hablar.

– ¿Y por qué iba a tener interés en ello?

– Una vez le dije algo a Willard. Le dije que pasan cosas para que otras acaben en un callejón sin salida. Carbone quería que mis investigaciones acabaran en un callejón sin salida. Ese era su propósito. Así que pensó deprisa. Y con tino. En Delta no hay estúpidos, desde luego. Entró y pegó a la chica, para que cerrara el pico en caso de que supiera algo. Y luego salió y me hizo creer que había sido el dueño. Ni siquiera mintió al respecto, sólo dejó que yo lo presumiera. Me dio cuerda como a un juguete mecánico y me orientó en la dirección que él quería. Y allá fui. Le di un bofetón al dueño en la oreja y luego los dos peleamos en el aparcamiento. Y allí estaba Carbone, mirando. Me vio darle una paliza al tío tal como él se imaginaba y luego presentó la denuncia. Provocó el principio y el final. Tenía controlados ambos extremos. Acalló a la chica y pensó que a mí me sacarían de escena aplicando el reglamento disciplinario. Era un tipo muy listo, Summer. Ojalá lo hubiera conocido antes.

– ¿Por qué quería que terminaras en un callejón sin salida? ¿Qué motivo tenía?

– No quería que yo encontrara al que cogió el maletín.

– ¿Por qué?

Me senté en la cama.

– ¿Por qué no encontramos a la mujer que estuvo aquí con Kramer?

– No lo sé.

– Porque nunca hubo ninguna mujer -dije-. Aquí Kramer estuvo con Carbone.

Summer se quedó mirándome.

– Kramer también era gay -añadí-. Él y Carbone estuvieron follando.


– Carbone cogió el maletín de esta misma habitación -proseguí-. Tenía que mantener la relación en secreto. Tal como pensamos de la mujer fantasma, quizá le preocupaba que dentro hubiera algo personal. O tal vez Kramer había estado fanfarroneando sobre la reunión de Fort Irwin. Hablando de cómo los Blindados iban a defender lo suyo. O sea que a lo mejor Carbone tuvo curiosidad. O incluso interés. Había estado dieciséis años en Infantería. Y era el típico tío delta, con una férrea lealtad a su unidad. Quizá más lealtad a su unidad que a su amante.

– Me cuesta creerlo -dijo Summer.

– Inténtalo. Todo encaja. Más o menos Andrea Norton ya nos lo dijo. Creo que ella sabía lo de Kramer, no sé si de manera consciente. La acusamos y ella no se enfadó, ¿recuerdas? Parecía más bien que aquello le hacía gracia. O que la desconcertaba, quizás. Era psicóloga sexual, había conocido al tío, tal vez desde el punto de vista profesional había captado alguna vibración. O desde el personal la ausencia de vibración alguna. Así, mentalmente la habíamos metido en la cama con Kramer y ella no podía asimilarlo. De modo que no se enfadó; la cosa simplemente no cuadraba. Y sabemos que el matrimonio de Kramer era una farsa. No había hijos y él llevaba cinco años sin vivir en su casa. El detective Clark no entendía por qué Kramer no se había divorciado. En una ocasión me preguntó si el divorcio era un impedimento para un general. Le contesté que no. Pero ser gay sí. Esto seguro, maldita sea. Para un general, ser gay es un impedimento gordo. Por eso siguió con su matrimonio. Era su tapadera en el ejército. Como la chica de la foto en la cartera de Carbone.

– No tenemos pruebas.

– Pero estamos cerca. Junto con la foto de la muchacha, Carbone llevaba en la cartera un condón. Diez contra uno a que pertenece al mismo paquete que el que tenía puesto Kramer. Y también diez contra uno a que podemos buscar en viejas órdenes de misiones y tareas y descubrir dónde y cuándo se conocieron. En algunas maniobras conjuntas, como pensamos desde el principio. Además, en Delta Carbone conducía vehículos. Me lo explicó el encargado de asuntos administrativos. Tenía acceso permanente a la escudería entera de Humvees. Pues diez contra uno a que descubrimos que en Nochevieja él estuvo fuera solo, conduciendo uno.

– ¿Al final lo mataron por el maletín? ¿Como a la señora Kramer?

Meneé la cabeza.

– Ninguno de los dos fue asesinado sólo por el maletín.

Summer se quedó mirándome.

– Más tarde -dije-. Primero una cosa y luego otra.

– Pero él tenía el maletín. Tú lo has dicho. Huyó con él.

Asentí.

– Y en cuanto estuvo de regreso en Bird lo registró. Encontró el orden del día, lo leyó y algo de su contenido le impulsó a llamar a su oficial al mando.

– ¿Que Carbone llamó a Brubaker? ¿Cómo fue capaz? ¿Qué le dijo? ¿Acabo de acostarme con un general y adivine lo que he encontrado?

– Pudo decir que lo había encontrado en otra parte. Pero lo que en realidad me pregunto es si Brubaker sabía lo de Carbone y Kramer desde un principio. Es probable. Delta es una familia, y Brubaker era de esos oficiales al mando tan entrometidos. Es muy probable que lo supiera, y tal vez se aprovechó de la situación. Sánchez me contó que a Brubaker nunca se le pasaba por alto ningún ángulo, ventaja o enfoque. Así que tal vez el precio de la tolerancia era que Carbone debía pasar información de las conversaciones íntimas.

– Es repugnante.

Asentí.

– Como hacer de puta. Ya te dije que aquí no habría vencedores. Todo el mundo va a salir malparado.

– Excepto nosotros. Si obtenemos resultados.

– A ti te irá bien. A mí no.

– ¿Por qué?

– Espera y verás -dije.


Llevamos las bolsas al Chevy, oculto tras el bar. Las guardamos en el maletero. El aparcamiento estaba más lleno que antes. La noche se animaba. Miré la hora. En la costa Este casi las ocho, en la Oeste casi las cinco. «Si nos detenemos siquiera un segundo para tomarnos un respiro, nos atraparán otra vez», pensé.

– He de hacer un par de llamadas más -dije.

Cogí la guía telefónica y regresamos a la freiduría. Registré todos los bolsillos en busca de monedas sueltas y saqué un montoncito. Summer contribuyó con una de veinticinco y una de cinco. El dependiente cambió los céntimos por monedas de plata. Introduje algunas en el aparato y marqué el número de Franz, en Fort Irwin. Eran las cinco de la tarde, plena jornada laboral.

– ¿Podré pasar por tu puerta principal? -le pregunté.

– ¿Por qué no?

– Willard está persiguiéndome. Es capaz de mandar aviso a cualquier sitio adónde crea que voy a ir.

– No he oído nada todavía.

– Podrías apagar el télex un día o dos.

– ¿Cuál es tu hora aproximada de llegada?

– Mañana, en cualquier momento.

– Tus amigotes ya están aquí. Acaban de entrar.

– No tengo ningún amigote.

– Vassell y Coomer. Recién llegados de Europa.

– ¿Por qué?

– Maniobras.

– ¿Sigue ahí Marshall?

– Por supuesto. Fue a Los Ángeles a recogerlos. Han venido todos juntos, como una familia feliz.

– Necesito que hagas dos cosas por mí -dije.

– Querrás decir otras dos cosas.

– Yo también necesito que me recojan en Los Ángeles. Mañana, el primer vuelo procedente de D.C. Has de enviar a alguien.

– ¿Qué más?

– Y también necesito que alguien localice el coche que Vassell y Coomer utilizaron para venir aquí. Es un Mercury Grand Marquis negro. Marshall firmó su salida en Nochevieja. Ahora mismo estará en el garaje del Pentágono o estacionado en Andrews. Que alguien lo encuentre y que le hagan un reconocimiento forense a fondo. Y rápido.

– ¿Qué estarían buscando?

– Cualquier cosa.

– Muy bien -dijo Franz.

– Hasta mañana -dije.

Colgué y pasé las páginas de la guía desde la F de Fort Irwin hasta la P de Pentágono. Deslicé el dedo por el apartado de la J hasta Jefe de la Oficina del Estado Mayor. Lo dejé allí unos instantes.

– Vassell y Coomer se encuentran en Fort Irwin -dije.

– ¿Por qué? -soltó Summer.

– Se esconden. Creen que aún estamos en Europa. Saben que Willard está vigilando los aeropuertos. Son presas fáciles.

– ¿Queremos atraparles? No sabían nada sobre lo de la señora Kramer, eso quedó claro. Cuando se lo dijiste aquella noche en tu despacho se mostraron conmocionados. Por tanto, supongo que autorizaron el robo pero no los daños colaterales.

Asentí. Summer tenía razón. Aquella noche en mi despacho se habían sorprendido. Coomer palideció y preguntó: «¿Qué fue? ¿Un robo con allanamiento de morada?» Era una pregunta que procedía directamente de una conciencia culpable. Eso significaba que Marshall no les dijo nada al respecto. Se guardó la mala noticia. Regresó al hotel de D.C. a las 3.20 y les dijo que el maletín no estaba allí, pero no les explicó qué más había pasado. Seguramente Vassell y Coomer ataron cabos a la carrera aquella noche en mi despacho. Seguramente tuvieron un interesante viaje de vuelta a casa. Cruzarían palabras duras.

– Entonces fue sólo cosa de Marshall -señaló Summer-. Le entró pánico y ya está.

– Técnicamente fue una conspiración -dije-. La responsabilidad legal es compartida.

– Será difícil entablar una acción judicial.

– Eso corresponde al Cuerpo de Auditores Militares.

– Es un caso endeble, difícil de probar.

– Hicieron otras cosas -observé-. Créeme, lo que menos les preocupa es que golpearan a la señora Kramer en la cabeza.

Metí más monedas en el teléfono y marqué el número del jefe de la oficina del Estado Mayor, en las entrañas del Pentágono. Respondió una voz de mujer. Una auténtica voz de Washington. Ni alta ni baja, culta, elegante, casi sin acento. Supuse que era una administrativa de rango superior que trabajaba hasta tarde. Imaginé que tendría unos cincuenta años, cabello rubio con canas y la cara maquillada.

– Anote esto -dije-. Me llamo Reacher y soy comandante de la Policía Militar. Hace poco fui trasladado desde Panamá a Fort Bird, Carolina del Norte. Estaré en el control del anillo E de su edificio hoy a medianoche. Es exclusiva responsabilidad del jefe del Estado Mayor recibirme allí o no.

Hice una pausa.

– ¿Ya está? -dijo la mujer.

– Sí -repuse, y colgué. Recuperé quince centavos que devolví al bolsillo. Cerré la guía telefónica y me la puse bajo el brazo-. Vamos -dije.

Fuimos a la gasolinera y pusimos ocho dólares de gasolina. Luego enfilamos hacia el norte.


– ¿«Es exclusiva responsabilidad del jefe del Estado Mayor recibirme allí o no»? -soltó Summer-. ¿Quieres explicarme de una vez qué demonios está pasando?

Nos encontrábamos en la I-95, aún tres horas al sur de D.C. Con Summer al volante, tal vez dos y media. Ya era noche cerrada y había mucho tráfico. Se había acabado la resaca de las vacaciones. El mundo entero volvía al trabajo.

– Se está produciendo algo de envergadura -dije-. ¿Por qué, si no, llamaría Carbone a Brubaker durante una fiesta? Cualquier cosa podía esperar a no ser que fuera de veras alucinante. De modo que es algo serio, y con gente de alto rango implicada. No hay otra explicación. ¿Quiénes, si no, habrían dispersado el mismo día por todo el mundo a veinte PM de unidad especial?

– Tú eres comandante -observó ella-. Igual que Franz, Sánchez y todos los demás. Podía haberos trasladado cualquier coronel.

– Pero también fueron trasladados todos los jefes de la Policía Militar. Los quitaron de en medio para hacer sitio. Y la mayoría de los jefes de la PM son coroneles.

– Muy bien, pues pudo haberlo hecho cualquier general de brigada.

– ¿Con firmas falsas en las órdenes?

– Cualquiera puede falsificar una firma.

– ¿Y contar con que después quedaría sin castigo? No, todo esto lo organizó alguien que podía actuar impunemente. Alguien intocable.

– ¿El jefe del Estado Mayor?

Negué con la cabeza.

– No, de hecho el subjefe, creo. Ahora mismo el subjefe es un tipo que llegó a través de Infantería. Y podemos dar por supuesto que es alguien bastante inteligente. En ese puesto no suelen poner bobos. Creo que el tipo captó las señales. Vio que el Muro de Berlín se venía abajo y se dio cuenta de que muy pronto todo lo demás se vendría abajo también. El orden establecido desaparecería.

– ¿Y?

– Y comenzó a temer alguna reacción de la División de Blindados. Algo espectacular. Como ya dijimos un día, estos tipos pueden perderlo todo. Me parece que el subjefe previo problemas y por tanto nos trasladó aquí y allá para tener a la gente adecuada en los sitios oportunos y poder así atajar la reacción antes de que se iniciara. Y creo que hizo bien en preocuparse. Los de Blindados vieron acercarse el peligro y planearon adelantarse a él. No quieren unidades integradas al mando de oficiales de Infantería. Quieren que las cosas sigan como estaban. Por eso creo que la reunión de Fort Irwin era para iniciar algo inesperado. Algo malo. Por eso les preocupaba tanto que el orden del día se hiciera público.

– Pero los cambios se producen. A la larga no se pueden impedir.

– Nadie acepta nunca este hecho -señalé-. Nadie lo ha hecho y nadie lo hará. Ve a los archivos de la Armada y te garantizo que encontrarás en algún sitio toneladas de papeles de cincuenta años de antigüedad que aseguran que los acorazados jamás podrán ser sustituidos y que los portaaviones son trastos inútiles de chatarra moderna. Y tratados de cientos de páginas en los que ciertos almirantes, entregados a la tarea en cuerpo y alma, juraban y perjuraban que el suyo era el único camino.

Summer no dijo nada.

Yo esbocé una sonrisa.

– Ve a nuestros archivos y probablemente verás que el abuelo de Kramer decía que los tanques jamás podrían reemplazar a la Caballería.

– ¿Qué están planeando exactamente?

Me encogí de hombros.

– No vimos el orden del día, pero podemos hacer algunas conjeturas razonables. Desacreditar a oponentes clave, evidentemente. Máximo aprovechamiento de los trapos sucios de los demás. Connivencia casi segura con la industria militar; les sería de ayuda que determinados fabricantes dijeran que los vehículos blindados ligeros nunca llegarán a ser seguros. Podrían recurrir a la opinión pública, decir a la gente que sus hijos e hijas van a ser enviados a la guerra en latas que una cerbatana podría perforar. Intentar asustar al Congreso diciendo que un puente aéreo de aviones C-130 lo bastante grande para marcar la diferencia costaría cientos de miles de millones de dólares.

– Parece el rollo quejica de siempre.

– Tal vez sea algo más. Aún no lo sabemos. El ataque cardíaco de Kramer hizo que fallara todo. De momento.

– ¿Crees que volverán a intentarlo?

– ¿Tú no lo harías si pudieras perderlo todo?

Summer apartó una mano del volante y la posó en su regazo. Se volvió ligeramente y me miró. Se le movían los párpados.

– Entonces ¿por qué quieres ver al jefe del Estado Mayor? -soltó-. Si estás en lo cierto, es el subjefe el que está de tu lado. Él te envió aquí. Es él quien está protegiéndote.

– Es una partida de ajedrez -dije-. El juego de la cuerda. El bueno y el malo. El bueno me trajo aquí, el malo mandó lejos a Garber. Es más difícil trasladar a Garber que a mí, por tanto el malo tiene más rango que el bueno. Y la única persona que está jerárquicamente por encima del subjefe es el jefe. Siempre se alternan; sabemos que el subjefe es de Infantería, luego sabemos que el jefe es de Blindados. Y sabemos que se juega mucho en esto.

– ¿El jefe del Estado Mayor es el malo?

Asentí.

– Entonces ¿por qué quieres verle?

– Porque estamos en el ejército, Summer. Debemos enfrentarnos a nuestros enemigos, no a nuestros amigos.


A medida que nos acercábamos a D.C. fuimos quedándonos cada vez más callados. Yo conocía mis puntos fuertes y mis puntos débiles y era lo bastante joven y atrevido e idiota para no considerarme inferior a nadie. Pero meterse con el jefe del Estado Mayor era otra historia. Ése era un rango sobrehumano. Por encima no había nada. Durante mis años de servicio se habían sucedido tres y no había conocido a ninguno, y por lo que recordaba ni siquiera los había visto. Tampoco había visto al subjefe, ni a ningún secretario adjunto, ni a ninguno de esa casta de zalameros que se movían en esos círculos elevados. Eran una especie aparte. Había algo que los diferenciaba del resto.

Sin embargo, empezaron igual. En teoría, yo podía haber sido uno de ellos. Había estado en West Point, como ellos. No obstante, durante décadas el Point había sido poco más que una escuela politécnica abrillantada con saliva. Para tomar el camino del Estado Mayor, después uno debía conseguir que lo mandaran a otro sitio. A otro sitio mejor. Había que ir a la Universidad George Washington, a Stanford, a Yale, al MIT o a Princeton, o incluso a Oxford o Cambridge, en Inglaterra. Había que conseguir una beca Rhodes. Había que tener un máster o un doctorado en economía, política o relaciones internacionales. Ahí fue donde mi trayectoria profesional tomó otro rumbo, inmediatamente después de West Point. Me miré en el espejo y vi a un tío que era mejor abriendo cabezas que abriendo libros. Otros me miraron y vieron lo mismo. En el ejército, el encasillamiento comienza el primer día. Así que ellos siguieron su camino y yo seguí el mío. Ellos fueron al anillo E del Pentágono y al ala oeste de la Casa Blanca, y yo fui a los callejones oscuros de Seúl y Manila. Si ellos vinieran a mi territorio, se arrastrarían sobre el vientre. Quedaba por ver qué haría yo en el suyo.

– Iré solo -dije.

– No -objetó Summer.

– Sí -insistí-. Puedes llamarlo como quieras. Consejo de amigo u orden directa de un oficial superior. Pero te vas a quedar en el coche. Eso seguro. Si hace falta te esposaré al volante.

– Estamos juntos en esto.

– Pero hemos de ser inteligentes. No es como una visita a Andrea Norton. Más arriesgado imposible. No hay razón alguna para que los dos seamos pasto de las llamas.

– Si estuvieras en mi lugar, ¿te quedarías en el coche?

– Me escondería debajo -repuse.

Summer no replicó. Sólo condujo, más rápido que nunca. Inició el largo cuadrante en el sentido de las agujas del reloj en dirección a Arlington.


En el Pentágono, la seguridad era algo más estricta de lo habitual. Quizás a alguien le preocupaba que los partidarios de Noriega estuvieran efectuando una penetración a tres mil kilómetros de Panamá. No obstante, entramos en el aparcamiento sin ninguna pega. Estaba casi desierto. Summer dio una vuelta larga y lenta y terminó parando cerca de la entrada principal. Apagó el motor y metió el freno de mano, con más fuerza de la necesaria, como intentando dejar claro algo. Miré el reloj. Faltaban cinco minutos para la medianoche.

– ¿Vamos a discutir? -dije.

Ella se encogió de hombros.

– Buena suerte -dijo-. Y cántale las cuarenta.

Salí al frío. Cerré la puerta y me quedé inmóvil un instante. La mole del edificio se erguía imponente en la oscuridad. La gente decía que era el complejo de oficinas más grande del mundo, y en ese momento me lo creí. Eché a andar. Una larga rampa conducía a las puertas. A continuación, un vestíbulo vigilado del tamaño de una pista de baloncesto. Mi distintivo de unidad especial me permitió cruzarlo. Después me dirigí al núcleo del complejo. Había cinco pasillos concéntricos pentagonales denominados anillos. Cada uno protegido por un control independiente. Mi distintivo bastaba para atravesar el B, el C y el D. Ni de broma iba a poder entrar en el E. Me detuve en el último control y saludé al guardia con la cabeza. Él hizo lo propio, habituado a que hubiera ahí gente esperando.

Me apoyé contra la pared. Era hormigón pintado, liso, y lo noté frío y resbaladizo. El edificio estaba en silencio. No alcanzaba a oír nada salvo el correr del agua en las cañerías, el débil zumbido del calentador de aire y la acompasada respiración del guardia. Los suelos eran de linóleo abrillantado y reflejaban los fluorescentes del techo en una larga imagen doble que se perdía a lo lejos en un punto evanescente.

Esperé. Veía el reloj en el habitáculo del vigilante. Pasaba más de medianoche. Las doce y cinco. Luego las doce y diez. Empecé a imaginar que habían hecho caso omiso de mi desafío. Esos tíos eran políticos. Acaso estuvieran jugando un juego más sutil de lo que yo pudiera concebir. Quizá teman más lustre, más sofisticación y más paciencia. Tal vez mi mundo no tenía nada que ver con el suyo.

O quizá la mujer de la voz perfecta había arrojado mi mensaje a la papelera.

Seguí aguardando.

A las doce y cuarto oí tacones lejanos en el linóleo. Zapatos de gala, un pequeño staccato que sonaba apremiante y relajado por igual. El paso de un hombre atareado pero no inquieto. Yo no podía verle. El ruido de sus pasos me llegaba rebotado desde un rincón. Iba delante de él por el pasillo desierto, como una señal de aviso.

Escuché, y observé el recodo por donde supuse que aparecería. El ruido seguía acercándose. De repente el hombre apareció por el recodo y se encaminó directamente hacia mí, inalterado el ritmo de los tacones, sin acelerarlo ni reducirlo. Era el jefe del Estado Mayor del ejército. Llevaba un uniforme de gala de noche. Chaqueta azul corta ceñida en la cintura. Pantalones azules con dos franjas doradas. Pajarita. Gemelos y botones dorados. En las mangas y los hombros, lazos y divisas de galones dorados. Iba cubierto de insignias y distintivos de oro y fajines y versiones en miniatura de las medallas. Tenía un espeso cabello gris, medía uno setenta y pico y pesaría unos ochenta kilos. El promedio exacto del ejército moderno.

Llegó a tres metros de mí y yo me cuadré y saludé. Fue un puro acto reflejo. Como un católico que se encuentra con el Papa. El no devolvió el saludo. Quizás existía un protocolo que prohibía saludar mientras se lucía el uniforme de gala de noche. O cuando uno iba con la cabeza descubierta por el Pentágono. O tal vez el tío era simplemente grosero.

Extendió la mano para estrechar la mía.

– Lamento el retraso -dijo-. Ha hecho bien en esperar. Estaba en la Casa Blanca. Una cena de estado con algunos amigos extranjeros.

Le estreché la mano.

– Vamos a mi despacho -indicó.

Me permitió pasar por delante del guardia del anillo E. Giramos a la izquierda hacia un pasillo y caminamos un trecho. Entramos en un conjunto de estancias y conocí a la mujer de la voz perfecta. Era más o menos como me había figurado, pero sonaba incluso mejor en persona que por teléfono.

– ¿Café, comandante? -ofreció.

Tenía una cafetera recién hecha. Supuse que la había encendido exactamente a las 23.53, con lo que el café había dejado de filtrarse exactamente a las 00.00. Conjeturé que las oficinas del jefe del Estado Mayor eran un lugar así. La mujer me tendió una taza en un platillo de porcelana blanca y traslúcida. Temí romperla como si fuera una cáscara de huevo. Ella iba vestida de civil, un vestido oscuro tan austero que resultaba más formal que un uniforme.

– Por aquí -dijo el jefe del Estado Mayor.

Me guió hasta su despacho. Mi taza traqueteaba en el platillo. El despacho era asombrosamente sencillo. Tenía las mismas paredes de hormigón pintado que el resto del edificio. Y la misma clase de mesa metálica que había visto en la oficina del forense de Fort Bird.

– Siéntese -dijo-. Si no le importa, iremos rápido. Es tarde.

No dije nada. Él me miraba.

– He recibido su mensaje -prosiguió-. Recibido y entendido.

Seguí callado. Él trató de romper el hielo.

– Los hombres más importantes de Noriega aún andan por ahí -comentó.

– Disponen de cincuenta mil kilómetros cuadrados -observé-. Mucho espacio para esconderse.

– ¿Los pillaremos a todos?

– Sin duda -repuse-. Alguien los delatará.

– Es usted sarcástico.

– Realista -corregí.

– ¿Qué tiene que contarme, comandante?

Tomé un sorbo de café. La iluminación era débil. De pronto fui consciente de que estaba en el corazón de uno de los edificios más seguros del mundo, a altas horas, frente al militar más poderoso del país. Y yo estaba a punto de formular una acusación grave. Y sólo otra persona sabía que yo estaba allí, y tal vez ella ya estaba encerrada en alguna celda.

– Hace dos semanas me encontraba en Panamá -dije-. Pero fui trasladado.

– ¿A qué lo atribuye?

Aspiré hondo.

– Creo que el subjefe quería que individuos concretos estuvieran en lugares concretos porque temía que hubiese problemas.

– ¿Qué clase de problemas?

– Un golpe de Estado interno a cargo de sus viejos colegas de la División de Blindados.

Él hizo una larga pausa.

– ¿Esta preocupación era realista? -preguntó.

Asentí.

– Para el día de Año Nuevo había prevista una reunión en Fort Irwin. Creo que el orden del día era indudablemente polémico, seguramente ilegal, quizás un acto de alta traición.

El jefe del Estado Mayor no dijo nada.

– Sin embargo, les salió el tiro por la culata -proseguí-. Porque murió el general Kramer y de este hecho podían derivarse otros contratiempos. Así que usted intervino personalmente quitando al coronel Garber de la 110 y sustituyéndolo por un incompetente.

– ¿Por qué iba yo a hacer una cosa así?

– Para que las cosas siguieran su curso natural y la investigación se malograra también.

El jefe guardó silencio. Luego sonrió.

– Buen análisis -dijo-. El hundimiento del comunismo soviético seguramente iba a ocasionar tensiones en nuestro ejército. Y esas tensiones se manifestarían mediante diversas intrigas y planes internos. Estos planes e intrigas debían preverse para cortar de raíz cualquier conflicto potencial. Y, como usted dice, en la cúpula el nerviosismo daría lugar a medidas y maniobras de unos y otros.

No dije nada.

– Es como una partida de ajedrez -añadió-. El subjefe mueve pieza y yo muevo después. Usted mismo lo ha comprobado, supongo, ya estaba buscando a un par de individuos de alto rango, uno de los cuales está jerárquicamente por encima del otro.

Lo miré a los ojos.

– ¿Estoy equivocado? -pregunté.

– Sólo en dos detalles -contestó-. Desde luego usted tiene razón al decir que se avecinan grandes cambios. La CIA fue un poco lenta en su pronóstico del inminente desmoronamiento de los rusos, por lo que hemos tenido menos de un año para estudiar a fondo la situación. Pero créame, la hemos analizado detenidamente. Ahora nos hallamos en una situación excepcional. Somos como el boxeador que se prepara durante años para ser campeón del mundo, y que una mañana despierta y se entera de que su rival ha caído fulminado por un síncope. Es una sensación de gran perplejidad. Pero hemos hecho los deberes.

Se inclinó, abrió un cajón y forcejeó con un voluminoso expediente de al menos ocho centímetros de grosor. Lo dejó caer sobre el escritorio con un ruido sordo. En la cubierta tenía una larga palabra escrita en negro con plantilla. La señaló para que yo la leyera: «Transformación.»

– Su primer error es que ha estado mirando desde muy cerca -dijo-. Tiene que alejarse un poco y observar desde nuestra perspectiva. Desde arriba. No sólo van a cambiar las divisiones blindadas. Va a cambiar todo. Obviamente, el futuro está en las unidades integradas de desplazamiento rápido. Pero sería un grave error considerarlas unidades de Infantería con unas cuantas campanillas y silbatos añadidos. Será un concepto totalmente nuevo, algo que nunca ha existido. Quizá también integraremos helicópteros de ataque y daremos el mando a los que andan por el cielo. O puede que participemos en una guerra electrónica y demos el mando a los tipos de los ordenadores.

No hice comentarios.

Él apoyó la mano en el expediente, la palma hacia abajo.

– Lo que quiero decir es que nadie va a salir indemne. Sí, los blindados se llevarán la peor parte, sin duda. Pero también afectará a la Infantería y la Artillería, así como al transporte y el apoyo logístico, a todos por igual. A algunos acaso más. Y seguramente también a la Policía Militar. Va a cambiar todo, comandante. No quedará una sola piedra sin mover.

No dije nada.

– No se trata de un enfrentamiento entre Blindados e Infantería -continuó-. Tiene que comprenderlo. De hecho, es un todos contra todos. Me temo que no habrá vencedores, y por tanto, tampoco vencidos. Usted debería verlo así. Todos estamos en el mismo barco.

Retiró la mano del expediente.

– ¿Cuál ha sido mi otro error?

– Yo fui quien le trasladó desde Panamá -contestó-, no el subjefe. Él no sabía nada. Seleccioné veinte hombres personalmente y los mandé a donde creí que me harían falta. Los dispersé por ahí porque, a mi juicio, las probabilidades de que parpadearan primero aquí o allá estaban repartidas por igual. ¿Las unidades ligeras? ¿Las pesadas? Imposible predecirlo. En cuanto sus oficiales al mando se pararon a pensar, comprendieron que podían perderlo todo. Por ejemplo, le envié a usted a Fort Bird porque me preocupaba David Brubaker. Era un personaje con mucha iniciativa.

– Sin embargo, los primeros en parpadear fueron los de Blindados -señalé.

Asintió.

– Al parecer, sí -dijo-. Las posibilidades estaban repartidas equitativamente, y supongo que estoy un poco decepcionado. Eran los míos, pero no voy a defenderlos. Avancé hacia delante y hacia arriba. Los dejé atrás. Me encanta que las cosas sucedan de forma natural.

– Entonces ¿por qué trasladó a Garber?

– Yo no lo hice.

– ¿Quién lo hizo, pues?

– ¿Quién está jerárquicamente por encima de mí?

– Nadie -respondí.

– Ojalá.

No repliqué.

– ¿Cuánto vale un fusil M-16? -inquirió.

– No lo sé. No mucho, supongo.

– Nosotros los pagamos a unos cuatrocientos dólares -precisó-. ¿Cuánto vale un tanque MI Al Abrams?

– Unos cuatro millones.

– Pues piense en los grandes proveedores militares -dijo-. ¿De qué lado están? ¿De las unidades ligeras o de las pesadas?

Era una pregunta retórica.

– ¿Quién está jerárquicamente por encima de mí? -preguntó de nuevo.

– El secretario de Defensa -dije.

Asintió con la cabeza.

– Un hombrecito desagradable. Un político. Los partidos políticos aceptan aportaciones a sus campañas electorales. Y los proveedores pueden prever el futuro igual que los demás.

No dije nada.

– Ha de pensar usted en muchas cosas -dijo, y volvió a meter a duras penas el grueso expediente en el cajón de la mesa. Lo sustituyó por una carpeta más delgada en la que ponía «Argón»-. ¿Sabe lo que es el argón?

– Un gas inerte. Se usa en los extintores. Extiende una capa sobre el fuego e impide que éste prenda.

– Por eso escogimos ese nombre. Operación Argón era el plan de traslado de ustedes a finales de diciembre.

– ¿Por qué utilizó la firma de Garber?

– Como sugirió usted en otro contexto, yo quería que las cosas siguieran su curso natural. Unas órdenes de la PM firmadas por el jefe del Estado Mayor habrían levantado suspicacias. Todos habrían decidido portarse bien, o se habrían olido algo y escondido bajo tierra. Eso le habría dificultado a usted el trabajo. Y habría malogrado mi objetivo.

– ¿Su objetivo?

– Yo quería prevención, naturalmente. Esa era la prioridad principal. Pero también tenía curiosidad, comandante. Quería ver quién parpadeaba primero.

Me entregó la carpeta.

– Usted es un investigador de una unidad especial -dijo-. En virtud del estatuto de la 110 goza de poderes extraordinarios. Está autorizado a detener a cualquier militar en cualquier parte, incluso a mí, aquí en mi despacho, si así lo decide. De modo que lea el expediente Argón. Comprobará que ahí se demuestra mi inocencia. Si al final coincide conmigo, investigue en otra parte.

Se levantó de la mesa. Nos estrechamos la mano otra vez. Luego él salió de la estancia, dejándome solo en su despacho, en el corazón del Pentágono, en plena noche.


Al cabo de media hora estaba de regreso en el coche, con Summer, que había apagado el motor para ahorrar gasolina. Parecía una nevera.

– ¿Qué tal? -preguntó.

– Un error crucial -dije-. El juego de la cuerda no era entre el subjefe y el jefe, sino entre el jefe y el secretario de Defensa.

– ¿Estás seguro?

Asentí.

– He visto el expediente. Incluye memorandos y órdenes que se remontan a nueve meses. Papeles diferentes, máquinas de escribir diferentes, bolígrafos diferentes, imposible falsificar todo eso en cuatro horas. Ha sido iniciativa del jefe del Estado Mayor desde el principio, y siempre ha sido legal.

– Entonces ¿cómo se lo ha tomado?

– Bastante bien -contesté-, dadas las circunstancias. Pero no creo que tenga ganas de ayudarme.

– ¿En qué?

– En el lío en que estoy metido.

– ¿Cuál es ese lío?

– Espera y verás.

Summer se quedó mirándome.

– ¿Ahora adónde? -preguntó.

– A California.

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