5

Tras hablar con Joe colgué y llamé al despacho de Garber. No estaba. Así que dejé un mensaje detallando mis planes de viaje y diciendo que estaría setenta y dos horas ausente. No alegué ningún motivo. Volví a colgar y me senté frente al escritorio, petrificado. Al cabo de cinco minutos entró Summer. Traía un fajo de papeles del parque móvil. Supongo que planeaba confeccionar su lista de Humvee inmediatamente, delante de mí.

– He de ir a París -dije.

– ¿París, Tejas? -preguntó-. ¿París, Kentucky? ¿París, Tennessee?

– París, Francia -respondí.

– ¿Por qué?

– Mi madre está enferma.

– ¿Su madre vive en Francia?

– En París -precisé.

– ¿Por qué?

– Porque es francesa.

– ¿Es grave?

– ¿Ser francés?

– No, la enfermedad que tiene.

Me encogí de hombros.

– En realidad no lo sé. Pero creo que sí.

– Lo siento mucho.

– Necesito un coche -dije-. He de ir a Dulles ahora mismo.

– Le llevaré yo -se ofreció-. Me gusta conducir.

Dejó los papeles en la mesa y fue nuevamente en busca del Chevrolet que habíamos utilizado antes. Yo me dirigí al cuartel y en una bolsa de lona del ejército metí una cosa de cada del armario. Luego me puse mi abrigo largo. Hacía frío, y no pensaba que en Europa el tiempo fuera más caluroso. Al menos no a principios de enero. Summer trajo el coche hasta la puerta. Lo mantuvo a cincuenta hasta que estuvimos fuera del perímetro militar. A continuación lo lanzó como si fuera un cohete y puso rumbo norte. Estuvo callada un rato. Pensando. Movía los párpados.

– Si creemos que la señora Kramer fue asesinada por causa del maletín -señaló-, deberíamos decírselo a los polis de Green Valley.

Meneé la cabeza.

– Eso no le devolverá la vida. Y si murió por causa del maletín, nosotros encontraremos a quien lo hizo siguiendo nuestro método.

– ¿Qué quiere que haga mientras usted esté fuera?

– Confeccione las listas -dije-. Examine el registro de la entrada. Encuentre a la mujer, encuentre el maletín, guarde el orden del día en un lugar seguro. Después averigüe a quién llamaron Vassell y Coomer desde el hotel. Quizá mandaron a un chico de los recados en plena noche.

– ¿Cree que eso es posible?

– Cualquier cosa es posible.

– Pero ellos no sabían dónde estaba Kramer.

– Por eso se equivocaron de sitio.

– ¿A quién habrían enviado?

– Seguramente a alguien que compartía plenamente sus intereses.

– Muy bien -dijo.

– Indague también quién era el que los trajo hasta aquí.

– Muy bien.

No volvimos a hablar en todo el trayecto hasta el aeropuerto Dulles.


Me encontré con Joe en la cola del mostrador de Air France. Él había reservado dos plazas para el primer vuelo de la mañana. Ahora estaba en la fila para pagar. Hacía más de tres años que no le veía. La última vez que estuvimos juntos fue en el funeral de nuestro padre. Desde entonces cada uno había ido por su lado.

– Buenos días, hermanito -dije.

Él llevaba abrigo, traje y corbata, y le sentaba todo muy bien. Era dos años mayor que yo. Siempre lo había sido y siempre lo sería. De niño, yo me fijaba en él y pensaba: así seré yo cuando crezca. Ahora me sorprendí pensándolo de nuevo. Desde cierta distancia habrían podido tomarnos a uno por otro. Si nos colocábamos juntos, resultaba evidente que él era dos o tres centímetros más alto y un poco más delgado. Pero sobre todo quedaba claro que era algo mayor. Parecía como si hubiéramos empezado juntos, pero también que él había visto el futuro antes, y que eso le había hecho envejecer y lo había marchitado.

– ¿Cómo estás, Joe? -dije.

– No puedo quejarme.

– ¿Muy ocupado?

– No te lo imaginas.

Asentí sin comentar nada. A decir verdad, yo no sabía exactamente cómo se ganaba la vida. Seguramente me lo había dicho. No era ningún secreto de estado ni nada de eso. Tenía que ver con el Departamento del Tesoro. Probablemente me había explicado todos los pormenores y yo no le había prestado atención. Ahora parecía tarde para preguntar.

– Estabas en Panamá -dijo-. Operación Causa Justa, ¿no?

– Operación Sólo Porque -dije-. Así la llamábamos nosotros.

– ¿Sólo porque qué?

– Sólo porque podíamos. Sólo porque debíamos tener algo que hacer. Sólo porque tenemos un nuevo comandante en jefe que quiere hacerse el duro.

– ¿La cosa va bien?

– Es como el ogro contra los pitufos. ¿Cómo podía ir de otro modo?

– ¿Ya habéis pillado a Noriega?

– Todavía no.

– Entonces ¿por qué te han destinado otra vez aquí?

– Llevamos veintisiete mil tíos -dije-. Sin mí también saldrán adelante.

Joe sonrió ligeramente y acto seguido puso esos ojos entrecerrados que yo recordaba de nuestra niñez. Ello significaba que estaba elaborando algún razonamiento pedante y enrevesado. Pero llegamos al mostrador antes de que él tuviera tiempo de hablar. Sacó la tarjeta de crédito y pagó los billetes. Quizás esperaba que yo le reembolsara el mío; o quizá no. No dejó clara ni una cosa ni la otra.

– Vamos a tomar un café -dijo.

Seguramente era la única persona del planeta a quien le gustaba el café tanto como a mí. Empezó a tomarlo a los seis años. Yo seguí sus pasos enseguida. Tenía cuatro. Desde entonces ninguno de los dos lo ha dejado. La necesidad que tienen los hermanos Reacher de la cafeína convierte la adicción a la heroína en una entretenida actividad banal de tómalo o déjalo.

Encontramos un sitio con un mostrador en forma de doble uve. Estaba vacío en sus tres cuartas partes. La luz de los fluorescentes era áspera y el vinilo de los taburetes estaba pegajoso. Nos sentamos y apoyamos los antebrazos en la barra, la postura universal que adoptan los viajeros de buena mañana en todas partes. Un tipo con delantal nos puso delante dos tazones sin preguntar. Acto seguido los llenó de café de un termo. Olía a recién hecho. El local estaba cambiando del servicio nocturno ininterrumpido a la carta de desayunos. Oía huevos friéndose.

– ¿Qué pasó en Panamá? -preguntó Joe.

– ¿A mí? -dije-. Nada.

– ¿Qué órdenes tenías allí?

– Supervisión.

– ¿De qué?

– Del proceso -contesté-. Se supone que el asunto de Noriega es judicial. Se supone que comparecerá ante un tribunal norteamericano. Por tanto, se suponía que debíamos echarle el guante con cierta formalidad. De una manera que resulte aceptable cuando lo llevemos ante un juez.

– ¿Ibais a leerle sus derechos según la ley Miranda?

– No exactamente. Pero eso habría sido mejor que ir en plan cowboy.

– ¿Metiste la pata?

– No creo.

– ¿Quién te sustituyó?

– Otro tío.

– ¿Rango?

– El mismo -contesté.

– ¿Una joven promesa?

Tomé un sorbo de café. Negué con la cabeza.

– No le conocía. Pero me pareció un poco gilipollas.

Joe asintió y cogió su tazón. No dijo nada.

– ¿Qué opinas? -pregunté.

– Bird no es una base pequeña -señaló-. Pero tampoco es del todo grande, ¿verdad? ¿En qué estás trabajando?

– ¿Ahora mismo? Murió un dos estrellas y no encuentro su maletín.

– ¿Homicidio?

– Ataque al corazón.

– ¿Cuándo?

– Anoche.

– ¿Después de llegar tú?

No respondí.

– ¿Seguro que no la cagaste en Panamá? -insistió Joe.

– No creo -repetí.

– Entonces ¿por qué te echaron? ¿Hoy estás supervisando el proceso de Noriega y mañana estás en Carolina del Norte sin nada que hacer? Y si ese general no hubiera muerto, seguirías sin tener nada que hacer.

– Recibí órdenes -dije-. Ya sabes cómo es eso. Has de dar por supuesto que saben lo que se hacen.

– ¿Quién firmó las órdenes?

– No lo sé.

– Deberías averiguarlo. Deberías enterarte de quién deseaba tanto que estuvieras en Bird hasta el punto de echarte de Panamá y reemplazarte por un gilipollas. Y deberías descubrir por qué.

El tipo del delantal volvió a llenarnos los tazones. Y nos colocó delante sendos menús plastificados.

– Huevos -pidió Joe-. Bien hechos; beicon y tostadas.

– Tortitas -pedí yo-. Un huevo en lo alto, beicon al lado y mucho almíbar.

El tío recogió los menús y se alejó. Joe se volvió en el taburete y se reclinó en la barra con las piernas estiradas hacia el pasillo.

– ¿Qué dijo el médico exactamente? -pregunté.

Se encogió de hombros.

– No demasiado. No dio datos, ni diagnóstico. Ninguna información real. A los médicos europeos no se les da muy bien comunicar malas noticias. Siempre contestan con evasivas. Además de la cuestión de la confidencialidad, claro.

– Pero nos dirigimos allí por algún motivo.

Joe asintió.

– Sugirió que acaso deberíamos ir. Y luego insinuó que mejor pronto que tarde.

– ¿Qué dice ella?

– Que no es más que una tormenta en un vaso de agua. Pero que siempre seremos bienvenidos.


Terminamos el desayuno y pagué. Después Joe me dio el billete, como si se tratara de una transacción. Yo estaba seguro de que él ganaba más que yo, pero no lo suficiente para que un billete de avión fuera equivalente a un plato de huevos con beicon y tostadas. Pero acepté el trato. Abandonamos los taburetes, nos orientamos y nos encaminamos al mostrador de facturación de equipajes.

– Quítate el abrigo -me dijo.

– ¿Por qué?

– Quiero que el empleado vea tus medallas -explicó-. Misión militar en el extranjero; quizá consigamos alguna ventaja.

– Es Air France -advertí-. Francia ni siquiera forma parte del comité militar de la OTAN.

– El del mostrador de facturación será americano -dijo-. Probemos.

Me quité el abrigo. Lo doblé sobre el brazo y avancé de lado para que se me viera mejor el lado izquierdo del pecho.

– ¿Voy bien? -pregunté.

– Perfecto -dijo él, y sonrió.

Le devolví la sonrisa. En la fila superior, de izquierda a derecha, llevaba la Estrella de Plata, la Medalla del Servicio Superior de la Defensa y la Legión del Mérito. En la segunda fila, la Medalla del Soldado, la Estrella de Bronce y mi Corazón Púrpura. Las condecoraciones de las dos hileras de abajo son pura chatarra. Me las concedieron todas por casualidad y ninguna significa mucho para mí. En todo caso, para lo que sí servirían sería para lograr algún favor del empleado de la compañía aérea. Pero a Joe le gustaban las hileras de arriba. Había prestado servicio cinco años en el servicio de información militar y la chatarra no le entusiasmaba.

Llegamos a la cabeza de la cola y Joe dejó su pasaporte y su billete sobre el mostrador junto con una credencial del Departamento del Tesoro. Acto seguido se colocó tras mi hombro. Dejé en el mostrador el pasaporte y el billete. Mi hermano me dio un golpecito en la espalda. Me volví un poco de lado y miré al empleado.

– ¿Podríamos tener algo más de espacio para las piernas? -le pregunté.

Era un hombre bajito, de mediana edad y aspecto cansado. Alzó la vista hacia nosotros. Entre los dos medíamos casi cuatro metros y pesábamos unos doscientos kilos. El empleado examinó la credencial del Tesoro, miró mi uniforme, tecleó en el ordenador y esbozó una sonrisa forzada.

– Caballeros, les acomodaremos en la parte delantera -dijo.

Joe me dio otro golpecito en la espalda y supe que estaba sonriendo.


Nos tocó en la última fila de la cabina de primera clase. Estábamos hablando, pero evitando el tema familiar. Charlamos sobre música, y luego de política. Volvimos a desayunar. Tomamos café. En primera clase, Air France sirve muy buen café.

– ¿Quién era el general? -preguntó Joe.

– Un tipo llamado Kramer. Un comandante de Blindados en Europa.

– ¿Blindados? ¿Y qué hacía en Fort Bird?

– No estaba en la base, sino en un motel a unos cincuenta kilómetros de allí. Una cita con una mujer. Creemos que ella huyó con el maletín.

– ¿Civil?

Negué con la cabeza.

– Sospechamos que es una oficial de Fort Bird. Se supone que él se detuvo a pasar la noche en D.C. camino de California para asistir a una reunión.

– Hay un rodeo de quinientos kilómetros.

– Cuatrocientos setenta y seis.

– Pero no sabes quién es ella.

– Ha de tener cierto rango. Fue al motel en su propio Humvee.

Joe asintió.

– Ha de ser bastante veterana. Si mereció la pena dar un rodeo de novecientos cincuenta y dos kilómetros, es que Kramer la conocía desde hacía tiempo.

Sonreí. Cualquier otro habría dicho «un rodeo de mil kilómetros». Pero mi hermano no. No tenía segundo nombre, como yo, pero debería haber sido Pedante. Joe Pedante Reacher.

– Bird aún es sólo de Infantería, ¿verdad? -dijo-. Algunos Rangers, algunos Delta, pero por lo que recuerdo, sobre todo veteranos. ¿Tenéis también muchas veteranas?

– Ahora hay una escuela de Operaciones Psicológicas -expliqué-. La mitad de los instructores son mujeres.

– ¿De qué rango?

– Capitanes, comandantes, un par de tenientes coroneles.

– ¿Qué había en el maletín?

– El orden del día de la reunión de California -repuse-. Los colegas de Kramer del Estado Mayor pretenden hacernos creer que tal orden del día no existe.

– Siempre hay uno -señaló Joe.

– Ya lo sé.

– Pregunta a los comandantes y los tenientes coroneles -sugirió-. Ese es mi consejo.

– Gracias -dije.

– Y averigua quién quería que te mandaran a Bird -añadió-. Y por qué. El motivo no era el asunto de Kramer. Eso lo sabemos seguro. Cuando recibiste las órdenes, Kramer estaba vivito y coleando.


Leímos ejemplares del día anterior de Le Matin y Le Monde. Aproximadamente a mitad de la travesía empezamos a hablar en francés. Se notaba que nos faltaba práctica, pero nos las apañamos. En cuanto se aprende algo, ya no se olvida.

Él me preguntó sobre novias. Se imaginaría que en francés era un tema adecuado. Le expliqué que en Corea había salido con una chica, pero que desde entonces había estado en Filipinas, luego en Panamá y ahora en Carolina del Norte, y no esperaba volver a verla. Le hablé de la teniente Summer. Pareció mostrar interés por ella. Él me dijo que no salía con nadie.

Después volvió al inglés y me preguntó por la última vez que yo había estado en Alemania.

– Hace seis meses -dije.

– Es el final de una era -explicó-. Alemania se reunificará. Francia reanudará sus pruebas nucleares porque una Alemania reunificada traerá malos recuerdos. Después se propondrá una moneda única para la UE con el fin de mantener a la nueva Alemania dentro del redil. En el plazo de diez años Polonia formará parte de la OTAN y la URSS habrá dejado de existir. Allí quedarán los restos de un país de segunda fila. Que quizá también ingrese en la OTAN.

– Quizá -dije.

– Así que Kramer escogió un buen momento para estirar la pata. En el futuro todo será diferente.

– Seguramente.

– ¿Qué piensas hacer?

– ¿Cuándo?

Se volvió en el asiento y me miró.

– Habrá una reducción de efectivos, Jack. Deberías planteártelo. No van a mantener en pie un ejército de un millón de hombres, sobre todo cuando el otro se ha ido a pique.

– Aún no se ha ido a pique.

– Pero se irá. En el lapso de un año. Gorbachov no durará. Habrá un golpe de Estado. Los viejos comunistas harán un último intento, pero no funcionará. Entonces volverán los reformistas y ya se quedarán para siempre. Yeltsin, casi seguro. El tipo no está mal. Así que en D.C. la tentación de ahorrar dinero será irresistible. Será como cien Navidades llegando todas a la vez. No olvides que tu comandante en jefe es ante todo un político.

Pensé en la sargento con el niño pequeño.

– Pasará poco a poco -señalé.

Joe meneó la cabeza.

– Pasará más rápido de lo que crees.

– Siempre tendremos enemigos -observé.

– Sin duda. Pero serán enemigos de otra clase. No tendrán diez mil tanques apostados en las llanuras alemanas.

No dije nada.

– Has de averiguar por qué estás en Fort Bird -prosiguió Joe-. O bien allí no está pasando nada, y por tanto ya vas cuesta abajo, o bien está pasando algo y quieren que tú lo resuelvas, lo que para ti sería una buena noticia.

Seguí callado.

– En cualquier caso has de enterarte -aconsejó-. Pronto se producirá la reducción de efectivos, y te conviene saber si ahora mismo vas para abajo o para arriba.

– Siempre necesitarán polis -señalé-. Si acaban teniendo un ejército de dos hombres, mejor que uno sea PM.

– Deberías trazarte un plan -dijo.

– Nunca hago planes.

– Te conviene hacerlo.

Pasé la yema de los dedos por los galones del pecho.

– Me han dado un asiento en la parte delantera del avión -comenté-. Quizá me den un empleo.

– Quizá. Pero, en caso de que lo hagan, ¿será un empleo que te guste? Todo va a ser espantosamente mediocre.

Advertí los puños de su camisa. Limpios, recién planchados y cerrados con unos discretos gemelos de plata y ónice negro. La corbata era un sencillo artículo de seda de tono apagado. Se había afeitado con esmero. La base de las patillas, perfectamente recta. Era un hombre al que aterraba cualquier cosa que se alejara de la excelencia.

– Un empleo es un empleo -dije-. No soy muy exigente.


Dormimos el resto del viaje. Nos despertó el piloto al anunciar por megafonía que estábamos a punto de iniciar el descenso hacia el aeropuerto Roissy-Charles de Gaulle. Ya eran las ocho de la noche, hora local. Casi la totalidad del segundo día de la nueva década había desaparecido como un espejismo mientras cruzábamos el Atlántico pasando de un huso horario a otro.

Cambiamos moneda e hicimos una excursión hasta la parada de taxis. Estaba a un kilómetro, llena de gente y maletas. Apenas se movía. Así que tomamos una navette, que es como los franceses llaman al autobús lanzadera del aeropuerto. Tuvimos que soportar todo el rato la visión de los deprimentes barrios del norte de París hasta llegar al centro. Bajamos en la Place de l’Opéra a las nueve de la noche. París estaba oscuro y húmedo, frío y tranquilo. Los cafés y restaurantes tenían encendidas acogedoras luces tras las puertas cerradas y las ventanas empañadas. Las calles estaban mojadas y llenas de pequeños coches aparcados. Estos aparecían cubiertos por el rocío nocturno.

Caminamos hacia el sur y el oeste cruzando el Sena y el Pont de la Concorde. Torcimos de nuevo hacia el oeste y seguimos por el Quai d’Orsay. El río se veía oscuro, sus aguas mansas. Nada en él se movía. En las calles no había un alma. No andaba nadie por ahí.

– ¿Compramos flores? -sugerí.

– Demasiado tarde -dijo Joe-. Todo estará cerrado.

En la Place de la Résistance giramos a la izquierda y nos metimos en la Avenue Rapp, uno al lado del otro. Mientras cruzábamos la Rue de l’Université veíamos la torre Eiffel a la derecha, iluminada con una luz dorada. Nuestros tacones sonaban como disparos de rifle en la acera silenciosa. Llegamos al edificio donde vivía mi madre. Era una modesta casa de pisos de seis plantas atrapada entre dos fachadas belle époque más llamativas. Joe sacó la mano del bolsillo y abrió el portal.

– ¿Tienes llave? -pregunté.

Asintió.

– Siempre he tenido llave.

Dentro, un callejón adoquinado conducía al patio central. El habitáculo de la portera quedaba a la izquierda. Más allá se apreciaba un pequeño hueco con un ascensor diminuto y lento. Subimos hasta la quinta planta. Salimos a un ancho pasillo de techos altos, poco iluminado. El suelo era de oscuras baldosas decorativas. El piso de la derecha exhibía puertas dobles de roble con una discreta placa de latón grabada: M. & MME. GIRARD. Las puertas de la izquierda estaban pintadas de color hueso y en ellas ponía: MME. REACHER.

Llamamos y esperamos.

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