8

Las bases militares situadas fuera de las ciudades suelen ser bastante grandes. Aunque la infraestructura construida esté concentrada, alrededor hay a menudo una gran extensión de terreno reservado. Era mi primera excursión por Fort Bird, pero conjeturé que no sería una excepción. Sería como una pequeña y ordenada ciudad rodeada por un territorio arenoso, del tamaño de un término municipal, en forma de herradura y propiedad del gobierno, con colinas bajas y valles poco profundos y una delgada franja de árboles y matorral. Durante la larga vida de aquel cuartel, los árboles habrían imitado las grises cenizas de las Ardenas, los imponentes abetos de la Europa Central y las oscilantes palmeras de Oriente Medio. Por allí habrían pasado y hecho instrucción generaciones enteras de Infantería. Habría viejas trincheras, hoyos y pozos de tiradores. Y campos de tiro con bermas y obstáculos de alambre de espino y cabañas aisladas donde los psiquiatras pondrían a prueba la seguridad emocional masculina. Habría también búnkeres de hormigón y réplicas exactas de edificios oficiales donde las Fuerzas Especiales se entrenarían para rescatar rehenes. Habría rutas de campo de tierra donde los reclutas del campamento se agotarían, se tambalearían y algunos incluso se desplomarían y morirían. Toda el área estaría rodeada por kilómetros de vieja alambrada oxidada y cada tres postes de la valla habría letreros de advertencia del Departamento de Defensa.

Avisé a un grupo de especialistas, fui al parque móvil y encontré un Humvee que tenía una linterna sujeta al salpicadero. Encendí el motor y seguí las indicaciones del soldado, hacia el suroeste de las zonas habitadas, hasta llegar a un sendero arenoso y accidentado que conducía directamente tierra adentro. La oscuridad era total. Conduje unos dos kilómetros hasta que de pronto divisé los faros de otro Humvee a lo lejos. El vehículo estaba aparcado formando un ángulo agudo a unos seis metros del camino, y los altos rayos de luz brillaban entre los árboles arrojando largas sombras hacia el bosque. El joven soldado estaba apoyado en el capó, con la cabeza inclinada mirando el suelo.

Primera pregunta: ¿Cómo es que un tío de patrulla en un vehículo puede ver en la oscuridad un cadáver oculto entre los árboles?

Aparqué a su lado, cogí la linterna, bajé y lo comprendí enseguida. Había un rastro de ropas que comenzaba en mitad del sendero. Justo en la parte superior del peralte había una bota. Una bota de combate de piel negra tipo estándar, vieja, gastada, no muy bien lustrada. Más allá había un calcetín, a un metro. Luego otra bota, otro calcetín, una chaqueta de campaña, una camiseta caqui. La ropa estaba toda repartida en una hilera, como una parodia grotesca de la fantasía doméstica en que uno llega a casa y encuentra abandonadas prendas de lencería que le conducen escaleras arriba hasta el dormitorio. Con la diferencia de que la chaqueta y la camiseta tenían manchas de sangre.

Verifiqué el estado del terreno en la vera del camino. Era piedra dura cubierta de escarcha. Yo no iba a estropear el escenario. No iba a borrar ninguna pisada. Así que respiré hondo y seguí el rastro de ropa hasta su final. Al llegar entendí por qué el soldado había vomitado dos veces. A su edad yo lo habría hecho tres veces.

El cadáver estaba boca abajo sobre un lecho de hojas heladas al pie de un árbol. Desnudo. De estatura mediana, recio. Era un tipo blanco, pero casi todo cubierto de sangre. Presentaba numerosas cuchilladas hasta el hueso en brazos y hombros. Vi el perfil de su rostro, magullado e hinchado; mejillas prominentes. No se veían las placas de identificación. Alrededor del cuello tenía un fino cinturón de cuero con hebilla de latón fuertemente apretado. En la espalda se apreciaba una especie de líquido espeso rosa blancuzco. Tenía una rama de árbol metida en el culo. Debajo, la tierra era negra, por la sangre. Supuse que al darle la vuelta veríamos que le habían arrancado los genitales.

Desanduve el reguero de ropa y llegué al camino. Me acerqué al joven PM, que aún miraba al suelo.

– ¿Dónde estamos exactamente? -le pregunté.

– ¿Señor?

– ¿Hay alguna duda de que estamos aún en la base?

Negó con la cabeza.

– Estamos a casi dos kilómetros de la valla. En cualquier dirección.

– Muy bien -dije. La jurisdicción estaba clara. Tipo del ejército, propiedad del ejército-. Esperaremos aquí. No se permitirá el acceso a nadie a menos que yo lo autorice, ¿está claro?

– Señor -dijo él.

– Está haciendo un buen trabajo -lo animé.

– ¿Usted cree?

– Aún se mantiene en pie, ¿no?

Regresé al Humvee y mandé un mensaje por radio a mi sargento. Le expliqué lo que pasaba y dónde, y le pedí que buscara a la teniente Summer para que me llamara por la línea de emergencia. Aguardé. Al cabo de dos minutos llegó una ambulancia. Luego aparecieron dos Humvee con los especialistas en escenarios del crimen que yo había avisado antes de salir del despacho. Los hombres saltaron del vehículo. Les dije que esperaran un momento. No había ninguna urgencia imperiosa.

Summer estuvo en la radio en menos de cinco minutos.

– Un tipo muerto en el bosque -le dije-. Busque a la mujer de Operaciones Psicológicas de la que estuvimos hablando.

– ¿La teniente coronel Norton?

– Quiero que la traiga aquí.

– Willard dijo que usted no puede trabajar conmigo.

– Dijo que no podía implicarla en asuntos de la unidad especial. Esto es competencia de la policía regular.

– ¿Para qué quiere a Norton?

– Quiero conocerla.

Summer desconectó y yo salí del vehículo. Me reuní con los médicos y forenses. Esperamos de pie en la noche fría. Dejamos los motores en marcha para mantener los calefactores funcionando. Nubes de humo diesel se movían en el aire y se concentraban formando estratos horizontales, como si fuera niebla. Dije a los de escenarios del crimen que empezaran a hacer una lista de las prendas de ropa del suelo. Que no tocaran nada y que no se alejaran del camino.

Esperamos. No había luna. Ni estrellas. Ni luces ni sonidos fuera de los faros y los motores diesel al ralentí. Pensé en Leon Garber. Corea era uno de los destinos más importantes que el ejército podía ofrecer. No el más atractivo, pero seguramente sí el más activo y desde luego el más difícil. El mando de la PM de allí era un triunfo personal. Significaba que Garber probablemente se retiraría con dos estrellas, lo que era mucho más de lo que jamás hubiera esperado. Si mi hermano tenía razón y se iban a reducir los efectivos, Leon ya había quedado en el lado bueno del corte. Me alegré por él. Durante unos diez minutos. Luego comencé a considerar su situación con un enfoque distinto. Me preocupé otros diez minutos y no llegué a ninguna conclusión.

Antes de terminar mis reflexiones apareció Summer. Conducía un Humvee y a su lado, en el asiento del acompañante, venía una mujer rubia con la cabeza descubierta, en uniforme de campaña. Summer detuvo el vehículo en mitad del camino con los faros dándonos de lleno y se quedó dentro. La rubia bajó, recorrió a los presentes con la mirada y se encaminó directamente hacia mí. La saludé por cortesía y comprobé el nombre de su distintivo: «Norton.» Llevaba hojas de roble de teniente coronel cosidas a las solapas. Parecía un poco mayor que yo, pero no mucho. Era alta y delgada y tenía un rostro que le habría permitido ser actriz o modelo.

– ¿En qué puedo ayudarle, comandante? -dijo. Sonaba como si viniera de Boston y no estuviera muy contenta de que la hubieran hecho salir en plena noche.

– Necesito que vea algo -dije.

– ¿Por qué?

– Quizá tenga usted una opinión profesional.

– ¿Por qué yo?

– Porque usted está aquí, en Carolina del Norte. Habría tardado horas en encontrar a alguien en otro sitio.

– ¿Qué clase de «alguien» necesita?

– Alguien que haga su mismo trabajo.

– Soy consciente de que trabajo en una aula -repuso-. No hace falta que me lo recuerden continuamente.

– ¿Cómo?

– Aquí esto es una afición muy extendida, recordarle a Andrea Norton que sólo es una profesora enteradilla mientras los demás andan por ahí ocupados en las cosas de verdad.

– No lo sabía. Soy nuevo aquí. Sólo quiero unas primeras impresiones de alguien de su especialidad, eso es todo.

– ¿Trata de averiguar algo en particular?

– Sólo trato de conseguir ayuda.

Torció el gesto.

– Muy bien.

Le tendí mi linterna.

– Siga el rastro de ropa hasta el final. Por favor, no toque nada. Sólo fije mentalmente sus primeras impresiones. Después me gustaría hablar con usted sobre ello.

No dijo nada. Se limitó a tomar la linterna y se puso en marcha. Durante los primeros seis metros, la iluminaron por detrás los faros del Humvee del joven PM, que seguía orientado hacia el bosque. La sombra de ella bailaba por delante de sus pasos. De pronto se salió del alcance de los faros y vi el haz de la linterna moverse hacia delante, meneándose y atravesando la negrura. Después lo perdí de vista. Sólo era visible un tenue reflejo de las ramas inferiores, a lo lejos, colgado en el aire.

Pasaron diez minutos. De repente advertí el haz de la linterna barriendo hacia nosotros. Norton volvía sobre sus pasos. Se me acercó directamente, pálida. Apagó la linterna y me la devolvió.

– En mi despacho -dijo-. Dentro de una hora.

Regresó al Humvee de Summer, que dio marcha atrás, giró y se alejó a toda prisa.

– Muy bien, chicos, a trabajar -dije.

Me senté en el coche y observé el humo moviéndose en el aire y los haces de las linternas troceando el terreno; brillantes flashes azules congelaban el movimiento a mi alrededor. Hablé de nuevo por radio con mi sargento y le dije que tuviera abierto el depósito de cadáveres de la base. Y que a primera hora de la mañana hubiera allí un patólogo esperando. Al cabo de treinta minutos, la ambulancia retrocedió hasta el linde del sendero y los muchachos metieron dentro un bulto cubierto con una sábana. Cerraron las puertas y el vehículo arrancó. Se estaban recogiendo las pruebas y etiquetando en bolsas de plástico. Se tendió cinta especial entre los árboles, un rectángulo de unos cuarenta metros por cincuenta.

Dejé que terminaran su trabajo y conduje de nuevo hasta los edificios de la base. Pregunté a un centinela por las instalaciones de Operaciones Psicológicas. Era un edificio bajo de ladrillo, con ventanas y puertas verdes, con aspecto de haber albergado las oficinas de Intendencia. Estaba situado a cierta distancia de las oficinas principales de la base, aproximadamente a mitad de camino del alojamiento de las Fuerzas Especiales. Alrededor todo era oscuridad y silencio, si bien había luz en el vestíbulo central y en una ventana de un despacho. Aparqué el vehículo y entré. Recorrí lúgubres pasillos hasta llegar a una puerta con una ventana de cristal grueso. Se leía Ten/Cor. A. Norton en letras estampadas con plantilla en el cristal, a través del cual se veía luz dentro. Llamé y entré. Vi un despacho pequeño y ordenado. Estaba limpio y olía a femenino. No volví a saludar. Supuse que ya no hacía falta.

Norton se hallaba tras un escritorio grande y de madera de roble, lleno de libros abiertos, tantos que había puesto el teléfono en el suelo. Delante tenía un bloc de notas manuscritas, bañado por la luz de la lámpara, cuyo color se le reflejaba en el pelo.

– Hola -dijo.

Me senté en la silla de las visitas.

– ¿Quién era? -preguntó.

– No lo sé -repuse-. No creo que logremos una identificación visual. Lo golpearon demasiado. Tendremos que mirar las huellas dactilares. O los dientes, si le queda alguno.

– ¿Por qué ha querido que lo examinase?

– Ya se lo he dicho. Quería su opinión.

– Pero ¿por qué pensaba que yo tendría una opinión?

– Me ha parecido que ahí había elementos que usted comprendería.

– No me dedico a hacer perfiles de criminales.

– No quiero que haga eso. Sólo quiero alguna aportación rápida. Saber si estoy en la dirección adecuada.

Ella asintió. Se apartó el pelo de la cara.

– La conclusión obvia es que era homosexual -dijo-. Seguramente lo han matado por eso. O si no, con plena conciencia de ello por parte de los agresores.

Asentí.

– Hubo amputación genital -añadió.

– ¿Lo ha comprobado?

– Lo moví un poco -precisó-. Lo siento. Ya sé que me avisó de que no lo hiciera.

La miré. No llevaba guantes. Era una mujer dura. Quizá su fama de intelectualilla fuera inmerecida.

– No se preocupe -dije.

– Supongo que encontrarán los testículos y el pene en la boca. No creo que los carrillos se le hayan hinchado tanto sólo por los golpes. Desde la óptica de un agresor homófobo, es un símbolo obvio. Eliminación de los órganos del invertido, simulación de sexo oral.

Asentí.

– Así como la desnudez y la falta de distintivos de identificación -prosiguió Norton-. Quitarle el ejército al desviado es como sacar al desviado del ejército.

Confirmé con la cabeza.

– La introducción de un objeto extraño habla por sí misma -continuó-. En el ano.

Asentí.

– Y luego el líquido en su espalda -añadió.

– Yogur -dije yo.

– Seguramente de fresa -puntualizó-. O de frambuesa. Es el viejo chiste. ¿Cómo puede un gay fingir un orgasmo?

– Gime un poco -dije- y luego tira un poco de yogur a la espalda de su amante.

– Sí -dijo ella. No sonrió, y me miró para ver si yo sí lo hacía.

– ¿Y qué hay de las cuchilladas y los golpes? -pregunté.

– Odio.

– ¿Y el cinturón alrededor del cuello?

Se encogió de hombros.

– Sugiere una técnica autoerótica. La asfixia parcial aumenta el placer durante el orgasmo.

Asentí.

– Muy bien -dije.

– Muy bien ¿qué?

– Estas han sido sus primeras impresiones. ¿Tiene alguna opinión basada en ellas?

– ¿Y usted? -repuso ella.

– Sí.

– Adelante, pues.

– Creo que es una farsa.

– ¿Por qué?

– Demasiadas cosas a la vez -respondí-. Seis. La desnudez, los distintivos, los genitales, la rama de árbol, el yogur y el cinturón. Con dos ya habría bastado. Quizá tres. Es como si hubiesen intentado dejar clara una cuestión en vez de llevarla a cabo simplemente. Intentándolo quizá con demasiada vehemencia.

Norton no dijo nada.

– Demasiadas cosas -repetí-. Es como disparar sobre alguien y luego estrangularlo, apuñalarlo y ahogarlo. Como si estuvieran decorando un maldito árbol de Navidad.

Ella siguió callada, observándome. Acaso evaluándome.

– Tengo mis dudas sobre lo del cinturón -dijo-. El autoerotismo no es exclusivo de los homosexuales. Desde el punto de vista fisiológico todos los hombres tienen los mismos orgasmos, sean o no gays.

– Todo ha sido una simulación -insistí.

Ella asintió finalmente.

– De acuerdo -dijo-. Es usted muy perspicaz.

– ¿Para ser un poli?

No sonrió.

– Como oficiales, no obstante, sabemos que va contra el reglamento admitir homosexuales en el ejército. Asegurémonos de que una defensa del mismo no confunde nuestro criterio.

– Mi deber es proteger al ejército -señalé.

– Precisamente -dijo Norton.

Me encogí de hombros.

– No estoy adoptando ninguna postura -dije-. No estoy diciendo categóricamente que ese tío no era gay. Quizá sí lo era. La verdad es que me da igual. Y los agresores quizá lo sabían, o tal vez no. Estoy diciendo que, en un caso o en otro, no lo han matado por eso. Sólo querían que ése pareciera el motivo. No estaban realmente sintiendo eso, sino otra cosa. Así que lo dejaron todo lleno de pistas de un modo bastante consciente. -Hice una pausa-. De un modo bastante académico -añadí.

Ella se puso rígida.

– ¿Un modo académico? -repitió.

– ¿Ustedes enseñan en clase cosas así?

– No enseñamos a la gente a matar -precisó.

– No es lo que he preguntado.

Norton asintió.

– Hablamos de cosas así -admitió-. Hemos de hacerlo. Cortarle la polla a tu enemigo es lo más básico. Ha ocurrido a lo largo de la historia. Sucedió en Vietnam. Durante los últimos diez años, las mujeres afganas se lo han estado haciendo a los soldados soviéticos prisioneros. Hablamos de lo que simboliza, lo que transmite, y del miedo que provoca. Hay libros enteros dedicados al miedo a las heridas repulsivas. Siempre es un mensaje a la población enemiga. Hablamos de violación con objetos extraños, de la exhibición intencionada de cuerpos violados. El reguero de prendas abandonadas es un detalle clásico.

– ¿Hablan de yogures?

Negó con la cabeza.

– Pero ése es un chiste muy viejo.

– ¿Y de la asfixia?

– En los cursos de Operaciones Psicológicas no. Pero puede que muchas de las personas de aquí lean revistas. O vean películas porno en vídeo.

– ¿Hablan sobre poner en duda la sexualidad del enemigo?

– Desde luego. Poner en entredicho la sexualidad del enemigo vendría a ser el título central del curso. La orientación sexual del enemigo, su virilidad, su capacidad, su competencia. Es una táctica esencial. Siempre lo ha sido, en todas partes, a lo largo de la historia. Está concebida para surtir efecto en ambas direcciones. Lo debilita a él y por comparación nos fortalece a nosotros.

No dije nada.

Me miró fijamente.

– ¿Me está preguntando si allá en el bosque he reconocido el fruto de nuestras clases?

– Supongo que sí -repuse.

– En realidad no quería mi opinión, ¿verdad? Todo ha sido un circunloquio. Usted ya sabía lo que estaba viendo.

Asentí.

– Para ser un poli, soy un tipo perspicaz.

– La respuesta es no -dijo ella-. Allá en el bosque no he identificado el fruto de nuestras clases. No de manera específica.

– Pero ¿hay alguna posibilidad?

– Cualquier cosa es posible.

– Cuándo estaba en Fort Irwin, ¿conoció usted al general Kramer? -pregunté.

– Nos vimos un par de veces -contestó-. ¿Por qué?

– ¿Cuando fue la última vez que lo vio?

– No me acuerdo -dijo.

– ¿Fue hace poco?

– No -repuso-. Hace poco no. ¿Por qué?

– ¿Cómo le conoció?

– Por motivos profesionales -respondió.

– ¿Da clases a la División de Blindados?

– Fort Irwin no es solamente la División de Blindados -precisó-. También es el Centro Nacional de Formación, no lo olvide. Antes la gente asistía a nuestros cursos allí. Ahora nosotros vamos a los sitios.

No comenté nada.

– ¿Le sorprende que diéramos clases a los de Blindados?

Me encogí de hombros.

– Un poco, supongo. Si yo fuera montado en un tanque de setenta toneladas, creo que no sentiría la necesidad de ningún planteamiento psicológico.

Ella seguía sin sonreír.

– Les organizamos cursos. Por lo que recuerdo, al general Kramer no le gustaba que Infantería tuviera cosas que ellos no tuvieran. Había una fuerte rivalidad.

– ¿A quién da el curso ahora?

– A Delta Force -contestó-. En exclusiva.

– Gracias por su ayuda -dije.

– Esta noche no he reconocido nada de lo que seamos responsables.

– De manera específica.

– Desde el punto de vista psicológico, siempre es algo genérico -dijo.

– Muy bien -asentí.

– Y me incomoda que me interroguen.

– Muy bien -repetí-. Buenas noches, señora.

Me levanté de la silla y me dirigí a la puerta.

– Si lo que hemos visto es un montaje, ¿cuál ha sido el verdadero motivo? -preguntó.

– No lo sé -respondí-. No soy tan perspicaz.


Antes de entrar en mi despacho la sargento del niño pequeño me ofreció café. Luego entré, porque me esperaba Summer. Ya que el caso de Kramer había sido cerrado, había ido a recoger sus listas.

– Aparte de Norton, ¿ha inspeccionado también a las otras mujeres? -inquirí.

Asintió.

– Todas tienen coartadas. Es la mejor noche del año para ello. Nadie pasa la Nochevieja solo.

– Yo sí -dije.

No replicó. Reuní los papeles en un ordenado montón, volví a meterlos en la carpeta y quité la nota de la tapa. «Espero que su mamá esté bien.» Dejé caer la nota en el cajón y le di la carpeta.

– ¿Qué le ha contado Norton? -preguntó ella.

– Ha coincidido conmigo en que es un homicidio manipulado para aparentar un típico ataque a homosexuales. Le he preguntado si alguno de los signos procedían de las clases de Operaciones Psicológicas y no me ha respondido con claridad. Ha dicho que desde el punto de vista psicológico era algo genérico. Y que le incomodaba que la interrogaran.

– ¿Y ahora, qué?

Bostecé. Estaba cansado.

– Procederemos como de costumbre. Aún ignoramos quién es la víctima. Supongo que lo sabremos mañana. A las siete listos, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -dijo, y se dirigió a la puerta con su carpeta.

– Llamé a Rock Creek -añadí-. Le pedí a un empleado que buscara una copia de la orden por la que se me trasladaba aquí desde Panamá.

– ¿Y?

– Dijo que llevaba la firma de Garber.

– ¿Pero?

– Que es imposible. Garber llamó por teléfono en Nochevieja y le sorprendió encontrarme aquí.

– ¿Por qué mentiría un empleado?

– No creo que lo hiciera. Me parece que la firma es falsa.

– ¿Cabe la posibilidad de algo así?

– Es la única explicación. Garber no habría olvidado que me había trasladado aquí cuarenta y ocho horas antes.

– Entonces ¿de qué va todo esto?

– No tengo ni idea. Alguien está jugando al ajedrez en algún sitio. Mi hermano me dijo que debería averiguar quién me quiere tanto aquí, hasta el punto de sustituirme en Panamá por un capullo. Así que he intentado averiguarlo. Y ahora pienso que debería hacer la misma pregunta sobre Garber. ¿Quién lo quiere tanto fuera de Rock Creek como para reemplazarlo por un gilipollas?

– Pero Corea es un verdadero ascenso por méritos, ¿no?

– Garber lo merece, no hay duda -aclaré-, pero ha sido demasiado precipitado. Es un puesto para una estrella. El Departamento de Defensa ha de proponerlo al Senado, y ese procedimiento tiene lugar en otoño, no en enero. Fue un movimiento de improviso, causado por la alarma.

– No tiene sentido -reflexionó Summer-. ¿Por qué traerle a usted y echarle a él? Las dos jugadas se neutralizan.

– Pues quizás hay dos personas jugando. Como el juego del tira y afloja con una cuerda. El bueno y el malo. Gana uno, pierde el otro.

– Pero el malo pudo haber ganado ambas jugadas. Podía haberse deshecho de usted. O meterle en la cárcel. Para eso tiene una denuncia civil.

No dije nada.

– No cuadra -insistió Summer-. Quien esté jugando en su lado está dispuesto a dejar ir a Garber pero tiene suficiente poder para mantenerle a usted aquí, incluso con una denuncia sobre la mesa. Tanto poder que Willard sabía que no podía actuar en su contra, aunque probablemente deseaba hacerlo. ¿Sabe lo que eso significa?

– Sí -dije-. Lo sé.

Me miró fijamente.

– Significa que le consideran más importante que Garber -prosiguió-. Garber se ha ido y usted sigue aún aquí. -Entonces apartó la vista y se quedó callada.

– Tiene permiso para hablar sin tapujos, teniente -dije.

Ella volvió a mirarme.

– Usted no es más importante que Garber -señaló-. No puede serlo.

Bostecé de nuevo.

– Eso es indiscutible -dije-. Al menos en este caso concreto. No se trata de elegir entre Garber y yo.

Summer hizo una pausa. Acto seguido, asintió.

– Así es -confirmó-. No se trata de eso. Sino de elegir entre Fort Bird y Rock Creek. Se considera que Fort Bird es más importante. Se piensa que aquí pasan cosas más delicadas, conflictivas, que en los cuarteles de las unidades especiales.

– De acuerdo -dije-. Pero entonces ¿qué demonios está pasando?

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