12

Conducía Summer. Habíamos cogido el Humvee que yo había aparcado junto al bordillo. No queríamos perder tiempo pidiendo un sedán. Pero el Humvee le cortaba la inspiración a la teniente. Son vehículos grandes y lentos ideales para montones de cosas, entre las que no se cuenta recorrer carreteras asfaltadas. Al volante Summer parecía diminuta. Era un vehículo muy ruidoso; el motor resonaba y los neumáticos gemían con desespero. Eran las cuatro de un día desapacible y empezaba a oscurecer.

Fuimos hacia el norte, pasamos frente al motel de Kramer y giramos al este, por el cruce en trébol, y luego pusimos otra vez rumbo norte por la misma I-95. Recorrimos veinticinco kilómetros, dejamos atrás una área de descanso y empezamos a buscar el edificio de la policía estatal. Lo encontramos al cabo de otros veinte kilómetros. Era una estructura de ladrillo, larga y de poca altura, de una planta, con el tejado a rebosar de antenas repetidoras de radio. Aparentaba unos cuarenta años. El ladrillo era de un marrón apagado; imposible saber si, inicialmente amarillo, se había decolorado por el sol, o si, en principio blanco, lo había ido oscureciendo el humo de los coches. En letras metálicas estilo art déco que abarcaban toda la fachada se leía: Policía Estatal de Carolina del Norte.

Nos arrimamos y aparcamos delante de unas puertas de cristal. Summer apagó el motor y nos quedamos sentados un instante. Luego bajamos. Atravesamos una acera estrecha, tiramos de las puertas y entramos. Era una típica instalación policial, funcional y con un suelo de linóleo que era abrillantado todas las noches tanto si hacía falta como si no. En las paredes se apreciaban varias capas de pintura aplicada directamente a los bloques de hormigón. Olía ligeramente a sudor, tabaco y café pasado.

Tras el mostrador había un sargento de guardia. Nosotros íbamos en uniforme de campaña y el Humvee era visible a nuestra espalda, por lo que el hombre no pidió que nos identificáramos ni preguntó qué queríamos. Tampoco hizo conjeturas sobre por qué el general Kramer no había acudido en persona. Tan sólo me echó una mirada, se demoró algo más en Summer y a continuación se inclinó tras el mostrador y sacó el maletín. Estaba en una bolsa de plástico transparente. No una de esas para pruebas judiciales sino una especie de bolsa de la compra, con el logotipo de unos grandes almacenes estampado en rojo.

El maletín hacía juego en todo con el portatrajes de Kramer. El mismo diseño, el mismo color, los mismos años, el mismo grado de desgaste, sin monograma. Lo abrí y miré dentro. Había una cartera. Billetes de avión. Un pasaporte. También un itinerario de tres hojas sujetas con un clip. Y un libro de tapa dura.

No había ningún orden del día.

Volví a cerrarlo y lo dejé sobre el mostrador. Perfectamente alineado con el borde. Me sentía decepcionado pero no sorprendido.

– ¿Estaba en la bolsa de plástico cuando lo encontró el agente? -pregunté.

– Yo mismo lo metí en la bolsa -explicó-. Para que no se manchara. No sabía si ustedes vendrían enseguida.

– ¿Dónde fue hallado exactamente? -inquirí.

Hizo una breve pausa, apartó la vista de Summer y fue bajando la yema de un grueso dedo por un libro que tenía sobre la mesa y a lo largo de una línea de códigos de indicadores de distancia. Acto seguido se volvió y llevó el mismo dedo a un mapa. Era un mapa largo y estrecho, a gran escala, del tramo de la I-95 que atravesaba Carolina del Norte. En él se apreciaba cada kilómetro de la autopista, desde donde entraba procedente de Carolina del Sur hasta que salía hacia Virginia. El dedo se mantuvo inmóvil en el aire un segundo y bajó con decisión.

– Aquí -dijo-. En el arcén derecho, un kilómetro y medio después del área de descanso, unos dieciocho kilómetros al sur de donde nos encontramos ahora mismo.

– ¿Hay modo de saber cuánto tiempo estuvo allí?

– Pues no -repuso-. No nos dedicamos propiamente a buscar basura en los arcenes. Podría llevar allí un mes.

– Entonces ¿cómo lo vieron?

– Por una parada rutinaria. El agente simplemente lo vio allí cuando volvía a su vehículo desde el coche que había hecho parar.

– ¿Cuándo fue exactamente?

– Hoy -respondió el hombre-. Al inicio de la segunda guardia. Poco después del mediodía.

– No estuvo allí un mes -señalé.

– ¿Cuándo lo perdió?

– En Nochevieja -precisé.

– ¿Dónde?

– Se lo robaron en el lugar donde se alojaba.

– ¿Dónde se alojaba?

– En un motel a unos cincuenta kilómetros al sur de aquí.

– Así que los malos iban hacia el norte.

– Supongo -dije.

El tipo me miró como pidiendo permiso y luego cogió el maletín y lo observó como si fuera un experto y aquello fuera una pieza poco común. Lo puso frente a la luz y lo examinó desde todos los ángulos.

– Enero -dijo-. Estamos teniendo poco rocío nocturno y hace suficiente frío para que nos preocupe el hielo. Así que echamos sal. En esta época del año, en el arcén de la autopista las cosas envejecen rápido. Este maletín parece gastado, pero no muy deteriorado. Tiene arenilla en la trama de la lona, pero no mucha. No estuvo allí desde Nochevieja, eso segurísimo. Menos de veinticuatro horas, diría yo. Máximo una noche.

– ¿Está seguro? -preguntó Summer.

El tipo meneó la cabeza y dejó el maletín sobre el mostrador.

– Es sólo una conjetura.

– Muy bien -dije-. Gracias.

– Tiene que firmar el recibo.

Asentí. El recepcionista hizo girar el libro mayor, que empujó hacia mí. Encima de mi bolsillo derecho. Se leía «Reacher» en un distintivo de segundo orden, pero supuse que el tipo no se había fijado demasiado. Había pasado la mayor parte del tiempo observando los bolsillos de Summer. Garabateé «K. Kramer» en la línea correspondiente del libro, cogí el maletín y me di la vuelta.

– Un robo curioso -comentó el sargento-. En la cartera hay una tarjeta American Express y dinero en efectivo. Hicimos inventario del contenido.

No contesté. Cruzamos las puertas y regresamos al Humvee.


Summer esperó a que se aligerara el tráfico, y en cuanto pudo atravesó los tres carriles y saltó directamente a la mediana de hierba mullida. Bajó por una pendiente y a través de una zanja de desagüe llegó al otro lado. Paró un momento, miró por el retrovisor y luego se incorporó a la carretera rumbo al sur. Para esas cosas sí servía el Humvee.

– A ver qué le parece esto -dijo-. Anoche Vassell y Coomer abandonan Bird a las diez con el maletín. Se dirigen al norte, a Dulles o D.C. Sacan el orden del día y tiran el maletín por la ventanilla.

– Todo el tiempo que pasaron en Bird estuvieron en el bar o en el comedor.

– Pues se lo dio uno de sus compañeros de mesa. Deberíamos averiguar con quién cenaron. Tal vez estaba una de las mujeres de la lista de los Humvee.

– Todas tenían coartada.

– Sólo superficialmente. Las fiestas de Nochevieja son bastante caóticas.

Miré por la ventanilla. La tarde iba tocando a su fin. Empezaba a anochecer. El mundo parecía oscuro y frío.

– Cien kilómetros -dije-. Encontraron el maletín a cien kilómetros al norte de Bird. Eso es una hora. Habrían cogido el orden del día y se habrían deshecho del maletín antes.

Summer no replicó.

– Se habrían parado en el área de descanso -proseguí- para dejarlo en un contenedor de basura. Eso habría sido más seguro. Arrojar un maletín por la ventanilla de un coche llama mucho la atención.

– Quizás en realidad no existía ningún orden del día.

– Sería la primera vez en la historia militar.

– Entonces quizá no era realmente importante -observó ella.

– En Irwin pidieron fiambreras. Generales de una y dos estrellas y coroneles tenían intención de trabajar a la hora del almuerzo. Eso también sería la primera vez en la historia militar. Créame, Summer, había una reunión importante.

Ella no respondió.

– Vuelva a hacer el cambio de sentido -indiqué-. A través de la mediana. Quiero echar un vistazo en ese área de descanso.


El área de descanso era igual a las de la mayoría de interestatales. Las autopistas que van en dirección norte y sur se separan para dejar en la mediana una isla larga y gruesa. Las instalaciones son compartidas por los viajeros de ambas direcciones. Por tanto, tienen dos partes delanteras, ninguna trasera. Son de ladrillo y alrededor tienen arriates aletargados y árboles enclenques. Hay surtidores de gasolina y plazas de aparcamiento en batería.

El lugar no estaba muy concurrido ni del todo tranquilo. Se acababan las vacaciones. Las familias regresaban penosamente a casa, vuelta al trabajo y al colegio. El aparcamiento estaba ocupado más o menos en una tercera parte. La distribución de los coches era curiosa. Habían cogido el primer espacio libre que habían visto en vez de arriesgarse a ir algo más lejos, aunque así habrían quedado más cerca de la comida y los servicios. Quizás estaba en la naturaleza humana. Una especie de inseguridad innata.

Delante de la entrada principal del complejo había una pequeña plaza semicircular. Alcancé a ver en el interior brillantes rótulos de neón en los puestos de comida. Fuera había seis cubos de basura bastante cerca de las puertas, así como bastante gente pululando por los alrededores.

– Demasiado personal -dijo Summer-. No se puede hacer nada.

Asentí de nuevo.

– Lo mandaría todo a paseo si no fuera por la señora Kramer -añadió.

– Carbone es más importante. Debemos establecer prioridades.

– Es como si estuviéramos dándonos por vencidos.


Salimos del área de descanso en dirección norte y Summer realizó otra vez su maniobra a través de la mediana y puso rumbo sur. Para el camino de vuelta me instalé todo lo cómodo que uno se puede instalar en un vehículo militar. A mi izquierda se desplegaba la oscuridad. Al oeste, a mi derecha, había una vaga puesta de sol. La calzada parecía mojada. Por lo visto, a Summer no le preocupaba la posibilidad de que hubiera hielo.

Durante los primeros veinte minutos no hice nada. Después encendí la luz del techo y rebusqué concienzudamente en el maletín de Kramer. No esperaba encontrar nada, y así fue. El pasaporte era corriente, de siete años. Él tenía mejor aspecto en la foto que muerto en el motel, pero tampoco había tanta diferencia. El pasaporte tenía montones de sellos de entrada y salida de Alemania y Bélgica. El futuro campo de batalla y el cuartel general de la OTAN, respectivamente. No había estado en ninguna otra parte. Era un auténtico especialista. Durante al menos siete años se había concentrado exclusivamente en el mundillo de los más recientes y sofisticados carros de combate y su estructura de mando.

Los billetes de avión eran exactamente lo que Garber había predicho. De Francfort al aeropuerto internacional Dulles, y del Washington National a Los Ángeles, todos de ida y vuelta. Todos de clase turista y con descuento del gobierno, reservados tres días antes de la primera fecha de salida.

El itinerario se correspondía exactamente con las especificaciones de los billetes. Había asignaciones de asientos. Al parecer, Kramer prefería el pasillo. Quizá la edad le afectaba a la vejiga. Había una reserva de una habitación individual en el Cuartel de Oficiales de Visita de Fort Irwin, al que nunca llegó.

La cartera contenía treinta y siete dólares americanos y sesenta y siete marcos alemanes, todos en billetes pequeños mezclados. La tarjeta de crédito era el típico plástico verde y caducaba en el plazo de un año y medio. Según constaba, había tenido una desde 1964. Calculé que para un oficial del ejército eso era muy pronto. En aquella época, la mayoría funcionaba con dinero en metálico y vales militares. Desde el punto de vista económico, seguramente Kramer había sido un tipo con recursos.

Había también un carné de conducir de Virginia. Kramer había utilizado Green Valley como dirección habitual pese a que apenas pasaba tiempo allí. Vi una credencial militar estándar. Y tras un plástico, una foto de la señora Kramer en una versión mucho más joven de la mujer que yo había visto muerta en el pasillo de su casa. La foto tenía al menos veinte años. Había sido bonita. Con un largo cabello castaño pese a que con el tiempo la foto se había decolorado.

En la cartera no había nada más. Ni recetas, ni cuentas de restaurante, ni resguardos de la American Express, ni números de teléfono ni papelitos. No me extrañó. Los generales son a menudo gente ordenada y organizada. Han de tener talento para el combate pero también para la burocracia. Supuse que el despacho, la mesa y la residencia de Kramer serían igual que su cartera. Contendrían todo lo que necesitaba y nada que no necesitara.

El libro de tapa dura era una monografía académica de una universidad del Medio Oeste sobre la batalla de Kursk, en julio de 1943. Fue la última gran ofensiva de la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial y su primera derrota importante en un enfrentamiento abierto. Acabó siendo la mayor batalla de tanques que se había visto, y se vería jamás, en la historia, a menos que con el tiempo tipos como el propio Kramer se vuelvan unos inconscientes. No me extrañó su elección de material de lectura. Seguramente una parte de él temía que lo más cerca que iba a estar nunca de una acción verdaderamente catastrófica sería leyendo sobre los centenares de Tigers, Panzers y T-34 girando y rugiendo a través del sofocante polvo estival tantos años atrás.

En el maletín no había nada más. Sólo unos trocitos sucios de papel atrapados en las juntas. Al parecer Kramer era de esos que vacían el maletín poniéndolo del revés y agitándolo cada vez que necesitan llenarlo antes de emprender un viaje. Lo coloqué otra vez todo dentro, abroché las pequeñas correas y lo dejé en el suelo, a mis pies.

– Hable con el tipo del comedor -dije-. Averigüe quién estaba en la mesa con Vassell y Coomer.

– De acuerdo -dijo Summer. Y siguió conduciendo.


Llegamos a Bird a tiempo para cenar. Comimos en el club de oficiales con un grupo de colegas de la PM. Si Willard tenía entre ellos algún espía, éste no vería nada salvo un par de oficiales agotados que no hacían nada especial. Pero entre plato y plato Summer se escabulló y regresó con noticias reflejadas en su semblante. Me tomé el postre y el café lo bastante despacio para que nadie sospechara que tenía nada urgente que hacer. Acto seguido, me puse en pie y salí como si tal cosa. Esperé en la acera. Al cabo de cinco minutos apareció Summer. Sonreí. Era como si tuviéramos una aventura secreta.

– Sólo una mujer cenó con Vassell y Coomer -anunció.

– ¿Quién? -pregunté.

– La teniente coronel Andrea Norton.

– ¿La de Operaciones Psicológicas?

– La misma.

– ¿No estaba en una fiesta?

Summer torció el gesto.

– Ya sabe cómo son esas fiestas de Nochevieja. Un bar de la ciudad, decenas de personas entrando y saliendo todo el rato, ruido, confusión, copas, gente desapareciendo de dos en dos. Pudo escurrirse.

– ¿Dónde queda el bar?

– A treinta minutos del motel.

– En ese caso tuvo que estar fuera al menos una hora.

– Es posible.

– ¿No estaba en el bar a medianoche? ¿Cogida de manos y cantando Auld Lang Syne? Quien estuviera a su lado podría confirmarlo.

– La gente dice que ella estaba allí. Pero en todo caso a esa hora ya podría haber vuelto. El chico del motel dijo que el Humvee se marchó a las once veinticinco. Regresó y le sobraron cinco minutos. Parecería todo normal. Todo el mundo sale de quién sabe dónde para la cuenta atrás de bienvenida al nuevo año. De alguna manera la fiesta vuelve a empezar.

No dije palabra.

– Ella habría cogido el maletín para hacer limpieza. Acaso dentro estuviera su número de teléfono, o el nombre o alguna foto. O un diario. No quería escándalos. Pero en cuanto hubo terminado ya no lo necesitaba para nada. Habría estado contenta de devolverlo si se lo hubieran pedido.

– ¿Cómo iban a saber Vassell y Coomer a quién pedírselo?

– Es difícil ocultar una aventura larga en esta pecera.

– No tiene lógica -repuse-. Si la gente sabía lo de Kramer y Norton, ¿por qué alguien fue a la casa de Virginia?

– Muy bien, tal vez no se sabía. Quizá sólo era una de tantas posibilidades. Puede que una al final de la lista. Tal vez pensaran que era algo acabado.

Asentí.

– ¿Qué puede contarnos ella?

– Puede confirmarnos que anoche Vassell y Coomer lo organizaron todo para hacerse con el maletín. Eso demostraría que lo estaban buscando, lo cual los delata con respecto a la señora Kramer.

– Desde el hotel no hicieron llamadas y no tuvieron tiempo de ir a Virginia. Así que no veo qué los iba a delatar. ¿Qué más?

– Podemos comprobar qué pasó con el orden del día. Y saber que Vassell y Coomer lo han devuelto. De este modo al menos el ejército podrá quedarse tranquilo porque sabremos con seguridad que ningún periodista va a airear ninguna mierda.

Asentí.

– Y quizá Norton lo vio -añadió Summer-. Y quizá lo leyó. A lo mejor podría contarnos de qué va todo esto.

– Suena tentador.

– Sin duda lo es.

– ¿Podemos ir y preguntarle sin más?

– Usted es de la 110. Puede preguntar a cualquiera lo que quiera.

– Debo mantenerme bajo el radar de Willard.

– Norton no sabe que usted lo sabe.

– Sí lo sabe. Él habló con ella después de lo de Carbone.

– Aun así, creo que hemos de hablar con ella -insistió.

– Va a ser una charla difícil -señalé-. Es probable que se sienta ofendida.

– Sólo si lo hacemos mal.

– ¿Cuántas posibilidades tenemos de hacerlo bien?

– Podríamos manipular la situación. Habrá el factor azoramiento. Ella no querrá que esto trascienda.

– No podemos presionarla tanto que acabe llamando a Willard -objeté.

– ¿Tiene miedo de él?

– Tengo miedo de lo que puede hacernos en el aspecto burocrático. Que a los dos nos trasladen a Alaska no mejorará las cosas.

– Pues le toca salir a escena. No tiene opción.

Guardé silencio. Recordé el libro de Kramer. Esto era como el 13 de julio de 1943, el día crucial de la batalla de Kursk. Nosotros éramos como Alexander Vasilevsky, el general soviético. Si atacábamos ahora, en este preciso instante, deberíamos seguir adelante hasta que el enemigo pusiera pies en polvorosa y perdiese así la guerra. Si nos quedábamos atascados, nos superarían otra vez.

– Muy bien -dije-. En marcha.


Encontramos a Andrea Norton en el salón del club de oficiales y le pregunté si podía concedernos un minuto en su despacho. Se mostró un poco desconcertada. Le dije que era un asunto confidencial. Pareció más desconcertada. Willard le había dicho que el de Carbone era un caso cerrado, y ella no alcanzaba a imaginar de qué querríamos hablarle. Pero accedió. Nos dijo que estaría con nosotros en media hora.


Summer y yo pasamos los treinta minutos en mi despacho con la lista de los que estaban en la base y los que no en el momento de la muerte de Carbone. La teniente tenía metros de papel de impresora pulcramente doblado en una especie de acordeón de dos o tres centímetros de grosor. En cada línea había un nombre, un rango y un número en tinta pálida de matriz de puntos. Casi todos los nombres tenían al lado una marca de comprobación.

– ¿Qué significan las marcas? -pregunté-. ¿Presente o no presente?

– Presente -repuso.

Asentí. Me lo temía. Pasé el pulgar por el acordeón.

– ¿Cuántos? -inquirí.

– Casi mil doscientos.

Asentí de nuevo. No había nada intrínsecamente difícil en ir reduciendo los mil doscientos nombres hasta encontrar al culpable. Los archivos policiales de todas partes están llenos de listas de sospechosos más largas aún. En Corea hubo casos en que todos los efectivos militares de Estados Unidos habían caído bajo sospecha. Pero esos casos requieren recursos humanos ilimitados, plantillas numerosas, medios inagotables. Y la absoluta colaboración de todos. No pueden resolverlos dos personas solas en secreto, a espaldas del oficial al mando.

– Es imposible -dije.

– No hay nada imposible -señaló Summer.

– Tenemos que tomar otro camino.

– ¿Cómo?

– ¿Qué llevó el culpable al escenario del crimen?

– Nada.

– Se equivoca -observé-. Para empezar, se llevó a sí mismo.

Summer se encogió de hombros. Pasó los dedos por los bordes plegados del papel. El montón engordó y luego adelgazó mientras el aire suspiraba entre las páginas.

– Elija un nombre -dijo ella.

– Y un cuchillo de supervivencia -añadí.

– Mil doscientos nombres, mil doscientos cuchillos.

– Y una barra de hierro o una palanca para neumáticos.

Summer asintió.

– Y yogur -concluí.

Se quedó callada.

– Cuatro cosas -resumí-. Él mismo, un cuchillo de supervivencia, un objeto contundente y yogur. ¿De dónde sacó el yogur?

– Del frigorífico de su cuartel. O de un comedor, o de una cantina, o del economato, o de un supermercado, una charcutería o una tienda de ultramarinos fuera de la base.

Me representé mentalmente a un hombre respirando con dificultad, andando deprisa, tal vez sudando, en la mano derecha un cuchillo ensangrentado y una barra de hierro y en la izquierda un bote vacío de yogur, trastabillando en la oscuridad, aproximándose a los edificios de la base, deshaciéndose del bote, guardándose el cuchillo en el bolsillo, ocultando la barra dentro del abrigo.

– Deberíamos rastrear el terreno -sugerí.

Summer no dijo nada.

– Seguramente tiró el bote de yogur -agregué-. No cerca del lugar del crimen, pero tampoco lejos.

– ¿Y de qué nos servirá encontrarlo?

– Tendrá algún tipo de código impreso. La fecha de caducidad y cosas así. Podría conducirnos al lugar de donde salió. -Hice una pausa-. Y puede que tenga huellas -agregué.

– ¿No cree que llevaba guantes?

Meneé la cabeza.

– He visto a mucha gente abrir yogures, pero nunca a nadie hacerlo con guantes.

– La base tiene cincuenta mil hectáreas.

– Bueno, sólo sería en los alrededores del lugar del crimen. En condiciones normales, un par de llamadas telefónicas habrían servido para tener a todos los veteranos del puesto alineados, de rodillas y con un metro de separación, arrastrándose lentamente como un peine humano gigante, registrando el suelo centímetro a centímetro. Y de nuevo al día siguiente, y al otro, hasta que alguno hallara lo que buscábamos. Con recursos humanos como los que tiene el ejército, uno puede encontrar una aguja en un pajar. Puede encontrar las dos mitades de una aguja partida. Incluso el minúsculo trocito de cromo que se desprendiera en la rotura.

Summer miró el reloj de pared.

– Han pasado los treinta minutos -dijo.


Fuimos a Operaciones Psicológicas en el Humvee, que aparcamos en una plaza seguramente reservada. Eran las nueve. Summer apagó el motor y salimos al aire frío.

Yo llevaba el maletín de Kramer.

Atravesamos los viejos pasillos embaldosados hasta llegar al despacho de Norton. Había luz dentro. Llamé y entramos. Norton se hallaba sentada tras su escritorio. Todos los libros de texto, colocados en los estantes. No se veían blocs, bolígrafos ni lápices. La mesa estaba despejada. La luz de la lámpara formaba un círculo perfecto en la madera vacía. Había tres sillas para visitas. La teniente coronel las indicó con un gesto. Summer se sentó en la de la derecha y yo en la de la izquierda. Dejé el maletín en la del centro, delante de Norton, como un convidado de piedra. Ella no lo miró.

– ¿En qué puedo ayudarles? -preguntó.

Me entretuve en ajustar la posición del maletín para que quedara totalmente recto en la silla.

– Háblenos de la cena de anoche -dije.

– ¿Qué cena?

– Usted cenó con algunos miembros del Estado Mayor de Blindados que estaban de visita.

Asintió.

– Vassell y Coomer -confirmó-. ¿Y?

– Trabajaban para el general Kramer.

– Eso creo.

– Háblenos de la comida.

– ¿Del menú?

– Del ambiente -precisé-. La conversación. El estado de ánimo.

– Fue sólo una cena en el club de oficiales -dijo.

– Alguien entregó a Vassell y Coomer un maletín.

– ¿Ah sí? ¿Qué era? ¿Un regalo?

No contesté.

– No lo recuerdo -añadió-. ¿Cuándo fue?

– Durante la cena -contesté-. O cuando ya se marchaban.

Un silencio.

– ¿Un maletín? -repitió Norton.

– ¿Fue usted? -preguntó Summer.

Norton la miró como si no comprendiera. O estaba desconcertada de veras o era una estupenda actriz.

– Si fui yo… ¿quién?

– Quien les dio el maletín.

– ¿Por qué debería darles yo ningún maletín? Apenas les conocía.

– ¿Hasta qué punto les conocía?

– Hace años me crucé con ellos un par de veces.

– ¿En Fort Irwin?

– Creo que sí.

– ¿Por qué cenó usted con ellos?

– Yo estaba allí. Me invitaron y habría sido descortés rehusar.

– ¿Sabía usted que ellos venían? -inquirí.

– No. No tenía ni idea. Me sorprendió que no estuvieran en Alemania.

– Así que les conocía lo suficiente para saber dónde estaban destinados.

– Kramer era un comandante de la División de Blindados en Europa. Ellos dos eran sus colegas del Estado Mayor. No me habría pasado por la cabeza que su base estuviera en Hawai.

Silencio. Observé los ojos de Norton. Apenas había mirado el maletín medio segundo.

– ¿Qué significa todo esto? -preguntó ella.

– Cuéntemelo usted -repuse, y señalé el maletín-. Era del general Kramer. Lo perdió en Nochevieja y hoy ha vuelto a aparecer. Estamos intentando descubrir dónde ha estado todo este tiempo.

– ¿Dónde lo perdió?

Summer se arrellanó en la silla.

– En un motel -respondió-. Durante una cita sexual con una mujer de esta base. La mujer en cuestión conducía un Humvee. Por tanto, estamos buscando a una mujer que conocía a Kramer, que tiene acceso a los Humvee, que estaba fuera de la base en Nochevieja y que se hallaba en la cena de anoche.

– En la cena yo era la única mujer.

Silencio.

Summer asintió.

– Ya lo sabemos. Y prometemos mantener todo esto en secreto, pero primero necesitamos que nos confirme a quién entregó usted el maletín.

Se hizo el silencio. Norton miró a Summer como si acabara de escuchar un chiste que no captaba.

– ¿Cree que me acosté con el general Kramer? -le soltó.

Summer no respondió.

– Bueno, pues no -aseguró Norton-. Dios me libre.

Otro silencio.

– No sé si reír o llorar -añadió-. Es una acusación totalmente ridícula. Estoy pasmada.

Hubo una pausa tensa. Norton sonrió, como si el principal componente de su reacción fuera el regocijo y no el enfado. Cerró los ojos y los abrió al cabo de un instante, como si intentase borrar la conversación de su memoria.

– ¿Falta algo en el maletín? -me preguntó.

No contesté.

– Por favor -dijo-. Estoy intentando encontrarle sentido a esta visita insólita-. ¿Falta algo en el maletín?

– Vassell y Coomer dicen que no.

– ¿Pero?

– No les creo -dije.

– Pues debería hacerlo. Son oficiales de rango superior.

No repliqué.

– ¿Qué dice su nuevo oficial al mando?

– No quiere que siga con esto. Tiene miedo de un posible escándalo.

– Él debería marcarle la pauta.

– Soy un investigador. Tengo que hacer preguntas.

– El ejército es una familia -dijo ella-. Estamos en el mismo bando.

– ¿Vassell o Coomer se fueron con ese maletín anoche? -pregunté.

Norton volvió a cerrar los ojos. Al principio creí que sólo se estaba impacientando, pero luego reparé en que estaba evocando la escena de la noche anterior, en el guardarropa.

– No -contestó-. Ninguno de los dos salió con este maletín.

– ¿Está completamente segura?

– No tengo ninguna duda.

– ¿De qué humor estaban durante la cena?

Norton abrió los ojos.

– Relajados -repuso-. Como si estuvieran pasando una velada insustancial.

– ¿Explicaron por qué se encontraban aquí?

– Ayer al mediodía se ofició el funeral del general Kramer.

– No lo sabía.

– Creo que los de Walter Reed entregaron el cadáver y el Pentágono se encargó de los detalles.

– ¿Dónde fue el funeral?

– En el cementerio de Arlington -contestó-. ¿Dónde si no?

– Eso está casi a quinientos kilómetros.

– Aproximadamente. En línea recta.

– Entonces ¿por qué vinieron aquí a cenar?

– No lo sé -respondió.

Me quedé callado.

– ¿Algo más? -preguntó ella.

Negué con la cabeza.

– ¿Un motel? -soltó-. ¿Parezco la clase de mujer que quedaría con un hombre en un motel?

No respondí.

– Retírense -dijo.

Me puse en pie. Summer hizo lo propio. Cogí el maletín y salí del despacho. Summer siguió mis pasos.

– ¿La ha creído? -me preguntó la teniente.

Estábamos sentados en el Humvee, fuera del edificio de Operaciones Psicológicas. El motor estaba al ralentí y la calefacción soltaba aire viciado y caliente que olía a diesel.

– Por supuesto -contesté-. En cuanto vi que no reaccionaba ante el maletín. Si lo hubiera visto antes se habría puesto nerviosa. Y naturalmente la he creído en lo del motel. Para verle las bragas a ésa hay que ir a una suite del Ritz.

– Así pues, ¿qué hemos averiguado?

– Nada -dije-. Absolutamente nada.

– No; nos hemos enterado de que, por lo visto, Fort Bird es un lugar muy atractivo. De que Vassell y Coomer suelen aparecer por aquí por nada en concreto.

– Siga -dije.

– Y que Norton cree que somos una familia.

– Oficiales -solté-. ¿Qué esperaba?

– Usted es un oficial. Yo también.

Asentí.

– Estuve cuatro años en West Point -dije-. Tenía que haber sido más listo. Cambiarme de nombre y volver como soldado raso. Tres ascensos. Ahora sería especialista E-4. Quizá sargento E-5. Ojalá así fuera.

– ¿Y ahora qué?

Miré la hora. Casi las diez.

– A dormir -dije-. Mañana a primera ahora tenemos que buscar un envase de yogur.

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