20

Hicimos la consabida caminata hasta la Place de l’Opéra y tomamos el autobús al aeropuerto. Era la sexta vez que me montaba en ese autobús en una semana. No fue más cómoda que las cinco anteriores, pero fue la incomodidad lo que me hizo empezar a pensar.

Bajamos en salidas internacionales y encontramos el mostrador de Air France. Canjeamos dos vales por dos plazas a Dulles en el vuelo nocturno de las once. Eso suponía una larga espera. Cargamos con las bolsas a través del vestíbulo y pusimos rumbo a un bar. Summer no estaba muy habladora, supongo que no se le ocurría nada que decir. Pero lo cierto es que yo me estaba recuperando. La vida se mostraba tal como es para todo el mundo. Tarde o temprano uno acaba siendo un huérfano. No es posible librarse de ello. Ha pasado así durante mil generaciones. Es absurdo preocuparse.

Tomamos unas cervezas y buscamos un sitio para comer. Yo no había desayunado ni almorzado, y supuse que ella tampoco. Pasamos frente a las pequeñas boutiques libres de impuestos y vimos un local montado de tal forma que parecía un bistro en plena calle. Reunimos los pocos dólares que nos quedaban y vimos que podíamos permitirnos un plato cada uno, un zumo para ella, un café para mí y una propina para el camarero. Pedimos steak frites, lo que resultó ser un aceptable trozo de carne con patatas y mayonesa. En Francia se podía comer bien en cualquier parte. Incluso en un aeropuerto.

Al cabo de una hora nos dirigimos a la sala de embarque. Aún era pronto y estaba casi desierta. Sólo algunos pasajeros en tránsito, todos arruinados o sin blanca como nosotros. Nos sentamos lejos de ellos, con la mirada perdida.

– Vuelven las malas sensaciones -dijo Summer-. Cuando uno está lejos puede olvidarse del apuro en que se halla.

– Sólo necesitamos un resultado -dije.

– No vamos a conseguir ninguno. Han pasado diez días y no hemos llegado a ninguna parte.

Asentí. Diez días desde la muerte de la señora Kramer, seis desde la de Carbone. Cinco desde que los delta me habían dado una semana para probar mi inocencia.

– No tenemos nada -añadió-. Ni siquiera lo más fácil. Ni siquiera hemos encontrado a la mujer del motel de Kramer. Esto no tenía que haber sido tan difícil.

Asentí de nuevo. Tenía razón. No tenía por qué haberlo sido.


La sala se llenó de viajeros y embarcamos cuarenta minutos antes de iniciar el vuelo. Summer y yo nos sentamos detrás de una pareja mayor que iba en una fila junto a una puerta. Ojalá hubiéramos podido cambiarnos el sitio. Me habría encantado tener más espacio. Despegamos puntualmente, y pasé la primera hora sintiéndome cada vez más apretado e incómodo. La azafata nos sirvió una cena que yo no habría podido comer aunque hubiera querido, pues no tenía suficiente espacio para mover los codos y manejar los cubiertos.

Una idea condujo a otra.

Pensé en Joe en el avión la noche anterior. Sin duda había viajado en clase turista, como corresponde a un funcionario en un viaje personal. Se habría sentido apretujado e incómodo toda la noche, algo más que yo porque era un par de centímetros más alto. Así que volvió a remorderme el haberle metido en el autobús hasta la ciudad. Recordé los duros asientos de plástico y su postura apretujada y las sacudidas de su cabeza por el movimiento. Yo tenía que haber ido desde la ciudad en taxi y que éste aguardara junto al bordillo. Tenía que haber encontrado el modo de conseguir algo de efectivo.

Una idea llevó a otra.

Me imaginé a Kramer, Vassell y Coomer volando desde Francfort en Nochevieja. American Airlines. Un Boeing, en el que no hay más espacio que en otros reactores. Una salida a primera hora desde el XII Cuerpo. Un largo vuelo a Dulles. Me los imaginé andando por el pasillo del avión, entumecidos, faltos de aire, deshidratados, incómodos.

Una idea llevó a otra.

Saqué del bolsillo el sobre del George V. Lo abrí. Leí la factura de cabo a rabo. Analicé cada línea y cada concepto.

La factura del hotel, el avión, el autobús a la ciudad.

El autobús a la ciudad, el avión, la factura del hotel.

Cerré los ojos.

Pensé en las cosas que Sánchez y el administrativo de Delta y el detective Clark y Andrea Norton y la propia Summer me habían dicho. Pensé en la multitud de personas que esperaban y saludaban en el vestíbulo de llegadas del Roissy-Charles de Gaulle. Pensé en Sperryville (Virginia). Pensé en la casa de la señora Kramer en Green Valley.

Al final las fichas de dominó caían de cualquier manera y nadie salía bien parado. Yo el que menos, pues había cometido muchos errores, sobre todo uno muy gordo que con seguridad se volvería contra mí y me mordería el culo.


Me quedé tan absorto meditando sobre mis fallos que permití que mis preocupaciones me llevaran a cometer otro más. Pasé todo el rato pensando en el pasado y ni un instante en el futuro, en contramedidas, en qué nos estaría aguardando en Dulles. Tomamos tierra a las dos de la mañana, salimos por el vestíbulo de aduanas y caímos directamente en la trampa que nos había tendido Willard.

De pie en el mismo sitio que seis días atrás estaban los mismos suboficiales de la oficina del jefe de la policía militar. Dos W3 y un W4. Los vi. Nos vieron. Dediqué un segundo a preguntarme cómo diablos lo había hecho Willard. ¿Tenía hombres en todos los aeropuertos del país día y noche? ¿Detectó el rastro que dejaban por Europa nuestros bonos de viaje? ¿Podía hacer eso él solo? ¿Estaba implicado el FBI? ¿El Departamento de Defensa? ¿El Departamento de Estado? ¿La Interpol? ¿La OTAN? No tenía ni idea. Tomé la absurda nota mental de que algún día intentaría averiguarlo.

Luego dediqué otro segundo a decidir qué hacer.

La táctica dilatoria no era una opción. Ahora no. Estando en manos de Willard, no. Yo necesitaba libertad de movimientos y de acción durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas más. Después iría a ver a Willard, y lo haría contento. Porque en ese momento estaría en condiciones de abofetearle y detenerle.

Se nos acercó el W4 con los W3 detrás.

– Tengo órdenes de esposarles a ambos -dijo.

– Haga caso omiso de sus órdenes -repuse.

– No puedo -replicó.

– Inténtelo.

– No puedo -repitió.

Asentí.

– Muy bien, negociemos -dije-. Si usted intenta ponerme las esposas, yo le rompo los brazos. Si ustedes se dirigen al coche, nosotros los acompañaremos tranquilamente.

El tipo pensó un momento. Él iba armado. Sus hombres también. Nosotros no. Pero nadie quiere disparar en medio de un aeropuerto, y menos a gente desarmada de la misma unidad. Esto provocaría mala conciencia. Y papeleo. Y él no quería una pelea a puñetazos. Tres contra dos, no. Yo era demasiado grande y Summer demasiado pequeña; no habría sido juego limpio.

– ¿Me puedo fiar? -dijo.

– Desde luego -mentí.

– Pues vamos.

La otra vez el tipo había caminado delante de mí y sus acólitos W3 se habían colocado uno a cada lado. Esperaba sinceramente que repitieran el esquema. Imaginé que los W3 se consideraban a sí mismos unos verdaderos hijos de puta y pensé que eso no estaba lejos de la verdad, pero el que más me preocupaba era el W4. Parecía de pura cepa. Pero no tenía ojos en la nuca. Esperé, por tanto, que se pusiera delante.

Así lo hizo. Summer y yo permanecimos juntos sosteniendo el equipaje y los W3 nos flanquearon un paso atrás, dibujando una punta de flecha. El W4 abría camino. Salimos por las puertas al frío nocturno. Doblamos hacia la zona de acceso restringido donde ellos habían estacionado la otra vez. Eran más de las dos de la madrugada y las vías de acceso al aeropuerto estaban desiertas. Se apreciaban solitarios charcos de luz amarillenta procedentes de los focos de los postes. Había estado lloviendo. El suelo estaba mojado.

Cruzamos la fila de furgonetas públicas y a continuación la mediana donde se hallaban las paradas de autobús. Nos encaminamos a la oscuridad. Alcancé a ver un enorme aparcamiento a la izquierda y el Chevy Caprice a lo lejos a la derecha. Torcimos hacia allí. Anduvimos por la calzada. Durante casi todo el día estaría atestada de coches, pero a esas horas se encontraba despejada y silenciosa.

Dejé caer la bolsa y con ambas manos apreté a Summer de un empellón. Luego solté el codo derecho hacia atrás y golpeé en la cara al W3. Sin mover los pies, me impulsé hacia el otro lado y estrellé el codo izquierdo contra el otro W3. Acto seguido avancé hacia el W4 cuando éste se daba la vuelta. Le aticé una izquierda en el pecho y un gancho de derecha en el mentón que lo tumbó. Me volví hacia los W3 a ver qué hacían. Estaban ambos tumbados y aturdidos, con sangre en el rostro, la nariz rota, algunos dientes sueltos. Mucho sobresalto y anonadamiento. Excelente factor sorpresa. Ellos eran buenos, pero yo mejor. Miré al W4. Estaba inerte. Me agaché junto a los W3 y les cogí las Beretta de las fondas. Luego cogí la del W4. Ensarté las tres pistolas en mi dedo índice. Con la otra mano busqué las llaves del coche. El W3 de la derecha las tenía en el bolsillo. Se las cogí y se las lancé a Summer, que ya volvía a estar de pie, consternada.

Le di las tres Beretta y arrastré al W4 por el cuello hasta la parada de autobús más cercana. Luego volví por los W3 y también tiré de ellos, uno con cada mano. Los coloqué a todos en fila, boca abajo. Estaban conscientes pero aturdidos. Los golpes fuertes en la cabeza tienen peores consecuencias en la vida real que en las películas. Yo respiraba con dificultad, casi resollaba. La adrenalina contribuía lo suyo. Era una suerte de respuesta retardada. La pelea ejercía efectos en ambos bandos.

Me puse en cuclillas junto al W4.

– Le pido disculpas, jefe -dije-. Pero usted se interpuso en mi camino.

No dijo nada. Sólo alzó los ojos y me miró atónito. Cólera, conmoción, orgullo herido, confusión.

– Ahora escuche -añadí-. Escuche con atención. Usted nunca nos ha visto. No estábamos aquí. Jamás llegamos. Aguardó durante horas pero nosotros no aparecimos. Regresó al aparcamiento y algún avispado le había birlado el coche. Así ocurrió, ¿vale?

El hombre trató de decir algo.

– Sí, lo sé -dije-. Es una historia poco convincente y en ella usted queda como un estúpido. Pero peor quedará si cuenta la verdad.

El tío no replicó.

– Así pues -le recordé-, nosotros no llegamos y alguien le robó el coche. Cíñase a eso o haré correr que fue la teniente quien os dejó fuera de combate. Una chica que pesa cuarenta y cinco kilos. Una contra tres. Eso le encantará a todo el mundo. Todos se chiflarán. Y ya sabe usted que los rumores pueden perseguirle a uno toda la vida.

El hombre siguió callado.

– Usted decide -señalé.

Se encogió de hombros.

– Le pido disculpas -repetí-. En serio.

Los dejamos allí, cogimos las bolsas y corrimos hasta el coche. Summer lo abrió y entramos. Lo puso en marcha. Metió la primera y arrancamos.

– Ve despacio -dije.

Esperé hasta que estuvimos junto a la marquesina del autobús, bajé la ventanilla y arrojé las Beretta a la acera. La historia no funcionaría si además del coche perdían las armas. Las tres pistolas cayeron cerca de los tres tipos, que se pusieron a cuatro patas y gatearon hacia ellas.

– Ahora vamos -dije.

Summer pisó el acelerador y los neumáticos chirriaron. Un segundo después estábamos fuera del alcance de las armas. La teniente no levantó el pie y abandonamos el aeropuerto a unos ciento cuarenta.

– ¿Estás bien? -pregunté.

– De momento sí -contestó.

– Lamento haberte empujado.

– Podíamos haber echado a correr sin más. En la terminal nos habríamos deshecho de ellos.

– Necesitábamos un coche -observé-. Estoy harto de coger autobuses.

– Pero ahora nos hemos salido demasiado de la fila.

– En eso tienes toda la razón -confirmé.


Miré el reloj. Eran casi las tres de la mañana. Nos dirigíamos al sur desde Dulles. Deprisa, a ningún sitio. En la oscuridad. Necesitábamos un destino.

– ¿Sabes mi número de teléfono de Fort Bird? -pregunté.

– Desde luego.

– Muy bien, pues para en el próximo sitio donde haya teléfono.

Al cabo de unos ocho kilómetros, Summer divisó una gasolinera de servicio nocturno ininterrumpido. Toda iluminada en el horizonte. Entramos y echamos un vistazo. Tras los surtidores había una tienda de comestibles, pero estaba cerrada. Por la noche había que pagar la gasolina a través de una ventanilla antibalas. Fuera, junto a la manguera del aire, había un teléfono público. Una caja de aluminio fijada a la pared y con siluetas de teléfono perforadas en los lados. Summer marcó el número y me pasó el auricular. Oí un ciclo de tonos y luego contestó la sargento del niño pequeño.

– Soy Reacher -dije.

– Está usted con la mierda hasta el cuello -soltó.

– Y ésa es la buena noticia -dije.

– ¿Cuál es la mala?

– Que usted va a participar en esto conmigo. ¿Cómo tiene montado lo de las niñeras?

– Se queda la hija de mi vecina. La de la caravana de al lado.

– ¿Puede quedarse una hora más?

– ¿Por qué?

– Porque quiero que nos veamos. Quiero que me traiga algo.

– Eso le costará una pasta.

– ¿Cuánto?

– Dos dólares la hora. Para la niñera.

– No tengo dos dólares. Precisamente ésa es una de las cosas que quiero que me traiga. Dinero.

– Pero bueno, ¿quiere que le dé dinero?

– Un préstamo -precisé-. Un par de días.

– ¿Cuánto?

– Todo lo que tenga.

– ¿Cuándo y dónde?

– Cuando acabe su turno. A las seis. En el comedor que hay al lado del local de striptease.

– ¿Qué más quiere que le lleve?

– Llamadas telefónicas -dije-. Todas las llamadas hechas desde Fort Bird a partir de la medianoche de Nochevieja hasta el tres de enero. Y una guía telefónica del ejército. He de hablar con Sánchez y Franz y toda clase de gente. Y también necesito el expediente personal del comandante Marshall, el tipo del XII Cuerpo. Consiga que le envíen un fax desde donde sea.

– ¿Nada más?

– También necesito que averigüe dónde aparcaron el coche Vassell y Coomer cuando fueron a cenar el día cuatro.

– Muy bien -dijo-. ¿Ya está?

– No -repuse-. Necesito saber dónde estaba el comandante Marshall los días dos y tres. Busque a empleados de viajes y entérese de si se facilitaron bonos. Y quiero el número de teléfono del hotel Jefferson, en D.C.

– Es mucho para tres horas.

– Por eso se lo pido a usted y no al tipo del turno de día. Usted es mejor que él.

– Ahórrese eso -soltó-. Conmigo no valen los halagos.

– La esperanza es lo último que se pierde -dije.

Regresamos al coche y a la carretera. Pusimos rumbo al este por la I-95. Le dije a Summer que fuera despacio. Si no, tal como conducía ella por las vacías carreteras nocturnas, llegaríamos al comedor mucho antes que la sargento. Ella estaría allí aproximadamente a las seis y media y yo quería llegar después, a eso de las seis cuarenta. Por si ella me había delatado y tendido una emboscada. Era improbable pero no imposible. Pasaríamos con el coche y echaríamos un vistazo antes de parar. No tenía ganas de estar sentado a una mesa bebiendo café y que apareciera Willard.

– ¿Para qué quieres todo eso? -preguntó Summer.

– Sé lo que le pasó a la señora Kramer -dije.

– ¿Cómo?

– Al final lo he entendido. Tenía que haberlo visto desde el principio. Pero no pensé. No tuve suficiente imaginación.

– No basta con imaginar las cosas.

– Pues a veces resulta que sí -objeté-. A veces sólo se trata de eso. En ocasiones es todo lo que tiene un investigador. Uno ha de imaginar qué habrán hecho los otros. El modo en que habrán pensado y actuado. Hay que pensar que uno es los otros.

– ¿Es quiénes?

– Vassell y Coomer -precisé-. Sabemos quiénes son. Sabemos cómo son. Por tanto, podemos predecir qué hicieron.

– ¿Y qué hicieron?

– Salieron a primera hora y viajaron en avión todo el día desde Francfort. En Nochevieja. Llevaban uniforme de clase A por si así obtenían alguna ventaja. Con un vuelo de American Airlines que salía de Alemania quizá lo lograron, o quizá no. En cualquier caso, no podían darlo por hecho. Irían preparados para pasarse ocho horas en clase turista.

– ¿Por tanto?

– ¿A unos tíos como ellos les haría gracia hacer la cola de taxis en Dulles? ¿O tomar el autobús a la ciudad? ¿Ir apretujados e incómodos?

– No -repuso Summer-. No harían una cosa ni la otra.

– Exacto -corroboré-. Ni una cosa ni la otra. Son demasiado importantes. Ni pensarlo. Ni en un millón de años. Los tíos así necesitan que les vaya a esperar un coche con chófer.

– ¿Quién?

– Marshall -dije-. Él es el hombre. El recadero favorito. Ya estaba aquí, a su servicio. Seguramente los recogió en el aeropuerto. Tal vez también a Kramer. ¿Cogió Kramer el autobús de Hertz hasta el aparcamiento de coches de alquiler? No lo creo. Creo más bien que Marshall lo llevó allí, y luego acompañó a Vassell y Coomer al hotel Jefferson.

~¿Y?

– Y se quedó allí con ellos, Summer. Creo que había reservado una habitación. Tal vez le querían allí para que los llevara al National a la mañana siguiente. Al fin y al cabo iría con ellos. También iría a Fort Irwin. O quizá sólo querían hablar con él urgentemente. Sólo ellos tres, Vassell, Coomer y Marshall. Acaso fuera más fácil hablar sin la presencia de Kramer. Y Marshall tenía mucho de qué hablar. Habían iniciado su misión temporal en noviembre. Tú misma me lo dijiste. Fue en noviembre cuando comenzó a caer el Muro. En noviembre empezaron a llegar las señales de peligro. Así que le enviaron aquí en noviembre para que estuviera atento a lo que se dijera en el Pentágono. Es mi hipótesis. Pero en cualquier caso, Marshall pasó la noche con Vassell y Coomer en el hotel Jefferson. De esto estoy seguro.

– Muy bien. ¿Qué más?

– Marshall estaba en el hotel y su coche en el aparcamiento. ¿Y sabes una cosa? Examiné nuestra factura de París. Te cobran un ojo de la cara por todo, sobre todo las llamadas. Pero no «todas». Las que hicimos de una habitación a otra no aparecen reflejadas. Tú me llamaste a las seis por la cena. Luego yo te llamé a medianoche. Estas llamadas no salen en la factura. Si pulsas el tres para hablar con otra habitación, es gratis. Si marcas el nueve para tener línea, se enciende el ordenador. En la factura de Vassell y Coomer no había llamadas, por lo que pensamos que no las habían hecho. Pero sí las habían hecho. Llamadas internas, de habitación a habitación. Vassell recibió el mensaje del XII Cuerpo en Alemania y luego llamó a Coomer para discutir con él qué demonios hacer al respecto. Y luego uno de los dos cogió el teléfono y llamó a la habitación de Marshall, al siempre disponible recadero, y le dijo que bajara inmediatamente y cogiera el coche.

– ¿Lo hizo Marshall?

Asentí.

– Lo mandaron de noche a hacer el trabajo sucio.

– ¿Podemos demostrarlo?

– Podemos intentarlo. Primero llamaremos al hotel Jefferson y buscaremos una reserva a nombre de Marshall para Nochevieja. Segundo, el expediente de Marshall nos dirá si en otro tiempo vivió en Sperryville. Y tercero, su expediente nos dirá si es alto, robusto y diestro.

Summer guardó silencio, reflexionando.

– ¿Esto bastará? -dijo-. ¿Lo de la señora Kramer será un resultado suficiente para salir del atolladero?

– Aún quedan cosas -dije.


Observar a Summer conducir despacio era como estar en un universo paralelo. Nos fuimos deslizando por la autopista con el mundo pasando a una velocidad moderada. El potente motor del Chevy haraganeaba a poco más que al ralentí. Los neumáticos eran silenciosos. Pasamos frente a los ya familiares puntos de referencia. El edificio de la policía estatal, el lugar donde había sido hallado el maletín de Kramer, el área de descanso, el acceso a la pequeña autopista. Nos salimos en el cruce en trébol, y yo recorrí con la vista la gasolinera, la freiduría barata, el aparcamiento del bar de striptease y el motel. Todo el lugar rebosaba de luz amarilla, niebla y sombras negras, pero yo alcanzaba a ver bastante bien. No se apreciaba ningún tinglado. Summer dobló hacia el aparcamiento y dio una vuelta larga y lenta. Había tres vehículos de dieciocho ruedas aparcados como ballenas varadas en la playa y un par de sedanes probablemente abandonados. Tenían toda la pinta: pintura deslustrada, neumáticos flojos, carrocerías combadas. Había una vieja furgoneta Ford con un asiento de niño sujeto con correas. Supuse que era de la sargento. No había nada más. Las seis y media de la mañana y el mundo estaba oscuro, tranquilo y en silencio.

Ocultamos el coche tras el bar y cruzamos el aparcamiento en dirección al comedor, cuyas ventanas estaban empañadas por el humo de la cocina. Dentro se veía una luz blanca y cálida. Parecía un cuadro de Hopper. La sargento estaba sola en una mesa de la parte de atrás. Entramos y nos sentamos a su lado. Ella levantó del suelo una bolsa de la compra llena de cosas.

– Primero lo primero -dijo.

Metió la mano en la bolsa y sacó una bala. La dejó vertical sobre la mesa, delante de mí. Era una Parabellum normal de 9 mm. Munición reglamentaria de la OTAN. Encamisada. Para pistola o metralleta. El brillante revestimiento de latón tenía algo rayado. La cogí y la observé. Había una palabra grabada, tosca y desigual. Había sido trazada deprisa y a mano. Ponía «Reacher».

– Una bala con mi nombre -dije.

– De Delta -precisó la sargento-. Entregada en mano, ayer.

– ¿Por quién?

– El joven con barba.

– Qué encantador -dije-. Recuérdeme que le dé una patada en el culo.

– No lo tome a broma. Están alteradísimos.

– Se han equivocado de hombre.

– ¿Puede demostrarlo?

Hice una pausa. Saber algo y demostrarlo eran cuestiones distintas. Guardé la bala en el bolsillo y puse las manos encima de la mesa.

– A lo mejor sí -contesté.

– ¿Sabemos también quién mató a Carbone? -preguntó.

– Primero una cosa y luego otra -observé.

– Aquí tiene el dinero -dijo la sargento-. Todo lo que he podido conseguir.

Introdujo de nuevo la mano en la bolsa y dejó cuarenta y siete dólares en la mesa.

– Gracias -dije-. Pongamos que le debo cincuenta. Tres de intereses.

– Cincuenta y dos -puntualizó ella-. No se olvide de la niñera.

– ¿Qué más trae?

Sacó un acordeón de papel continuo impreso. Del que tiene rayas azules casi imperceptibles y agujeros en los lados. Lleno de líneas y más líneas de números.

– El registro de llamadas -dijo.

Luego me dio un papel con un número de teléfono escrito.

– El hotel Jefferson -precisó.

A continuación me dio más papel de fax.

– El expediente del comandante Marshall -dijo.

Después siguió una guía telefónica del ejército. Era gruesa y verde y contenía los números de nuestros puestos e instalaciones militares en todo el mundo. Luego me entregó más papel de fax plegado. Eran los resultados de los sondeos callejeros llevados a cabo en Green Valley por el detective Clark en Nochevieja.

– Desde California, Franz me dijo que usted querría esto -señaló.

– Fantástico -solté-. Gracias. Gracias por todo.

Asintió.

– Mejor siga creyendo que valgo más que el del turno de día. Y mejor dígalo cuando empiecen con la reducción de efectivos.

– Así lo haré -aseguré.

– No, no lo haga -dijo-. Viniendo de usted no serviría de nada. Estará muerto o en la cárcel.

– Pero me ha traído todo esto -señalé-. Aún cree en mí.

La sargento no contestó.

– ¿Dónde aparcaron el coche Vassell y Coomer? -pregunté.

– ¿El día cuatro? -dijo ella-. Nadie lo sabe seguro. La primera patrulla nocturna vio un vehículo del Estado Mayor en el extremo más alejado del aparcamiento, estacionado de cola. Pero quizá no tenga mayor importancia. No me dieron ningún número de matrícula, así que no es una identificación definida. Y los de la segunda patrulla no recuerdan nada en absoluto. Por tanto, dos informes incompletos.

– ¿Qué vieron exactamente los de la primera patrulla?

– Lo que denominan un coche del Estado Mayor.

– ¿Un Grand Marquis negro?

– Era negro -contestó-. Pero todos estos coches son verdes o negros. Un vehículo negro no tiene nada de especial.

– Pero no estaba en la fila.

Asintió.

– Solo, en un extremo del aparcamiento. Pero la segunda patrulla no lo confirma.

– ¿Dónde estaba Marshall los días dos y tres?

– Esto ha sido más fácil -repuso-. Hay dos justificantes de viaje. El día dos a Francfort, y el tres de vuelta aquí.

– ¿Una noche en Alemania?

Asintió de nuevo.

– Ida y vuelta.

Nos quedamos en silencio. El camarero se acercó con un bloc y un lápiz. Miramos el menú y los cuarenta y siete dólares de la mesa y pedí café y huevos por un valor no superior a dos pavos. Summer captó el mensaje y pidió zumo y galletas. Era lo más barato que podíamos permitirnos para mantener la verticalidad.

– ¿He terminado aquí? -preguntó la sargento.

Asentí.

– Gracias. En serio.

Summer se levantó para dejarla salir.

– Un beso al niño de mi parte -dije.

La sargento se detuvo, toda huesos y tendones, dura como el pico de un pájaro carpintero, mirándome fijamente.

– Acaba de morir mi madre -dije-. Un día su hijo recordará mañanas como ésta.

La sargento asintió y se dirigió a la puerta. Un minuto después la vimos en su furgoneta, una figura pequeña al volante. Desapareció en la niebla de la madrugada, dejando un rastro de humo del tubo de escape.


Coloqué todos los papeles en un montón lógico y comencé por el expediente de Marshall. La transmisión por fax no era de una calidad fantástica pero se podía leer. Había la habitual masa de información. En la primera hoja me enteré de que Marshall había nacido en septiembre de 1958. Por tanto tenía treinta y un años. No tenía esposa ni hijos, tampoco ex esposas. Supuse que estaba casado con el ejército. Constaba que medía metro noventa y pesaba cien kilos. El ejército necesitaba saberlo porque así convenía a los intendentes generales. Constaba que era diestro. El ejército tenía que saberlo porque los fusiles de cerrojo para francotiradores están concebidos para los diestros. Normalmente a los zurdos no se les asigna la función de francotiradores. En el ejército lo encasillan a uno desde el primer día.

Pasé la hoja.

Marshall había nacido en Sperryville (Virginia), y allí había ido al jardín de infancia, al colegio y al instituto.

Sonreí. Summer me miró, preguntando con los ojos. Corté las hojas y se las pasé, alargué la mano y señalé con el dedo las líneas que venían al caso. Luego le di el papel con el teléfono del hotel Jefferson.

– Busca un teléfono -dije.

Encontró uno justo detrás de la puerta, instalado en la pared, cerca de la caja registradora. Vi que introducía dos monedas de veinticinco centavos y que marcaba, hablaba y esperaba. Vi que decía el nombre, el rango y la unidad. Y que escuchaba. Y que hablaba un poco más. Y que esperaba un poco más. Y que escuchaba. Metió más monedas. Fue una llamada larga. Imaginé que la estaban remitiendo de un sitio a otro. Luego vi que decía gracias y colgaba. Y que volvía a la mesa, con una expresión adusta y satisfecha.

– Estuvo en una habitación -explicó-. De hecho hizo la reserva él mismo el día anterior. Tres habitaciones, para él, Vassell y Coomer. Y había una factura del servicio de aparcacoches.

– ¿Has hablado con los del aparcamiento?

– Era un Mercury negro. Entró justo después del almuerzo y salió a la una menos veinte de la madrugada, regresó a las tres y veinte y volvió a salir el día de Año Nuevo después de desayunar.

Hojeé entre el montón de papeles y encontré el fax del detective Clark. Los resultados de su sondeo casa por casa. Había anotada una considerable actividad de vehículos. Era Nochevieja, y mucha gente había estado yendo y volviendo de fiestas. Justo antes de las dos de la madrugada, en la calle de la señora Kramer había lo que alguien tomó por un taxi.

– Un coche del Estado Mayor podría confundirse con un taxi -observé-. No sé, un sedán negro, limpio pero algo viejo y gastado, muchos kilómetros a cuestas, la misma forma que un Crown Victoria.

– Verosímil -dijo Summer.

– Probable -dije yo.


Pagamos la cuenta, dejamos un dólar de propina y contamos lo que nos quedaba del préstamo de la sargento. Llegamos a la conclusión de que deberíamos seguir comiendo barato porque íbamos a necesitar dinero para gasolina. Y para llamadas telefónicas. Y otros gastos.

– ¿Ahora adónde? -me preguntó Summer.

– Al otro lado de la calle. Al motel. Vamos a escondernos todo el día. Un poco más de trabajo y luego a dormir.

Dejamos el Chevy oculto tras el bar y cruzamos la calle a pie. Despertamos al muchacho de recepción y le pedí una habitación.

– ¿Una habitación? -soltó.

Asentí. Summer no puso objeciones. No podíamos permitirnos dos y no era la primera vez que compartíamos una. En lo que a planes nocturnos se refería, París nos había salido muy bien.

– Quince dólares -dijo el chico.

Le pagué, él sonrió y me dio la llave de la habitación en que había muerto Kramer. Supuse que pretendía ser gracioso. No dije nada. Me daba igual. Pensé que era mejor una habitación en la que hubiera muerto un tipo que las que alquilaban por horas.

Caminamos juntos por la hilera, abrimos la puerta y entramos. La habitación seguía fría y húmeda, oscura y triste. Se habían llevado el cadáver, pero por lo demás estaba exactamente igual que la vez anterior.

– No es el George V -comentó Summer.

– En eso tienes toda la razón.

Dejamos las bolsas en el suelo y yo coloqué los papeles de la sargento sobre la cama. La colcha estaba ligeramente húmeda. Toqueteé el radiador de debajo de la ventana hasta que soltó un poco de calor.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Summer.

– Los registros de las llamadas. Estoy buscando una llamada con el nueve uno nueve como código de área.

– Local. Fort Bird también tiene el nueve uno nueve.

– Magnífico -dije-. Habrá un millón.

Extendí el listado sobre la cama y comencé a mirar. No había un millón de llamadas locales, pero sí unos centenares. Empecé a medianoche del día de Nochevieja y avancé a partir de ahí. Pasé por alto los números a los que habían llamado más de una vez desde más de un teléfono. Conjeturé que serían empresas de taxis, clubes o bares. Dejé de lado los números que tenían el mismo código de central telefónica. Serían principalmente de viviendas fuera de la base. Soldados de servicio que habrían llamado a su casa después de la medianoche para desear feliz año a la esposa y los hijos. Me concentré en los números que sobresalían. Números de ciudades de Carolina del Norte. Estaba buscando concretamente un número de otra ciudad al que hubieran llamado sólo una vez treinta o cuarenta minutos después de la medianoche. Ése era mi objetivo. Examiné el listado con paciencia, línea por línea, página por página, sin apresurarme. Tenía todo el día.

Lo encontré tras varios pliegues de papel. Figuraba a las 00.32. Treinta y dos minutos después de que 1989 pasara a ser 1990. Más o menos cuando yo calculaba. Una llamada de casi quince minutos. La duración también era razonable. Estaba ante una posibilidad fundada. Seguí buscando durante los veinte o treinta minutos siguientes. Nada que pareciera ni la mitad de interesante. Volví atrás y puse el dedo bajo el número que me gustaba. Era mi mejor opción. O mi única esperanza.

– ¿Tienes un boli?

Summer me dio uno que se sacó del bolsillo.

– ¿Y monedas de veinticinco?

Me enseñó cincuenta centavos. Escribí mi número favorito en el papel del número del hotel Jefferson. Se lo pasé.

– Llama -dije-. Averigua quién contesta. Tendrás que volver al comedor. El teléfono del motel está roto.

Summer estuvo fuera unos ocho minutos. Entretanto me lavé los dientes. Tenía una teoría: si no tienes tiempo de dormir, una ducha es un buen sucedáneo. Si no hay tiempo para una ducha, lavarse los dientes es la siguiente opción.

Dejaba el cepillo en la repisa del cuarto de baño cuando Summer entró. Traía consigo el ambiente frío y brumoso.

– Es un centro vacacional con campo de golf en las afueras de Raleigh -explicó.

– Ya me sirve -dije.

– Brubaker -observó-. Es donde estaba Brubaker. De vacaciones.

– Seguramente bailando. ¿No te parece? Media hora después de las campanadas. El recepcionista habrá tenido que sacarlo del salón de baile y llevarlo hasta el teléfono. Por eso la llamada duró un cuarto de hora. Casi todo fue tiempo de espera.

– ¿Quién llamó?

En el listado había códigos que indicaban el teléfono del que procedía la llamada. No me decían nada. Eran sólo números y letras. Pero la sargento me había procurado una clave. En la última hoja del acordeón había una lista con los códigos y los lugares que representaban. Ella tenía razón: era mejor que el tío del turno de día. Pero claro, era una sargento E-5 y él un cabo E-4, y los sargentos hacían que valiera la pena servir en el ejército norteamericano.

Cotejé el código con la clave.

– Alguien desde un teléfono público del cuartel de Delta.

– O sea que un tío delta llamó a su oficial al mando -dijo Summer-. ¿Y para qué nos sirve eso?

– La hora es sugerente. Debió de ser algo urgente, ¿no?

– ¿Quién fue?

– Primero una cosa y luego otra -dije.

– No me hagas callar.

– No lo estoy haciendo.

– Sí lo estás haciendo. Te estás encerrando.

No repliqué.

– Murió tu madre y lo estás pasando mal y te estás encerrando en ti mismo. Pero no deberías. No puedes hacer esto solo, Reacher. No puedes vivir toda tu vida solo.

Meneé la cabeza.

– No es eso -contesté-. Es que aquí sólo estoy haciendo conjeturas. Estoy todo el rato conteniendo la respiración. Una posibilidad remota y luego otra. Y no quiero caerme de bruces. No delante de ti. No me respetarías más.

Summer se quedó callada.

– Lo sé -dije-. Ya no me respetas porque me has visto desnudo.

Ella sonrió.

– Pues tendrás que acostumbrarte -añadí-. Porque va a pasar otra vez. De hecho, ahora mismo. Nos vamos a tomar el resto de la noche libre.


La cama era espantosa. El colchón se hundía en el medio y las sábanas estaban húmedas. Quizá peor que húmedas. En un sitio como aquél, si no habían alquilado la habitación desde la muerte de Kramer, casi seguro que tampoco habían cambiado las sábanas. De hecho, Kramer nunca se había metido dentro, sino que había muerto encima. Y probablemente había rezumado toda clase de fluidos corporales. A Summer parecía darle igual, pero ella no le había visto ahí, todo pálido y gris, inerte.

Pero entonces pensé «¿qué quieres por quince pavos?». Y Summer alejó mi mente de las sábanas. Me distrajo a lo grande. Estábamos muy cansados, pero no en exceso. Era la segunda vez y nos salió bien. Según mi experiencia, la segunda vez es siempre la mejor. A uno le sigue haciendo ilusión y aún no le aburre.

Después dormimos como niños. Por fin el radiador elevó un poco la temperatura. Las sábanas se calentaron. El ruido de la autopista se fue tornando un ronroneo de fondo. Estábamos a salvo. A nadie se le ocurriría buscarnos allí. Kramer había escogido bien. Era un escondrijo. Nos volvimos hacia el centro del colchón y nos abrazamos. Acabé pensando que era la mejor cama en que había estado nunca.


Nos despertamos mucho después, famélicos. Eran las seis de la tarde pasadas. Al otro lado de la ventana ya estaba oscuro. Los días de enero se iban desplegando uno tras otro sin que nosotros prestáramos mucha atención. Nos duchamos, nos vestimos y cruzamos la calle para comer algo. Yo llevaba la guía telefónica.

Tomamos las máximas calorías que pudimos por la menor cantidad de dinero posible, pero aun así nos pulimos ocho dólares entre los dos. Me desquité con el café. El comedor seguía una política de barra libre de tazas, y me aproveché de ella despiadadamente. A continuación acampé delante del teléfono de la pared. Busqué el número en la guía y llamé a Fort Jackson.

– Me he enterado de que estás jodido -soltó Sánchez.

– Provisionalmente. ¿Has oído algo más de lo de Brubaker?

– ¿Como qué?

– Por ejemplo, ¿han encontrado el coche?

– Pues sí. Y bastante lejos de Columbia.

– Deja que adivine -dije-. En algún lugar a más de una hora al norte de Fort Bird, y tal vez al este y algo al sur de Raleigh. ¿Qué tal Smithfield, Carolina del Norte?

– ¿Cómo diablos lo sabías?

– Era sólo un presentimiento -repuse-. Cerca de donde la I-95 enlaza con la US-70. En una calle principal. ¿Creen que fue allí donde lo mataron?

– Sobre eso no hay duda. Lo mataron en el mismo coche. Alguien le pegó un tiro desde el asiento de atrás. El parabrisas estalló frente al conductor, y lo que quedaba de cristal estaba cubierto de sangre y sesos. Y en el volante había salpicaduras. Por tanto, después nadie cogió el coche. Por consiguiente, allí lo asesinaron, en su propio coche. En Smithfield, Carolina del Norte.

– ¿Encontraron casquillos?

– No. Ni pruebas significativas, aparte de la mierda habitual.

– ¿Tienen alguna teoría?

– Era el aparcamiento de unas instalaciones industriales, una suerte de punto de referencia local, muy concurrido de día pero desierto de noche. Creen que fue una cita de dos coches. Brubaker llega primero, el segundo coche aparece enseguida, bajan del mismo al menos dos tíos, se meten en el de Brubaker, uno delante y otro atrás, se quedan un rato sentados, quizás hablan un poco, luego el de atrás saca una pistola y le dispara. Así es, por cierto, como creen que se fastidió el reloj de Brubaker. Piensan que tenía la mano izquierda en la parte superior del volante, la postura habitual. Sea como fuere, cae fulminado, lo arrastran fuera, lo introducen en el maletero del otro coche, lo llevan a Columbia y ahí lo dejan.

– Con droga y dinero en el bolsillo.

– De eso todavía no han averiguado nada.

– ¿Por qué los malos no movieron el coche de Brubaker? -pregunté-. Parece un poco estúpido llevar el cuerpo a Carolina del Sur y dejar el vehículo allí.

– Nadie lo sabe. Tal vez porque conducir un coche lleno de sangre y con el parabrisas roto es muy llamativo. O quizá porque los malos a veces son estúpidos.

– ¿Tienes anotaciones de lo que dijo la señora Brubaker sobre las llamadas que él recibió?

– ¿Después de cenar el día cuatro?

– No, antes -precisé-. En Nochevieja. Aproximadamente media hora después de que se cogieran de las manos y cantaran Auld Lang Syne.

– Quizás. Apunté algunas cosas interesantes. Puedo ir a ver.

– Date prisa -dije-. Estoy en un teléfono público.

Oí el golpe del auricular en la mesa. Y a continuación a Franz revolviendo en el otro extremo de la oficina. Aguardé. Metí otro par de monedas de veinticinco. Ya llevábamos gastados dos pavos en llamadas interurbanas. Más doce en comer y quince por la habitación. Nos quedaban dieciocho dólares, de los cuales no me cabía duda que iba a gastar otros diez, en el mejor de los casos muy pronto. Comencé a lamentar que el ejército comprara Caprices con motores V-8. Por ocho dólares de gasolina, uno pequeño de cuatro cilindros como el que había alquilado Kramer nos llevaría más lejos.

Sánchez volvió a coger el auricular.

– Muy bien, Nochevieja -dijo-. La mujer me dijo que a eso de las doce y media sacaron a su esposo del salón de baile. Y que él se molestó un poco.

– ¿Le comentó a ella algo de la llamada?

– No. Pero explicó que luego él bailó mejor, como si estuviera entusiasmadísimo. Tal vez sobre la pista de algo. Muy agitado.

– ¿Ella lo dedujo de su manera de bailar?

– Llevaban casados mucho tiempo, Reacher. Uno acaba conociendo a la otra persona.

– Vale -dije-. Gracias, Sánchez. He de dejarte.

– Cuídate.

– Lo intento.

Colgué y regresé a la mesa.

– ¿Ahora adónde? -preguntó Summer.

– A visitar a unas chicas que se quitan la ropa -contesté.


Desde la freiduría barata al bar a través del aparcamiento había un corto paseo. Se veían algunos coches, aunque no demasiados. Aún era temprano. Faltaban otras dos horas para que el local se llenase. Los vecinos de la zona se hallaban aún en casa, cenando, viendo la información deportiva. Los tíos de Fort Bird estarían terminando la manduca en el comedor, o duchándose, cambiándose de ropa, juntándose en grupos de dos o de tres, buscando las llaves de los coches, eligiendo a los que conducirían y por tanto no beberían. De todos modos, yo seguía alerta. No quería tropezarme con una pandilla delta. Al menos no allí fuera y en la oscuridad. No era cuestión de andar perdiendo un tiempo valiosísimo.

Entramos. Tras la caja registradora había una cara nueva. Tal vez un amigo o un pariente de cara de mapa. Yo no le conocía. Él no me conocía. Y Summer y yo llevábamos uniforme de campaña, sin designación de unidad, sin indicación de que éramos PM. Así que la cara nueva se alegró de vernos. Imaginó que elevaríamos sustancialmente el flujo de efectivo a la caja en esa primera hora. Pasamos por delante de él.

El local estaba lleno sólo en una décima parte. Así parecía otra cosa. Frío, grande y vacío, como una especie de fábrica. Sin la presión de los cuerpos, la música se oía más fuerte y metálica. Había grandes extensiones de suelo desocupado. Hectáreas enteras. Cientos de sillas libres. Sólo se veía a una chica actuando en el escenario principal, bañada por una luz roja y cálida, pero ella parecía fría y apática. Summer la observó. La vi estremecerse. Yo le había dicho: «Entonces ¿qué va a hacer? ¿Ir a buscar empleo al local de striptease de Sin?» Así, en directo, no parecía una opción muy atractiva.

– ¿Por qué estamos aquí? -preguntó.

– Por la clave de todo. Mi error más grave.

– ¿Cuál fue?

– Vigila -dije.

Fui hasta la puerta del camerino y llamé dos veces. Summer me siguió. Abrió una chica a la que no conocía. Mantuvo la puerta pegada al cuerpo y asomó la cabeza. Tal vez estaba desnuda.

– He de ver a Sin -dije.

– No trabaja aquí.

– Sí trabaja.

– Está ocupada.

– Diez dólares -dije-. Diez dólares por hablar. Sin tocar.

La chica cerró la puerta de golpe. Me hice a un lado para que fuera Summer la primera persona a la que viera Sin. Esperamos un buen rato. De pronto la puerta volvió a abrirse y apareció Sin. Lucía un vestido de tubo ceñido, rosa. Centelleaba. Llevaba tacones altos de plástico transparente. Me coloqué detrás. Entre ella y la puerta del camerino. Se dio la vuelta y me vio. «Atrapada.»

– Un par de preguntas -dije-. Nada más.

Tenía mejor aspecto que la otra vez. Los moratones de la cara ya tenían diez días y estaban más o menos curados. Acaso llevaba más maquillaje, pero ésa era la única señal de sus apuros. Tenía la mirada ausente. Supuse que acababa de pincharse entre los dedos del pie. «Lo que sea para superar la noche.»

– Diez dólares -dijo.

– Sentémonos -dije.

Fuimos a una mesa lejos de los altavoces. Saqué un billete de diez dólares y lo sostuve en alto. No lo solté.

– ¿Te acuerdas de mí? -pregunté.

Asintió.

– ¿Recuerdas aquella noche?

Asintió otra vez.

– Muy bien. ¿Quién te pegó?

– El soldado -contestó-. Aquel con el que hablaste un momento antes.

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