22

Para cuando llegamos al National, el motor del Chevy echaba humo. Lo dejamos en el aparcamiento de estancia larga y fuimos a pie hasta la terminal. Había aproximadamente kilómetro y medio. No pasaban autobuses lanzadera. Estábamos en plena noche y el lugar se hallaba prácticamente desierto. Ya en la terminal, tuvimos que apremiar a un empleado de una oficina interior. Le di el último de los bonos robados y él nos hizo una reserva en el primer vuelo de la mañana a Los Ángeles. Temamos una larga espera por delante.

– ¿Cuál es la misión? -inquirió Summer.

– Tres detenciones. Vassell, Coomer y Marshall.

– ¿Acusación?

– Homicidio en serie -dije-. La señora Kramer, Carbone y Brubaker.

Me miró fijamente.

– ¿Puedes demostrarlo?

Negué con la cabeza.

– Sé lo que sucedió exactamente. Sé cuándo, cómo, dónde y por qué. Sin embargo, no puedo demostrar nada, maldita sea. Tendremos que confiar en las confesiones.

– No lo conseguiremos.

– Lo he conseguido en otras ocasiones -señalé-. Hay métodos eficaces.

Summer parpadeó.

– Esto es el ejército, Summer -dije-. No una reunión social para hacer ganchillo.

– Díselo a Carbone y Brubaker.

– Necesito comer algo -dije-. Tengo hambre.

– No tenemos dinero -observó Summer.

En cualquier caso, la mayoría de los locales estaban cerrados. Quizá nos darían de comer en el avión. Acarreamos las bolsas hasta una sala de espera junto a un ventanal de seis metros a través del cual sólo se veía negra noche. Los asientos eran largos bancos de vinilo con apoyabrazos fijos cada sesenta centímetros para impedir que la gente se tumbara a dormir.

– Cuéntame -dijo ella.

– Aún hay varias posibilidades remotas y disparatadas.

– Prueba a ver.

– Muy bien, comencemos por la señora Kramer. ¿Por qué fue Marshall a Green Valley?

– Porque, por lógica, era el primer lugar donde podía buscar el maletín.

– Pero no lo era -dije-. Era casi el último. Kramer apenas había parado por allí en cinco años. Sus colegas del Estado Mayor debían de saberlo. Habían viajado con él muchas veces. No obstante, tomaron la decisión al punto y Marshall fue directamente hacia allí. ¿Por qué?

– Porque Kramer les dijo que allí era donde iba.

– Exacto -confirmé-. Les dijo que estaría con su esposa para ocultar que se vería con Carbone. De todos modos, ¿por qué tenía que decirles nada?

– No lo sé.

– Porque hay cierta clase de personas a las que hay que decirles algo.

– ¿Quiénes son? -preguntó.

– Supongamos que tenemos a un tipo rico que viaja con su amante. Si va a pasar una noche fuera, tiene que decirle algo. Y si le dice que se pasará por casa de su esposa para guardar las apariencias, la amante ha de aguantarse. Porque es algo con lo que se cuenta alguna que otra vez. Forma parte del trato.

– Kramer no tenía ninguna amante. Era gay.

– Tenía a Marshall.

– ¡No! -exclamó-. Imposible.

– Kramer estaba engañando a Marshall, que era su principal amante -confirmé-. Estaban enrollados. Marshall no era oficial del servicio de información, pero Kramer lo designó como tal para tenerlo cerca. Eran pareja, pero Kramer no se cortaba. Conoció a Carbone en algún sitio y también empezó a verse con él. Así, en Nochevieja, Kramer le dijo a Marshall que iba a ver a su mujer y éste le creyó. Como haría la amante del tipo rico. Por eso Marshall fue a Green Valley. Estaba seguro de que Kramer había ido allí. Fue él quien dijo a Vassell y Coomer dónde estaba Kramer, pero éste le estaba engañando. Como suele ocurrir en las relaciones de pareja.

Summer se quedó callada, con la mirada fija en la noche.

– ¿Esto afecta a lo que ha pasado aquí? -preguntó.

– Creo que un poco sí. Me parece que la señora Kramer habló con Marshall. Ella seguramente lo reconoció de la época que había pasado en Alemania. Probablemente lo sabía todo sobre él y su esposo. Las esposas de los generales suelen ser bastante listas. Quizá sabía incluso que había otro hombre en escena. Tal vez estaba cabreada y se burló de Marshall sobre el particular. Algo como: «Tú tampoco puedes tener a tu hombre, ¿eh?» Quizá Marshall se volvió loco y la atizó hasta matarla. A lo mejor por eso no se lo dijo enseguida a Vassell y Coomer, porque el daño colateral no tenía que ver sólo con el robo, sino también con una discusión. Por eso dije que a la señora Kramer no la mataron sólo por el maletín. Creo que ella murió en parte porque se mofó de un tipo celoso que perdió los estribos.

– Es sólo una conjetura.

– La señora Kramer está muerta. Eso es un hecho.

– Pero lo demás no.

– Marshall tiene treinta y un años y no ha estado casado.

– Eso no demuestra nada.

– Lo sé -dije-. Y no hay pruebas en ninguna parte. Ahora mismo una prueba es un bien escaso.

Summer reflexionó.

– Entonces ¿cómo ocurrió?

– Vassell y Coomer se pusieron a buscar el maletín en serio. Nos llevaban ventaja porque sabían que estaban buscando a un hombre, no a una mujer. Marshall regresó en avión a Alemania el día dos y registró el despacho y la residencia de Kramer. Y encontró algo que lo llevó hasta Carbone. Un diario, o acaso una carta o una foto. O un nombre y un número en una agenda. Lo que fuera. Tomó otro avión el día tres y elaboraron un plan. Llamaron a Carbone y le hicieron chantaje. Le propusieron un canje para la noche siguiente. El maletín por la carta, la foto o lo que fuera. Carbone aceptó porque no quería publicidad y en todo caso ya había llamado a Brubaker para darle los detalles del orden del día. No tenía nada que perder y sí mucho que ganar. Tal vez aquello ya le había pasado antes. Quizá más de una vez. El pobre había sido gay en el ejército durante dieciséis años. Pero esta vez no le funcionó. Porque Marshall lo mató durante el intercambio.

– ¿Marshall? Pero si ni siquiera estaba aquí.

– Sí estaba -puntualicé-. Tú misma lo dijiste cuando abandonábamos la base para ir a ver al detective Clark por lo de la barra de hierro, ¿recuerdas? Cuando Willard estaba persiguiéndome por teléfono. Sugeriste algo.

– ¿El qué?

– Que Marshall estaba en el maletero del coche, Summer. Coomer conducía, Vassell iba en el asiento del acompañante y Marshall en el maletero. Así cruzaron la verja de la entrada. Después aparcaron en el extremo más alejado del aparcamiento del club de oficiales. De cola, dando marcha atrás, para poder dejar abierto el maletero. Marshall mantuvo la tapa baja, pero aún así tenían que ser precavidos. Acto seguido, Vassell y Coomer fueron al comedor para procurarse sus coartadas a toda prueba. Mientras, Marshall espera en el maletero casi dos horas, aguantando la tapa, hasta que todo está tranquilo. Después sale y se marcha con el vehículo. Por eso la primera patrulla nocturna recuerda el coche y la segunda no. El coche estaba y luego ya no estaba. De modo que Marshall recoge a Carbone en algún punto fijado previamente y van juntos hasta el bosque. Carbone lleva el maletín. Marshall le entrega un sobre o lo que sea. Carbone se vuelve para verificar que contiene lo que le han prometido. Esto lo haría incluso alguien tan precavido como un delta. Toda su carrera estaba en peligro. Entonces Marshall lo golpea con la barra por detrás. No lo hace sólo por el maletín, el que en todo caso recogerá (el intercambio funciona y Carbone no podrá hablar), sino también porque está furioso con él. Está celoso del tiempo que Carbone ha pasado con Kramer. Lo mata en parte por eso. Luego recupera el sobre y agarra el maletín. Los arroja al maletero. Ya sabemos el resto. Marshall ha sabido desde el principio lo que iba a hacer y ha ido preparado para dejar pistas falsas. Luego regresa a los edificios de la base y tira la barra por el camino. Aparca el vehículo en el mismo sitio de antes y vuelve al maletero. Vassell y Coomer salen del club de oficiales, suben al coche y se van.

– ¿Y después qué?

– Conducen y conducen. Están agitados y tensos. Pero para entonces ya saben qué ha pasado con la señora Kramer. O sea, están también nerviosos y preocupados. No encuentran ningún lugar donde dejar salir del maletero a un hombre cuyas ropas quizás estén manchadas de sangre. El primer sitio seguro que ven es una área de descanso a una hora en dirección norte. Aparcan lejos de los demás coches y dejan salir a Marshall, que les entrega el maletín. Reanudan el viaje. Dedican un minuto a registrar el maletín y a continuación, un par de kilómetros más adelante, lo tiran por la ventanilla.

Summer estaba quieta, pensando. Sus párpados inferiores se elevaban poco a poco.

– Es sólo una teoría -dijo.

– ¿Puedes explicar de alguna otra forma lo que sabemos?

Reflexionó un momento. Luego meneó la cabeza.

– ¿Y qué hay de Brubaker? -soltó.

La megafonía nos comunicó que se iba a efectuar nuestro embarque. Cogimos las bolsas y nos pusimos en la fila arrastrando los pies. Fuera aún estaba completamente oscuro. Conté los pasajeros. Esperaba que hubiera asientos libres y que, por tanto, sobraran desayunos. Estaba hambriento. Pero el asunto no pintaba bien, el avión iba bastante lleno. Supuse que en enero Los Ángeles atrae a los que viven en Washington. Supuse que la gente no necesita muchas excusas para organizar allí reuniones y demás.

– ¿Y qué hay de Brubaker? -insistió Summer.

Recorrimos el pasillo hasta nuestros asientos. Teníamos uno de ventanilla y otro intermedio. En el pasillo iba una monja de cierta edad. Ojalá fuese sorda. No quería escuchas indiscretas. Se levantó para dejarnos pasar. Hice que Summer se sentara junto a ella y yo me coloqué junto a la ventanilla. Me abroché el cinturón y me quedé observando por la ventanilla. Tipos ajetreados haciendo cosas junto al avión. Luego retrocedimos y empezamos a rodar por la pista. No había cola para despegar. En menos de dos minutos estuvimos en el aire.

– Sobre Brubaker no estoy seguro -dije por fin-. ¿Cómo apareció en escena? ¿Lo llamaron o llamó él? Brubaker supo lo del orden del día al cabo de media hora de iniciarse el nuevo año. Un individuo con iniciativa como él quizás intentó hacer un poco de presión por su cuenta. O tal vez Vassell y Coomer aplicaron la ley de Murphy. Podían figurarse que un suboficial como Carbone llamaría a su jefe. Así que no estoy seguro de quién llamó a quién primero. Quizá lo hicieron todos al mismo tiempo. Tal vez hubo amenazas recíprocas y a lo mejor Vassell y Coomer propusieron trabajar juntos para encontrar una solución beneficiosa para todos.

– ¿Pudo ocurrir así?

– Quién sabe -dije-. Esas unidades integradas van a ser algo extrañas. Sin duda Brubaker iba a gozar de muchas simpatías, pues ya estaba inmerso en una guerra extraña. De modo que quizá Vassell y Coomer lo engatusaron haciéndole creer que estaban buscando una alianza estratégica. Sea como fuere, fijaron una cita a última hora del día cuatro. Seguramente Brubaker especificó el sitio. Seguramente había pasado por delante un montón de veces, yendo y viniendo de Fort Bird a su club de golf. Y probablemente se sintió seguro. Si hubiera recelado no habría dejado que Marshall se sentara atrás.

– ¿Cómo sabes que Marshall iba atrás?

– Cuestión de protocolo. Brubaker es un coronel que habla con un general y otro coronel. Acomodaría a Vassell en el asiento del acompañante y a Coomer en el asiento trasero justo detrás para así poder volverse y ver a ambos. Marshall podía quedarse fuera del campo visual y del campo mental. Sólo era comandante. ¿Quién le necesitaba?

– ¿Pretendían matarle o sucedió sin más?

– Era su intención, sin duda. Habían elaborado un plan. Un lugar remoto donde arrojar el cadáver, heroína que Marshall había conseguido en su viaje de un día a Alemania, un arma cargada. Así que, después de todo, nosotros teníamos razón aunque sólo fuera por casualidad. Los mismos que mataron a Carbone salieron por la puerta principal y mataron a Brubaker sin apenas tocar el freno.

– Pistas falsas por partida doble -señaló Summer-. Lo de la heroína y deshacerse de Brubaker en el sur y no en el norte.

– Pero actuaron como aficionados -observé-. Los médicos de Columbia advertirían inmediatamente la lividez y las quemaduras del silenciador. Vassell y Coomer tuvieron la suerte de los tontos. Si los forenses nos lo hubieran comunicado enseguida, otro gallo habría cantado. Además, dejaron el coche de Brubaker en el norte. Un fallo garrafal.

– Estarían cansados, agitados y tensos después de conducir tanto. Llegaron del cementerio de Arlington, fueron a Smithfield, luego a Columbia y después regresaron al aeropuerto Dulles. Unas dieciocho horas seguidas. No me sorprende que cometieran algún que otro error. Pero si tú no hubieras ignorado a Willard se habrían salido con la suya.

Asentí.

– No obstante, es una acusación endeble -reiteró Summer-. De hecho, asombrosamente endeble. No tenemos siquiera circunstancias, ni indicios sólidos. Todo es pura especulación.

– Dímelo a mí. Por eso necesitamos confesiones.

– Has de pensártelo muy bien. Con un caso tan frágil como éste, podrías ser tú quien acabase en la cárcel. Por hostigamiento.

Percibí actividad a mi espalda y apareció la azafata con los desayunos. Dio uno a la monja, otro a Summer y otro a mí. Era una comida lamentable. Un zumo frío y un bocadillo caliente de jamón y queso. Después café, pensé esperanzado. Me lo terminé todo en treinta segundos. Summer tardó unos treinta y uno. Sin embargo, la monja no tocó la bandeja. La dejó tal cual delante de ella. Di un ligero codazo a Summer.

– Pregúntale si se lo va a comer -dije.

– No puedo.

– Tiene la obligación de ser caritativa -puntualicé-. Ser monja consiste en eso.

– No puedo -repitió Summer.

– Sí puedes.

Exhaló un suspiro.

– Muy bien, aguarda un minuto.

Pero perdió su oportunidad. Esperó demasiado. La monja rompió el envoltorio y empezó a zamparse el bocadillo.

– Maldición -solté.

– Lo lamento -dijo Summer.

La miré fijamente.

– ¿Qué has dicho?

– Que lo lamento.

– No, antes. Lo último que has dicho.

– Que no podía preguntárselo.

Meneé la cabeza.

– No, antes de que llegara el desayuno.

– Que era un caso muy endeble.

– Antes.

Vi que rebobinaba la cinta mentalmente.

– He dicho que si tú no hubieras ignorado a Willard, Vassell y Coomer se hubieran salido con la suya.

Asentí. Pensé en ello durante un minuto. Luego cerré los ojos.


Volví a abrirlos en Los Ángeles. Me despertó el ruido sordo y el chirrido de los neumáticos en la pista. Acto seguido, la propulsión hacia atrás aulló y los frenos me lanzaron bruscamente contra el cinturón. Fuera se veían las primeras luces del día. El amanecer parecía beige, como a menudo ocurre allí. Por los altavoces, una voz dijo que en California eran las siete de la mañana. Habíamos estado dirigiéndonos hacia el oeste durante dos días enteros y cada período de veinticuatro horas equivalía por término medio a uno de veintiocho. Yo había dormido un rato y no estaba cansado, pero aún tenía hambre.

Abandonamos lentamente el avión y fuimos a recoger el equipaje. Ahí los chóferes se encontraban con la gente. Miré alrededor. Calvin Franz no había enviado a nadie. Había venido él mismo. Eso me alegró. Franz era una imagen grata. Sentí como si fuéramos a estar en buenas manos.

– Tengo noticias para ti -dijo.

Le presenté a Summer. Él le estrechó la mano y le cogió la bolsa. Supuse que como gesto de cortesía y como manera de darnos prisa. Su Humvee estaba estacionado en zona prohibida. No obstante, la policía estaba bastante lejos. Los Humvee verdinegros de camuflaje suelen producir este efecto. Subimos. Dejé que Summer se sentara delante, en parte por ser amable y en parte porque quería estirarme en la parte de atrás. Estaba agarrotado del viaje.

– Encontraron el Grand Marquis -dijo Franz.

Aceleró el enorme turbo-diesel y se alejó del bordillo. Fort Irwin estaba al norte de Barstow, que se halla a unos cincuenta kilómetros del área de la ciudad. Calculé que tardaría una hora en llevarnos a través del tráfico matutino. Summer le observaba conducir. Evaluación profesional. Ella seguramente habría tardado treinta y cinco minutos.

– En Andrews -añadió Franz-. Abandonado el día cinco.

– Cuando hicieron volver a Marshall a Alemania -dije.

Franz asintió sin desviar la vista.

– Eso pone su registro de entrada. Aparcado por Marshall con una referencia al Cuerpo de Transporte en la etiqueta. Lo remolcamos hasta el FBI para ganar tiempo. Nos debían algunos favores. El Bureau trabajó toda la noche. Al principio de mala gana, pero luego con interés. El caso parece relacionado con algo que están investigando.

– Brubaker -dije.

Asintió de nuevo.

– En la alfombrilla del maletero había restos de Brubaker. Concretamente, sangre y masa cerebral. Habían frotado con toallitas de papel, pero no lo suficiente.

– ¿Algo más? -pregunté.

– Muchas cosas. Había sangre de un origen distinto, rastros de una mancha traspasada, quizá de la manga de una chaqueta o de la hoja de un cuchillo.

– De Carbone -dije-. De cuando Marshall iba en el maletero. ¿Encontraron algún cuchillo?

– No. Pero las huellas de Marshall están por todo el maletero.

– No me extraña -comenté-. Se pasó allí varias horas.

– Bajo la alfombrilla había una sola placa de identificación -agregó Franz-. Como si se hubiera roto la cadena y se hubiera caído una.

– ¿De Carbone? -dije.

– Claro.

– Aficionados -comenté-. ¿Algo más?

– Cosas normales. Era un coche descuidado. Muchos pelos y fibras, envoltorios de comida rápida, latas de refresco, todo eso.

– ¿Y envases de yogur?

– Uno -contestó Franz-. En el maletero.

– ¿Fresa o frambuesa?

– Fresa. Las huellas de Marshall están en la lengüeta. Al parecer se tomó un tentempié.

– Lo abrió -expliqué-, pero no se lo comió.

– Había también un sobre vacío -prosiguió Franz-. Dirigido a Kramer, del XII Cuerpo, en Alemania. Correo aéreo, con el matasellos de hace un año. Sin remitente. Como los que contienen fotos; pero en éste no había nada.

Guardé silencio. Franz me estaba mirando por el retrovisor.

– ¿Alguna de estas noticias es buena? -preguntó.

Sonreí.

– Acabamos de pasar de la fase especulativa a la circunstancial.

– Un gran salto para el género humano -señaló él.

Luego dejé de sonreír y aparté la vista. Me puse a pensar en Carbone, en Brubaker, en la señora Kramer. Y en mi madre. A principios de 1990 se estaba muriendo gente en todo el mundo.


Al final tardamos más de una hora en llegar a Fort Irwin. Sería cierto lo que se decía sobre las autopistas de Los Ángeles. La base tenía el mismo aspecto de siempre, ajetreada como de costumbre. Ocupaba una enorme extensión del desierto de Mojave. Según una dinámica alterna, siempre había allí algún regimiento de Caballería blindada que actuaba como el equipo de casa cuando llegaban otras unidades a hacer maniobras. Había un verdadero ambiente de pretemporada de equipo de baloncesto. Siempre hacía buen tiempo y la gente se lo pasaba bien jugando al sol con sus caros y enormes juguetes.

– ¿Quieres ocuparte del asunto enseguida? -preguntó Franz.

– ¿Los estás vigilando?

Asintió.

– Discretamente.

– Pues entonces desayunemos primero.

Un club de oficiales del ejército norteamericano es el destino ideal para gente que llega hambrienta tras desayunar en un avión. El aparador tenía un kilómetro de largo. El mismo menú que en Alemania, si bien el zumo de naranja y las fuentes de fruta parecían más auténticas. Comí tanto como un regimiento de fusileros, y Summer más. Franz ya había desayunado. Me abastecí de todo el café que pude y luego eché la silla hacia atrás, ahíto.

– Muy bien -dije-. Vamos allá.

Fuimos al despacho de Franz y él hizo una llamada a sus hombres. Marshall había ido al campo de tiro, pero Vassell y Coomer estaban en una sala del Cuartel de Oficiales de Visita. Franz nos llevó allí en su Humvee. Brillaba el sol y el aire era cálido y polvoriento. Podían olerse las espinosas y pequeñas plantas del desierto, que crecían hasta donde alcanzaba la vista.

El Cuartel de Oficiales de Visita de Fort Irwin había corrido a cargo del mismo constructor de moteles que había conseguido el contrato del XII Cuerpo en Alemania. Hileras de habitaciones idénticas en torno a un patio de arena. En un lado, unas instalaciones comunes. Televisión, mesas de pimpón, salones. Franz nos indicó una puerta y nos encontramos con Vassell y Coomer, sentados juntitos en un par de sillones de cuero. Reparé en que sólo les había visto una vez, en mi despacho de Fort Bird. Esto parecía no guardar proporción con lo mucho que había pensado en ellos.

Ambos lucían uniformes de campaña nuevos y recién planchados, con el modificado camuflaje del desierto, el diseño conocido como «pastilla de chocolate». Parecían tan falsos como cuando llevaban el verde de zona boscosa. Aún parecían miembros del Rotary Club. Vassell seguía calvo y Coomer todavía llevaba gafas.

Los dos levantaron la vista hacia mí.

Tomé aire.

Oficiales de alto rango.

Hostigamiento.

«Podrías ser tú quien acabase en la cárcel.»

– General Vassell -dije-, coronel Coomer. Les detengo bajo la acusación de violar el Código de Justicia Militar al conspirar con otros para cometer homicidio. -Contuve el aliento.

Sin embargo, ninguno de los dos reaccionó. Ninguno habló. Se dieron por vencidos sin más. Parecían simplemente resignados. Como si por fin hubiera sucedido lo inevitable. Como si desde el principio hubieran estado esperando este momento. Como si todo el tiempo hubieran sabido que ocurriría. Solté el aire. En la reacción de una persona ante una mala noticia se supone que hay diversas fases. Congoja, furia, negación. Pero aquellos tipos ya habían pasado por todas. Estaba claro. Se encontraban en el final del proceso, estrellados contra la cruda realidad.

Indiqué a Summer que procediera con las formalidades. El Código de Justicia Militar prescribía una serie de cosas que había que decir en voz alta. Montones de consejos y advertencias. Summer lo hizo mejor de lo que yo lo habría hecho. Voz clara y estilo profesional. Ni Vassell ni Coomer contestaron. Nada de bravatas, ni súplicas ni enfáticas alegaciones de inocencia. Se limitaron a asentir cuando tocaba hacerlo. Finalmente, se levantaron de los sillones sin necesidad de pedírselo.

– ¿Esposas? -me preguntó Summer.

Asentí con la cabeza.

– Desde luego -confirmé-. Y llevémoslos al calabozo andando. Que los vean todos. Son una vergüenza para el ejército.


Un soldado me dio las indicaciones oportunas para ir a prender a Marshall. Al parecer estaba instalado en una caseta de observación cerca de una diana en desuso. Me describió la diana como un tanque Sheridan obsoleto. Supuse que estaría bastante hecho polvo, y que la caseta se hallaría en mejor estado. El soldado me advirtió que no me saliera de las rutas establecidas para evitar material sin detonar y tortugas del desierto. Si atropellaba proyectiles sin explotar, moriría; si atropellaba alguna tortuga, el Departamento de Medio Ambiente me soltaría una reprimenda.

Exactamente a las 9.30 me puse al volante del Humvee de Franz y abandoné el cuartel solo. No quise esperar a Summer. Ella estaba ocupada con Vassell y Coomer. Me parecía estar al final de un largo viaje, y quería acabar de una vez. Cogí prestada una pistola, pero no fue una decisión acertada.

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