3

La mujer muerta tenía cabello largo y gris. Llevaba puesto un primoroso camisón de franela blanca. Estaba de lado. Con los pies cerca de la puerta del despacho, y las piernas y los brazos extendidos de forma que parecía estar corriendo. Por debajo del cuerpo asomaba una escopeta. Tenía hundido un lado de la cabeza. Distinguí sangre y sesos enredados en su pelo. Sobre el parquet se había encharcado más sangre. Oscura y pegajosa.

Salí al pasillo y me detuve junto a la mujer. Me agaché y le cogí la muñeca. La piel estaba muy fría. No tenía pulso.

Permanecí en cuclillas. Escuché. Nada. Estiré el cuello y le miré la cabeza. La habían golpeado con algo duro y pesado. Un solo golpe, pero definitivo. La herida tenía forma de zanja, casi tres centímetros de ancho por unos seis de largo. Lo había recibido por el lado izquierdo y desde arriba, mientras ella miraba hacia la parte de atrás de la casa. Hacia la cocina. Miré alrededor y dejé caer la muñeca, me puse en pie y entré en el despacho. La mayor parte del suelo estaba cubierta por una alfombra persa. Me quedé allí de pie e imaginé que oía pasos silenciosos procedentes del pasillo, que se acercaban. Imaginé que sostenía aún la barra que había utilizado para forzar la cerradura. Imaginé que la blandía al aparecer mi objetivo, que pasaba por delante de la puerta abierta.

Bajé la vista. Había una raya de sangre y cabello en la alfombra. Había servido para limpiar la barra.

En el estudio no había ninguna otra alteración. Era un espacio impersonal. Parecía estar allí porque habían oído que una casa ha de tener un estudio, no porque realmente necesitaran uno. La mesa no estaba dispuesta para trabajar en ella, sino llena de fotografías en marcos de plata. Menos de las que yo hubiera esperado, siendo como era un matrimonio de muchos años. Había una en que aparecía el hombre muerto del motel y la mujer muerta del pasillo, junto a las caras presidenciales del monte Rushmore medio borrosas en un segundo plano. El general y la señora Kramer de vacaciones. Él era bastante más alto que ella. Parecía fuerte y vigoroso. A su lado, ella parecía muy menuda.

En otra foto enmarcada se veía a Kramer de uniforme. La imagen tenía varios años. Él se hallaba en lo alto de una escalerilla, a punto de subir a bordo de un avión de transporte C-130. Era una fotografía en color. El uniforme era verde; el avión, marrón. Él sonreía y agitaba la mano. Supuse que iba a asumir su mando de una estrella. Había una segunda imagen, casi idéntica, algo más reciente. Kramer, en lo alto de otra escalerilla de avión, volviéndose, sonriendo y moviendo la mano. Seguramente camino de tomar el mando correspondiente a las dos estrellas. En ambas fotos saludaba con la mano derecha y sostenía con la izquierda el mismo portatrajes de lona que yo había encontrado en el motel. Y además, en ambas llevaba un maletín de lona a juego bajo el brazo.

Salí al pasillo. Agucé el oído. Nada. Podía haber registrado la casa, pero no hacía falta. Estaba casi seguro de que no había nadie y sabía que no había nada que buscar. Así que eché un último vistazo a la viuda de Kramer. Le veía la planta de los pies. No había sido viuda durante mucho tiempo. Acaso una hora, quizá tres. Calculé que la sangre del suelo llevaba ahí unas doce horas. Pero era imposible saberlo con precisión. Habría que esperar a que llegaran los forenses.


Desanduve el camino, salí al exterior y rodeé la casa para reunirme con Summer. Le dije que entrara y echara un vistazo. Eso sería más rápido que una explicación verbal. Salió al cabo de cuatro minutos, con aspecto tranquilo y sereno. «Uno a cero para Summer», pensé.

– ¿Le gustan las coincidencias? -preguntó.

No contesté.

– Hemos de ir a D.C. -añadió-. Al Walter Reed. A decirles que verifiquen la autopsia de Kramer.

No contesté.

– Esto hace que su muerte sea automáticamente sospechosa. A ver, ¿qué posibilidades hay de que un soldado muera un día concreto? Una entre cuarenta o cincuenta mil. Pero ¿que su mujer muera el mismo día? ¿Que el mismo día ella sea víctima de homicidio?

– No fue el mismo día -corregí-. Ni siquiera el mismo año.

Summer asintió.

– Vale, Nochevieja, día de Año Nuevo. Precisamente a eso voy. Es inconcebible que en Walter Reed hubiera un forense trabajando anoche. Así que tuvieron que sacar alguno de algún sitio, expresamente. ¿Y de dónde? Pues seguramente de una fiesta.

Esbocé una sonrisa y dije:

– O sea, quiere que nos presentemos allí y digamos: eh, ¿estáis seguros de que la noche pasada vuestro médico veía tres en un burro? ¿Seguro que no iba demasiado borracho para distinguir entre un ataque cardíaco y un homicidio?

– Hemos de comprobarlo -dijo ella-. No me gustan las coincidencias.

– ¿Qué cree que pasó ahí dentro?

– Un intruso -respondió-. La señora Kramer se despertó al oír ruidos en la puerta, se levantó de la cama, cogió una escopeta que tenía a mano, bajó y se dirigió a la cocina. Era una mujer valiente.

Asentí. Las esposas de los generales, duras como ellas mismas.

– Pero lenta -prosiguió Summer-. El intruso ya había llegado al despacho y consiguió golpearla con la barra que había utilizado en la puerta, cuando ella pasaba por delante. Él era más alto, unos treinta centímetros, y seguramente diestro.

Guardé silencio.

– Entonces ¿vamos al Walter Reed?

– Sí -dije-. Saldremos en cuanto hayamos terminado aquí.

Usamos el teléfono de pared de la cocina para llamar a la policía de Green Valley. Después le dimos la noticia a Garber. Dijo que se reuniría con nosotros en el hospital. Luego esperamos. Summer vigilaba la parte delantera de la casa y yo la de atrás. No pasó nada. Al cabo de siete minutos llegaron los polis. Formaban un pequeño convoy, dos coches patrulla, uno de detectives sin distintivo y una ambulancia. Con las luces y las sirenas funcionando. Los oímos cuando aún estaban casi a un kilómetro. Aullaron por el camino de entrada y luego se apagaron. Summer y yo retrocedimos mientras todos pasaban por delante en tropel. Ya no teníamos nada que hacer allí. La esposa de un general es un civil, y la casa caía dentro de una jurisdicción civil. No suelo dejar que estas menudencias entorpezcan mi labor, pero el lugar ya me había dicho lo que yo necesitaba saber. Así que estaba dispuesto a quedarme quietecito y apuntarme unos tantos a favor ateniéndome a las normas. Esos tantos podrían ser útiles en el futuro.

Un policía nos acompañó durante veinte largos minutos mientras los otros husmeaban dentro. Luego salió un detective de traje para hacernos preguntas. Le explicamos lo del ataque cardíaco de Kramer, el viaje a la casa de la viuda, la puerta forzada. Se llamaba Clark y no tuvo ningún problema con nada de lo que le dijimos. Su problema era el mismo que el de Summer. Los dos Kramer habían muerto la misma noche estando separados por un montón de kilómetros, lo que era una coincidencia, y a Clark las coincidencias le gustaban tan poco como a Summer. Empecé a lamentarlo por Rick Stockton, el adjunto al jefe de Carolina del Norte. Bajo esta nueva luz, su decisión de dejar que me llevara el cadáver de Kramer acabaría pareciendo equivocada, ya que la mitad del rompecabezas quedaba en manos militares. Esto iba a generar algún conflicto.

Dimos a Clark un número de teléfono para localizarnos en Bird y a continuación volvimos al coche. Calculé que hasta D.C. había unos ciento diez kilómetros. Otra hora y diez. Tal como conducía Summer, quizá menos. La teniente arrancó, tomó otra vez la autopista y pisó el acelerador hasta que el Chevy empezó a vibrar como a punto de desmontarse.

– Vi el maletín en las fotografías -dijo ella-. ¿Usted también?

– Sí.

– ¿Le afecta ver gente muerta?

– No -contesté.

– ¿Cómo es eso?

– No lo sé. ¿Y a usted?

– Sí me afecta un poco.

No dije nada.

– ¿Cree que fue una coincidencia? -inquirió Summer.

– No. No creo en las coincidencias.

– Entonces cree que en la autopsia pasaron algo por alto.

– No -dije-. Creo que seguramente la autopsia fue correcta.

– Entonces ¿por qué vamos a D.C.?

– Porque tengo que pedir perdón al forense. Lo metí en esto al mandarle el cadáver de Kramer. Ahora va a tener a los civiles fastidiándole un mes entero. Eso le cabreará un montón.


Pero no era el forense sino la forense, y tenía un carácter tan alegre que dudé de que le duraran mucho los cabreos. Nos encontramos con ella en la sala de espera del Centro Médico del Ejército Walter Reed a las cuatro de la tarde del día de Año Nuevo. Aquello era como el vestíbulo de cualquier hospital. Del techo colgaban adornos festivos que ya presentaban un aspecto deslucido. Garber había llegado antes que nosotros. Se hallaba sentado en una silla de plástico. Era un hombre menudo y no parecía sentirse incómodo. Estaba tranquilo. No se presentó a Summer. Ella se quedó a su lado. Yo me quedé apoyado contra la pared. La doctora estaba delante de nosotros con un fajo de notas en la mano, como si estuviera dando clase a un reducido grupo de alumnos aplicados. En su bolsillo ponía «Sarah McGowan». Era joven y morena, llena de vida, extrovertida.

– El general Kramer murió por causas naturales -explicó-. Ataque cardíaco, anoche, entre las once y la medianoche. No caben dudas. Si quieren verificarlo, encantada, pero será una pérdida de tiempo. La toxicología es inequívoca. Las pruebas de fibrilación ventricular son indiscutibles, y la placa arterial era enorme. Así que, desde el punto de vista forense, la única duda de ustedes podría ser si, por casualidad, alguien estimuló eléctricamente la fibrilación en un hombre que, en cualquier caso, iba a padecerla casi con toda seguridad en el plazo de minutos u horas, o quizá días, o semanas.

– ¿Cómo se haría eso? -preguntó Summer.

McGowan se encogió de hombros.

– Una zona amplia de piel tendría que estar húmeda. En dos palabras, el tipo debería estar en una bañera. Entonces, si se aplica corriente eléctrica al agua, puede conseguirse fibrilación sin señales de quemaduras. Pero el tío no estaba en ninguna bañera, y no hay indicios de que hubiera estado.

– ¿Y si la piel no estuviera mojada?

– En ese caso quedan quemaduras. Y no las vi, y eso que le examiné la piel centímetro a centímetro con una lupa. No había quemaduras ni marcas hipodérmicas, nada.

– ¿Y qué hay del shock, la sorpresa o el miedo?

La doctora volvió a encogerse de hombros.

– Es posible, pero sabemos lo que estaba haciendo, ¿no? Esa clase de excitación sexual repentina es un determinante típico.

Nadie hizo comentarios.

– Causas naturales, amigos -prosiguió McGowan-. Tan sólo un fulminante ataque al corazón. Cualquier forense del mundo dictaminaría lo mismo. Lo garantizo plenamente.

– De acuerdo -dijo Garber-. Gracias, doctora.

– He de disculparme -dije yo-. Durante un par de semanas, tendrá usted que repetir cada día todo esto a unas dos docenas de policías civiles.

Ella sonrió.

– Imprimiré un comunicado oficial.

A continuación nos miró a todos, uno tras otro, por si había más preguntas. No las hubo, y ella sonrió nuevamente y se alejó cruzando una puerta con paso despreocupado. Yo la miré embobado, y los adornos del techo se agitaron y se calmaron y toda la sala de espera quedó en silencio.

Permanecimos en silencio unos instantes.

– Muy bien -soltó Garber-. Asunto concluido. Ninguna discusión respecto al propio Kramer, y lo de su esposa es un crimen civil. Está fuera de nuestro alcance.

– ¿Conocía usted a Kramer? -le pregunté.

Garber negó con la cabeza.

– Sólo su fama.

– ¿De qué tenía fama?

– De arrogante. Era de Blindados. El tanque Abrams es el mejor juguete del ejército. Esos tíos controlan el mundo, y lo saben.

– ¿Sabe algo de la mujer?

Garber torció el gesto.

– He oído que pasaba bastante tiempo en su casa de Virginia. Era rica, pertenecía a una familia de abolengo. Vamos a ver, cumplía con su obligación. Pasaba temporadas junto a su esposo en Alemania, pero poco tiempo, sólo cuando estaba justificado. Se ha visto ahora. En el XII Cuerpo me dijeron que estaba en su casa de vacaciones, lo que parece normal, aunque en realidad había venido a pasar la festividad de Acción de Gracias y no la esperaban allí hasta la primavera. O sea que, a decir de todos, los Kramer no estaban demasiado unidos. Ni hijos ni intereses compartidos.

– Lo que explicaría lo de la prostituta -señalé-. Dado que vivían vidas separadas.

– Supongo -dijo Garber-. Tengo la impresión de que era un matrimonio, sí, pero más aparente que real, ya me entiendes.

– ¿Cómo se llamaba? -inquirió Summer.

Garber se volvió para mirarla.

– Señora Kramer -contestó-. Ese es todo el nombre que necesitamos saber.

Summer apartó la mirada.

– ¿Con quién viajaba Kramer hasta Irwin? -pregunté.

– Con dos de sus colegas -respondió Garber-. Un general de una estrella y un coronel, Vassell y Coomer. Constituían un verdadero triunvirato: Kramer, Vassell y Coomer. El rostro colectivo del Cuerpo de Blindados.

Me puse en pie y me enderecé.

– Empiece desde medianoche -le dije a Garber-. Dígame todo lo que hizo.

– ¿Por qué?

– Porque no me gustan las coincidencias. Y a usted tampoco.

– No hice nada.

– Todo el mundo hizo algo -objeté-. Menos Kramer.

Me miró a los ojos.

– Oí las campanadas -contestó-. Tomé otra copa. Di un beso a mi hija. Si mal no recuerdo, besé a un montón de gente. Luego canté Auld Lang Syne.

– ¿Y después?

– Me llamaron de la oficina. Me explicaron que, por vía indirecta, teníamos a un general de dos estrellas muerto en Carolina del Norte. Y que el oficial PM de servicio de Fort Bird se lo había quitado de encima. Así que llamé allí y te encontré.

– ¿Qué más?

– Tú te pusiste en marcha y yo llamé a la policía local y me enteré de que era Kramer. Consulté y averigüé que pertenecía al XII Cuerpo. De modo que llamé a Alemania e informé de la muerte, pero no revelé ningún detalle. Eso ya te lo dije.

– ¿Y después?

– Después nada. Esperé tu informe.

– Muy bien -dije.

– Muy bien, ¿qué?

– ¿Muy bien, señor?

– No me vengas con chorradas -soltó-. ¿En qué estás pensando?

– En el maletín -repuse-. Aún quiero encontrarlo.

– Pues sigue buscándolo -dijo-. Hasta que yo localice a Vassell y Coomer. Ellos nos dirán si contenía algo por lo que valga la pena preocuparse.

– ¿No consigue encontrarlos?

– No -contestó-. Se marcharon de su hotel, pero no tomaron ningún avión a California. Nadie parece saber dónde demonios están.

Garber se fue para regresar a la ciudad y Summer y yo subimos al coche y pusimos rumbo al sur. Hacía frío y empezaba a oscurecer. Me ofrecí para coger el volante, pero Summer no me dejó. Por lo visto, su gran afición era conducir.

– El coronel Garber parecía tenso -dijo. Sonaba decepcionada, como una actriz que lo ha hecho mal en una audición.

– Se sentía culpable -indiqué.

– ¿Por qué?

– Porque él mató a la señora Kramer.

Summer me miró fijamente. Iba a ciento cuarenta y me seguía mirando de reojo.

– Es una manera de hablar -aclaré.

– ¿Qué quiere decir?

– Que no fue ninguna coincidencia.

– Eso no es lo que dijo la doctora.

– Kramer falleció de muerte natural. La doctora lo dijo. Pero algo relacionado con este hecho llevó directamente a que la señora Kramer se convirtiera en la víctima de un homicidio. Y fue Garber quien lo puso todo en movimiento al comunicar la noticia al XII Cuerpo. Lo hizo público, y al cabo de dos horas la viuda también estaba muerta.

– Entonces ¿qué está pasando?

– No tengo ni idea.

– ¿Y qué hay de Vassell y Coomer? -dijo-. Formaban un grupo de tres. Kramer está muerto, su esposa está muerta. ¿Y los otros dos desaparecidos?

– Ya lo ha oído. El asunto está fuera de nuestro alcance.

– ¿No va a hacer usted nada?

– Voy a buscar una puta.


Decidimos tomar la ruta más directa que pudiéramos encontrar, de nuevo hacia el motel y aquel bar. De hecho no había opción. Primero la Beltway y luego la I-95. Había poco tráfico. Aún era el día de Año Nuevo. Más allá de las ventanillas el mundo parecía sombrío y tranquilo, frío y soñoliento. Se iban encendiendo luces por todas partes. Summer conducía todo lo rápido que se atrevía, o sea muy deprisa. Un trayecto en el que Kramer habría invertido seis horas nosotros íbamos a hacerlo en menos de cinco. Paramos para repostar y compramos bocadillos rancios que habían sido preparados el año anterior. Los engullimos a la fuerza mientras nos apresurábamos hacia el sur. A continuación dediqué veinte minutos a observar a Summer. Tenía manos pequeñas y bien cuidadas. Las apoyaba ligeramente en el volante. No parpadeaba mucho. Tenía los labios algo separados y más o menos cada minuto se pasaba la lengua por los dientes.

– Hábleme -dije.

– ¿De qué?

– De cualquier cosa. Cuénteme la historia de su vida.

– ¿Por qué?

– Porque estoy fatigado -respondí-. Para mantenerme despierto.

– No es muy interesante.

– Pruébelo -sugerí.

Se encogió de hombros y comenzó por el principio, es decir, en las afueras de Birmingham (Alabama) a mediados de los sesenta. No tenía nada malo que decir al respecto, pero me dio la impresión de que ya entonces ella sabía que para una chica negra había mejores formas de criarse que en la pobre y racista Alabama de aquella época. Tenía hermanos y hermanas. Siempre había sido menuda, pero también ágil, y gracias a sus aptitudes para la gimnasia, bailar y saltar la cuerda no pasó inadvertida en la escuela. También era buena con los libros y había conseguido una serie de discretas becas que le permitieron marcharse del estado a una universidad de Georgia. Se había incorporado al Cuerpo de Formación de Oficiales en la Reserva y en su tercer año se agotaron las becas, pero los militares corrieron con los gastos a cambio de cinco años de servicio en el futuro. Aún no había cumplido ni la mitad del período. En la escuela de PM había destacado. Parecía sentirse cómoda. En ese momento los militares llevaban cuarenta años integrados racialmente, y según ella era el lugar más daltónico de América. No obstante, también se sentía algo frustrada por su progreso personal. Tuve la sensación de que para ella su solicitud a la 110 era todo o nada. Si lo conseguía, se quedaría toda la vida, como yo. Si no, pasados los cinco años se marcharía.

– Ahora hábleme usted de la suya -pidió.

– ¿La mía? -solté. La mía era diferente bajo cualquier enfoque imaginable. El color, el género, la geografía, las circunstancias familiares-. Nací en Berlín. Entonces uno se quedaba en el hospital siete días, así que cuando me incorporé al ejército tenía una semana de vida. Crecí en las diversas bases en que estuvimos. Fui a West Point. Aún estoy en el ejército. Y estaré siempre. De hecho, eso es todo.

– ¿Tiene familia?

Recordé la nota de mi sargento: «Ha llamado su hermano. Ningún mensaje.»

– Una madre y un hermano -respondí.

– ¿Ha estado casado?

– No. ¿Y usted?

– No -contestó-. ¿Sale con alguien?

– Ahora mismo no.

– Yo tampoco.

Seguimos adelante, un kilómetro tras otro.

– ¿Puede imaginar una vida fuera del ejército? -preguntó.

– ¿Existe eso?

– Yo crecí ahí fuera. Quizá regrese.

– Ustedes los civiles son un misterio para mí -dije.


Summer aparcó frente a la habitación de Kramer al cabo de algo menos de cinco horas de haber salido del Walter Reed. Parecía satisfecha con su velocidad promedio. Apagó el motor y sonrió.

– Yo iré al bar -dije-. Usted hable con el chico del motel. Haga de poli bueno. Dígale que el poli malo ya viene.

Salimos al aire frío y oscuro. Otra vez había niebla, atravesada por la luz de las farolas. Me sentía agarrotado. Me desperecé y bostecé y luego me estiré la chaqueta y vi la cabeza de Summer delante de la máquina de Coca-Cola, cuyo resplandor daba a su piel un fulgor rojizo. Crucé la calle y me dirigí al bar.

El aparcamiento estaba igual de lleno que la noche anterior. Los coches y camiones se encontraban estacionados alrededor de todo el edificio. Los extractores volvían a funcionar a pleno rendimiento. Alcanzaba a ver humo y oler cerveza. Oía el estrépito de la música. El neón brillaba.

Empujé la puerta y me zambullí en el ruido. La multitud volvía a atestar el local. Estaban encendidos los mismos focos. En el escenario era otra la chica desnuda. Tras la caja registradora, medio en sombras, el mismo tío fornido. No le veía la cara, pero supe que me estaba mirando las solapas. Donde Kramer había llevado sables de caballería cruzados de Blindados y encima un tanque embistiendo yo lucía las pistolas cruzadas de llave de chispa de la Policía Militar, doradas y brillantes. En un lugar como aquél no sería la imagen más aplaudida.

– Consumición mínima -soltó el tipo de la caja.

Era difícil oírle. La música atronaba.

– ¿Cuánto? -pregunté.

– Cien pavos.

– No me digas.

– Muy bien, doscientos.

– Estoy impresionado.

– No me gustan los polis.

– Dime por qué.

– Mírame.

Lo miré. No había mucho que ver. Un foco del techo iluminaba un estómago prominente y un pecho enorme, así como unos antebrazos cortos y tatuados. Y manos del tamaño y la forma de pollos congelados con gruesos anillos de plata en casi todos los dedos. Pero los hombros y el rostro del tío permanecían sumidos en las sombras. Era como si estuviera oculto tras una cortina. Yo estaba hablando con alguien a quien no veía.

– No eres bienvenido aquí -me espetó.

– Lo superaré. No soy una persona excesivamente sensible.

– No me estás escuchando -dijo él-. Ésta es mi casa y no te quiero aquí.

– No tardaré mucho.

– Vete ahora.

– No.

– Mírame.

Se inclinó hacia delante, hacia el haz del foco. Despacio. La luz le recorrió el pecho hasta el cuello. Y la cara. Una cara inaudita. Había empezado siendo inquietante y acabado mucho peor. La tenía llena de cicatrices de cuchilla de afeitar. La cruzaban formando una especie de enrejado. Eran profundas, pálidas y viejas. Le habían roto la nariz y se la habían recompuesto de cualquier manera, y se la habían vuelto a romper y recomponer, muchas veces. Tenía unas cejas espesas con tejido de cicatriz, bajo las cuales había unos ojos pequeños que me miraban fijamente. Tendría unos cuarenta años, mediría uno setenta y cinco y pesaría ciento veinte kilos. Parecía un gladiador que hubiera sobrevivido veinte años en lo más recóndito de las catacumbas.

Sonreí.

– Se supone que el numerito de la cara es para impresionarme, ¿no? Con toda la luminotecnia y demás.

– Esto debería decirte algo.

– Me dice que has perdido un montón de combates. Si quieres perder otro, pues muy bien.

No dijo nada.

– También podría declarar prohibido el acceso a este bar a todos los soldados de Bird -añadí-. Está muy claro de dónde sacas tus ganancias.

El tipo no abrió la boca.

– Pero no quiero hacerlo -proseguí-. No hay motivo para castigar a mis chicos sólo porque tú seas un gilipollas.

Siguió callado.

– Así que no te haré caso, supongo -concluí.

Se reclinó. La sombra volvió a ocultarle la cara, a modo de cortina.

– Te veré en otro momento -dijo desde la oscuridad-. En algún lugar, en algún momento. Ten lo por seguro. Cuenta con ello.

– Ahora sí que estoy impresionado -dije.

Me alejé y me mezclé con la multitud, que formaba un apretado embotellamiento, y terminé en la parte central del local. Dentro era mucho mayor de lo que parecía por fuera, un cuadrado grande y de techo bajo, lleno de ruido y gente. Había montones de zonas independientes. Altavoces por todas partes. Música estridente. Luces intermitentes. Un montón de civiles. También muchos militares. Los identificaba por el corte de pelo y la ropa. Los soldados que no están de servicio siempre se visten de una manera inconfundible. Quieren parecerse a cualquier otra persona y fracasan de plano. Siempre parecen ir demasiado limpios y anticuados. Al pasar por su lado todos me miraron. No les alegraba verme. Yo buscaba algún sargento. Buscaba unas cuantas arrugas alrededor de los ojos. Aun par de metros del borde del escenario principal vi cuatro posibles candidatos. Tres de ellos me vieron y volvieron la cara. El cuarto hizo una pausa de unos segundos y luego se volvió hacia mí, como si supiera que había sido elegido. Era un tío compacto, unos cinco años mayor que yo. Seguramente de las Fuerzas Especiales. En Bird había muchos, y ése tenía toda la pinta. Se lo estaba pasando bien. No había duda. Llevaba una sonrisa en el rostro y una botella en la mano. Cerveza fría, cubierta de humedad. La alzó a modo de saludo, de invitación a acercarme. Así que fui hacia él y le hablé al oído.

– Haga correr la voz por mí -dije-. No estoy aquí por nada oficial. No tiene nada que ver con nuestros chicos. Es otra cosa.

– ¿Como qué?

– Un objeto perdido -expliqué-. Nada importante. Por lo demás, todo bien.

No dijo nada.

– ¿Fuerzas Especiales? -pregunté.

Él asintió.

– ¿Un objeto perdido?

– No gran cosa -aclaré-. Algo que desapareció al otro lado de la calle.

El tipo pensó en ello. Luego levantó la botella y la hizo entrechocar con la mía si yo hubiera pedido una. Una muestra inequívoca de aceptación. A base de mímica, con todo aquel ruido. Pero aun así, una discreta corriente de hombres empezó a desfilar hacia la salida. Durante mis primeros minutos en el local se marcharon unos veinte soldados. La PM provocaba este efecto. No era de extrañar que el de la cara de mapa no me quisiera allí.

Se me acercó una camarera. Llevaba una camiseta negra cortada unos diez centímetros por debajo del cuello, shorts negros cortados a unos diez centímetros de la cintura y zapatos negros de tacones altos. Nada más. Se quedó allí de pie mirándome hasta que pedí algo, una Bud por la que me cobraron unas ocho veces más de lo normal. Bebí un par de sorbos y acto seguido me puse a buscar putas.

Ellas me encontraron primero. Les interesaba que yo desapareciera antes de vaciarles el local y reducir a cero su fuente de clientes. Se me acercaron dos directamente. Una era rubia platino. La otra, morena. Ambas llevaban escuetos y ceñidos vestidos de tubo que brillaban con toda clase de fibras sintéticas. La rubia se adelantó a la morena y avanzó hacia mí torpemente sobre unos ridículos tacones de plástico transparente. La morena giró y se dirigió hacia el sargento de las Fuerzas Especiales con el que yo había estado hablando. El se la quitó de encima con lo que me pareció una expresión de genuino asco. La rubia se plantó a mi lado y se apoyó en mi brazo. Luego se estiró hasta que noté su aliento en el oído.

– Feliz Año Nuevo -dijo.

– Lo mismo digo.

– No te había visto antes por aquí -comentó, como si yo fuera lo único que faltaba en su vida. Tenía acento. No era de las Carolinas. Tampoco de California. Seguramente de Georgia o Alabama.

»¿Eres nuevo en la ciudad? -preguntó en voz alta debido a la música.

Sonreí. Yo había perdido la cuenta de los burdeles en que había estado, igual que cualquier PM. Todos son iguales y cada uno es diferente. Todos tienen protocolos distintos. Pero la pregunta «eres nuevo en la ciudad» era una táctica estándar para entablar conversación. Me invitaba a iniciar las negociaciones y al tiempo se protegía de la acusación de incitación, de ejercicio de la prostitución.

– ¿Cuál es el trato? -le pregunté.

Ella sonrió tímidamente, como si nunca le hubieran hecho una pregunta así. Luego me dijo que podía verla actuar a cambio de propinas de dólar, o podía gastarme diez para un pase privado en un cuarto trasero. Explicó que en el pase privado podía estar incluido tocar, y para asegurarse de que la entendía me pasó la mano por el interior del muslo.

Entendí cómo un hombre podía caer en la tentación. La chica era mona. Tendría unos veinte años, salvo por los ojos, que parecían de una mujer de cincuenta.

– ¿Y por qué no algo más? -sugerí-. ¿Hay algún sitio donde podamos ir?

– Podemos hablarlo durante el pase privado.

Me cogió de la mano y me condujo por delante de la puerta del camerino y a través de una cortina de terciopelo hasta una habitación oscura que había tras el escenario. No era pequeña, de unos nueve por seis. Un banco tapizado recorría todo el perímetro. Tampoco era tan privada. Había allí unos seis tíos, cada uno con una mujer desnuda en el regazo. La rubia me guió hasta el banco y me hizo sentar. Esperó a que yo sacara la cartera y le diera los diez pavos. Acto seguido se me puso encima arrimándose con fuerza. Por el modo en que se sentaba me resultó imposible no ponerle la mano en el muslo. Su piel era cálida y suave.

– Así pues, ¿dónde podríamos ir? -inquirí.

– Tienes prisa, ¿eh? -soltó. Cambió de posición y se levantó la falda por encima de las caderas. No llevaba nada debajo.

– ¿De dónde eres? -le pregunté.

– Atlanta.

– ¿Cómo te llamas?

– Sin -dijo.

«Pecado.» Debía de ser su nombre de guerra.

– ¿Y tú? -preguntó ella.

– Reacher. -No tenía sentido que me cambiase el nombre. Acababa de llegar de mi visita a la viuda, luciendo aún el clase A, con mi apellido grande y claro en el bolsillo derecho de la chaqueta.

– Un bonito nombre -dijo mecánicamente. Casi seguro que se lo decía a todo el mundo. «Quasimodo, Hitler, Stalin, Pol Pot, un bonito nombre.» Movió la mano. Comenzó por el botón de arriba de mi chaqueta, que desabrochó toda. Me pasó los dedos por el pecho, bajo la corbata, hasta el cuello de la camisa.

– Al otro lado de la calle hay un motel -dije.

Ella asintió contra mi hombro.

– Ya lo sé -dijo.

– Estoy buscando a la que fue anoche allí con un soldado.

– ¿Estás de broma?

– No.

Se apartó dándome un empujón.

– ¿Estás aquí para pasarlo bien o para hacer preguntas?

– Preguntas -dije.

Se quedó callada.

– Estoy buscando a la que fue anoche al motel con un soldado.

– No seas ingenuo -replicó-. Todas vamos al motel con soldados. En la calzada prácticamente hay un surco marcado. Fíjate y lo verás.

– Estoy buscando a alguien que regresó quizás un poco antes de lo habitual.

No respondió.

– Tal vez estaba algo asustada -añadí.

Siguió callada.

– A lo mejor conoció al tipo aquí -dije-. Quizá recibió una llamada a primera hora.

Levantó el culo de mis rodillas y se bajó la falda todo lo que pudo, que no era mucho. Después pasó los dedos por el distintivo de mi solapa.

– Nosotras no respondemos preguntas -dijo.

– ¿Por qué no?

Echó un vistazo a la cortina de terciopelo, como si mirara a través de ella y de la sala hasta la caja registradora de la barra.

– ¿Él? -solté-. Te aseguro que no es ningún problema.

– No le gusta que hablemos con polis.

– Esto es importante. El tipo era un soldado importante.

– Todos os creéis importantes.

– ¿Hay aquí alguna chica de California?

– Unas cinco o seis.

– ¿Alguna había trabajado en Fort Irwin?

– No lo sé.

– Bien, pues el trato es el siguiente -dije-. Voy a ir a la barra. Pediré otra cerveza. Estaré diez minutos tomándola. Tú me traes la chica que tuvo el problema anoche. O me dices dónde puedo encontrarla. Dile que en realidad no hay ningún problema. Dile que nadie la va a meter en ningún lío. Ya verás como lo entiende.

– ¿Si no, qué?

– Si no, sacaré a todo el mundo de aquí a patadas y pegaré fuego al local. Tendrás que buscarte clientes en otro sitio.

La chica volvió a mirar la cortina.

– No te preocupes por el gordo -dije-. Si se cabrea o se queja de algo, le rompo otra vez la nariz.

Permaneció inmóvil, sin decidirse.

– Es un asunto importante -insistí-. Si lo arreglamos ahora, nadie se verá en apuros. Si no, alguien acabará fastidiado de veras.

– No sé -dijo, aún indecisa.

– Corre la voz -dije-. Diez minutos.

La alcé de mi regazo, le di una palmada en el trasero y la vi desaparecer por la cortina. Un minuto después salí yo y me abrí paso hasta la barra. Llevaba la chaqueta desabrochada. Se notaría que no estaba de servicio. No quería dar la noche a nadie.


Pasé doce minutos bebiendo otra cerveza nacional carísima. Observé trabajar a las camareras y las putas. Vi al grandullón de la cara de mapa moverse a través de la gente apiñada, mirando aquí y allá, comprobando cosas. Esperé. Mi nueva amiga rubia no aparecía. Y no la veía por ninguna parte. El local estaba abarrotado y oscuro. La música sonaba atronadora. Había luces estroboscópicas y ultravioletas, y toda la escena revelaba una gran confusión. Los ventiladores zumbaban, pero el aire se notaba caliente y viciado. Estaba cansado y empezaba a dolerme la cabeza. Abandoné el taburete y traté de recorrer el lugar. La rubia se había esfumado. Di otra vuelta. Nada. El sargento de las Fuerzas Especiales me detuvo en mitad de mi tercer recorrido.

– ¿Está buscando a su novia? -dijo.

Asentí. Él señaló la puerta del camerino.

– Creo que la ha metido en un lío.

– ¿Qué clase de lío?

Sólo levantó la palma izquierda y le propinó un golpe con el puño derecho.

– ¿Y usted no ha hecho nada? -solté.

Se encogió de hombros.

– El poli es usted, no yo -replicó.

La puerta del camerino era un simple rectángulo de contrachapado pintado de negro. No llamé. Supuse que las mujeres que lo utilizaban no eran recatadas. Sólo empujé y entré. Bombillas encendidas y montones de prendas de vestir y la peste del perfume. Había tocadores con espejos de luces. Sin estaba sentada en un viejo sofá de terciopelo rojo. Llorando. En su mejilla izquierda se distinguía el contorno de una mano. El ojo derecho, cerrado por la hinchazón. Imaginé que había sido un bofetón doble, primero un derechazo y luego de revés. Dos golpes contundentes. La habían sacudido bien. Había perdido el zapato izquierdo. Advertí señales de agujas entre los dedos del pie. Los adictos que se dedican al negocio del porno a menudo se inyectan ahí para que las marcas no se vean. Modelos, putas, actrices.

No le pregunté si se encontraba bien. Habría sido una pregunta estúpida. Sobreviviría, pero no iba a trabajar durante una semana. No hasta que el ojo pasara del negro al amarillo y el maquillaje pudiese disimularlo. Me quedé allí de plantón hasta que me vio con el ojo bueno.

– Largo de aquí -espetó. Apartó la vista-. Cabrón -soltó.

– ¿Aún no has encontrado a la chica?

Me fulminó con la mirada.

– No había ninguna chica -dijo-. He preguntado por ahí a todo el mundo. Y anoche nadie tuvo ningún problema. Nadie.

Hice una breve pausa.

– ¿Hoy falta alguien que debería estar?

– Estamos todas -contestó-. Todas tenemos deudas de la Navidad.

Guardé silencio.

– Has hecho que me pegaran por nada -soltó.

– Lo lamento -dije-. De verdad.

– Largo de aquí -repitió sin mirarme.

– De acuerdo -dije.

– Cabrón.

La dejé allí sentada y me abrí paso a duras penas entre la multitud apiñada en torno al escenario, entre la multitud que había en la barra, a través del atasco de la entrada hasta llegar a la puerta. Cara de mapa se hallaba ahí, de nuevo en las sombras, tras la caja registradora. Calculé dónde estaba su cabeza en la negrura y con la mano derecha le abofeteé en la oreja, lo bastante fuerte para desequilibrarlo.

– Tú -dije-. Sal fuera.

No le esperé. Seguí mi camino hacia la noche. En el aparcamiento había un montón de gente. Todos militares. Los que habían ido saliendo en grupitos después de entrar yo. Estaban ahí, pasando frío, apoyados en los coches, bebiendo cerveza de botellas de cuello largo. No iban a crear problemas. Tendrían que estar efectivamente muy borrachos para meterse con un PM. Pero tampoco iban a ayudar en nada. Yo no era uno de ellos. Iba por libre.

La puerta se abrió de golpe a mi espalda. Salió cara de mapa. Lo acompañaban un par de clientes que parecían granjeros. Nos dirigimos todos a un charco de luz amarilla procedente de una farola. Nos colocamos en un círculo irregular. Todos cara a cara. Nuestro aliento se condensaba en el aire. Nadie hablaba. No hacían falta preámbulos. Imaginé que aquel aparcamiento había sido testigo de muchas peleas, que ésa no sería diferente y que acabaría igual, con un ganador y un perdedor.

Me quité la chaqueta y la colgué en el retrovisor del coche más próximo. Era un Plymouth de diez años, bien de pintura, buen cromado. El coche de un entusiasta. El sargento de las Fuerzas Especiales con quien había hablado dentro se acercó al grupo. Me miró un instante y acto seguido retrocedió hacia las sombras, donde se quedó con sus hombres, junto a los vehículos. Me quité el reloj, me volví y lo guardé en el bolsillo de la chaqueta. Luego estudié a mi contrincante. Quería machacarlo de veras. Quería que Sin supiera que yo la había defendido. Pero no ganaría nada con partirle la cara. Ya estaba muy hecha polvo, no podía empeorar. Y yo pretendía dejarlo fuera de circulación por una temporada. No quería que después fuera y descargara su frustración en las chicas sólo porque no pudiera desquitarse conmigo.

El tipo era fornido y pesado, así que quizá no tendría que usar las manos. Salvo con los granjeros si se metían, pero esperaba que no lo hicieran. No había necesidad de desencadenar un conflicto serio. Por otro lado, les tocaba a ellos dar el primer paso. Todo el mundo tiene una opción en la vida. Podían quedarse atrás o meterse en el fregado.

Yo era unos quince centímetros más alto que cara de mapa, pero también pesaría unos treinta kilos menos. Y era unos diez años más joven. Lo observé echar cuentas y llegar a la conclusión de que él tenía ventaja. Supuse que se consideraba un auténtico perro de presa. Y me veía a mí como un honrado representante del Tío Sam. Tal vez el uniforme de clase Me llevaba a pensar que yo iba a actuar como un oficial y caballero. Con buenos modales, comedido.

Craso error.

Se acercó moviendo los puños. Pecho grande, brazos cortos, de poco alcance. Esquivé su puñetazo echándome a un lado. Se aprestó a intentarlo de nuevo, pero le aparté el brazo de un manotazo y le golpeé la cara con el codo. No muy fuerte. Solamente quería detener su impulso y dejarlo allí de pie frente a mí.

Él apoyó todo el peso en el pie de atrás y preparó un golpe directo a mi rostro. Iba a ser un trompazo fuerte que me haría daño. Pero antes de que lo soltara, me adelanté y estrellé mi talón derecho contra su rótula derecha. La rodilla es una articulación frágil, cualquier deportista lo sabe. La de aquel tipo soportaba ciento veinte kilos y además recibió el impacto de otros noventa. El hueso se hizo añicos y la pierna se le dobló hacia atrás, exactamente como una rodilla normal pero al revés. Él cayó hacia delante y su pie acabó encontrándose con su muslo. Soltó un aullido realmente estremecedor. Retrocedí y sonreí. «Para ganar hay que chutar.»

Di otro paso atrás y observé la rodilla del tío. Un estropicio. El hueso partido, los ligamentos distendidos, el cartílago roto. Pensé en darle otro patadón, pero la verdad es que no hacía falta. En cuanto lo dejaran marchar del pabellón de ortopedia, debería visitar una tienda de bastones. Iba a escoger un artículo de por vida. De madera, de aluminio, corto, largo, el que más le gustara.

– Si pasa algo que yo no quiero que pase -le advertí-, volveré y te haré lo mismo en la otra.

No creo que me oyera. Estaba retorciéndose en el suelo, jadeando y gimoteando, tratando de poner la rodilla en una posición que dejara de atormentarle. No le había acompañado la puñetera suerte. Tendrían que operarle.

Los granjeros aún no se decidían. Los dos parecían bastante tontos, pero uno más que el otro. Más lento. Estaba apretando sus grandes puños. Di un paso adelante y para contribuir a su proceso de toma de decisiones le di un cabezazo en toda la cara. Cayó como un saco, quedando tendido junto al otro. Su colega corrió a esconderse tras la camioneta más cercana. Cogí la chaqueta del retrovisor del Plymouth y me la eché a los hombros. Saqué el reloj del bolsillo y volví a ponérmelo en la muñeca. Los soldados bebían cerveza y me miraban, inexpresivos. No estaban contentos ni decepcionados. No habían apostado nada al resultado. A ellos les daba igual que fuera yo o los tíos del suelo.

Distinguí a la teniente Summer en el extremo del grupo. Me dirigí hacia ella, pasando entre los coches y la gente. Parecía tensa y respiraba con dificultad. Supuse que había estado mirando, a punto de meterse para echarme una mano.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– El gordo atizó a una mujer que estaba haciendo preguntas para mí. Y su colega no ha huido lo bastante deprisa.

Los miró y luego otra vez a mí.

– ¿Qué ha dicho la mujer?

– Que anoche nadie tuvo ningún problema.

– El chico del motel sigue negando que hubiera una puta con Kramer.

Oí las palabras de Sin: «Has hecho que me pegaran por nada. Cabrón.»

– Entonces ¿por qué fue a echar un vistazo a la habitación?

Summer torció el gesto.

– Ésa fue mi gran pregunta, evidentemente.

– ¿Y él tenía alguna respuesta?

– Al principio no. Luego dijo que porque oyó un vehículo alejarse a toda prisa.

– ¿Qué vehículo?

– Dijo que de motor potente, acelerando con fuerza, como si el conductor fuese presa del pánico.

– ¿Él no lo vio?

Summer meneó la cabeza.

– No tiene sentido -dije-. Un vehículo supone una call-girl, y dudo que por aquí haya muchas. ¿Y por qué necesitaría Kramer una call-girl habiendo todas esas putas aquí mismo en el bar?

Summer seguía negando con la cabeza.

– El muchacho dice que el vehículo hacía un ruido muy característico. Muy fuerte. Diesel, no gasolina. Y dice que oyó exactamente el mismo sonido un poco más tarde.

– ¿Cuándo?

– Cuando usted se fue en su Humvee.

– ¿Qué?

Summer me miró a los ojos.

– Dice que fue a la habitación de Kramer porque oyó un vehículo militar largarse del aparcamiento a toda pastilla.

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