18

En modo alguno iba Willard a autorizar una expedición al extranjero, así que me dirigí a la oficina del jefe de la Policía Militar y cogí un montón de vales de viaje. Me los llevé al despacho y los firmé con mi nombre en el renglón de «oficial al mando» y con muy dignas falsificaciones de la rúbrica de Leon Garber en el de «autorizado por».

– Vamos a infringir la ley -constató Summer.

– Esto es la batalla de Kursk -observé-. Ahora no vamos a volvernos atrás.

Summer vaciló.

– Usted decide -dije-. Sí o no, sin presiones por mi parte.

Se quedó callada.

– Estos comprobantes no regresarán aquí hasta dentro de un mes o dos -expliqué-. Para entonces se habrá ido Willard o nos habremos ido nosotros. No tenemos nada que perder.

– De acuerdo -dijo.

– Haga las maletas. Para tres días.

Summer se fue y le pedí a la sargento que averiguara quién me sucedía en el escalafón para ejercer de oficial al mando en funciones. Al rato apareció con un nombre que reconocí como la mujer capitán que había visto en el comedor del club de oficiales. La del brazo en cabestrillo. Le escribí una nota explicándole que estaría tres días fuera y que ella quedaba como responsable. Luego llamé a Joe.

– Voy a Alemania -le dije.

– Perfecto -replicó-. Pues pásatelo bien. Que tengas buen viaje.

– No puedo ir a Alemania sin detenerme en París a la vuelta. En fin, dadas las circunstancias.

Joe hizo una pausa.

– Claro -dijo-. Supongo.

– No hacerlo no estaría bien -proseguí-. Pero mamá no debería pensar que me preocupo por ella más que tú. Eso tampoco sería correcto. Así que también tendrías que venir.

– ¿Cuándo?

– Toma el vuelo nocturno dentro de dos días. Quedamos en el Roissy-Charles de Gaulle. Después vamos a verla juntos.


Summer se reunió conmigo en la acera y llevamos las bolsas al Chevy. Vestíamos uniforme de campaña pues pensamos que lo que más nos convenía era un viaje nocturno desde la base Andrews. Era demasiado tarde para un avión civil de última hora y no queríamos esperar toda la noche a los vuelos con desayuno. Subimos al coche y salimos por la puerta principal. Conducía Summer, naturalmente. Pisó a fondo el acelerador y luego se estabilizó en una velocidad crucero de unos quince kilómetros por hora más rápida que los demás coches.

Me recliné en el asiento y contemplé la carretera. Observé los arcenes, las áreas comerciales y el tráfico. Recorrimos unos cincuenta kilómetros hacia el norte y pasamos junto al motel de Kramer. Llegamos al cruce en trébol y doblamos hacia el este por la I-95. Luego pusimos rumbo al norte. Dejamos atrás el área de descanso. Y también el lugar, kilómetro y medio después, donde había sido descubierto el maletín. Cerré los ojos.

Dormí durante todo el trayecto a Andrews. Llegamos allí bastante después de medianoche. Dejamos el coche en un aparcamiento reservado y canjeamos dos de nuestros vales de viaje por dos plazas en un C-130 del Cuerpo de Transporte que salía para Francfort a las tres de la mañana. Aguardamos en una sala que tenía luces fluorescentes y bancos de vinilo y rebosaba del habitual movimiento variopinto de transeúntes. Los militares siempre están de acá para allá. Siempre hay gente que va a algún sitio, a cualquier hora del día o la noche. Nadie hablaba. Era la costumbre. Tan sólo nos sentamos, rígidos, cansados e incómodos.

Nos llamaron treinta minutos antes del despegue. Salimos y anduvimos en fila por la pista, subimos por la rampa y entramos en la panza del avión. En el espacio central había una larga hilera de palés de carga, lomamos asiento en sendos traspuntines con cinchas y apoyamos la espalda contra el fuselaje. Llegué a la conclusión de que prefería la primera clase de Air France. El Cuerpo de Transporte no tiene azafatas y no prepara café durante el vuelo.

Despegamos un poco tarde, hacia el oeste, contra el viento. Después giramos lentamente ciento ochenta grados hacia D.C. y pusimos rumbo al este. Noté el movimiento. No había ventanas, pero supe que sobrevolábamos la ciudad de Washington. Joe se hallaba por ahí abajo, durmiendo.


El fuselaje era muy frío, por lo que todos nos inclinábamos hacia delante con los codos sobre las rodillas. El ruido impedía hablar. Observé con atención un palé de munición para tanques hasta que la visión se me hizo borrosa y me dormí. No estaba cómodo, pero una cosa que se aprende en el ejército es a dormir en cualquier sitio. Me desperté unas diez veces y pasé la mayor parte del viaje en un estado de animación suspendida. El estruendo de los motores y las hélices ayudaban a ello. Era relativamente apacible. Equivalía a estar en la cama en un sesenta por ciento.

Estuvimos en el aire casi ocho horas antes de iniciar el descenso. No hubo comunicación por interfono, ni mensaje jovial del piloto, sólo un cambio en el tono del motor y un movimiento a sacudidas hacia abajo y una intensa presión en los oídos. A mi alrededor la gente se levantaba y desperezaba. Summer tenía la espalda pegada a un cajón de embalaje y se frotaba como un gato. Tenía buen aspecto. Llevaba el pelo demasiado corto para que se le desordenara y le brillaban los ojos. Parecía resuelta, como si supiera que se dirigía a la gloria o al desastre y estuviera resignada a no saber cuál de los dos sería su destino.

Volvimos a sentarnos y nos ajustamos bien los cinturones para el aterrizaje. Las ruedas tocaron la pista, la propulsión hacia atrás aulló y los frenos chirriaron. Los palés sufrieron una sacudida hacia delante contra sus correas. A continuación los motores redujeron la marcha y rodamos un rato por la pista hasta pararnos. La rampa fue bajada y por el agujero asomó el cielo oscuro del anochecer. En Alemania eran las cinco de la tarde, seis horas más que en la costa Este, una más que en el país de los zulúes. Estaba famélico. No había comido nada desde la hamburguesa de Sperryville del día anterior. Summer y yo nos levantamos, cogimos las bolsas y nos pusimos en la fila. Bajamos lentamente por la rampa con los demás y llegamos a la pista de asfalto. Hacía frío, más o menos como en Carolina del Norte.

Nos encontrábamos lejos, en la esquina del aeropuerto de Francfort reservada a los militares. Cogimos un vehículo de transporte de tropas que nos llevó a la terminal. A partir de ahí nos espabilamos solos. Algunos tenían quien les esperara con algún vehículo, pero nosotros no. Nos incorporamos a un grupo de civiles en la cola de la parada de taxis. Fuimos avanzando despacio, paso a paso. Cuando llegó nuestro turno le dimos al conductor un vale de viaje y le dijimos que nos llevara a la sede del XII Cuerpo. El hombre se alegró. Podría canjear el vale por divisa fuerte en cualquier puesto norteamericano y sin duda podría recoger a un par de tipos del XII Cuerpo que quisieran ir a Francfort a pasar la noche en la ciudad. No era volver a cocheras. No era una carrera en vano. El taxista vivía del ejército norteamericano, lo mismo que habían hecho muchísimos alemanes desde hacía cuatro décadas y media. Conducía un Mercedes-Benz.

Tardamos media hora. Atravesamos barrios residenciales típicos de Alemania Occidental. Eran amplias zonas de edificios de color miel pálido construidos allá por los cincuenta. Los nuevos barrios se extendían de oeste a este formando curvas aleatorias, siguiendo las rutas seguidas antes por los bombarderos. Jamás ningún país perdió una guerra del modo en que la perdió Alemania. Como todo el mundo, yo había visto las fotos tomadas en 1945. «Derrota» no era la palabra. Mejor «Armagedón». Todo el país había sido aplastado y reducido a escombros por una fuerza irresistible. Las pruebas de ello estarían allí siempre, reflejadas en la arquitectura. Y debajo de la arquitectura. Cada vez que la compañía de teléfonos abría una zanja para tirar cable, encontraba cráneos, huesos, tazas de té, obuses y panzerfausts oxidados. Cada vez que se horadaba la tierra para poner cimientos nuevos, había un sacerdote atento antes de que las excavadoras dieran el primer mordisco. Yo había nacido en Berlín, rodeado de americanos, rodeado de kilómetros y kilómetros cuadrados de devastación remendada. «Empezaron ellos», solíamos decir.

Las calles estaban limpias y cuidadas. Había tiendas sencillas con pisos encima. Los escaparates, llenos de artículos brillantes. Los rótulos callejeros, en blanco y negro, teman una letra arcaica que dificultaba su lectura. También había aquí y allá pequeñas señales de tráfico del ejército norteamericano. No se podía ir muy lejos sin ver alguna. Seguimos las flechas del XII Cuerpo. Abandonamos las zonas edificadas y recorrimos un par de kilómetros de tierras de cultivo. Era como un foso. Como un aislamiento protector. Frente a nosotros, el oscuro cielo del este.

El XII Cuerpo tenía su cuartel general en una instalación típica de los días de esplendor. Allá por la década de 1930, cierto industrial nazi había construido en mitad del campo una fábrica de quinientas hectáreas. Constaba de un impresionante edificio de oficinas y filas de naves metálicas de poca altura que se extendían cientos de metros por detrás. Las naves habían sido bombardeadas repetidamente hasta quedar reducidas a fragmentos retorcidos. El edificio de oficinas había resultado dañado sólo en parte. En 1945, algunas divisiones blindadas fatigadas instalaron allí su campamento. Trajeron a delgadas mujeres de Francfort con pañuelos en la cabeza y vestidos raídos para que amontonaran los escombros a cambio de comida. Trabajaban con palas y carretillas. Después, el Cuerpo de Ingenieros arregló el edificio y se llevó los escombros con excavadoras. El Pentágono realizó de manera sucesiva enormes inversiones. En 1953, el lugar era una instalación insignia. Había ladrillo limpio y pintura blanca brillante y una sólida valla en todo el perímetro. Había astas de banderas y garitas de centinelas y habitáculos para la guardia. Había comedores, una clínica y un economato. Barracones, talleres y almacenes. Y sobre todo había quinientas hectáreas de tierra llana que hacia 1953 estaba llena de tanques americanos. Todos alineados, mirando hacia el este, preparados para echarse a rodar y luchar por el Corredor de Fulda.

Cuando llegamos allí treinta y siete años después, estaba demasiado oscuro para ver algo. Sin embargo, yo sabía que esencialmente no había cambiado nada. Los tanques serían distintos, pero nada más. Los Sherman M4 que habían ganado la Segunda Guerra Mundial ya no estaban hacía tiempo, salvo dos magníficos ejemplares que se conservaban frente a la puerta principal, uno a cada lado, a modo de símbolos. Colocados en rampas de hormigón ajardinadas, morros hacia arriba, colas hacia abajo, como si estuvieran aún en movimiento, a punto de coronar una cuesta. Estaban vistosamente iluminados y bellamente pintados de verde brillante, con luminosas estrellas blancas en los costados. Tenían mucho mejor aspecto que los originales. Tras ellos había un largo camino de entrada con bordillos blancos y la fachada iluminada del edificio de oficinas, que ahora albergaba el cuartel general de la base. Y detrás habría el parque de vehículos blindados, con los MI Al Abrams alineados uno junto a otro, cientos, a casi un millón de pavos cada uno.

Bajamos del taxi y por la acera nos dirigimos al puesto de guardia de la puerta principal. Mi distintivo de unidad especial nos permitió pasar. Nos habría permitido cruzar cualquier control del ejército norteamericano salvo el del círculo más próximo a los capitostes del Pentágono. Acarreamos las bolsas por el camino de entrada.

– ¿Había estado aquí antes? -me preguntó Summer.

Negué con la cabeza mientras andaba.

– Estuve en Heidelberg con la Infantería -dije-. Muchas veces.

– ¿Está cerca?

– No muy lejos -repuse.

Una ancha escalinata de piedra conducía a la puerta. El conjunto recordaba a un edificio de la cámara legislativa de cualquier estado de nuestro país. Estaba perfectamente conservado. Subimos y entramos. Justo después de la puerta había un soldado sentado a una mesa. No era PM. Sólo un oficinista del XII Cuerpo. Nos identificamos.

– ¿Hay sitio para nosotros en el Cuartel de Oficiales de Visita? -inquirí.

– Por supuesto, señor.

– Dos habitaciones -precisé-. Una noche.

– Ahora mismo llamo -dijo-. Sigan las señales.

Nos indicó la parte trasera del vestíbulo. Allí había más puertas que conducían a distintas dependencias del complejo. Miré el reloj. Exactamente mediodía. Aún estaba puesto a la hora de la costa Este. En Alemania eran las seis de la tarde. Ya había oscurecido.

– Tengo que ver al oficial al mando de la PM -dije-. ¿Está aún en su oficina?

El hombre cogió el teléfono y obtuvo respuesta. Hizo un gesto hacia una ancha escalera que nos llevaría a la segunda planta.

– A la derecha -añadió.

Subimos las escaleras y doblamos a la derecha. Un pasillo largo con oficinas a ambos lados, con puertas de madera maciza y vidrio serigrafiado. Encontramos la que buscábamos y entramos. En la antesala había un sargento sentado a una mesa. Casi idéntico a Fort Bird. La misma pintura, el mismo suelo, los mismos muebles, la misma temperatura, el mismo olor. El mismo café en la misma cafetera típica. El sargento también era como tantos otros que yo había conocido. Tranquilo, eficiente, estoico, dispuesto a creerse que llevaba todo aquello él solo, lo cual seguramente era cierto. Desde su escritorio nos miró. Tardó medio segundo en ubicarnos.

– Supongo que buscan al comandante -dijo.

Asentí. El hombre llamó por el interfono al despacho interior.

– Pasen -dijo.

Cruzamos la puerta y en un escritorio vi a Swan. Conocía muy bien a Swan. La última vez que lo había visto había sido en Filipinas, tres meses atrás, cuando él estaba iniciando una gira de misiones programada para un año.

– No me lo digas -sonreí-. Llegaste aquí el veintinueve de diciembre.

– A congelarme el culo -soltó-. Sólo tenía ropa del Pacífico. El XII Cuerpo tardó tres días en encontrar un uniforme de invierno para mí.

No me extrañó. Swan era de corta estatura y ancho. Casi cúbico. Seguramente un uno por ciento de los pedidos de intendencia correspondía a él solito.

– ¿Está aquí tu jefe de la PM? -pregunté.

Negó con la cabeza.

– Trasladado temporalmente.

– ¿Tus órdenes las firmó Garber?

– Al parecer.

– ¿Has averiguado el motivo?

– Ni mucho menos.

– Yo tampoco -dije.

Él se encogió de hombros, como diciendo «bueno, es el ejército, ¿qué quieres?».

– Te presento a la teniente Summer -dije.

– ¿Unidad especial? -preguntó Swan.

Summer meneó la cabeza.

– Pero es muy buena -señalé.

Swan extendió un corto brazo por encima de la mesa y ambos se estrecharon la mano.

– Tengo que ver a un tío llamado Marshall -expliqué-. Un comandante. Por lo visto pertenece al Estado Mayor del XII Cuerpo.

– ¿Está en algún apuro?

– Alguien lo está. Espero que Marshall me ayude a averiguar quién. ¿Le conoces?

– No he oído hablar de él -respondió Swan-. Acabo de llegar.

– Lo sé -dije-. El veintinueve de diciembre.

Sonrió y me dedicó otro encogimiento de hombros. Cogió el teléfono y pidió a su sargento que localizara a Marshall y le dijera que yo quería verle. Miré alrededor mientras aguardamos la respuesta. El despacho de Swan parecía prestado y temporal, como el mío de Carolina del Norte. En la pared había el mismo reloj. Eléctrico, sin segundero. No hacía tictac. Eran las 18.10.

– ¿Pasan cosas por aquí? -pregunté.

– No demasiadas -contestó Swan-. Un tipo de Helicópteros fue a Heidelberg de compras y lo atropellaron. Y murió Kramer, claro. Esto ha removido las cosas por arriba.

– ¿Quién es el siguiente en el escalafón?

– Vassell, supongo.

– Lo conocí -dije-. No me causó muy buena impresión.

– Esto es un cáliz emponzoñado. Todo está cambiando. Tendrías que oír hablar a estos tíos. Son de veras deprimentes.

– El statu quo no es una opción -señalé-. Es lo que he oído.

Sonó el teléfono. Swan escuchó y luego colgó.

– Marshall no se halla en la base -explicó-. Está en unos ejercicios nocturnos en el campo. Regresará por la mañana.

Summer me echó una mirada. Me encogí de hombros.

– Cenad conmigo -dijo Swan-. Con toda esta gente de Blindados aquí estoy solo. ¿En el club de oficiales dentro de una hora?


Llevamos el equipaje al Cuartel de Oficiales de Visita y encontramos las habitaciones. La mía se parecía bastante a aquella en que había muerto Kramer, aunque estaba más limpia. Era un diseño estándar de motel americano. Seguramente tiempo atrás alguna cadena de hoteles había pujado por el contrato con el gobierno. Luego habían transportado por avión todos los muebles y accesorios, incluidos lavabos, toalleros y papeleras.

Me afeité, me duché y me puse un uniforme de campaña limpio. Transcurridos cincuenta y cinco minutos de la hora de Swan, llamé a la puerta de Summer. Abrió. Limpia y con buen semblante. Su habitación era como la mía, salvo que olía como la de una mujer. En el aire flotaba una agradable fragancia a colonia.

Localizamos el club de oficiales sin ninguna dificultad. Ocupaba la mitad de un ala de la planta baja del edificio principal. Era un espacio espléndido, con techos altos y primorosas molduras de yeso. Había un salón, un bar y un comedor. Vimos a Swan en el bar. Estaba con un teniente coronel que lucía uniforme clase A con distintivo de Infantería de combate en la chaqueta. En una base de Blindados era algo curioso de ver. Leí el nombre de la placa: «Simon». Se presentó él mismo. Tuve la sensación de que iba a acompañarnos en la cena. Nos explicó que era oficial de enlace, y que trabajaba para Infantería. Nos dijo que en Heidelberg había un tipo de Blindados haciendo lo mismo a la inversa.

– ¿Lleva aquí mucho tiempo? -le pregunté.

– Dos años -contestó.

Eso me alegró. Necesitaba información, y Swan sabía menos que yo. Entonces reparé en que no había sido casualidad que Simon cenara con nosotros. Swan se imaginaría lo que yo quería y lo organizó todo sin que nadie se lo pidiera. Era de esa clase de personas.

– Encantado de conocerle, coronel -dije, y acto seguido dirigí a Swan un gesto de asentimiento, dándole las gracias.

Tomamos cerveza americana fría en altas copas heladas y luego entramos en el comedor. Swan había hecho una reserva. El camarero nos instaló en una mesa del rincón. Me senté en un sitio desde el que podía ver toda la estancia. No vi a nadie conocido. Vassell no estaba. Coomer tampoco.

El menú era absolutamente corriente. Podíamos haber estado en cualquier club del mundo. Los clubes de oficiales no están para iniciar a uno en la cocina local, sino para hacer que la gente se sienta como en casa, en algún lugar de las honduras de la propia interpretación que de América hace el ejército. Se podía escoger filete o pescado. Este probablemente era europeo, pero la carne habría cruzado el Atlántico por el aire. Gracias a sus influencias, algún político de uno de los estados ganaderos había conseguido un jugoso contrato con el Pentágono.

Charlamos un rato sobre asuntos triviales. Nos quejamos de las pagas y las prestaciones. Hablamos de gente que conocíamos. Nos referimos a la operación Causa Justa de Panamá. El teniente coronel Simon contó que dos días antes había estado en Berlín y había conseguido un trocito de hormigón del Muro. Nos dijo que pensaba ponerlo en una urna de plástico para que pasara de una generación a otra, como si fuera una reliquia de familia.

– ¿Conoce usted al comandante Marshall? -pregunté.

– Bastante -contestó.

– ¿Quién es exactamente?

– ¿Esto es oficial?

– De hecho no.

– Es un planificados En esencia, un estratega. Uno de estos tipos con futuro. Parece que al general Kramer le caía bien. Siempre lo mantuvo cerca, lo convirtió en su oficial de contraespionaje.

– ¿Tiene antecedentes en contraespionaje?

– Oficialmente no. Pero seguro que habrá hecho rotaciones.

– Así que forma parte del equipo dirigente. He oído que Kramer, Vassell y Coomer estaban en la misma categoría, pero no así Marshall.

– Está en el equipo -dijo Simon-. De eso no cabe duda. Pero ya sabe cómo son los oficiales de alto rango. Necesitan a alguien, pero no van a reconocerlo. Así que abusan un poco de él. Los va a buscar, los lleva y los pasea por ahí, pero en último caso recaban su opinión.

– ¿Va a ascender, ahora que ha muerto Kramer? ¿Quizás a ocupar el lugar de Coomer?

Simon torció el gesto.

– Así debería ser. Es un fanático de Blindados hasta la médula, como los demás. Pero nadie sabe realmente qué puñetas va a pasar. Puede que la muerte de Kramer se haya producido en el peor momento para ellos.

– El mundo está cambiando -dije.

– Y vaya mundo era -soltó Simon-. Básicamente el de Kramer, que empieza a tocar a su fin. El hombre se graduó en West Point en el cincuenta y dos, y al año siguiente los sitios como éste estaban en alerta y preparados, y han sido el centro del universo durante casi cuarenta años. Es inaudito lo atrincherados que están en sitios como éste. ¿Sabe quién ha hecho más en este país?

– ¿Quién?

– Ni los Blindados ni la Infantería. Este escenario de operaciones es cosa del Cuerpo de Ingenieros. Hace tiempo, los tanques Sherman pesaban treinta y ocho toneladas y medían dos setenta de ancho. Ahora hemos llegado hasta el MI Al Abrams, que pesa setenta toneladas y mide tres metros treinta centímetros de anchura. Durante cuarenta años, el Cuerpo de Ingenieros siempre ha tenido trabajo. Han ensanchado carreteras, centenares de kilómetros, por toda Alemania Occidental, y han reforzado puentes. Han construido carreteras y puentes, demonios. Docenas. Si quieren que una riada de tanques de setenta toneladas avance hacia el este a combatir, mejor hacer bien seguros los puentes y las carreteras que hay que seguir.

– Ajá -dije.

– Miles de millones de dólares -dijo Simon-. Y claro, ellos sabían muy bien qué carreteras y puentes interesaban. Sabían desde dónde partíamos y adónde íbamos. Hablaron con los entusiastas de la guerra, miraron los mapas, y se entretuvieron con el hormigón y el reforzamiento de estructuras. Construyeron apeaderos allá donde hicieran falta. Depósitos permanentes de combustible de acero templado, arsenales, talleres de reparación, cientos, todos exclusivamente a lo largo de rutas preestablecidas. Así que aquí estamos literalmente atrincherados. Los campos de batalla de la guerra fría están literalmente engastados en piedra, Reacher.

– La gente dirá que hicimos una inversión y ganamos.

Simon asintió.

– Y tendrá razón. Pero ¿y luego qué?

– Más inversión -dije.

– Exacto -confirmó-. Como en la Armada, cuando los grandes acorazados fueron desbancados por los portaaviones. El final de una era, el inicio de otra. Los Abrams son como los acorazados. Son imponentes, pero han quedado anticuados. Ya casi sólo podemos utilizarlos en carreteras hechas por encargo para objetivos que ya hayamos planificado tomar.

– Son transportables -señaló Summer-. Como todos los tanques.

– No tan transportables -objetó Simon-. ¿Cuál será el próximo conflicto?

Me encogí de hombros. Ojalá Joe hubiera estado presente. Era muy bueno en todo ese rollo geopolítico.

– ¿Oriente Medio? -sugerí-. Quizás Irán, o Irak. Ambos han sacado cabeza, y en el Pentágono estarán pensando cuál será su próximo movimiento.

– O los Balcanes -indicó Swan-. Cuando los soviéticos se hundan definitivamente, hay ahí una olla a presión de cuarenta y cinco años que estallará.

– Muy bien -dijo Simon-. Fijémonos en los Balcanes. En Yugoslavia. Será el primer lugar en el que suceda algo, sin duda. Ahora mismo están esperando el pistoletazo de salida. ¿Qué hacemos?

– Enviar una división aerotransportada -propuso Swan.

– Muy bien -repitió Simon-. Mandamos la 82 y la 101. Podemos tener tres batallones ligeros allí en una semana. Pero ¿qué haremos una vez que hayamos llegado? Somos una simple avanzadilla, nada más. Hemos de esperar a las unidades pesadas. Y aquí surge la primera dificultad. Un tanque Abrams pesa setenta toneladas. No se puede llevar por el aire. Hay que subirlo a un tren, y luego a un barco. Y ésta es la buena noticia. Porque no sólo embarcamos el tanque. Por cada tonelada de tanque hemos de embarcar cuatro toneladas de combustible y material diverso. Estos chupones tragan casi cinco litros por kilómetro. Y hacen falta motores de repuesto, munición, grandes equipos de mantenimiento. La comitiva de logística mide un kilómetro. Es como mover una montaña de hierro. Embarcar suficientes brigadas de blindados para que el esfuerzo valga la pena conlleva unos preparativos de seis meses trabajando las veinticuatro horas.

– Tiempo durante el cual las tropas aerotransportadas están hasta el cuello de mierda -solté.

– Dígamelo a mí -repuso Simon-. Y ésos son mis hombres, y me preocupan. Unos paracaidistas ligeramente armados contra unidades blindadas extranjeras acaban masacrados. Serían seis meses llenos de inquietud. Pero las cosas empeoran. Porque, ¿qué pasa cuando por fin llegan las brigadas pesadas? Pasa que los tanques bajan de los barcos y quedan atascados. Las carreteras no son lo bastante anchas, los puentes no son lo bastante resistentes, y no pueden salir de la zona portuaria. Están allí, varados, viendo cómo a lo lejos la infantería es aniquilada.

Hubo un silencio.

– O veamos lo de Oriente Medio -continuó Simon-. Todos sabemos que Irak quiere recuperar Kuwait. Supongamos que lo hacen. A largo plazo, para nosotros será una victoria fácil, pues para los tanques el desierto viene a ser como las estepas europeas, sólo que allí hace más calor y hay más polvo. De todos modos, los planes de guerra de que disponemos son correctos. Ahora bien, ¿llegaremos tan lejos? Tenemos allí a la infantería, como pequeñas tachuelas en la calzada, durante seis meses enteros. ¿No cabe la posibilidad de que los iraquíes los aplasten en las primeras dos semanas?

– Fuego aéreo -sugirió Summer-. Ataque con helicópteros.

– Ojalá -dijo Simon-. Los aviones y los helicópteros son muy chulos, pero no ganan nada ellos solos. Nunca lo han hecho y nunca lo harán. Se gana pisando el terreno.

Sonreí. En parte eso respondía al orgullo de la Infantería de combate, pero también era verdad en parte.

– Así pues, ¿qué va a ocurrir? -pregunté.

– Lo mismo que le ocurrió a la Armada en 1941 -contestó Simon-. De la noche a la mañana los acorazados pasaron a la historia, y lo nuevo fueron los portaaviones. Ahora a nosotros nos sucede lo mismo; hemos de integrar. Hemos de entender que nuestras unidades ligeras son demasiado vulnerables y las pesadas demasiado lentas. Hemos de resolver la escisión ligero-pesado. Hemos de integrar brigadas de respuesta rápida con vehículos blindados de menos de veinte toneladas y cuyo tamaño les permita alojarse en la panza de un C-130. Hemos de llegar a los sitios más deprisa y luchar con más astucia. Basta de planear batallas de laboratorio entre manadas de dinosaurios. -Sonrió-. En dos palabras, tendremos que poner la Infantería al frente.

– ¿Ha hablado alguna vez con gente como Marshall sobre esto?

– ¿Sus planificadores? De ninguna manera.

– ¿Qué piensan ellos del futuro?

– No tengo ni idea. Y tampoco me importa. El futuro pertenece a la Infantería.


De postre había pastel de manzana, y luego tomamos café. Excelente, como de costumbre. Regresamos del futuro a la charla insustancial del presente. Los camareros iban de un lado a otro en silencio. Sólo otra velada en otro club de oficiales a seis mil kilómetros del anterior.

– Marshall volverá al alba -me dijo Swan-. Busca un vehículo de reconocimiento en la parte de atrás de la primera columna que llegue.

Asentí. Supuse que en Francfort, en enero, amanecería aproximadamente a las siete. Puse el despertador mental a las seis. El teniente coronel Simon nos deseó buenas noches y se marchó. Summer inclinó la silla hacia atrás y se repantigó sobre dos patas todo lo que una persona menuda puede repantigarse. Swan apoyó los codos en la mesa.

– ¿Crees que entra mucha droga en esta base? -le pregunté.

– ¿Quieres un poco? -dijo.

– Heroína brown sugar -contesté-. No para consumo personal.

Swan movió la cabeza.

– Por lo visto, en Alemania hay trabajadores turcos que pueden conseguirla. Seguro que algún camello podría traerla.

– ¿Has conocido a un tipo llamado Willard? -le pregunté.

– ¿El nuevo jefe? Recibí el informe. No le conozco. Pero algunos de aquí sí. Un grumete del servicio de información, algo que ver con Blindados.

– Ideaba algoritmos -dije.

– ¿Para qué?

– Creo que para averiguar el consumo de combustible del T-80 soviético. Nos explicó qué clase de instrucción hacían.

– Y ahora está dirigiendo la 110.

Asentí.

– Sí, ya sé -dije-. Es curioso.

– ¿Cómo lo consiguió?

– Obviamente caía bien a alguien.

– Deberíamos descubrir a quién -dijo Swan-. Y empezar a mandarle cartas con insultos y amenazas.

Asentí de nuevo. Casi un millón de personas en el ejército, cientos de miles de millones de dólares, y al final todo consistía en quién caía bien a quién. «Eh, qué quieres.»

– Me voy a la cama -dije.


Mi habitación en el Cuartel de Oficiales de Visita era tan impersonal que al cabo de un minuto de haber cerrado la puerta había perdido ya la noción de dónde estaba. Colgué el uniforme en el armario y me deslicé entre las sábanas. Olían al mismo detergente que el ejército utiliza en todas partes. Pensé en mi madre en París, y en Joe en Washington. Mi madre ya se habría acostado. Joe aún estaría trabajando, en lo que tuviera entre manos en ese momento. Dije «seis de la mañana» para mis adentros y cerré los ojos.

Amaneció a las 6.50, hora a la que me encontraba de pie junto a Summer en la entrada este del XII Cuerpo. Sosteníamos sendos tazones de café. El suelo estaba helado y había niebla. El cielo era gris y el paisaje tenía un tono verde pastel. Era bajo, ondulado e insulso, como buena parte de Europa. Aquí y allá se veían grupos de árboles pequeños y aseados. La aletargada tierra despedía fríos olores orgánicos. Estaba todo muy tranquilo.

Más allá de la entrada, la carretera giraba y se dirigía al este y un poco al norte, en dirección a Rusia. Era ancha y recta, de hormigón reforzado. La piedra del bordillo presentaba marcas y muescas de las orugas de los tanques. No es fácil manejar un tanque.

Aguardamos. Todo seguía tranquilo.

De pronto los oímos.

¿Cuál es la sintonía del siglo xx? Podríamos celebrar un debate sobre ello. Unos acaso dirían que es el sereno zumbido del motor de un avión. Quizás el de un solitario caza deslizándose por un cielo azul en la década de 1940. O el aullido de un reactor volando bajo, haciendo temblar la tierra. O el bop bop bop de un helicóptero. O el bramido de un avión de carga 747 al despegar. O las explosiones de las bombas que caen sobre una ciudad. Todos cumplirían los requisitos. Son ruidos exclusivos del siglo xx. Nunca se habían oído antes. Jamás en la historia. Algunos optimistas insensatos tal vez votarían por una canción de los Beatles. Un coro de ye, ye, ye apagándose bajo los chillidos del público. Me gustaría esa opción. Pero una canción y unos gritos no reúnen los requisitos. La música y el deseo han estado entre nosotros desde el origen de los tiempos. No se inventaron a partir de 1900.

No, la cortina musical del siglo xx es el chirrido y el estrépito de las orugas de los tanques en una calzada pavimentada. Ese sonido se oyó en Varsovia y en Rotterdam, en Stalingrado y en Berlín. Y se volvió a oír en Budapest, en Praga, en Seúl y en Saigón. Es un sonido terrible. Es el sonido del miedo. Habla de una fuerza abrumadora. Y habla de indiferencia lejana e impersonal. Las bandas de rodadura del tanque chirrían y traquetean, y el propio ruido que producen nos revela que no pueden detenerse. Nos comunica que somos débiles e impotentes contra la máquina. De repente, una oruga se para y la otra sigue y el tanque da media vuelta y avanza tambaleándose hacia nosotros, rugiendo y chirriando. Este es el verdadero sonido del siglo xx.

Oímos la columna de Abrams mucho antes de verla. El ruido llegaba a través de la niebla. Oíamos las orugas y el gemido de las turbinas. Oíamos el trabajo de los engranajes y percibíamos el tamborileo grave vibrando a través de las suelas de nuestros zapatos cada vez que un tramo del rodamiento se salía de la rueda dentada y golpeaba el suelo recuperando la posición. Oíamos cómo su peso aplastaba la arenisca y la piedra.

Entonces los vimos. El que encabezaba la comitiva asomó entre la niebla. Se desplazaba rápido, cabeceando un poco, el motor zumbando. Detrás apareció otro, y otro. Iban en fila, como un convoy surgido del infierno. Era una imagen imponente. El M1A1 Abrams es como un tiburón evolucionado hasta su punto de perfección total. Es el rey indiscutible de la selva. Ningún otro tanque en el mundo puede siquiera empezar a dañarlo. Lo envuelve un blindaje hecho con uranio empobrecido comprimido entre láminas de acero arrollado. Un blindaje denso e invulnerable. Contra él rebotan los obuses y misiles y los artefactos cinéticos. Sin embargo, su baza principal es que puede mantenerse tan lejos que los cohetes y proyectiles ni siquiera pueden alcanzarlo. Se queda donde está y ve los disparos del enemigo quedarse cortos. Luego apunta con su poderoso cañón, dispara, y un segundo después y a más de dos kilómetros de distancia su agresor revienta envuelto en llamas. La ventaja injusta final.

El tanque que iba en cabeza pasó frente a nosotros. Tres metros treinta centímetros de ancho, siete ochenta de largo, casi tres de alto. Setenta toneladas. Su motor bramaba y su peso hacía estremecer la tierra. Las orugas chirriaban y traqueteaban por el hormigón. Luego pasó el segundo. Y el tercero, el cuarto y el quinto. El ruido era ensordecedor. La enorme masa de insólito metal sacudía el aire. Los cañones se balanceaban. El humo de los tubos de escape se arremolinaba.

Era un total de veinte tanques. Cruzaron la entrada y los ruidos y vibraciones se fueron desvaneciendo a nuestra espalda, luego hubo un breve intervalo y de pronto surgió de la niebla un vehículo de reconocimiento. Era un Humvee de acción rápida provisto de un lanzamisiles anticarro TOW-2. Dentro iban dos tipos. Me interpuse en su camino con audacia y levanté la mano. Yo no conocía a Marshall y lo había visto sólo una vez, en el interior oscuro del Grand Marquis que aguardaba en Fort Bird. Pero aun así estaba bastante seguro de que no era ninguno de estos dos. Recordaba que Marshall era corpulento y moreno, y estos tíos eran pequeños, lo cual es frecuente entre la gente de Blindados. Lo que no hay dentro de un Abrams es espacio.

El Humvee se paró justo delante de mí y yo me acerqué a la ventanilla del conductor. Summer se situó en el lado del acompañante, en posición de descanso. El conductor bajó el cristal. Me miró fijamente.

– Busco al comandante Marshall -dije.

El tipo era capitán, igual que el acompañante. Ambos llevaban uniformes de Blindados Nomex, pasamontañas y cascos Kevlar con auriculares incorporados. El acompañante tenía los bolsillos de las mangas a rebosar de bolígrafos. Y carpetas de pinzas en el regazo, llenas de signos, como puntuaciones.

– Marshall no está aquí -dijo el conductor.

– ¿Dónde está entonces?

– ¿Quién lo pregunta?

– Usted mismo puede leerlo -observé. Lucía el uniforme de campaña de la noche anterior, que tenía hojas de roble en el cuello y «Reacher» estarcido en una chapa.

– ¿Unidad? -preguntó.

– No tiene por qué saberlo.

– Marshall fue a California -dijo-. Despliegue de emergencia en Fort Irwin.

– ¿Cuándo?

– No estoy seguro.

– Haga un esfuerzo.

– En algún momento de la noche pasada.

– No es muy concreto.

– No estoy seguro.

– ¿Qué clase de emergencia tenían en Irwin?

– Tampoco estoy seguro de eso.

Asentí y di un paso atrás.

– Puede seguir -dije.

El Humvee abandonó el espacio que me separaba de Summer, que se reunió conmigo en medio de la carretera. El aire olía a diesel y humo de turbinas y el hormigón había quedado marcado con trazas tras el paso de las orugas.

– Un viaje en balde -dijo Summer.

– Tal vez no -repliqué-. Depende de cuándo se marchó exactamente. Si fue después de la llamada de Swan, eso significa algo.


En nuestro intento de averiguar a qué hora exacta había abandonado Marshall el XII Cuerpo nos mandaron de una oficina a otra. Acabamos en unas instalaciones de dos plantas que albergaban la oficina del general Vassell. Este no estaba. Hablamos con otro capitán, que parecía estar al frente de una gestoría.

– El comandante Marshall embarcó en un vuelo civil a las veintitrés horas -dijo-. De Francfort al aeropuerto Dulles. Escala de siete horas hasta coger el enlace a Los Ángeles desde el National. Yo mismo le facilité los vales.

– ¿Cuándo?

– Cuando se marchaba.

– ¿Y eso cuándo fue?

– Salió de aquí tres horas antes de la hora del vuelo.

– ¿A las ocho?

El capitán asintió.

– En punto.

– Me dijeron que tenía programadas maniobras nocturnas.

– Y así era. Hubo cambio de planes.

– ¿Por qué?

– No estoy seguro.

«No estoy seguro» parecía una respuesta normal y corriente del XII Cuerpo a cualquier pregunta.

– ¿Cuál era la emergencia en Irwin? -pregunté.

– No estoy seguro.

Esbocé una breve sonrisa.

– ¿Cuándo recibió Marshall las órdenes?

– A las siete.

– ¿Por escrito?

– De palabra.

– ¿Quién las dio?

– El general Vassell.

– ¿El general Vassell refrendó los vales de viaje?

– Sí -contestó-. Así es.

– He de hablar con él -dije.

– Se marchó a Londres.

– ¿A Londres?

– A una reunión convocada con poca antelación. Con el ministro de Defensa británico.

– ¿Cuándo se marchó?

– Fue al aeropuerto con el comandante Marshall -dijo.

– ¿Dónde está el coronel Coomer?

– En Berlín. Comprando souvenirs.

– Y fue al aeropuerto con Vassell y Marshall, ¿verdad?

– No -corrigió el capitán-. Cogió el tren.

– Fantástico -solté.


Fuimos al club de oficiales a desayunar. Nos instalamos en la misma mesa de la noche anterior. Nos sentamos uno al lado del otro, de cara a la estancia.

– Muy bien -dije-. La oficina de Swan preguntó por el paradero de Marshall a las 18.10 y cincuenta minutos después éste recibió la orden de viajar a Fort Irwin. Una hora más tarde había salido de la base.

– Y Vassell se largó a Londres -añadió Summer-. Y Coomer se subió a un tren rumbo a Berlín.

– Un tren nocturno -señalé-. ¿A quién se le ocurre coger un tren nocturno sólo por gusto?

– Todo el mundo tiene algo que ocultar -observó ella.

– Menos yo y mi mono.

– ¿Qué?

– Los Beatles -precisé-. Uno de los sonidos del siglo.

Summer se quedó mirándome.

– ¿Qué están ocultando? -preguntó.

– Dígamelo usted.

Puso las manos sobre la mesa, las palmas hacia abajo. Tomó aire.

– Veo una parte -dijo.

– Yo también.

– El orden del día -prosiguió-. Es el otro lado de la moneda de lo que el coronel Simon decía anoche. Simon salivaba al afirmar que la Infantería les bajaría los humos a los de Blindados. Kramer seguramente lo vio venir. Los generales de dos estrellas no son estúpidos. Así que la reunión de Fort Irwin el día de Año Nuevo era para ver cómo defender lo suyo. No quieren renunciar a lo que tienen.

– Significaría renunciar a un montón de cosas -señalé.

– Ya lo creo -asintió ella-. Como antaño los comandantes de acorazados.

– Entonces ¿qué había en el orden del día?

– En parte defensa y en parte ataque -repuso-. Es la forma lógica de hacerlo. Argumentos contra las unidades integradas, burlas a los vehículos blindados ligeros, defensa de su propia pericia especializada.

– Coincido con usted. Pero eso no basta. A partir de ahora, el Pentágono va a acabar hasta el techo de informes como ése llenos de gilipolleces. A favor, en contra, sí, pero, no obstante… para aburrirse como una ostra. De todos modos, en el orden del día había algo más, lo que explicaría su apuro por recuperar la copia de Kramer. ¿Qué era?

– No lo sé.

– Yo tampoco -dije.

– ¿Y por qué huyeron anoche? -preguntó Summer-. Ahora ya habrán destruido la copia de Kramer y cualquier otra. Así que podían haber mentido descaradamente sobre su contenido, para que usted se quedara tranquilo. Incluso podían haberle dado un documento falso. Podían haber dicho «aquí tiene, era esto, compruébelo».

– Huyeron por lo de la señora Kramer -señalé.

Summer asintió.

– Yo aún creo que la mataron Vassell y Coomer. Kramer estira la pata, la pelota está en su tejado, dadas las circunstancias saben que es responsabilidad suya recuperar los papeles perdidos. La señora Kramer entra en la categoría de daños colaterales.

– Eso tiene mucho sentido -dije-. Sólo que ninguno de los dos me pareció especialmente alto y fuerte.

– Ambos son mucho más altos y fuertes de lo que era la señora Kramer. Además, ya sabe, en un momento de excitación, movidos por la urgencia, quizá valoramos resultados forenses ambiguos. Y en todo caso no sabemos hasta qué punto son competentes los de Green Valley. Tal vez había un médico de cabecera haciendo una práctica como forense de esos que establecen las causas de la defunción. ¿Qué demonios iba a saber entonces?

– Tal vez -dije-. Pero aún no entiendo cómo pudo suceder. Si resta el tiempo necesario para conducir desde D.C. y diez minutos para encontrar la tienda y robar la barra, habrían dispuesto sólo de diez minutos. Y no tenían coche ni pidieron ninguno.

– Quizá cogieron un taxi. O una limusina, directamente desde la puerta del hotel. Nunca lo encontraríamos. Nochevieja, la noche más ajetreada del año.

– Hubiera sido una carrera larga -dije-. Y cara. Al chófer no se le olvidaría.

– Nochevieja -repitió ella-. Los taxis y las limusinas de Washington D.C. van de un lado a otro por tres estados. Toda clase de destinos raros. Es una posibilidad.

– No lo creo -señalé-. Uno no coge un taxi para ir a robar a una ferretería y allanar una casa.

– El taxista no tenía por qué enterarse. Vassell o Coomer, o ambos, tal vez acudieron a la ferretería a pie. Y regresaron al cabo de cinco minutos con la barra oculta en el abrigo. Y en casa de la señora Kramer igual. El taxi pudo haberlos esperado en el camino de entrada. Toda la acción se produjo en la parte de atrás.

– Demasiado riesgo. Un taxista de D.C. lee los periódicos como todo el mundo. Con el tráfico que hay, acaso más. Si ve la historia de Green Valley, se acuerda de sus dos pasajeros.

– Ellos no lo consideraron un riesgo. Creían que la señora Kramer no se encontraría en casa, que estaría en el hospital. Y estimaron que un par de vulgares robos en Sperryville y Green Valley nunca saldrían en los periódicos de D.C.

Asentí. Recordé algo que había dicho el detective Clark días atrás. «He mandado algunos hombres calle arriba y abajo a sondear, había algunos coches.»

– Quizá -dije-. Quizá deberíamos comprobar lo de los taxis.

– La peor noche del año -observó Summer-. Ofrece las coartadas perfectas.

– Sería insólito, ¿verdad? -comenté-. Coger un taxi para hacer algo así.

– Nervios de acero.

– Si tienen nervios de acero, ¿por qué escaparon anoche?

Summer reflexionó.

– Realmente no tiene lógica -dijo-. Porque no pueden estar siempre huyendo. Eso han de saberlo. Han de saber que tarde o temprano tendrán que pararse.

– Exacto. Y deberían haberlo hecho aquí mismo. Ahora. Éste es su territorio. No entiendo su conducta.

– Pues si se paran se defenderán con uñas y dientes. La vida profesional de ambos corre peligro. Debería usted ir con cuidado.

– Usted también -dije.

– La mejor defensa es el ataque.

– Estoy de acuerdo -dije.

– Así pues, ¿vamos por ellos?

– Por supuesto.

– ¿Primero cuál?

– Marshall -contesté-. Ése es el que quiero yo.

– ¿Por qué?

– Es una regla empírica -expliqué-. Ir a la caza del que mandan más lejos porque lo consideran el eslabón más débil.

– ¿Ahora? -preguntó.

Negué con la cabeza.

– Ahora vamos a París -dije-. Tengo que ver a mi mamá.

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