11

Regresé a mi despacho. Aparqué el Humvee justo delante de la puerta. La sargento del niño pequeño se había ido. Ocupaba su sitio el cabo que yo creía de Luisiana. La cafetera estaba fría y vacía. En mi mesa había dos notas con mensajes. El primero ponía: «Ha llamado el comandante Franz. Por favor, llámele.» El segundo decía: «Le ha llamado el detective Clark.» Telefoneé primero a California.

– ¿Reacher? He preguntado por el orden del día de la reunión de Blindados.

– ¿Y?

– No había ninguno. Es lo que dicen. Y se atienen a eso.

– ¿Pero?

– Pero todos sabemos que siempre hay un orden del día.

– Entonces ¿has llegado a alguna conclusión?

– De hecho no -contestó-. Pero me consta la llegada de un fax de seguridad desde Alemania a última hora del treinta de diciembre y una significativa actividad de la fotocopiadora el treinta y uno por la tarde. Y después, tras saberse las noticias sobre Kramer, el día de Año Nuevo hubo destrucción y quema de papeles. He hablado con el tío de la incineradora. Una bolsa llena de trozos de papel quemado, quizás el equivalente a sesenta hojas.

– ¿Cómo es de segura la línea del fax de seguridad?

– ¿Cómo de segura quieres que sea?

– Segurísima. Porque todo esto sólo tiene sentido si el orden del día era de veras secreto. Quiero decir «de veras». Y para empezar, si era realmente secreto, ¿lo habrían puesto por escrito?

– Son el XII Cuerpo, Reacher. Han estado cuarenta años viviendo en primera línea. No tienen más que secretos.

– ¿Cuánta gente estaba previsto que asistiera a la reunión?

– He hablado con el comedor. Había reservadas quince fiambreras.

– Sesenta hojas, quince personas. Entonces el orden del día era de cuatro hojas.

– Eso parece. Pero se convirtieron en humo.

– No el original enviado por fax desde Alemania -observé.

– Lo habrán quemado allí.

– No; mi hipótesis es que Kramer lo llevaba encima cuando murió.

– Entonces ¿ahora dónde está?

– Nadie lo sabe. Desapareció.

– ¿Vale la pena tratar de localizarlo?

– Nadie lo sabe -repetí-. Salvo el tío que lo redactó, pero está muerto. Y Vassell y Coomer. Seguramente lo vieron y colaboraron en todo.

– Vassell y Coomer han regresado a Alemania. Esta mañana. En el primer avión que salía de Dulles. Los del Estado Mayor de aquí estaban hablando de eso.

– ¿Conoces a ese Willard, el nuevo? -le pregunté.

– No.

– No lo intentes. Es un capullo.

– Gracias por el aviso. ¿Qué hemos hecho para merecerle?

– Ni idea. -Colgué y llamé al número de Virginia y pregunté por el detective Clark. Me quedé a la espera. Acto seguido oí un chasquido, unos breves sonidos de comisaría y una voz al otro lado.

– Clark -dijo.

– Reacher -dije-. Ejército de Estados Unidos, en Fort Bird. ¿Me quería para algo?

– Por lo que recuerdo, me quería usted a mí -corrigió Clark-. Quería un informe sobre la marcha de la investigación. Pero no hay todavía ningún avance. Aquí estamos frente a una pared de ladrillos. De hecho, necesitamos ayuda.

– No hay nada que yo pueda hacer. Es su caso.

– Ojalá no lo fuera -señaló.

– ¿Qué ha averiguado?

– Muchas cosas insignificantes. El asesino entró y salió sin tocar casi nada. Guantes, evidentemente. En el suelo había una ligera escarcha. Del camino de entrada y del sendero hemos conseguido un poco de arenilla, pero nada que se parezca a una huella de pisada.

– ¿Los vecinos vieron algo?

– La mayoría estaban fuera o borrachos. Era Nochevieja. He mandado a algunos hombres calle arriba y abajo a sondear, pero de momento no hay nada que me llame la atención. Había algunos coches, pero en Nochevieja los habría habido igualmente, con gente yendo de una fiesta a otra.

– ¿Y huellas de neumático en el camino de entrada?

– Nada significativo.

Me quedé callado.

– La víctima fue golpeada con una barra de hierro -dijo Clark-. Seguramente la misma herramienta utilizada para abrir la puerta.

– Me lo figuraba.

– Después de la agresión, el autor la limpió en la alfombra y a continuación la aclaró en el fregadero de la cocina. Hemos encontrado restos en la tubería. Pero ninguna huella en el grifo. Guantes otra vez.

No respondí.

– No tenemos mucho más -señaló Clark-. No es añadir mucho que su general jamás vivió realmente ahí.

– ¿Cómo?

– Desde un punto de vista forense nos esforzamos al máximo. Sacamos huellas de toda la casa, recogimos cabellos y fibras de todas partes, incluido el fregadero, la ducha y los grifos, como le he dicho. Todo pertenecía a la víctima excepto un par de marcas perdidas. Bingo, pensamos, pero según la base de datos eran de su marido. Y la proporción entre las de uno y otro da a entender que él apenas pisó la casa durante los últimos cinco años o así. ¿Es normal?

– Se quedaría mucho tiempo en su puesto -comenté-. Aunque debería haber ido a casa de vacaciones cada año. Pero ese matrimonio no iba muy bien.

– En casos así, la gente va y se divorcia -observó Clark-. Quiero decir, no hay ningún impedimento ni siquiera para un general, ¿verdad?

– No que yo sepa. Ya no.

Entonces Clark guardó silencio unos instantes. Pensando.

– ¿Tan malo era el matrimonio? -preguntó-. ¿Hasta el punto de que debamos pensar en el marido como sospechoso?

– Las horas no cuadran -precisé-. Cuando sucedió, él estaba muerto.

– ¿Había dinero de por medio?

– Es una casa bonita -dije-. Seguramente de ella.

– ¿Y un sicario? Pudo haberse preparado todo de antemano.

Ahora Clark estaba realmente agarrándose a un clavo ardiendo.

– Lo habría preparado todo cuando estaba en Alemania.

Clark no replicó.

– ¿Quién le ha llamado preguntándole por el informe sobre la marcha del asunto? -inquirí.

– Usted -contestó-. Hace una hora.

– No recuerdo haberlo hecho.

– Usted personalmente no -puntualizó-. Su gente. La chavala menuda, negra, que conocí en el lugar del crimen. Su teniente. Yo estaba demasiado atareado para hablar y ella me dejó el número, pero lo habré extraviado. Así que he llamado al que usted me dio en su día. ¿He hecho mal?

– No -dije-. Lo ha hecho muy bien. Lamento no poder ayudarle.

Colgamos. Me quedé inmóvil unos momentos y luego llamé al cabo por el interfono.

– Diga a la teniente Summer que venga a verme.


Summer compareció al cabo de diez minutos, en uniforme de campaña. Por su cara y su lenguaje corporal reparé en que me tenía un poco de miedo y a la vez también me despreciaba un poco. Le dije que se sentara y empecé sin rodeos.

– Ha llamado el detective Clark -dije.

Ella no abrió la boca.

– Ha desobedecido usted una orden directa -dije.

No contestó.

– ¿Por qué? -inquirí.

– ¿Por qué me dio la orden?

– ¿Por qué cree?

– Porque está usted bailando al compás que le marca Willard.

– Es el oficial al mando -le recordé-. Es un buen compás para bailar.

– No estoy de acuerdo.

– Summer, esto es el ejército. Uno no obedece las órdenes sólo si está de acuerdo con ellas.

– Tampoco tapamos cosas sólo porque nos ordenen hacerlo -replicó.

– Sí lo hacemos -objeté-. Lo hacemos continuamente. Tenemos que hacerlo.

– Pues no deberíamos.

– Vaya, ¿quién la ha nombrado jefe del Estado Mayor?

– No es justo para Carbone y la señora Kramer -indicó-. Son víctimas inocentes.

Hice una pausa.

– ¿Por qué ha empezado por la señora Kramer? ¿La considera más importante que Carbone?

Summer negó con la cabeza.

– No he comenzado por la señora Kramer. Primero me he ocupado de Carbone. He repasado los registros de la entrada y he marcado quién estaba aquí y quién no a aquella hora.

– Usted me dio aquellos papeles.

– Primero hice una copia.

– Es usted una idiota -solté.

– ¿Por qué? ¿Porque no soy cobarde?

– ¿Cuántos años tiene?

– Veinticinco.

– Muy bien -dije-. O sea que el año que viene cumplirá veintiséis. Será una mujer negra de veintiséis años dada de baja con deshonor del único trabajo que ha tenido. Entretanto, el mercado civil del empleo estará inundado debido a la reducción de efectivos militares y usted se encontrará compitiendo con gente que tiene el pecho a rebosar de medallas y los bolsillos llenos de cartas de recomendación. Entonces ¿qué va a hacer? ¿Morirse de hambre? ¿Ir a pedir trabajo al local de striptease de Sin?

Summer no respondió.

– Tenía que habérmelo dejado a mí -dije.

– Usted no iba a hacer nada.

– Me alegra que piense eso -solté-. Ése era el plan.

– ¿Cómo?

– Voy a enfrentarme con Willard -expliqué-. O él o yo.

Guardó silencio.

– Trabajo para el ejército -proseguí-, no para Willard. Creo en el ejército. No creo en Willard. No voy a dejar que él lo estropee todo.

Summer siguió callada.

– Le dije que no me convirtiera en su enemigo. Pero él no me escuchó.

– Un paso importante -señaló ella.

– Un paso que ya dio usted -le recordé.

– ¿Por qué quería dejarme fuera?

– Porque si las cosas vienen mal dadas no quiero arrastrar a nadie conmigo.

– ¿Estaba usted protegiéndome?

Asentí.

– Pues no lo haga -soltó-. Sé pensar por mi cuenta.

No respondí.

– ¿Cuántos años tiene usted? -preguntó.

– Veintinueve.

– O sea que el año que viene cumplirá treinta. Será un hombre blanco de treinta años dado de baja con deshonor del único trabajo que ha tenido. Y mientras yo soy lo bastante joven para comenzar de nuevo, usted no. Usted está marcado por su estancia en esta institución, carece de habilidades sociales, nunca ha estado en el mundo civil y no sabe hacer nada. Así que quizá debería ser usted quien se quedara cruzado de brazos, no yo.

No respondí.

– Usted debería haber destapado todo el asunto -me reprochó.

– Es una decisión personal -dije.

– Yo también he tomado mi decisión -dijo ella-. Me parece que ahora ya lo sabe. Es como si el detective Clark me hubiera denunciado sin querer.

– Eso es exactamente lo que quiero decir -solté-. Una simple llamada y usted se va a la calle. Esto es un deporte de riesgo.

– Y yo lo voy a practicar con usted, Reacher. Así que póngame al tanto.


Al cabo de cinco minutos supo todo lo que yo sabía. Todas las preguntas, ninguna respuesta.

– La firma de Garber es una falsificación -dijo.

Asentí.

– ¿Y qué pasa con la de Carbone en la denuncia? ¿También falsa?

– Tal vez -dije. Cogí del cajón la copia que me había dado Willard. La alisé sobre el cartapacio y se la tendí a Summer. Ella la dobló cuidadosamente y se la guardó en el bolsillo.

– Haré que verifiquen la letra -dijo-. Es más fácil para mí que para usted.

– Ahora ya no hay nada fácil para ninguno de los dos -observé-. Ha de tener muy claro lo que está haciendo.

– Lo tengo -dijo-. Hay que llegar al fondo del asunto.

Guardé silencio un minuto, tan sólo mirándola. Summer esbozaba una ligera sonrisa. Era muy fuerte. No obstante, había crecido pobre en una casucha de Alabama con iglesias ardiendo y explosiones alrededor. Pensé que guardarle las espaldas frente a Willard y un grupo de vigilantes delta supondría una especie de progreso en su vida.

– Gracias -dije-. Por estar de mi parte.

– Yo no estoy de su parte -corrigió-. Usted está de la mía.

Sonó el teléfono. Era el cabo de Luisiana, que llamaba desde la mesa de fuera.

– La policía estatal al teléfono -dijo-. Preguntan por un oficial de guardia. ¿Quiere contestar?

– La verdad es que no. Pero es mejor que lo haga, supongo.

Se oyó un clic, pareció que la comunicación se había cortado, y luego otro clic. A continuación alguien habló para comunicar que un agente que patrullaba por la I-95 había encontrado abandonado un maletín de lona verde en el arcén de la autopista. Dijo que dentro había una cartera que identificaba a su propietario como el general Kenneth R. Kramer. Precisó que llamaba a Fort Bird porque había calculado que era la instalación militar más próxima al lugar donde había sido hallado el maletín. Y también para decirme dónde guardarían el maletín por si yo tenía interés en mandar a alguien a recogerlo.

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