15

Nací en 1960, por lo que tenía siete años en el Verano del Amor, trece al final de nuestra participación efectiva en Vietnam y quince al final de nuestra postrera implicación en dicha guerra. Ello significa que me perdí la mayor parte del conflicto de los militares americanos con los narcóticos. No viví los años intensos de Purple Haze, de Jimmy Hendrix. Yo pillé la fase siguiente, más estable. Como muchos soldados, había fumado hierba de vez en cuando, quizá la suficiente para desarrollar cierta preferencia entre distintas clases y orígenes, pero no tanto como para ocupar un buen puesto en las estadísticas de drogadictos norteamericanos en cuanto a volumen consumido a lo largo de la vida. Yo consumía a tiempo parcial. Era de los que compraba, no de los que vendía.

Pero como PM había visto vender mucho. Había visto trapicheos, unos que salían bien, otros que no. Sabía cuál era el procedimiento. Y una cosa que sabía con seguridad era que si un mal negocio termina con un tío muerto en el suelo, en su bolsillo no hay nada. Ni dinero ni mercancía. Segurísimo. ¿Por qué iba a haberlo? Si el muerto es el comprador, el vendedor huye con su droga y el dinero del otro. Si el muerto es el vendedor, el comprador se queda el alijo gratis. En uno u otro caso, alguien saca un buen provecho a cambio de un par de balas y de hurgar un poco en los bolsillos ajenos.

– Son gilipolleces, Sánchez -solté-. Es una simulación.

– Pues claro. Lo sé muy bien.

– ¿Se lo has dejado claro?

– ¿Para qué? Son civiles, pero no estúpidos.

– Entonces ¿por qué se regodean?

– Porque esto les allana el camino. Si no pueden resolver el caso, simplemente lo archivan. El que queda mal es Brubaker, no ellos.

– ¿Tienen algún testigo?

– Ni uno.

– Hubo disparos -dije-. Alguien debió de oír algo.

– Según los polis, no.

– A Willard le va a dar un ataque -avisé.

– Eso en el fondo es lo de menos.

– ¿Tienes coartada?

– ¿Yo? ¿Para qué?

– Willard buscará dónde agarrarse. Se valdrá de lo que sea para hacerte marcar el paso.

Sánchez no respondió enseguida. Algo en el circuito electrónico de la línea ocasionó un fuerte silbido. Él habló por encima de la interferencia.

– Creo que soy invulnerable -dijo-. Es el Departamento de Policía de Columbia el que hace las acusaciones, no yo.

– De todos modos, vigila -insistí.

– Descuida.

Colgué. Summer estaba pensando. Componía un semblante tenso y movía los párpados.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– ¿Está seguro de que era una simulación?

– No hay otra explicación.

– De acuerdo -dijo-. Bien. -Seguía de pie junto al mapa. Volvió a poner la mano sobre el mismo. El dedo meñique en la chincheta de Fort Bird, el índice en la de Columbia-. Admitimos ese punto. No lo ponemos en duda. Vale, ahora hay un patrón. La droga y el dinero en el bolsillo de Brubaker equivalen a la rama en el culo de Carbone y al yogur en su espalda. Confusión calculada. Ocultación del verdadero móvil. Es un modus operan di clarísimo. Y ya no es ninguna conjetura. Cometió los dos crímenes el mismo tío. Mató a Carbone aquí. Luego condujo hasta Columbia y allí se cargó a Brubaker. Es una secuencia clara. Todo encaja. Tiempos, distancias, el modo de pensar del tipo.

La miré, allí de pie. Su pequeña mano oscura extendida como el brazo de una estrella de mar. En las uñas se apreciaba esmalte transparente. Le brillaban los ojos.

– Se deshizo de la barra -dije-. Tras acabar con Carbone pero antes de ir por Brubaker. ¿Por qué?

– Prefería pistola -contestó-, como cualquier persona normal. Pero sabía que aquí no podía utilizarla. Demasiado ruido. A kilómetro y medio de los principales edificios de la base, a una hora avanzada, todos habríamos salido corriendo a ver. Pero en un barrio sórdido de una ciudad grande nadie iba a pararse a curiosear. Y así sucedió, por lo visto.

– ¿Pudo él estar seguro de eso?

– No -repuso-. Completamente seguro no. Fijó la cita, y por tanto sabía adónde iba. Pero no podía estar totalmente seguro de qué se encontraría al llegar. Supongo que decidió llevar encima un arma de reserva. Después la barra quedó toda cubierta de pelo y sangre y no tenía tiempo de limpiarla. Tenía prisa. El suelo estaba helado y no había ningún claro de hierba suave para adecentarla. Y no podía llevársela en el coche. En su viaje al sur podía pararle la policía de tráfico. De modo que la tiró por ahí.

Asentí. Ante un adversario en forma y precavido, una pistola era un arma más fiable. Sobre todo en la estrechura de un callejón de ciudad en comparación con los terrenos oscuros y solitarios donde se había cargado a Carbone. Bostecé y cerré los ojos. «Los espacios solitarios donde se había cargado a Carbone.» Volví a abrir los ojos.

– Mató a Carbone aquí -repetí-. Luego se subió al coche, se dirigió a Columbia y allí mató a Brubaker.

– Sí -confirmó Summer.

– Antes usted suponía que condujo por el camino con Carbone, le golpeó en la cabeza, dispuso todo el decorado y acto seguido regresó aquí. El razonamiento era muy bueno. Y el hallazgo de la barra más o menos lo confirmaba.

– Gracias -dijo ella.

– Y luego nos imaginamos que aparcó el coche y volvió a sus ocupaciones.

– Efectivamente -dijo.

– Pero no pudo aparcar el coche y volver a sus ocupaciones. Porque ahora estamos diciendo que, en vez de ello, condujo directamente hasta Columbia para encontrarse con Brubaker. Un trayecto de tres horas. Tenía prisa. No podía perder tiempo.

– Efectivamente -repitió.

– De modo que no estacionó el coche -indiqué-. Ni siquiera se detuvo un instante. Salió por la puerta principal. No hay otra forma de salir de la base. Fue directamente hacia la puerta principal, Summer, inmediatamente después de haber asesinado a Carbone, entre las nueve y las diez.

– Miremos el registro de la entrada -dijo ella-. Hay una copia ahí en el escritorio.

Examinamos el registro juntos. La operación Causa Justa en Panamá había puesto a todas las instalaciones nacionales en un grado más en la escala DefCon, de situación de defensa, por lo que todos los puestos cerrados registraban con todo detalle entradas y salidas en encuadernados libros mayores con páginas numeradas. Nosotros disponíamos de una buena y clara fotocopia xerox de la página correspondiente al 4 de enero. Yo confiaba en que fuera auténtica, estuviera completa y fuese precisa. La Policía Militar tiene muchos defectos, pero no suele meter la pata con el papeleo elemental.

Summer cogió la hoja de mis manos y la pegó en la pared, junto al mapa. Nos quedamos uno al lado del otro mirándola. Estaba organizada en seis columnas. Había espacio para la fecha, las horas de entrada y de salida, el número de placa, los ocupantes y el motivo.

– Había poco tráfico -dijo Summer.

No comenté nada. Ignoraba si diecinueve anotaciones equivalía a poco tráfico o no. No estaba acostumbrado a Fort Bird, y hacía siglos que no me chupaba una guardia en una puerta. Pero sin duda parecía un día tranquilo en comparación con las numerosas páginas del día de Año Nuevo.

– La mayoría de la gente dijo que regresaba al servicio -señaló Summer.

Asentí. Catorce líneas tenían asientos en la columna de hora de entrada pero no en la de salida. Eso significaba que habían entrado catorce personas que se habían quedado dentro. Otra vez al trabajo, tras unas buenas vacaciones. O tras haber estado fuera por otras razones. Yo figuraba allí, entre ellos: «4-1-90, 23.02, Reacher, J., RAB. El comandante J. Reacher regresa a la base.» Desde París, pasando por la antigua oficina de Garber en Rock Creek. En la matrícula del vehículo ponía «peatón». También aparecía mi sargento, que venía desde su domicilio fuera del puesto para cumplir su turno de noche. Ella había llegado a las nueve y media, al volante de algo que tenía matrícula de Carolina del Norte.

Catorce que entran y se quedan.

Sólo cinco salidas.

Tres eran proveedores habituales de comestibles. Seguramente furgonetas grandes. Una base militar consume muchísima comida. Hay montones de bocas que alimentar. Tres furgonetas en un día me parecía más o menos normal. La entrada de cada una se había producido aproximadamente a primera hora de la tarde, y la salida después de transcurrida una hora, lo que resultaba razonable. La última hora de salida era justo antes de las tres.

Luego había un intervalo de siete horas.

La penúltima salida anotada era la de Vassell y Coomer tras su cena en el club de oficiales. Habían cruzado la verja a las 22.01. Habían entrado a las 18.45. En ese momento habían sido apuntados sus números de placa del Departamento de Defensa así como sus nombres y rangos respectivos. Como motivo constaba «visita de cortesía».

Cinco salidas. Ya llevábamos cuatro.

Faltaba una.

La otra persona que salió de Fort Bird el 4 de enero aparecía como: «4-1-90, 22.11, Trifonov, S. Sgt.» En el espacio pertinente había una matrícula de Carolina del Norte. No figuraba la hora de entrada. La columna de los motivos estaba en blanco. Por tanto, un sargento llamado Trifonov había estado en el puesto todo el día, o toda la semana, y luego había salido a las diez y once minutos de la noche. No se había hecho constar ningún motivo porque no existía ninguna directriz para preguntar a un soldado por qué se iba. Cabía suponer que salía a tomar una copa o a comer o a divertirse. El motivo era algo que los guardias preguntaban a los que entraban, no a los que salían.

Revisamos la hoja de nuevo, sólo para asegurarnos. Y llegamos a la misma conclusión. Aparte del general Vassell y el coronel Coomer en su Mercury Grand Marquis que conducían ellos mismos y luego un sargento llamado Trifonov en otra clase de coche, el 4 de enero nadie había salido en ningún vehículo ni a pie, salvo las tres furgonetas de reparto a primera hora de la tarde.

– Muy bien -dijo Summer-. El sargento Trifonov. Quienquiera que sea, es él.

– No hay otra -dije yo.

Llamé a la puerta principal. Se puso el mismo con el que ya había hablado respecto a Vassell y Coomer. Le reconocí la voz. Le pedí que buscara en el libro a partir de la página inmediatamente posterior a la que nosotros teníamos, y que averiguara a qué hora exacta había regresado cierto sargento llamado Trifonov. Le dije que podía ser cualquier hora después de las cuatro y media de la madrugada del 5 de enero. El hombre me hizo esperar unos momentos. Le oía pasar las rígidas páginas de pergamino vegetal. Lo hacía despacio, prestando mucha atención.

– Señor, a las cinco en punto de la madrugada -dijo-. Cinco de enero, sargento Trifonov, regreso a la base. -Oí que pasaba otra página-. Había salido a las 22.11 de la noche anterior.

– ¿Recuerda algo de él?

– Se marchó unos diez minutos después de aquellos oficiales de Blindados por los que usted me preguntó. Por lo que recuerdo, iba con prisas. No esperó a que la barrera se levantara del todo. Pasó justo por debajo.

– ¿Qué coche?

– Un Corvette, creo. No era nuevo, pero tenía buen aspecto.

– Cuando regresó ¿estaba usted todavía de guardia?

– Sí, señor. Así es.

– ¿Recuerda algo?

– Nada reseñable. Hablé con él, naturalmente. Tenía acento extranjero.

– ¿Cómo iba vestido?

– De civil. Chaqueta de piel, me parece. Supuse que no estaba de servicio.

– ¿Se halla ahora en la base?

Oí nuevamente que hojeaba el libro. Imaginé un dedo bajando por las líneas escritas a partir de las cinco de la mañana del día 5.

– No nos consta que haya vuelto a salir, señor -dijo-. Ahora mismo, no. Así que andará por ahí.

– Muy bien -dije-. Gracias, soldado.

Colgué. Summer me miró.

– Regresó a las cinco. Tres horas y media después de que se parara el reloj de Brubaker.

– Un trayecto de tres horas -indicó ella.

– Y ahora se encuentra aquí.

– ¿Quién es?

Llamé al cuartel general de la base. Hice la pregunta. Me dijeron quién era. Colgué y miré a Summer fijamente.

– Es un delta -dije-. Un desertor procedente de Bulgaria. Lo trajeron aquí en calidad de instructor. Sabe cosas que los nuestros ignoran.


Me levanté de la mesa y me acerqué al mapa. Puse los dedos sobre las chinchetas. El meñique en Fort Bird, el índice en Columbia. Era como si estuviera validando una teoría mediante el tacto. Doscientos cuarenta kilómetros. Tres horas y doce minutos para llegar, tres horas y treinta y siete minutos para regresar. Hice el cálculo mental. Una velocidad promedio de setenta y cinco por hora a la ida, y de sesenta y seis a la vuelta. De noche, por carreteras vacías, en un Chevrolet Corvette. Podía haberlo hecho con el freno de mano puesto.

– ¿Lo detenemos? -dijo Summer.

– No -dije-. Lo haré yo solo. Voy para allá.

– ¿Es atinado esto?

– Seguramente no. Pero no quiero que esos tíos crean que me tienen pillado.

Summer hizo una pausa.

– Le acompañaré -dijo.

– Muy bien -dije.


Eran las cinco de la tarde, habían transcurrido treinta y seis horas justas desde que Trifonov regresara a la base. El día era frío y gris. Cogimos armas, esposas y bolsas de pruebas. Nos dirigimos al parque móvil de la PM y encontramos un Humvee con una jaula separada de los asientos delanteros y sin tiradores internos en las puertas traseras. Summer iba al volante. Aparcó frente a la puerta del edificio de Delta. El centinela nos dejó entrar a pie. Rodeamos el edificio principal hasta encontrar el club de suboficiales. Me paré, y Summer se paró a mi lado.

– ¿Va a entrar ahí? -preguntó.

– Sólo un minuto.

– ¿Solo?

Asentí.

– Después iremos a su arsenal.

– No me parece sensato -señaló-. Debería entrar con usted.

– ¿Por qué?

Summer vaciló.

– Como testigo, supongo.

– ¿De qué?

– De lo que puedan hacerle.

Esbocé una breve sonrisa.

Empujé la puerta y entré. El lugar estaba bastante concurrido, poco iluminado y lleno de humo. Había mucho ruido. La gente me vio, y se fue imponiendo el silencio. Avancé unos pasos. Todos se quedaron inmóviles pero luego fueron acercándose. Tuve que abrirme paso apartándoles uno a uno. Nadie se movía. Me golpeaban con el hombro, a derecha e izquierda. Yo golpeaba a mi vez, en medio del silencio. Mido dos metros y peso cien kilos. En una competición de empujones sé defenderme.

Logré atravesar el vestíbulo y llegué al bar. Otra vez lo mismo. El ruido se apagó enseguida. Todos se volvieron hacia mí. Me miraban fijamente. Avancé, empujé y me abrí paso por la estancia. No se oía otra cosa salvo la respiración tensa, pies rozando el suelo y el ruido sordo del entrechocar de hombros. Mantuve la mirada fija en la pared más alejada. El joven bronceado de la barba se interpuso en mi camino. Sostenía un vaso de cerveza. Yo seguí andando y él se desplazó a la derecha, chocamos, y el vaso vertió la mitad de su contenido en el suelo de linóleo.

– Has derramado mi cerveza -dijo.

Miré hacia abajo. Luego lo miré a los ojos.

– Lámelo -dijo.

Nos quedamos frente a frente un segundo. Luego seguí adelante pasando por su lado. Noté una comezón en la espalda. Sabía que él me observaba. Pero yo no iba a volverme. Ni en broma. A menos que oyera el ruido de una botella rota contra una mesa.

No lo oí. Hice todo el recorrido hasta la pared del otro extremo. La toqué como un nadador al final de los últimos cincuenta metros. Me di la vuelta y miré. El viaje de vuelta no iba a ser distinto. La estancia estaba en silencio. Retomé el paso. Aceleré entre los presentes. Choqué con más fuerza. La inercia tiene sus ventajas. Cuando ya había recorrido unos diez pasos, la gente empezó a apartarse. A retroceder un poco.

Pensé que el mensaje había surtido efecto. De modo que zigzagueé un poco mostrando cierta cortesía, sin embestir como un toro. Algunos valoraron el detalle. Regresé a la puerta como cualquier persona civilizada en un lugar atestado. Me detuve y me volví. Escudriñé los rostros, lentamente, un grupo cada vez. «Mil, dos mil, tres mil, cuatro mil.» Finalmente les di la espalda y salí al aire fresco.

Summer no estaba.

Miré alrededor y la vi salir de una entrada de servicio a unos tres metros. Había estado tras la barra. Supuse que guardándome las espaldas.

Me miró a los ojos.

– Ahora ya lo sabe -dijo.

– ¿Sé qué?

– Cómo se sintió el primer soldado negro. Y la primera mujer.


Me mostró el camino hacia el viejo hangar donde se hallaba el arsenal. Cruzamos seis metros de hormigón y entramos por una puerta auxiliar para el personal. Summer no había bromeado con lo de equipar a una dictadura africana. En el techo del hangar había lámparas de arco que iluminaban una pequeña flota de vehículos especializados y enormes montones de todas las armas portátiles que quepa imaginar. Supuse que David Brubaker había hecho una labor de cabildeo muy eficaz en el Pentágono.

– Por aquí -dijo Summer.

Me condujo a una especie de jaula cuadrada de alambre. Tenía cuatro o cinco metros de lado y un techo de material a prueba de huracanes. Parecía una perrera. La puerta de alambre estaba abierta, con un candado que colgaba de una cadena de eslabones. Tras la puerta había una mesa para escribir de pie. Y detrás de la mesa, un hombre en traje de campaña. No se puso firmes, pero tampoco desvió la vista. Tan sólo se quedó donde estaba y me observó con mirada neutra, lo cual era lo más parecido a los buenos modales que los delta aprenden en su vida militar.

– ¿Puedo ayudarles? -dijo, como si fuera el dependiente de una tienda y yo un cliente. A su espalda, en hileras, había armas usadas de todas clases. Vi cinco modelos diferentes de metralletas. También algunos M-16, A1 y A2. Y pistolas. Algunas flamantes; otras, viejas y gastadas. Estaban dispuestas con orden y precisión, pero sin ceremonias. No eran más que herramientas del oficio.

El tipo de la mesa tenía un libro de registro.

– ¿Comprueba usted lo que entra y lo que sale? -inquirí.

– Como un aparcacoches -soltó el tipo-. Las normas del puesto no permiten llevar armas personales en las áreas de alojamiento. -Miraba a Summer, con quien ya habría tenido el mismo intercambio de preguntas y respuestas, cuando ella buscaba la nueva P7 de Carbone.

– ¿Qué utiliza el sargento Trifonov? -pregunté.

– ¿Trifonov? Tiene una Steyr GB.

– Enséñemela.

Se alejó hacia el estante de las pistolas y regresó con una Steyr GB negra. La sostenía por el cañón. Parecía lubricada y bien conservada. Saqué una bolsa de pruebas y él la dejó caer dentro. Cerré la cremallera y observé el arma a través del plástico.

– Nueve milímetros -dijo Summer.

Asentí. Era un arma excelente, pero la suerte no la había acompañado. Steyr-Daimler-Puch la fabricó con la perspectiva de un buen encargo del ejército austríaco, pero apareció un producto rival denominado Glock y se llevó el premio. Y asila GB quedó como un huérfano desdichado, como Cenicienta. Y al igual que Cenicienta, tenía muy buenas cualidades. Admitía catorce disparos, lo que era mucho, pero descargada pesaba algo más de un kilo, lo que era poco. Se podía desmontar y volver a montar en doce segundos, o sea deprisa. Lo mejor es que tenía un sistema muy eficaz de manejo del gas. Todas las armas automáticas funcionan valiéndose de la explosión de gas en la recámara para que salte el casquillo usado y entre el siguiente cartucho. Pero en la práctica, algunos cartuchos son viejos o defectuosos o están mal armados. No todos explotan con la misma fuerza. Si ponemos una carga débil, sin especificar, sólo se oye un resuello y no se produce el ciclo. Si colocamos una carga demasiado potente, el arma puede explotar en la mano. Sin embargo, la Steyr estaba concebida para afrontar cualquier problema de esa clase. Si yo fuera un miembro de las Fuerzas Especiales que hubiera arrebatado munición de calidad dudosa a cualquier chusma de guerrilleros con los que estuviera a la greña, utilizaría una Steyr. Querría estar seguro de que aquello de lo que dependía mi vida dispararía diez veces de diez.

A través del plástico apreté el resorte del cargador, detrás del gatillo, y agité la bolsa hasta hacerlo caer por la culata. Era de dieciocho disparos y tenía dieciséis cartuchos. Agarré la corredera y expulsé una bala de la recámara. Así que había ido con diecinueve proyectiles. Dieciocho en el cargador y uno en la recámara. Había regresado con diecisiete. Dieciséis en el cargador y uno en la recámara. Por tanto, había disparado dos.

– ¿Hay teléfono aquí? -pregunté.

El empleado indicó con la cabeza una cabina en un rincón del hangar, a unos seis metros de su habitáculo. Me acerqué al aparato y llamé a la mesa de mi sargento. Respondió el tío de Luisiana. El cabo. Seguramente la mujer del turno de noche estaba todavía en casa, en su caravana, acostando al niño, duchándose, preparándose para la caminata hasta el trabajo.

– Póngame con Sánchez, de Fort Jackson -dije.

Mantuve el auricular pegado al oído y aguardé. Un minuto. Dos.

– ¿Qué hay? -dijo Sánchez.

– ¿Han encontrado los casquillos vacíos? -pregunté.

– No. El tío probablemente los recogió.

– Lástima. Eso habría sido el mate de la victoria.

– ¿Has encontrado al tipo?

– Ahora mismo estoy sosteniendo su arma. Una Steyr GB, con todas las balas menos dos.

– ¿Quién es?

– Luego te lo explico. Dejemos que los civiles suden un rato.

– ¿Uno de los nuestros?

– Triste pero cierto.

Sánchez se quedó callado.

– ¿Han encontrado las balas? -inquirí.

– No -contestó.

– ¿Cómo es eso? Era un callejón, ¿no? ¿Tan lejos llegaron? Estarán empotradas en algún ladrillo.

– Entonces no nos servirán de nada. Aplastadas es imposible reconocerlas.

– Estaban encamisadas -señalé-. No se habrán roto. Al menos podríamos pesarlas.

– No las han encontrado.

– ¿Las están buscando?

– No lo sé.

– ¿Han localizado algún testigo?

– No.

– ¿Han hallado el coche de Brubaker?

– No.

– Tiene que estar allí, Sánchez. Condujo hasta allí y llegó a medianoche o la una. En un coche inconfundible. ¿Lo están buscando?

– Está claro que nos ocultan algo.

– ¿Ha llegado Willard?

– Estará aquí en cualquier momento.

– Dile que lo de Brubaker es un asunto terminado -dije-. Y que has oído que lo de Carbone no fue un accidente. Eso le alegrará el día.

Colgué. Regresé a la jaula de alambre. Summer estaba al lado del soldado, tras la mesa. Estaban hojeando el libro juntos.

– Fíjese en esto -dijo.

Con los dos dedos índices me mostró dos entradas distintas. A las siete y media de la noche del 4 de enero, Trifonov había firmado al retirar su pistola personal Steyr GB de 9 mm. Y había vuelto a firmar al devolverla a las cinco y cuarto de la mañana del día 5. Su firma era grande y torpe. Era búlgaro. Supuse que había aprendido el alfabeto cirílico y aún no estaba muy habituado a los caracteres latinos.

– ¿Por qué la cogió? -pregunté.

– No preguntamos el motivo -respondió el hombre-. Sólo hacemos el papeleo.


Salimos del hangar y nos dirigimos al edificio de los alojamientos. Pasamos junto a un aparcamiento abierto. Había unos cuarenta o cincuenta coches. Vehículos típicos de soldados. De importación, pocos. Se veían algunos sedanes abollados de color vainilla sin adornos, pero mayormente camionetas y grandes cupés Detroit, unos pintados con llamas y rayas, o tros con alerones y ruedas cromadas y neumáticos gruesos con letras grabadas. Sólo un Corvette. Rojo, aparcado aparte al final de la fila, tres plazas más allá.

Dimos un rodeo para echar un vistazo.

Tendría unos diez años. Estaba inmaculado, por dentro y por fuera. Hacía uno o dos días que había sido lavado y encerado de arriba abajo. Los arcos de las ruedas estaban impolutos. Los neumáticos, negros y relucientes. A unos diez metros, en la pared del hangar, había una manguera arrollada. Nos inclinamos y miramos por las ventanillas. Al parecer, el interior había sido lavado, y habían pasado la aspiradora. Era un coche de dos plazas, pero tras los asientos tenía un estante, un espacio pequeño pero lo bastante grande para ocultar una barra de hierro bajo un abrigo. Summer se arrodilló y pasó los dedos por debajo. Retiró las manos limpias.

– Nada de polvo del camino -dijo-. Ni sangre en los asientos.

– Ni envase de yogur en el suelo.

– Él mismo lo limpió todo.

Nos alejamos. Salimos por la puerta principal y guardamos el arma de Trifonov en el Humvee. Nos volvimos y entramos de nuevo.


Yo no quería involucrar al tipo de administración. Sólo quería sacar de allí a Trifonov antes de que nadie supiera qué pasaba. Así que cruzamos la puerta de la cocina y me encontré a un camarero al que pedí que buscara a Trifonov y lo llevara fuera a través de la cocina con cualquier pretexto. Luego salimos al frío y aguardamos. El camarero apareció solo al cabo de cinco minutos y nos dijo que Trifonov no estaba en el comedor.

Así que nos dirigimos a los dormitorios. Un soldado que salía de las duchas nos dijo dónde buscar. Dejamos atrás la habitación vacía de Carbone; al parecer no habían tocado nada. Trifonov estaba tres puertas más allá. Llegamos. La puerta abierta. Lo vimos sentado en el estrecho catre, leyendo un libro.

No tenía ni idea de qué me iba a encontrar. Por lo que sabía, Bulgaria no tenía Fuerzas Especiales. En el Pacto de Varsovia no eran habituales las unidades verdaderamente de elite. Checoslovaquia tenía una brigada aerotransportada bastante buena, y Polonia divisiones aerotransportadas y anfibias. La propia Unión Soviética tenía pocos tipos duros Vysotniki. Aparte de eso, en el este de Europa se trataba de mantener una superioridad numérica. Manda suficientes cuerpos al combate y, mientras consideres que dos terceras partes de ellos son prescindibles -cosa que ellos hacían-, a la larga vencerás.

Entonces ¿quién era ese tipo?

En la selección y el adiestramiento, las Fuerzas Especiales de la OTAN hacían mucho hincapié en la resistencia. Hacían correr a los tíos ochenta kilómetros acarreándolo todo, hasta el fregadero de la cocina. Los mantenían despiertos y recorriendo un terreno espantoso durante una semana seguida. Por tanto, las tropas de la OTAN tendían a estar formadas por individuos no demasiado grandes y muy flexibles, con la constitución de los corredores de maratón. Pero aquel búlgaro era un ropero. Al menos tan grande como yo. Quizás incluso más. Mediría uno noventa y cinco y pesaría unos ciento diez kilos. Llevaba la cabeza rapada. Tenía una cara grande y cuadrada a medio camino entre lo brutalmente feo y lo razonablemente atractivo, según le diera la luz. En ese momento el fluorescente del techo no le favorecía. Parecía cansado. Tenía unos ojos penetrantes, de párpados caídos, muy juntos y hundidos en las cuencas. Era un poco mayor que yo, treinta y pocos. Tenía unas manos enormes. Lucía un uniforme de campaña flamante, sin nombre, rango ni unidad.

– En pie, soldado -dije.

Dejó el libro sobre la cama, con cuidado, abierto boca abajo, como si estuviera guardando el sitio.


Lo esposamos y lo llevamos al Humvee sin ningún problema. Era un tipo tranquilo. Parecía resignado a su destino, como si supiera que sólo era cuestión de tiempo que los diversos libros de registro de su vida acabaran traicionándole.

Tras regresar, lo llevé a mi despacho sin incidente alguno. Le hicimos sentar, le quitamos las esposas y se las volvimos a poner con la muñeca derecha sujeta a la pata de la silla. Con un segundo par de esposas hicimos lo propio con la izquierda. Sus muñecas eran grandes, gruesas como tobillos.

Summer se acercó al mapa, mirando fijamente las chinchetas, como diciendo: «Lo sabemos.»

Me senté a la mesa.

– ¿Cómo se llama? -pregunté-. Es para el expediente.

– Trifonov. -El acento era brusco y sonoro, gutural.

– ¿Nombre?

– Slavi.

– Slavi Trifonov -dije-. ¿Rango?

– En mi país era coronel. Ahora soy sargento.

– ¿De dónde es?

– De Sofía, Bulgaria.

– Para ser coronel es usted muy joven.

– Era muy bueno en lo que hacía.

– ¿Y qué hacía?

No respondió.

– Tiene un bonito coche -observé.

– Gracias -dijo-. Para mí siempre fue un sueño tener un coche como ése.

– ¿Dónde lo llevó la noche del cuatro?

No contestó.

– En Bulgaria no hay Fuerzas Especiales -señalé.

– No. No las hay.

– Entonces ¿qué hacía usted allí?

– Estaba en el ejército regular.

– ¿Haciendo qué?

– Estaba en la triple coordinación entre el Ejército búlgaro, la policía secreta búlgara y nuestros amigos Vysotniki soviéticos.

– ¿Formación?

– Cinco años con el GRU.

– ¿Y eso qué es?

El tipo sonrió.

– Creo que usted sabe lo que es.

Asentí. El GRU soviético era un cruce entre un cuerpo de policía militar y una Delta Force. Eran muy duros, y tan dispuestos a dirigir su furia hacia dentro como hacia fuera.

– ¿Por qué está aquí? -inquirí.

– ¿En América? -dijo-. Estoy esperando.

– Esperando qué.

– El fin de la ocupación comunista de mi país. Creo que sucederá pronto. Luego regresaré. Me siento orgulloso de mi país. Es un lugar hermoso y de gente maravillosa. Soy nacionalista.

– ¿Qué enseña en Delta?

– Cosas que ahora han quedado desfasadas, como pelear tal como yo aprendí a hacerlo. Pero me parece que esta batalla ya ha concluido. Ustedes han ganado.

– Tiene que decirnos dónde estuvo la noche del cuatro.

No dijo nada.

– ¿Por qué desertó?

– Porque soy un patriota -contestó.

– ¿Una conversión reciente?

– Siempre fui un patriota. Pero estuve a punto de ser descubierto.

– ¿Cómo salió de allí?

– Por Turquía. Allí me dirigí a una base americana.

– Hábleme de la noche del cuatro.

Guardó silencio.

– Tenemos su arma -dije-. Usted firmó al recogerla. Se fue de la base a las 22.11 y regresó a las cinco de la mañana.

No dijo nada.

– Disparó usted dos tiros.

Siguió callado.

– ¿Por qué lavó el coche?

– Porque es un coche magnífico. Lo lavo dos veces a la semana. Siempre. Un coche como ése era un sueño para mí.

– ¿Ha estado alguna vez en Kansas?

– No.

– Bueno, pues es allí donde irá. No volverá a Sofía, sino que irá a Fort Leavenworth.

– ¿Por qué?

– Ya sabe por qué.

Trifonov no se movió. Estaba algo encorvado hacia delante, con las muñecas sujetas a la silla cerca de las rodillas. Yo no estaba seguro de qué hacer. Los tíos delta estaban preparados para aguantar interrogatorios. Yo lo sabía. Estaban preparados para soportar drogas, palizas, desconcierto sensorial y cualquier otra cosa imaginable. Se alentaba a sus instructores a utilizar métodos prácticos. Así que ni siquiera podía imaginar lo que Trifonov había llegado a soportar en sus cinco años en la GRU. Yo no podría hacerle mucho más. Claro, podía atizarlo, pero aquel tío no diría una palabra aunque lo desmontara miembro a miembro.

De modo que pasé a las técnicas tradicionales de la policía. Mentiras y sobornos.

– Algunos creen que lo de Carbone podría ser un escándalo -dije-. Para el ejército, ya me entiende. Así que no queremos llegar muy lejos. Si ahora usted levanta la liebre, le mandaremos de vuelta a Turquía. Podrá esperar allí el ansiado momento de regresar a casa y ser un patriota.

– Fue usted quien mató a Carbone -soltó-. La gente lo dice.

– La gente se equivoca -señalé-. Yo no estaba allí. Y no maté a Brubaker. Porque tampoco estaba allí.

– Ni yo -dijo-. Yo tampoco.

Entonces cayó en la cuenta de algo. Movió los ojos a izquierda y derecha. Después alzó la vista hacia el mapa de Summer. Observó las chinchetas. Me miró a mí. Movió los labios. Vi que decía «Carbone» para sus adentros. Y luego «Brubaker». No emitió sonido alguno, pero leí sus labios el torpe acento.

– Espere -dijo.

– Esperar qué.

– No -dijo.

– No qué.

– No, señor -dijo.

– Hable, Trifonov -lo insté.

– ¿Cree que tuve algo que ver con lo de Carbone y Brubaker?

– ¿Usted cree que no?

Volvió a quedarse callado. Miró el suelo.

– Hable, Trifonov.

Alzó la vista.

– No fui yo -afirmó.

Seguí sentado sin más, mirándole a los ojos. Durante seis largos años yo había dirigido investigaciones de toda clase, y Trifonov era al menos el milésimo tío que me miraba a los ojos y me decía «no fui yo». El problema era que cierto porcentaje de esos mil tíos había dicho la verdad. Y empezaba a pensar que quizá Trifonov también. En él había algo raro. Comencé a tener muy malas sensaciones.

– Tendrá que demostrarlo -dije.

– No puedo.

– Pues tendrá que hacerlo. De lo contrario, le encerrarán y tirarán la llave. Puede que se desentiendan de Carbone, pero no de Brubaker, téngalo por seguro.

No dijo nada.

– Empecemos otra vez -dije-. ¿Dónde estaba usted la noche del cuatro de enero?

Se limitó a menear la cabeza.

– En algún sitio estaría -le espeté-. Eso seguro, maldita sea. Porque aquí no estaba. Salió y entró. Usted y su arma.

No abrió la boca. Nos miramos a los ojos. Él cayó en un silencio impotente que yo había visto muchas veces. Se removía en la silla, de forma casi imperceptible. Minúsculos movimientos violentos, de un lado a otro. Como si estuviera luchando contra dos adversarios, uno a la derecha y otro a la izquierda. Como sabiendo que debía decirme dónde había estado, pero también que no sería capaz de ello.

– La noche del cuatro de enero ¿cometió usted un crimen? -lo apremié.

Sus ojos hundidos se alzaron hasta volver a encontrarse con los míos.

– Muy bien -dije-. Ha llegado el momento de hablar claro. ¿Cree que fue un crimen peor que el de disparar a Brubaker en la cabeza?

No contestó.

– ¿Fue usted a la Casa Blanca y violó a las nietecitas del presidente?

– No -repuso.

– Pues entonces le daré una pista -dije-: en su actual posición, ése sería el único crimen peor que disparar a Brubaker en la cabeza.

Silencio.

– Hable.

– Fue una cosa personal -dijo.

– ¿Qué clase de cosa personal?

No respondió. Summer exhaló un suspiro y se apartó del mapa. Estaba empezando a figurarse que dondequiera que hubiera estado Trifonov, no había muchas probabilidades de que fuera Columbia. La teniente me miró con las cejas enarcadas. Trifonov se rebullía en la silla. Las esposas tintineaban contra las patas de metal.

– ¿Qué va a pasarme? -preguntó.

– Eso depende de lo que usted hiciera -contesté.

– Recibí una carta -dijo.

– Recibir correo no es ningún delito.

– De un amigo de un amigo.

– Hábleme de la carta.

– En Sofía hay un hombre -dijo.


Y así, encorvado hacia delante y con las muñecas esposadas a las patas de la silla, nos contó la historia de la carta. Por el modo en que la expuso, parecía creer que en ello había algo exclusivamente búlgaro. Pero en realidad no era así. Era una historia que podía haber contado cualquiera de nosotros.

En Sofía había un hombre que tenía una hermana, una gimnasta de segunda fila que había huido del país aprovechando un viaje universitario a Canadá y finalmente se había afincado en Estados Unidos. Se había casado con un americano, había adquirido la nacionalidad y su esposo se había vuelto malo. La hermana escribía sobre ello al hermano, que seguía en Bulgaria. Cartas largas y tristes. Había palizas, abusos, crueldad, aislamiento. Su vida era un infierno. Los censores comunistas habían dejado pasar las cartas, pues les parecía bien cualquier cosa que desacreditara a América. El hermano tenía en Sofía un amigo que se movía en los círculos de la disidencia. Este amigo tenía a su vez las señas de Trifonov: Fort Bird, Carolina del Norte, puesto que antes de escapar a Turquía Trifonov había estado en contacto con los disidentes. El amigo había dado una carta del hombre de Sofía a un tipo que compraba componentes de maquinaria en Austria. El tipo de las máquinas había ido a Austria y echado la carta al correo. La carta llegó a Fort Bird. Trifonov la recibió el 2 de enero, a primera hora de la mañana, en el reparto. Llevaba su nombre en caracteres cirílicos y estaba llena de sellos extranjeros y etiquetas adhesivas de Luftpost.

Había leído la carta en su dormitorio. Sabía lo que se esperaba de él. El tiempo, la distancia y las relaciones se comprimían bajo la presión de la lealtad nacionalista, por lo que era como si su propia hermana estuviera recibiendo el maltrato. La mujer vivía cerca de un lugar llamado Cabo del Miedo, que, dadas las circunstancias, a juicio de Trifonov, era un nombre adecuado. Había consultado un mapa para saber la ubicación exacta.

Su siguiente permiso era el 4 de enero. Elaboró un plan y ensayó un discurso centrado en la inconveniencia de abusar de mujeres búlgaras que tenían amigos búlgaros dispuestos a vengarlas.

– ¿Conserva aún la carta? -pregunté.

Asintió.

– Pero está escrita en búlgaro -dijo.

– ¿Cómo vestía aquella noche?

– De paisano. No soy tonto.

– ¿Qué clase de ropa de paisano?

– Cazadora de piel. Vaqueros azules. Camisa. Ropa americana. La ropa de paisano que tengo.

– ¿Qué le hizo al tío?

Sólo meneó la cabeza.

– Muy bien -dije-. Vamos a Cabo del Miedo.


Mantuvimos a Trifonov esposado y lo metimos en la jaula del Humvee. Conducía Summer. Cabo del Miedo estaba en la costa atlántica, al sureste, a unos ciento sesenta kilómetros. En un Humvee era un viaje aburrido. En un Corvette habría sido otra cosa, aunque no recordaba haberme subido jamás en un Corvette. No conocía a nadie que tuviera uno.

Y yo nunca había estado en Cabo del Miedo. Era uno de los muchos sitios de América que no había visitado. Pero había visto la película. No recordaba exactamente dónde. Quizás en una tienda de campaña, en alguna región calurosa. En blanco y negro, con Gregory Peck teniendo un problema gordo con Robert Mitchum. Por lo que recuerdo, pasé un rato entretenido, pero en el fondo fue un fastidio. Entre el público se oyeron abucheos. Al parecer, Robert Mitchum tenía que haber sido detenido a las primeras de cambio. A los soldados no nos resulta atractivo aguantar a civiles nerviosos sólo para prolongar una historia durante noventa minutos.

Ya había anochecido del todo y aún nos quedaba un buen trecho. A las afueras de Wilmington vimos un cartel que la anunciaba como una ciudad portuaria, histórica y pintoresca. Desde atrás Trifonov gritó que dobláramos a la izquierda por una especie de marisma. Atravesamos la oscuridad hasta el quinto pino y luego giramos otra vez a la izquierda hacia un lugar llamado Southport.

– Cabo del Miedo está frente a Southport -dijo Summer-. Es una isla. Creo que hay un puente.

No obstante, nos paramos bastante antes de llegar a la costa. Ni siquiera llegamos al mismo Southport. Trifonov gritó otra vez cuando pasamos junto a un aparcamiento de caravanas situado a la derecha. Era una gran zona rectangular y llana de terreno ganado al agua. Como si alguien hubiera dragado parte del pantano para hacer un lago y luego hubiera extendido el terraplén por un área cuyo tamaño equivalía a un par de campos de fútbol. La tierra estaba bordeada por zanjas de drenaje. Había postes de tendido eléctrico y aproximadamente un centenar de caravanas esparcidas por todo el rectángulo. Nuestros faros revelaron que algunas eran elegantes trastos de doble ancho con accesorios, huertecitos y vallas de estacas. Otras eran muy sencillas y presentaban abolladuras. Algunas parecían abandonadas. Estábamos a unos quince kilómetros tierra adentro, pero los vendavales marinos llegaban lejos.

– Aquí -dijo Trifonov-. A la derecha.

Había un camino central ancho y otros caminos más estrechos que se ramificaban a ambos lados. Trifonov nos guió a través del laberinto y nos detuvimos frente a una estropeada caravana verde lima que había conocido tiempos mejores. La pintura se desconchaba y el techo de papel alquitranado se arrollaba. Tenía una chimenea humeante y a través de las ventanas se apreciaba el resplandor de un televisor.

– Se llama Elena -dijo Trifonov.

Lo dejamos encerrado en el Humvee. Llamamos a la puerta de Elena. La mujer que abrió podía haber entrado directamente en una enciclopedia bajo el epígrafe de Mujeres maltratadas. Estaba hecha una pena. Tenía viejos cardenales amarillos alrededor de los ojos y a lo largo de la mandíbula, y la nariz rota. Se sostenía de pie de un modo que indicaba dolores ya crónicos y quizás incluso costillas recién rotas. Lucía una bata fina y zapatos de hombre. Sin embargo, iba limpia y aseada y llevaba el pelo recogido pulcramente atrás. Se apreciaba una chispa de algo en sus ojos. Acaso una suerte de orgullo, o de satisfacción por haber sobrevivido. Nos escrutó desde la triple opresión de la pobreza, el sufrimiento y la condición de extranjera.

– ¿Sí? -dijo-. ¿Qué quieren? -Su acento era como el de Trifonov, aunque con un timbre más agudo. Sonaba bien.

– Queremos hablar con usted -dijo Summer, con tacto.

– ¿De qué?

– De lo que Slavi Trifonov hizo por usted -dije.

– Él no hizo nada -replicó.

– Pero usted reconoce el nombre.

Se quedó un instante callada.

– Pasen -dijo.

Tal vez yo pensaba encontrarme con una especie de caos -botellas vacías por el suelo, ceniceros llenos, suciedad y confusión-, pero la caravana estaba limpia y ordenada. No había nada fuera de su sitio. Y no había nadie más.

– ¿No está su esposo? -pregunté.

Ella meneó la cabeza.

– ¿Dónde está?

No contestó.

– Imagino que se encuentra en el hospital -dijo Summer-. ¿Me equivoco?

Elena se limitó a mirarla.

– El señor Trifonov la ayudó -dije-. Ahora usted ha de ayudarle a él.

La mujer siguió callada.

– La situación es ésta: si él no estaba aquí haciendo algo bueno es que estaba en otro sitio haciendo algo malo. Y yo debo saber la verdad.

Nada.

– Esto es muy, pero que muy importante -insistí.

– ¿Y si las dos cosas eran malas? -abrió la boca al fin.

– No se pueden comparar -repuse-. Créame. Ni por asomo. Cuénteme qué pasó exactamente y ya está, ¿vale?

No respondió enseguida. Miré en derredor. En la televisión estaba puesta la PBS, con el volumen bajo. Olía a productos de limpieza. Su esposo había desaparecido y ella había empezado una nueva etapa con un cubo y una fregona y un programa educativo en la tele.

– No sé exactamente qué pasó -dijo-. El señor Trifonov apareció aquí y se llevó a mi marido.

– ¿Cuándo?

– Anteanoche, a eso de las doce. Dijo que había recibido una carta de mi hermano de Sofía.

Asentí. «Medianoche. Salió de Bird a las 22.11, llegó ahí al cabo de una hora y cuarenta y nueve minutos. Ciento sesenta kilómetros, una media exacta de ochenta y ocho kilómetros por hora, en un Corvette.» Eché una mirada a Summer. Ella asintió. «Fácil.»

– ¿Cuánto rato permaneció aquí?

– Unos minutos. Estuvo muy correcto. Se presentó y me dijo qué iba a hacer y por qué.

– ¿Eso es todo?

Asintió.

– ¿Cómo vestía?

– Una cazadora de piel. Y vaqueros.

– ¿Que clase de coche conducía?

– No sé la marca. Rojo y bajo. Un deportivo. Los tubos de escape hacían mucho ruido.

– Muy bien -dije. Hice una señal a Summer y nos dirigimos a la puerta.

– ¿Mi esposo volverá? -preguntó Elena.

Imaginé a Trifonov el primer momento en que lo vi. Su uno noventa y cinco, sus ciento diez kilos, su cabeza afeitada. Las gruesas muñecas, las manos grandes, los ojos encendidos y los cinco años en el GRU.

– Lo dudo mucho -dije.


Montamos de nuevo en el Humvee. Summer puso en marcha el motor. Yo me volví y hablé con Trifonov a través de la malla de alambre.

– ¿Dónde dejó al tipo?

– En la carretera a Wilmington -repuso.

– ¿A qué hora?

– A las tres de la mañana. Me paré junto a un teléfono público y llamé al nueve uno uno. No di mi nombre.

– ¿Pasó tres horas con él?

Asintió despacio.

– Quería asegurarme de que entendía el mensaje.

Summer salió del aparcamiento de caravanas y giró en dirección a Wilmington. Dejamos atrás el cartel turístico de las afueras y buscamos el hospital. Lo encontramos a unos seiscientos metros. Parecía un lugar aceptable. Tenía dos plantas y una entrada para ambulancias con una ancha cubierta transparente. Summer aparcó en una plaza reservada para un médico con apellido indio y bajamos. Abrí la puerta trasera y dejé que Trifonov nos acompañara. Le quité las esposas.

– ¿Cómo se llamaba el tío? -le pregunté.

– Pickles.

Entramos los tres juntos, y al auxiliar que había tras una mesa de asignación de grados de urgencia le enseñé mis credenciales. Lo cierto es que, en el mundo civil, mis credenciales no me confieren ningún derecho ni privilegio, pero el hombre reaccionó como la mayoría de los civiles, como si en virtud de ellas yo tuviese poderes ilimitados.

– Madrugada del día cinco -dije-. Entre las tres y las cuatro hubo un ingreso.

El tío buscó en unas carpetas de pinza de un estante que había a su derecha. Sacó parcialmente dos.

– ¿Hombre o mujer? -preguntó.

– Hombre.

Sacó una carpeta.

– Un fulano. Indigente, sin documento de identificación ni seguro; afirma llamarse Pickles. La policía lo encontró en la carretera.

– Es nuestro hombre -dije.

– ¿Su hombre? -soltó, mirándome el uniforme.

– Podemos hacernos cargo de la factura -dije.

Estuvo atento a eso. Echó un vistazo a la pila de carpetas, como si pensara «uno fuera, doscientos me quedan».

– Está en postoperatorio -dijo. Indicó el ascensor-. Segunda planta.

Subimos al ascensor, bajamos y seguimos las indicaciones hasta la sala de postoperatorio. Una enfermera instalada junto a la puerta nos detuvo. Le enseñé mis credenciales.

– Pickles -dije.

Señaló una puerta al otro lado del pasillo.

– Sólo cinco minutos -dijo-. Está muy mal.

Trifonov sonrió. Cruzamos el pasillo y entramos en la habitación. Estaba bastante oscuro. En la cama había un tipo, dormido. No se distinguía mucho. Se hallaba prácticamente cubierto de escayola. Las piernas estaban sostenidas en alto, y en las rodillas se apreciaban abultados vendajes. Aun lado de la cama había una larga caja de luz casi toda llena de radiografías. La encendí y eché una ojeada. Cada placa tenía una fecha y el nombre «Pickles» garabateado en el margen. Había radiografías de brazos, costillas, pecho y piernas. El cuerpo humano tiene más de doscientos huesos, y Pickles parecía tener rotos la mayoría. Él solito se había comido buena parte del presupuesto para radiografías del hospital.

Apagué el aparato y di dos puntapiés a la pata de la cama. El tío se removió un poco. Se despertó. Ajustó la vista a la débil luz, y su mirada al ver a Trifonov sería toda la coartada que éste iba a necesitar. Una mirada espeluznante de terror puro.

– Esperen fuera -dije.

Summer se marchó con Trifonov y yo me acerqué a la cabecera de la cama.

– ¿Cómo te encuentras, gilipollas? -dije.

Pickles estaba totalmente pálido. Sudoroso y tembloroso dentro de sus escayolas.

– Es ése… -dijo-. Él me hizo esto.

– Hizo qué.

– Me disparó en las piernas.

Asentí. Miré los abultados vendajes. Le había disparado en las rodillas. Dos rodillas, dos balas. Dos tiros.

– ¿Por delante o por el lado? -pregunté.

– Por el lado.

– Por delante es peor -señalé-. Has tenido suerte. Y no es que te la merecieras.

– Yo no he hecho nada.

– Ya. Acabo de conocer a tu mujer.

– Puta extranjera.

– No digas eso.

– Es culpa suya. No hace lo que le digo. A un hombre hay que obedecerle. Lo dice la Biblia.

– Cállate -le espeté.

– ¿Va a hacer algo?

– Sí -dije-. Mira.

Le di un golpecito en el costado de la rodilla derecha. El tío soltó un grito y yo salí al pasillo. La enfermera me miró.

– Está muy mal -dije.


Bajamos en el ascensor y evitamos al tipo de la mesa de Urgencias utilizando la puerta principal. Rodeamos el edificio en silencio hasta el Humvee. Abrí la puerta trasera para Trifonov y antes de que subiera le tendí la mano.

– Le pido perdón -dije, estrechándole la suya.

– ¿Estoy en un apuro? -preguntó.

– Conmigo no. Me cae usted bien. Pero ha sido afortunado. Podía haberle dado en una arteria femoral y haberlo matado. Entonces habría sido diferente.

Trifonov sonrió, tranquilo.

– Estuve cinco años en el GRU -dijo-. Sé cómo matar cuando quiero matar.

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