25

Llegué a mi oficina a las nueve de la mañana. La sargento del niño pequeño ya se había marchado. La había sustituido el cabo de Luisiana.

– Han venido a verle los del Cuerpo de Auditores -dijo. Señaló con el pulgar la puerta-. Les he dejado pasar directamente.

Asentí. Miré por si había café hecho. No había. «Empezamos mal». Abrí la puerta y entré. Dos tíos, uno sentado en una silla para visitas, el otro sentado a mi mesa. Ambos de uniforme clase A. Los dos lucían en las solapas distintivos del Cuerpo de Auditores. Una guirnalda cruzada por un sable y una flecha. El de la silla era capitán. El de mi mesa, teniente coronel.

– ¿Dónde me siento? -dije.

– Donde quiera -dijo el teniente coronel.

No repliqué.

– He visto los télex mandados desde Irwin -prosiguió-. Mi sincera enhorabuena, comandante. Ha hecho usted un trabajo excepcional.

No dije nada.

– Y he oído algo del orden del día de Kramer -añadió-. Acabo de recibir una llamada de la oficina del jefe del Estado Mayor. Esto es un resultado aún mejor. Justifica por sí mismo la operación Argón.

– No han venido ustedes a hablar del caso -dije.

– No -dijo-, en efecto. Este tema se está tratando en el Pentágono, con su teniente.

Cogí otra silla de visitas y la coloqué contra la pared, bajo el mapa. Me senté, alcé la mano por encima de la cabeza y empecé a juguetear con las chinchetas. El teniente coronel se inclinó hacia delante y me miró. Esperaba, como si quisiera que hablara primero yo.

– ¿Piensa pasárselo bien con esto? -pregunté.

– Es mi trabajo -dijo.

– ¿Le gusta su trabajo?

– No siempre -repuso.

No comenté nada.

– Este caso es una ola en la playa -agregó-. Como una enorme ola que barre la arena y luego retrocede sin dejar ni rastro.

Seguí callado.

– Salvo que ésta sí ha dejado algo -prosiguió-. Un enorme y feo desecho en la orilla al que hemos de poner remedio.

Aguardó a que yo hablara. Pensé en seguir callado como un muerto. En obligarle a hacer todo el gasto. Pero finalmente me encogí de hombros y me di por vencido.

– Una denuncia por brutalidad -dije.

Asintió.

– El coronel Willard nos lo notificó. Es una situación embarazosa. Si bien puede entenderse que el uso no autorizado de bonos de viaje guarda relación con la investigación, no sucede lo mismo con la denuncia. Porque los dos civiles agredidos no tienen relación alguna con el asunto.

– Me informaron mal -dije.

– Me temo que eso no cambia los hechos.

– Su testigo está muerto.

– Dejó firmada una declaración jurada. Eso vale para siempre. Es como si estuviera declarando en la sala del tribunal.

No hablé.

– Todo se reduce a una simple cuestión de hecho -explicó el teniente coronel-. A una respuesta sencilla: sí o no. ¿Hizo usted lo que afirmaba Carbone en la denuncia?

No respondí.

El teniente coronel se puso en pie.

– Puede hablarlo con su abogado.

Eché una mirada al capitán. Al parecer, él era mi abogado. El teniente coronel salió andando pesadamente y cerró la puerta a su espalda. El capitán se inclinó desde la silla, me estrechó la mano y me dijo su nombre.

– Debería prestar atención al teniente coronel -dijo-. Le está ofreciendo una salida legal de un kilómetro de ancho. Todo esto es una farsa.

– Yo me la he buscado -dije-. Ahora he de atenerme a las consecuencias.

– Se equivoca. Nadie quiere fastidiarle. Willard forzó la cuestión, eso es todo. Así que debemos cumplir con las formalidades.

– ¿Cuáles son?

– Lo único que ha de hacer es negarlo todo. De esa manera impugna el testimonio de Carbone, y como él no está presente para ser interrogado, no puede usted ejercer el derecho que le confiere la Sexta Enmienda a tener un careo con el testigo, con lo que está garantizado el archivo de las actuaciones.

Me quedé quieto.

– ¿Cómo se haría? -pregunté.

– Usted firma una declaración jurada igual que hizo Carbone. Él dice blanco, usted dice negro. Problema resuelto.

– ¿En papel oficial?

– Podemos hacerlo aquí mismo. Su cabo puede escribir la declaración a máquina y actuar como testigo.

Asentí.

– ¿Y la alternativa? -pregunté.

– Estaría usted chalado si pensara en la alternativa.

– ¿Qué pasaría?

– Significaría declararse culpable.

– ¿Qué pasaría? -repetí.

– ¿Con una declaración efectiva de culpabilidad? Pérdida de rango y de paga con efectos retroactivos a la fecha del incidente. Los de Asuntos Civiles no nos permitirían bajar de ahí.

No dije nada.

– Sería degradado a capitán. En la PM regular, naturalmente, porque en la 110 no le querrían más. Ésta es la breve respuesta. Pero estaría usted loco si llegara siquiera a planteárselo. Todo lo que ha de hacer es negarlo.

Me quedé allí sentado y pensé en Carbone. Treinta y cinco años de edad, dieciséis de servicio. Infantería, divisiones aerotransportadas, Rangers, Delta. Dieciséis años duros. No había hecho nada salvo ocultar algo que jamás hubiera tenido que ocultar. Y tratar de avisar a su unidad de una amenaza. No había nada malo en ninguna de las dos acciones. Pero estaba muerto. Muerto en el bosque, en una mesa de autopsias. Luego pensé en cara de mapa, puesto que el granjero me daba bastante igual. No había para tanto por una nariz rota. Pero lo de cara de mapa fue mucho estropicio. Aunque bien es cierto que no era uno de los ciudadanos más refinados de Carolina del Norte. No me daba la impresión de que el gobernador le tuviera en una lista para concederle uno de esos premios al buen ciudadano.

Pensé en esos tíos un buen rato. Carbone y cara de mapa. Luego pensé en mí. Comandante, una estrella, investigador de primera de una unidad especial, que apuntaba a lo más alto.

– Muy bien -dije-. Llame al coronel.

El capitán se levantó de la silla y abrió la puerta. La mantuvo abierta para que pasara su superior. La cerró a su espalda. Se sentó de nuevo a mi lado. El teniente coronel pasó despacio delante de nosotros y se sentó frente a la mesa.

– Bien -dijo-. Terminemos con esto. La acusación carece de fundamento, ¿vale?

Lo miré. No dije nada.

– ¿Y bien?

«Vas a hacer lo que hay que hacer.»

– La acusación es correcta -señalé.

Me fulminó con la mirada.

– La denuncia es precisa -añadí-. En todos sus detalles. Sucedió exactamente como dijo Carbone.

– Por Dios -soltó el teniente coronel.

– ¿Se ha vuelto loco? -dijo el capitán.

– Es probable -contesté-. Pero Carbone no era ningún embustero. Esto no debería ser lo último que constara en su historial. Merece algo más. Estuvo aquí dieciséis años.

La habitación quedó en silencio, los tres sentados sin más. Ellos estaban pensando en un montón de papeleo. Yo en volver a ser capitán y en despedirme de la unidad especial. Pero no había sido una gran sorpresa. Lo veía venir desde que cerré los ojos en el avión y comenzaron a caer las fichas de dominó una tras otra.

– Tengo una petición que hacer -dije-. Quiero que se incluya una suspensión de dos días. A contar desde ahora.

– ¿Por qué?

– Tengo que asistir a un funeral. Y no quiero pedirle permiso a mi oficial al mando.

El coronel apartó la mirada.

– Concedida -dijo.


Regresé a mi alojamiento y llené la bolsa con todas mis pertenencias. Hice efectivo un cheque en el economato y dejé cincuenta y dos dólares en un sobre para la sargento. Le envié por correo cincuenta a Franz. Recogí de la oficina del forense la barra de hierro utilizada por Marshall y la dejé junto a la que había tomado prestada de la tienda. Luego me dirigí al parque móvil de la PM y busqué un vehículo. Me sorprendió ver todavía aparcado el de alquiler de Kramer.

– Nadie nos ha dicho qué hacer con él -explicó el encargado.

– ¿Cómo es eso?

– Dígamelo usted, señor. Era su caso.

Yo quería algo discreto, y el pequeño Ford rojo sobresalía entre todos los negros y caquis. Sin embargo, pensé que en el mundo exterior la situación sería al revés. Ahí fuera el pequeño Ford rojo no atraería ninguna mirada.

– Ya lo devolveré -dije-. Voy a Dulles de todos modos.

Como no era un vehículo del ejército, no hubo papeleo.


Salí de Fort Bird a las 10.20 y puse rumbo al norte, hacia Green Valley. Iba mucho más despacio que antes, pues el Ford es un coche lento y yo un conductor también lento, al menos en comparación con Summer. No paré a almorzar. Llegué a la comisaría de policía a las 15.15. Encontré a Clark en su escritorio de la sala de detectives. Le dije que el caso estaba cerrado y que Summer le daría los detalles. Cogí la barra que él tenía en préstamo y recorrí los quince kilómetros hasta Sperryville. Me metí por la estrecha callejuela y aparqué delante de la ferretería. Habían cambiado el cristal del escaparate. La lámina de contrachapado ya no estaba. Agarré las tres barras bajo el brazo, entré y se las devolví al viejo del mostrador. Subí de nuevo al coche y salí de la ciudad, en dirección a Washington D.C.


En la Beltway tomé una pequeña salida circular en el sentido contrario a las agujas del reloj y busqué la peor zona de la ciudad que pudiera encontrar. Había muchas opciones. Elegí una plaza limitada por cuatro almacenes en estado ruinoso con callejones intercalados. Hallé lo que quería en el tercer callejón. Vi a una prostituta demacrada salir de un portal decrépito. Entré pasando por su lado y vi a un tipo con sombrero que tenía lo que yo buscaba. Hizo falta un minuto para que surgiera un entendimiento tácito. Pero al final el dinero limó las diferencias, como ocurre siempre en todas partes. Compré un poco de marihuana, unas cuantas anfetas y dos chinas de crack. Vi que el tipo del sombrero no quedaba impresionado por las cantidades. Me percaté de que me clasificaba como simple aficionado.

Luego conduje hasta Rock Creek (Virginia). Llegué justo antes de las cinco. Estacioné a cien metros de los cuarteles de la Unidad Especial 110, en una cuesta, desde donde podía mirar por encima de la valla que rodeaba el aparcamiento. Distinguí el coche de Willard sin dificultad. El mismo me lo había descrito con detalle. Un Pontiac GTO clásico. Estaba allí mismo, cerca de la salida de atrás. Me recliné pesadamente en el asiento, mantuve los ojos bien abiertos y esperé.


Willard salió a las 17.15. Horario de los bancos. Subió al Pontiac y salió dando marcha atrás. Yo tenía la ventanilla un poco bajada y oí el ruido sordo del tubo de escape. Un sonido de V-8 bastante bueno. Supuse que a Summer le habría gustado. Anoté mentalmente que si algún día me tocaba la lotería le compraría un GTO.

Puse el Ford en marcha. Willard abandonó el aparcamiento y giró hacia mí. Me agaché y lo dejé pasar. Luego esperé un momento, hice el cambio de sentido y fui tras él. Era fácil seguirle. Con la ventanilla bajada podría haberme guiado sólo por el sonido. Willard conducía bastante despacio, como en un desfile, casi por el centro de la carretera. Yo me quedé bastante atrás y dejé que apareciera en sus retrovisores el tráfico normal. Se dirigió al este, hacia las zonas residenciales de D.C. Supuse que tendría algo alquilado en Arlington o Maclean de su época en el Pentágono. Esperé que no fuera un apartamento. Probablemente sería una casa, con un garaje para el potente coche. Y eso sería bueno, pues una casa era más fácil.


Era una casa. Estaba en una zona urbanizada al norte de Arlington. Muchos árboles, la mayoría pelados, algunos de hoja perenne. Las parcelas eran irregulares. Los caminos de entrada, largos y curvos. Los jardines se veían descuidados. La calle debía de haber tenido un letrero que rezara: «Sólo funcionarios del gobierno de renta media solteros o divorciados.» Era un lugar así. No exactamente idílico, pero mejor que un área suburbana bien arreglada con jardines delanteros contiguos llenos de niños berreando y madres ansiosas.

Seguí conduciendo y aparqué a un kilómetro. Aguardé a que oscureciera.


Esperé hasta las siete. Salí y eché a andar. Había niebla y nubes bajas. Ni estrellas ni luna. Yo llevaba uniforme de campaña para zona boscosa. El Pentágono me había convertido casi en invisible. Supuse que a esa hora el lugar aún estaría bastante vacío. Supuse que un montón de funcionarios de renta media tendrían la ambición de llegar a funcionarios de renta alta, por lo que seguirían sentados a sus escritorios intentando impresionar a quienquiera que debieran impresionar. Tomé la calle que corría paralela a la de Willard y vi dos patios descuidados uno al lado de otro. En ninguna de las dos casas había luz. Tomé el primer camino de entrada, rodeé la casa y fui directamente al patio de atrás. Me detuve. No ladró ningún perro. Luego caminé a lo largo de la valla limítrofe hasta que vi el patio trasero de Willard. Estaba lleno de hierba arrancada y amontonada. En el centro se apreciaba una parrilla de barbacoa oxidada y abandonada. En términos militares, el sitio no estaba cuadrado, sino hecho un revoltijo.

Forcé una estaca de la cerca y así pude pasar. Crucé el patio y bordeé el garaje hasta la puerta principal. En el porche no había luz. Desde la calle la vista era regular. No perfecta, pero tampoco mala del todo. Llamé al timbre. Percibí ruido dentro, una breve pausa y luego pasos. Retrocedí. Willard abrió la puerta sin vacilación alguna. Quizás estaba esperando comida china. O una pizza.

Le di un puñetazo en el pecho para echarlo hacia atrás. Entré tras él y cerré la puerta de un taconazo. Era una casa deprimente. El ambiente estaba cargado. Willard se había quedado agarrado al poste de la escalera, respirando de forma entrecortada. Le aticé en la cara y lo derribé. Se levantó sobre las manos y las rodillas y le propiné una patada en el culo. Le seguí dando hasta que él entendió la indirecta y empezó a arrastrarse hacia la cocina todo lo deprisa que pudo. Llegó, se dio la vuelta y acabó sentado en el suelo con la espalda apretada contra un armario. Su rostro reflejaba miedo, desde luego, pero también perplejidad, como si no pudiera creer que yo estuviera haciendo eso, como si pensara: «¿Pertenece esto al ámbito de las acusaciones de indisciplina?» Su esquema burocrático no era capaz de asimilarlo.

– ¿Ha sabido algo de Vassell y Coomer? -le pregunté.

Asintió, rápido y asustado.

– ¿Recuerda a la teniente Summer? -inquirí.

Asintió nuevamente.

– Ella me hizo notar algo -dije-. En cierto modo algo obvio. Dijo que si yo no le hubiera ignorado a usted, ellos se habrían salido con la suya.

Willard me miraba fijamente.

– Y eso me hizo pensar -dije-. ¿Qué es lo que ignoré exactamente?

Él no dijo nada.

– Le juzgué mal y le pido disculpas -proseguí-. Porque creí que estaba ignorando a un gilipollas arribista y entrometido. Pensé que estaba desobedeciendo a un gerente empresarial idiota, nervioso, remilgado y sabelotodo. Pero no era eso. Yo estaba haciendo caso omiso de algo muy distinto.

Willard me miraba de hito en hito.

– Usted no se sintió violento por lo de Kramer -añadí-. A usted le daba igual que yo hostigara a Vassell y Coomer. Usted no hablaba en nombre del ejército cuando quiso que lo de Carbone se informara como un accidente. Usted estaba haciendo el trabajo que le habían encomendado. Alguien quería que se encubrieran tres homicidios, y le pusieron aquí para hacerlo en su nombre. Usted tomó parte en un encubrimiento premeditado, Willard. Eso es lo que hizo. Y eso es lo que yo pasé por alto. Porque, vamos, ¿qué demonios estaba haciendo usted, si no, al ordenarme que no investigara un homicidio? Era un encubrimiento, y estaba planeado, organizado y decidido con mucha antelación. Se decidió el día dos de enero, cuando Garber fue trasladado y llegó usted. Le pusieron ahí para que lo que ellos pretendían hacer el día cuatro estuviera bajo control. No había otro motivo.

Siguió callado.

– Creí que ellos querían ahí a un incompetente para que las cosas siguieran su curso natural. Pero querían algo más que eso. Pusieron ahí a un amigo.

No replicó.

– Debería usted haberse negado -proseguí-. Si lo hubiera hecho no se habrían salido con la suya, y Carbone y Brubaker estarían vivos.

No dijo nada.

– Usted les mató, Willard. Tanto como ellos.

Me puse en cuclillas a su lado. Él se apretó más contra el armario. Tenía pintada la derrota en los ojos. No obstante, hizo un último intento.

– No puede demostrar nada -soltó.

Ahora fui yo quien no dijo nada.

– Tal vez fue sólo incompetencia -agregó-. ¿Ha pensado en ello? ¿Cómo va a demostrar la intención?

Seguí callado. Él endureció la mirada.

– No está tratando usted con idiotas -dijo-. No hay pruebas en ninguna parte.

Saqué del bolsillo la Beretta de Franz, la que había traído del Mojave. No la había perdido. Había hecho todo el camino conmigo desde California. Por eso en aquella ocasión facturé el equipaje. No permiten llevar armas en la cabina, a no ser que tengas autorización escrita.

– Esta pipa figura en una lista como destruida -expliqué-. Oficialmente ya no existe.

Él la miró fijamente.

– No sea tonto -dijo-. No puede demostrar nada.

– Usted tampoco está tratando con ningún idiota -solté.

– No lo entiende. Era una orden. Desde arriba. Estamos en el ejército. Obedecemos órdenes.

Negué con la cabeza.

– Esta excusa jamás le sirvió a ningún soldado en ninguna parte.

– Era una orden -repitió.

– ¿De quién?

Cerró los ojos y meneó la cabeza.

– Da igual -señalé-. Sé perfectamente quién fue. Y sé que no puedo llegar hasta él. Estando donde está, no. Pero sí puedo llegar hasta usted. Usted puede ser mi mensajero.

Abrió los ojos.

– No hará eso -dijo.

– ¿Por qué no se negó?

– No podía. Era el momento de escoger equipo. ¿No lo entiende? Todos tendremos que hacerlo.

Asentí.

– Supongo que ya lo estamos haciendo.

– Sea listo -dijo-. Por favor.

– Pensaba que usted era una manzana podrida -observé-. Pero veo que todo el cesto está estropeado. Las que menos abundan son las manzanas buenas.

Me miró con los ojos abiertos de par en par.

– Me han arruinado la vida -dije-. Usted y sus malditos amigos.

– ¿Arruinado? ¿En qué sentido?

– En todos los sentidos.

Me puse en pie. Retrocedí. Quité el seguro de la Beretta.

Él me miró fijamente.

– Adiós, coronel Willard -dije.

Me coloqué el cañón en la sien. Él me miraba fijamente.

– Era sólo una broma -dije.

Entonces le disparé en mitad de la frente.


Era una típica 9 mm encamisada. Le dejó la parte posterior del cráneo dentro del armario junto con un montón de porcelana hecha añicos. Le metí en los bolsillos la marihuana, las anfetas y el crack junto con un fajo simbólico de billetes de dólar. A continuación salí por la puerta trasera y crucé el patio. Me deslicé entre las estacas de la cerca y desanduve el camino hasta el coche. Me senté en el asiento del acompañante, abrí la bolsa y me cambié las botas. Me quité las que habían quedado hechas polvo en el Mojave y me puse otro par en mejor estado. Después me puse al volante y conduje rumbo al oeste, hacia Dulles. A la zona de Hertz para devolver vehículos. Los encargados de las empresas de alquiler de coches no son estúpidos. Saben que la gente los devuelve hechos una pena, que en el interior se llega a acumular toda clase de porquería. Así que colocan enormes cubos de basura cerca de los aparcamientos para que la gente haga lo que es debido y limpie la mierda ella misma. Así se ahorran sueldos. Si se cuenta siquiera un minuto por coche, al cabo del año sale una pasta. Arrojé las botas en un cubo y la Beretta en otro. Con tantos coches como alquilaba Hertz en Dulles al día, seguro que el contenido de los cubos acababa regularmente en la trituradora.

Anduve todo el trecho hasta la terminal. No tenía ganas de coger el autobús. Enseñé la identificación militar y con el talonario de cheques compré un billete de ida a París en el mismo vuelo de primera hora de la mañana que había tomado Joe cuando el mundo era diferente.


Llegué a la Avenue Rapp a las ocho de la mañana. Joe me dijo que los coches nos recogerían a las diez. Así que me afeité y me duché en el baño del cuarto de invitados, encontré la tabla de planchar de mi madre y me planché con esmero el uniforme de clase A. En un armario encontré betún y me abrillanté los zapatos. Luego me vestí. Me puse toda la colección de medallas, las cuatro hileras. Seguí las normas del Orden Correcto de Condecoraciones y las del Modo de Lucir Medallas de Tamaño Natural. Cada una colgaba cuidadosamente sobre la cinta de la fila inferior. Cogí un trapo y las limpié. También limpié una vez más los otros distintivos, entre ellos las hojas de roble de comandante. Después entré en el salón pintado de blanco a esperar.

Joe lucía un traje negro. Yo no era experto en trajes, pero supuse que era nuevo. Parecía de un tejido fino, quizá seda o cachemira. No lo sabía. Estaba magníficamente cortado. También llevaba camisa blanca y corbata negra, y zapatos negros. Tenía buen aspecto. Nunca lo había visto con mejor aspecto. Se mantenía erguido. Alrededor de sus ojos se apreciaba cierto cansancio. No hablamos. Sólo aguardamos.

A las diez menos cinco bajamos a la calle. El corbillard llegó puntual desde el dépôt mortuaire. Detrás iba una limusina Citroën negra. Entramos en la limusina, cerramos las puertas y nos pusimos en marcha tras el coche fúnebre, despacio y en silencio.

– ¿Nosotros solos? -dije.

– Los demás estarán allí.

– ¿Quién viene?

– Lamonnier -contestó-. Algunos amigos de ella.

– ¿Dónde será?

– En Père Lachaise -contestó.

Asentí. Père Lachaise era un viejo y famoso cementerio. Un lugar especial en cierto modo. Supuse que tal vez el historial de mi madre en la Resistencia le daba derecho a ser enterrada allí. Quizá Lamonnier se había encargado de todo.

– Hay una oferta por el piso -señaló Joe.

– ¿Cuánto?

– En dólares, unos sesenta mil para cada uno.

– No los quiero -dije-. Dale mi parte a Lamonnier. Dile que encuentre a los veteranos que todavía sigan vivos y que la reparta. Él conocerá algunas organizaciones.

– ¿Viejos soldados?

– Viejos lo que sea. Aquellos que hicieron lo que había que hacer en el momento oportuno.

– ¿Estás seguro? Quizá te haga falta.

– Lo prefiero así.

– Muy bien -dijo-. Como quieras.

Miré por las ventanillas. Era un día gris. El mal tiempo había expulsado los tonos de miel de París. El río se movía manso, como si fuera hierro derretido. Cruzamos la Place de la Bastille. Père Lachaise se encontraba en el noreste, no muy lejos; aunque tampoco a dos pasos. Bajamos del coche frente a un puesto que vendía planos con las tumbas famosas. En Père Lachaise había enterrada toda clase de gente: Chopin, Molière, Edith Piaf, Jim Morrison.

En la puerta del cementerio había varias personas esperándonos. Estaba la portera del edificio de mi madre y otras dos mujeres que yo no conocía. Los croques-morts cargaron el ataúd sobre sus hombros. Lo sostuvieron en equilibrio un instante e iniciaron una lenta marcha. Joe y yo nos colocamos detrás, uno al lado del otro. Nos siguieron las tres mujeres. El aire era frío. Caminamos por senderos arenosos entre singulares lápidas y mausoleos europeos. Al final llegamos a una tumba abierta. Se veía tierra excavada amontonada pulcramente en un lado y cubierta por una alfombra verde que, imaginé, debía parecer hierba. Lamonnier nos esperaba allí. Supuse que había llegado mucho antes. Seguramente andaba más despacio que un cortejo fúnebre y no había querido retrasarnos ni ponerse en evidencia.

Los portadores dejaron el féretro sobre unas cuerdas dispuestas al efecto. A continuación lo levantaron y maniobraron sobre la fosa y luego lo fueron bajando poco a poco soltando cuerda. Un hombre leía algo de un libro. Oí las palabras en francés y fui asimilando lentamente la versión en mi lengua. «Polvo eres, en verdad os digo, valle de lágrimas.» La verdad es que no prestaba atención. Sólo miraba el ataúd, metido en el hoyo.

El hombre terminó de hablar y uno de los portadores retiró la alfombra verde y Joe cogió un puñado de tierra. Lo sopesó en la mano y lo arrojó sobre la tapa del ataúd. Hizo un ruido sordo contra la madera. El hombre del libro hizo lo propio. Luego la portera. Después las otras dos mujeres. A continuación Lamonnier. Fue tambaleándose sobre sus poco manejables bastones, se inclinó y se llenó la mano de tierra. Hizo una pausa con los ojos llenos de lágrimas, y luego simplemente giró la muñeca y la tierra se le escurrió del puño como si fuera agua.

Me acerqué, me llevé la mano al pecho y solté del imperdible la Estrella de Plata. La sostuve en la palma. La Estrella de Plata es una medalla hermosa. Tiene una diminuta estrella de plata en el centro de otra mayor de oro. Lleva una cinta brillante de seda roja, blanca y azul recorrida por una filigrana. La mía estaba grabada en el dorso: «J. Reacher.» Pensé: «J de Josephine.» La lancé al hoyo. Golpeó el ataúd, rebotó y cayó al lado, un pequeño rayo de luz en la atmósfera gris.


Hice una llamada de larga distancia desde la Avenue Rapp y recibí órdenes de regresar a Panamá. Joe y yo almorzamos tarde y nos prometimos estar más en contacto. Después volví al aeropuerto y cogí un avión con escalas en Londres y Miami. Al llegar tomé un autobús hacia el sur. Como capitán recién nombrado estuve al mando de una compañía. Teníamos el cometido de mantener el orden en la capital de Panamá durante la fase final de la operación Causa Justa. Fue divertido. Era un grupo muy bueno. Resultó reconfortante trabajar otra vez sobre el terreno. Y el café, excelente como de costumbre. Lo envían allá donde vayamos, en latas grandes como bidones de aceite.

Nunca regresé a Fort Bird. No volví a ver a la sargento, la del niño pequeño. A veces pensaba en ella, cuando empezó a hacerse sentir la reducción de efectivos. Tampoco volví a ver a Summer. Me enteré de que armó tanto ruido con el orden del día de Kramer que el Cuerpo de Auditores Militares quería pedir la pena de muerte por alta traición, y de que luego se las ingenió para conseguir confesiones de Vassell, Coomer y Marshall sobre el resto de cuestiones a cambio de la perpetua. Supe que había sido ascendida a capitán al día siguiente de que aquéllos ingresaran en Leavenworth. De modo que ella y yo acabamos estando en la misma escala salarial. Nos conocimos en mitad del fregado. Nuestros caminos no volvieron a cruzarse.

Tampoco volví a París como era mi intención. Pensaba que podría ir hasta el Pont des Invalides a altas horas de la noche y simplemente oler el aire. Pero no pudo ser. Pertenecía al ejército, y estaba siempre donde alguien me decía que debía estar.

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