6

– Pensar mis tíos a una casa, marcharme en lo nuestro voy temporada de para, necesito Barcelona.

– ¿Que…?

Coral apagó el secador y repitió:

– He dicho que voy a marcharme una temporada a Barcelona, a casa de mis tíos, para pensar en lo nuestro.

¿En lo nuestro…? Al oír aquello me apresuré a pulsar el botón de pausa del vídeo, con la ingenua esperanza de congelar también los acontecimientos que estaban sucediendo fuera de la pantalla. En la caja tonta, Obi Wan Kenobi nunca llegaría a recibir la luminosa hoja de Vader, detenida a un palmo de su rostro. En la dura realidad, sin embargo, nadie me libraría a mí de la estocada.

Me levanté del sofá y me acerqué al baño, a través de cuya puerta entornada Coral me había pasado aquella información. Abrí la puerta del todo, y aparte de encontrarme con Coral envuelta en su toalla rosa, sentada sobre la bañera y desenredándose el pelo, una de esas estampas que se graban a fuego en la retina y en los, bajos del vientre, también me encontré con mi rostro en el espejo, y por un momento creí que había otro tipo en la ducha. Me costó reconocerme en aquellos ojos desorbitados, en aquella boca floja y temblorosa, desvalijada de expresión, en aquella palidez súbita. Aunque mi interior no había tenido tiempo de absorber la noticia, un batiburrillo de sentimientos trataban de acomodarse en el rostro arrasado que, entre los descosidos del vapor, me mostraba el espejo.

La miré, y ella dejó de cepillarse el pelo y me obsequió con una sonrisa algo mustia. Puede que mi mirada exigiera una explicación, lo cierto es que sabía que ningún consuelo podía haber tras aquella sentencia y mi mente, mientras Coral exponía sus motivos, ya me susurraba que podía vivir sin ella. El papel celo había aguantado diez meses, los cuatro últimos viviendo juntos, no estaba tan mal. No pude más que aprobar sobrecogido aquel mecanismo de autodefensa tan atroz y eficiente, pues qué otra forma había de seguir allí de pie, contra la cólera del viento, más que decirme a mí mismo que aunque se le parecía mucho aquello no era el fin del mundo, que había vida tras Coral, que las rosas seguirían oliendo igual y que los cines, las heladerías, las tiendas de discos y las librerías seguirían abiertas para mí, ofreciéndome las muletas de las cosas materiales queridas y fieles. Al segundo siguiente, rendido ante la esbeltez de sus piernas y el sonsonete de su voz, ya pensaba todo lo contrario: que nada de eso supliría sus besos ni sus caricias, que nunca podría comprar en ninguna tienda ese plumero de luz que me limpiaba por dentro al envolverla en mis brazos y que mi vida sin ella tendría la triste complacencia de las baratijas y los menús del día.

Sus explicaciones no marcaron ninguna diferencia. Era una aburrida retahíla de razones que parecían no referirse a nosotros o no sólo a nosotros: no es por ti sino por mí, me siento desorientada, no sé lo que quiero, no sé si estoy enamorada, y un buen montón más de cosas que no sabía, frases tan televisivas, tan impersonales, que parecían valer para cualquier pareja. Las verdaderas causas, lo que acechaba detrás de tanta bisutería sentimental, yo nunca lo sabría, formaban parte de, ese tipo de cosas que nunca se dicen, porque duele decirlas y duele escucharlas, razones demasiado complejas y particulares que por lo general iban entroncadas a otro tipo de motivos aún más vergonzosos de reseñar, como son los ronquidos, el mal aliento, el no cerrar la pasta de dientes, el no tirar de la cisterna y bajezas por el estilo capaces de polucionar el amor más puro. Todo eso, a la larga, era la porquería que el hombre camuflaba echando mano a aquellos tópicos tan universales acuñados por la civilización para embellecer la basura. Coral recurría ahora a ellos, no se si porque a ella aquellas frases hechas le servían o porque me ocultaba las causas verdaderas; sea como fuere, los usaba, acompañados por una sonrisa descolorida, como echada a perder, y eso me producía náuseas. Y lo peor de todo era que yo también había enmascarado la verdad con esa mierda en cierta nota de despedida. Si a Blanca aquello le había resultado tan desagradable como me estaba resultando a mí, yo no tenía perdón.

En realidad no todo eran excusas estereotipadas. A veces, Coral hacía alguna referencia concreta a nuestro romance, y eso era más exasperante aún. No puedo decir que me sorprendiera lo distinta que era su versión de nuestra relación de la mía. Habíamos vivido los mismos momentos, pero los habíamos percibido de forma diferente, a veces incluso opuesta. Todo eso derivaba del mismo problema. Ya he dicho que nuestras almas no se pertenecían, y eso tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Y nos encontrábamos inmersos en la hora fatídica de los inconvenientes, preguntándonos tal vez dónde habían estado las ventajas.

– No es un adiós. Sólo unas vacaciones -concluyó con entusiasmo, estrechándose contra mí como una niña traviesa que busca el perdón con sus mejores mohines-. No cambia nada.

La abracé con fuerza, con una desesperación exagerada con la que pretendía informarle de que para mí cambiaba todo. Sin embargo, las escasas dimensiones de su toalla, la humedad de su piel y la vaharada de Timotei que despedía su melena interpusieron entre nosotros una incómoda erección que dio una nueva perspectiva a la escena. Traté de refrenar el deseo que me invadía, pero fue inútil. El abrazo había situado mis manos en sus caderas y las yemas de mis dedos intuían la dulce pendiente de sus nalgas. La deseaba, justo en aquel momento tan delicado, tan crucial, la deseaba como nunca. El hombre es un ser tan primitivo. Tantos periodos evolutivos para qué. Éramos los mismos de siempre. Con corbatas y pisacorbatas, con horarios de ocho horas, con McDonalds por todos lados, pero los mismos en el fondo. Mejor no haber bajado de la rama, haber pasado de la puñetera manzana… Que se fuera a Barcelona si quería, no me importaba, sólo me importaba entregarme al deseo que me martirizaba las venas, apartarle la toalla de un manotazo y sumergirme en la tibieza de su cuerpo para apagarlo. Me pregunté si mis manos conservarían aún el derecho de deambular libremente por aquellas espléndidas estepas de carne, pero no me atreví a comprobarlo por temor a encontrarme con la desagradable presencia de alguna alambrada. Ella se retiró y me miró a los ojos.

– No te quedes callado. Di algo -dijo entonces-. No me hagas sentir culpable.

Dios, era tan televisivo todo… ¿Qué quería que le dijera? ¿Qué quería oír exactamente? Mira, Coral, cualquier cosa que digas me parecerá bien. Tanto si me dices que no sabes si me quieres como si me dices que estás absolutamente segura de que me quieres, yo lo aceptaré sin tratar de comprenderlo porque las dos opciones son igualmente válidas. Vivimos en dos planos diferentes. Yo nunca sabré lo que tú piensas y tú nunca sabrás lo que yo pienso. Sólo podemos dar palos de ciego.

Coral me miraba con aquella expresión de disculpa que había mantenido desde el principio de su charla. Una sonrisa piadosa le aleteaba de tanto en tanto en los labios.

– ¿Cuándo te vas? -pregunté con la mayor frialdad posible. Ah, cómo nos pierde el orgullo.

Si recibió el golpe, no lo acusó.

– Dentro de dos horas -respondió con más frialdad aún-. Compré el billete hace tres días.

Tocado. Hundido. Kaput… Traté de ocultar los mortales efectos de su cuchillada con una sonrisa despreocupada. Así eran las cosas. ¿Cuánto llevaba maquinando aquello? Ayer, sin ir más lejos, mientras cenábamos, mientras veíamos la tele, mientras hacíamos el amor antes de dormirnos, la decisión en su cabeza, el billete en su bolso. No tuve fuerzas para preguntarle cuánto tiempo llevaba yo actuando sin saber que se había cambiado el final de la obra, que algunos de aquellos instantes serían los últimos.

– Tú también necesitas pensar -añadió, como animándome a sacar tajada de todo aquello.

Asentí y salí del baño con las piernas temblorosas. Me desplomé en el sofá. En ese momento saltó la pausa del vídeo y Obi Wan Kenobi fue fiambre, un trapo marrón y arrugado que Vader removió como si su espada fuese un atizador. ¿Sabe alguien cuánto dura la pausa de un vídeo? ¿Tres, cuatro minutos? Pueden pasar tantas cosas en cuatro minutos. Vi a Coral entrar en el dormitorio para vestirse. Cuatro minutos y mi vida ya no era la misma. Me sentía como Kenobi, un trapo marrón y arrugado que ha perdido toda su fuerza.

De acuerdo, no era algo definitivo, pero, ¿qué diferencia había? Quiero decir, ¿qué diferencia suponía eso para un tipo como yo? Yo soñaba con enamorar sin fisuras, como había enamorado a Blanca. Que Coral se tomara tiempo para pensarlo, aunque tras ello regresara a mis brazos convencida de su amor, no dejaba de ser una derrota para mi ego. y supongo que para el de cualquiera. Yo era bastante escrupuloso en eso. No podría soportar una mancha en el expediente. Sería algo que siempre estaría entre nosotros, como un recordatorio de que lo que teníamos era discutible. Y de alguna manera yo siempre me sentiría en deuda con ella, cada beso, cada sonrisa, cada caricia tendría el regusto de los préstamos. Por otro lado, la realidad hablaba por sí sola. Coral no era Blanca, estaba incapacitada para amarme porque sí, sin recelos, sin airbag. Y yo tendría que dejarme llevar por las olas de aquel amor impredecible, sin saber en qué playa morirían, si es que acababan haciéndolo en alguna.

Tú también necesitas pensar, había dicho. Y era una afirmación que me hacía sentir incómodo. En el instituto, la Física me resultaba intragable. Yo siempre la dejaba para septiembre, confiando en que durante los meses estivales mi mente desarrollara algún tipo de clarividencia que la capacitara para resolver aquellos malditos problemas usando la fórmula adecuada. Durante el curso, para no levantar sospechas en casa, me presentaba a los exámenes como todos. Mientras los demás procedían al asedio de los cuatro o cinco problemas dictados echando mano de las fórmulas que creían más aptas, yo miraba aquellos castillos infranqueables con frustración, sin decidirme nunca por ningún muro en especial, pues todos me parecían de la misma altura. Cuando pensaba en el amor me invadía una sensación de impotencia muy parecida a la que sentía ante aquellos problemas tan herméticos. No sabía por dónde entrarles, no sabía a qué fórmula acogerme, ni siquiera sabía entre cuántas fórmulas podía escoger. Yo quería a Coral, y aunque no fuera cierto me daba lo mismo. Si en realidad no la quería, si aquello que sentía hacia ella no era amor ni de lejos, acabaríamos por darnos cuenta. Era incapaz de autoanalizarme. Era incapaz de emprender una autopsia como la que ella pensaba llevar a cabo. Que alguien me defina qué es el amor y entonces le diré si estoy o no enamorado. Sabía que lo que sentía por Coral era muy diferente a lo que había sentido por Blanca, pero, ¿acaso debe el hombre dar siempre el mismo amor aunque tenga destinatarias diferentes? Blanca enviaba a mi corazón mensajes distintos a los de Coral, y mi corazón los traducía en algo que se ha dado en llamar amor para simplificar. Coral me enviaba sus propios mensajes, y obtenía por tanto una traducción distinta. Cada una recibía de mí el amor que ellas mismas provocaban, y yo, por tanto, estaba exento de culpa en aquella relación de causa y efecto… Era un buen intento de justificación, pero no serviría ante un tribunal. Sin embargo, por ahora no tenía nada mejor.

De una cosa sí estaba seguro: no quería que se fuera, y disponía de dos horas para disuadirla. La oí trastear con las perchas. Luego oí saltar el cierre de una maleta, la maleta que un buen día (¿cuándo?) había aparecido en lo alto del armario sin levantar en mí la más mínima sospecha, como si Coral pensara utilizarla para cualquier cosa menos para lo que realmente servía: para decir adiós… Yo siempre me había tenido por un tipo avispado. De pequeño, en el colegio, fui el primero de la clase en detectar la homosexualidad latente entre Epi y Blas, pero al parecer Coral me estaba vedada. Joder, ni aunque se hubiese vestido de hombre anuncio para informarme de lo paradisíaco de las playas de Barcelona, lo hubiera captado. ¿Cómo había podido estar tan ciego…? Ahora que ya lo sabía, los últimos días se me revelaban sobrecargados de detalles con los que ella intentaba advertirme de su huida, quizá con los que incluso buscaba un motivo para no tener que llevarla a cabo. De todas formas, yo había actuado como siempre, tal vez no le hubiese dado ningún motivo para quedarse, pero tampoco ninguno para irse, aunque esto último no podía asegurarlo, claro. ¿Habría cerrado siempre la pasta de dientes? Me encogí de hombros y suspiré. Por qué no sería un caballero jedi con el único problema de extirpar el mal del universo.

Quizá si remontaba la corriente de los recuerdos, si desmenuzaba cada instante de nuestra relación encontrara mil motivos que justificasen su conducta. Si no siempre podría volver a desempolvar la armadura, escondida de los racionales ojitos de Coral en el armario del lavadero.

Rememoré la tarde en que le hablé de Blanca, no sé por qué; quizá al detallarle nuestra relación la había herido sin percatarme de ello. Cuando uno narra a la mujer con la que está una aventura pasada debe medir cada palabra, no vaya a saltar alguna astilla que ella reciba como un cuchillo. Tal vez el mero hecho de hablarle de Blanca fuera por sí solo una imprudencia. No lo hubiera hecho de no ser por la cuestión del apoyo.

Coral, como ya he dicho repetidas veces, no siempre era la dulce princesa enamorada a la que le bastaba con la felicidad de mis brazos, no; ella, ingenua o luchadora, como se prefiera, aspiraba a obtener una felicidad similar en las restantes parcelas de su vida, y claro, el mundo la zarandeaba a su antojo. Cuando, al anochecer, volvía a mis brazos, lo hacía sin gracia, como un guerrillero que se desploma al alcanzar la trinchera, fatigada, preocupada, irritada, ultrajada o conteniendo un llanto que siempre acababa por vencerla. Y como yo no sólo estaba allí para recoger la fruta dulce e ignorar la amarga, me deshacía de mi traje de amante y me ajustaba el de compañero sin la menor dilación. Así que allí estaba mi hombro, presto a recibir sus lágrimas, allí estaban mis masajes, prestos a ahuyentar la tensión de su espalda, allí mis palabras de caramelo, prestas a limar las aristas de la realidad, a corroborar un mundo despiadado o a construirle uno más afable y hermoso, según me diera. Pero, ¿y yo? Yo también tenía problemas. Sin embargo, me mostraba reacio a utilizar su hombro. Dado que yo aún no había encontrado trabajo, que el contacto con mi familia se reducía a las llamadas de los jueves y que, dejando a Javi a un lado, no tenía amigos que me contagiaran sus desgracias, los problemas que yo pudiera tener se reducían al ámbito de la metafísica. Su marcado carácter existencial imposibilitaba pues la acción de cualquier bálsamo. Mis problemas, en comparación con los suyos, carecían de peso, y no me avalaban para el cobro del consuelo que me debía.

No era culpa de ella. Coral se desvivía por mí cuando yo tenía uno de esos días en que no pasaba de ser un guiñapo boqueante ante el televisor. Entonces se producían diálogos tan raros como éste:


Coral: ¿Qué te pasa?

Guiñapo (encogiéndose de hombros): Nada.

Coral: Venga, Alex. Sé que te pasa algo. Por qué no me lo cuentas.

Guiñapo: Quiero ser otra persona, para resumir.

Coral (en tono afectado y recostándose sobre mi regazo): ¿Sí? ¿Quien?

Guiñapo: El correcaminos. El tío de Expediente X. Tom Sawyer, me da lo mismo. Cualquiera.

Coral (abrazándome): Tonto. Con lo que a mí me gustas así.

Guiñapo:…

Coral: ¿Sabes? Hoy he tenido un día de perros en el trabajo.

Guiñapo (perdiendo el papel protagonista): ¿Qué te ha pasado?


Éramos un abrelatas defectuoso y una conserva sin anilla de la que tirar, ola y roca, torre y viento, patatín y patatán. Por eso le hablé de Blanca. Necesitaba saber de la blandura de su hombro, necesitaba saber si podía adaptarse a mi cabeza como una de esas almohadas de las farmacias, y el affaire Blanca era en aquel momento la espina más extirpable de mi corazón. Además, suponía matar dos pájaros de un tiro, ya que ceder a alguien la parte trasera de mi cruz aliviaría en buena parte mi caminar. Se lo conté todo, suicidios frustrados incluidos. Y aún hoy no sé cómo tomarme su reacción.

En lo referente al mes que pasamos juntos, fui lo más discreto posible, tanto por Blanca como por ella. No era cuestión de vanagloriarme de mis dotes de amante ni de desvelar intimidades, me limité a resaltar únicamente lo que me interesaba: el perfecto entendimiento que desde el primer momento había gobernado nuestra relación. Fue complicado, ya que no me atreví a exponer tan a las claras mi teoría sobre el trozo de puzzle que cada uno llevábamos en el pecho, no fuera a tomárselo como un reconocimiento velado de que lo nuestro nunca alcanzaría la perfección, de que la copa de nuestro amor sólo contendría el zumo ácido de unas naranjas fuera de temporada.

– Almas gemelas -afirmó Coral, una vez yo le relaté algún ejemplo concreto.

Almas gemelas. Lo dijo como si yo no inventara nada nuevo, como si todas aquellas coincidencias que acababa de contarle sin solapar mi orgullo quedaran contenidas en aquellas dos palabras, en aquella odiosa expresión que me remitía inevitablemente a películas como Mujercitas o amistades de internado, y a la vez como si de alguna forma le sorprendiera que yo me acogiera a un concepto tan cándido. Lo que había ocurrido entre Blanca y yo estaba más allá de esas afinidades ridículas y novelescas. De todas formas, lo dejé correr e inicié la segunda parte de la historia, ésa que escamoteaban los libros y las películas, la horrenda crónica de cómo Blanca y yo comenzamos a fundirnos, a encajar, a disolvernos el uno en el otro. Le conté lo del poema, lo del sueño correlativo, lo del maldito gato; le expliqué cómo, al hacer el amor, sentía cómo la carne era rebasada enseguida y alcanzábamos un nivel superior, un nivel donde las rendijas entre mis átomos se colmaban con los suyos, formando una especie de mimbre kármico que el orgasmo se apresuraba a encolar. Cada vez, al salir de ella físicamente, sentía que me olvidaba más cosas dentro, que lo que quedaba extenuado en sus brazos iba siendo menos yo a cada polvo.

Coral se limitó a escucharlo todo en silencio. No estaba preparada para eso, por supuesto. Desde el primer momento, se había plantado en los labios esa sonrisa comprensiva con que las mujeres se escudan cuando los hombres hablan de amoríos antiguos, una sonrisa distendida, como láctea, con la que aceptan nuestras batallitas con la leve conmiseración que se le dedica al guerrero acabado, una sonrisa que se acentúa misteriosamente en algún detalle, como si vislumbraran algo que de repente hacía encajar muchas cosas. Así me sonreía Coral hasta que mi relato dejó de ser divertido y empezó a cobrar tintes de pesadilla. Entonces su estudiada sonrisa se derrumbó, dejando desnuda su boca, que sólo atinó a cubrirse con una mueca de desconcierto. Su mirada también resultó afectada por el siniestro desenlace de la historia, sus ojos se redujeron a dos ranuras inexpresivas, donde, con la indecisión de una moneda que alguien hace girar sobre una mesa, se asentaba poco a poco el desasosiego.

Creo que me abrazó por falta de palabras, y los dos permanecimos un buen rato allí, entrelazados y silenciosos en el sofá, espiando la noche tras la ventana. Yo sentía sus manos deslizándose por mi pecho, revolviéndome el cabello, un lentísimo ir y venir de dedos que parecían haber olvidado que debían confortarme y vagaban absortos por mi piel. Traté de justificar su reacción arguyendo que lo sobrecogedor de la historia la había desbordado, sumiéndola en una estupefacción perdonable, que ahora era consciente de que el mundo ocultaba más que enseñaba, que la noche donde se hundían sus ojos ya no era para ella un cielo oscuro punteado de estrellas, sino un misterio, un abismo en cuyo fondo palpitaba otra realidad, ignota y acechante, pero lo cierto es que su consuelo me supo a poco. Aguardé un rato más, pero no rompió su silencio, y yo no estaba dispuesto a tirarle de la lengua. Finalmente, cogí su mano errabunda y la desvié hacia un lugar que no entraba en sus planes, y encontramos así una salida digna a aquella encrucijada.

Durante un tiempo no supe qué pensar. Me sentía defraudado. ¿Era Coral incapaz de ofrecer un consuelo más efectivo o es que yo no merecía el esfuerzo? Consideré incluso la posibilidad de fingir la muerte de mis padres o algo parecido con objeto de estudiar su reacción, pero me pareció demasiado drástico. Tendría que esperar pacientemente a que se produjera una tragedia real, que mis días se animaran con una desgracia reseñable, mientras tanto todo eran dudas. Pero, ¿quién era yo, el Rey del Consuelo? ¿Cómo atreverme a descalificar su técnica? Tal vez a ella mi apoyo le había resultado tan pobre como a mí el suyo, ¿cómo saberlo? El dolor, no había duda, era algo condenado a padecerse en privado. Por muchas palabras que hubiese por uno u otro lado, siempre nos hundiríamos solos. Nunca entenderíamos el dolor ajeno lo suficiente como para darle el apoyo adecuado. Eso era un hecho.

Nunca volvimos a hablar de Blanca. Supongo que ella consideró aquella breve charla como una especie de exorcismo. Yo, a veces, hacía alguna referencia a Blanca sin intención, y Coral se limitaba a asentir con una mezcla de seriedad y lástima, como si yo fuese un ex alcohólico recordando alguna de sus borracheras.

En ese momento, Coral salió del dormitorio y colocó su maleta junto a la puerta. Se había puesto unos vaqueros para el viaje. La observé regresar al dormitorio para completar su bolsa de mano. Ni siquiera me miró. Yo me hundí más en el sofá. Mi vida se hacía pedazos y yo no podía hacer otra cosa que seguir en el sofá, ante la tele encendida, con la mirada perdida en unas imágenes que me importaban una mierda. Así me recordaría ella, repantigado en el sofá, fundido con el mueble como una nueva especie de centauro. La imaginé en Barcelona, en casa de sus tíos, paseando por alguna playa o bailando en alguna discoteca con ese primo suyo del que tanto me hablaba y que lo mismo se la cepillaba por despiste; me la imaginé haciendo cosas que yo no podía imaginar en sitios que no podía imaginar y pidiendo un tiempo muerto para pensar en mí, que al fin y al cabo era el motivo que la había llevado allí, la imaginé con el ceño fruncido, luchando por traer a su mente la ridícula estampa del sofá, y desecharla a continuación con una mueca de asco, sorprendida tal vez de que aquel espanto formara parte de su pasado.

A Javi le había bastado una rápida ojeada para intuir cómo eran las cosas entre nosotros. Enseguida comprendió que Coral y yo no éramos felices, que nunca lo seríamos y que nunca lo habíamos sido. No honestamente felices. Y no se lo calló, Javi nunca se callaba nada. ¿Cuánto hacía de aquella charla? ¿Tres? ¿Cuatro meses? Fue un miércoles por la mañana, de eso estoy seguro, porque ese día Coral entra más tarde a trabajar y eso fue lo que propició el encuentro.

– Dichosos los ojos -exclamó victorioso al abrir la puerta y encontrarme por fin en casa, en el sofá, por supuesto, haciendo un estudio valorativo sobre la programación matinal. No habíamos vuelto a vernos desde que rescatara mi despojo de las garras de Artemisa.

Nos saludamos con efusión, estudiándonos de arriba abajo en busca de algún cambio en nuestro aspecto que corroborase que hacía más de un año que no nos veíamos, y al acabar el reconocimiento nos miramos con divertida perplejidad. El cine nos tiene acostumbrados a esperar un bigote nuevo o un corte de pelo distinto detrás de cada elipsis de tiempo, pero en la vida real uno no está obligado a retocar su imagen para señalar sus evoluciones psicológicas.

– Estás igual, tío -me informó Javi.

– Tú también -confirmé yo.

Por dentro ya era otro cantar. Probablemente él se habría dejado uno de esos bigotes de mosquetero y yo lucía otro corte de pelo. Un año es mucho tiempo: el río fluye y la gente cambia, ya lo advirtió Heráclito. Pilló un par de cervezas y nos sentamos en el sofá. Javi me hizo el acostumbrado y difuso inventario de sus peripecias. Había estado de aquí para allá, haciendo esto y lo otro, conociendo a éste y aquél, en fin, envejeciendo un año más, yo ya sabía. Asentí. Ya me había acostumbrado a que fuese así. Si Javi me hubiese precisado que había estado currando durante tres meses en el Burger de la calle Promesas con un sueldo de ochenta mil pesetas más incentivos o que había estado viviendo con una chica llamada Patricia Salas Hidalgo en un apartamento con terraza y aire acondicionado le hubiera mirado con recelo, como si los extraterrestres aquellos de las alcachofas bajo la cama le hubiesen suplantado. No, Javi seguía siendo el misterio, la aventura, el buscarse la vida y contarlo como si fuese algo fácil y divertido, a pesar de que la gente se amontonaba en los albergues y comedores de beneficencia y acababa abocada a la mendicidad o la prostitución.

Por fin, tras unos minutos de silencio, Javi me preguntó si el incesante rumor de la ducha se debía a que me había dejado el grifo abierto o tenía algo que ver con lo limpio que estaba el piso.

– Se llama Coral -dije, con una sonrisa donde por difícil que pueda parecer colindaban el orgullo y la humildad-. Llevamos desde enero viviendo juntos.

Javi entrechocó su cerveza con la mía, se reclinó en el sofá y me miró con una mueca risueña, como esperando a que me explayara un poco mas.

Le hice un rápido resumen de cómo nos habíamos conocido bajando la voz, pues el murmullo del agua había cesado y no quería que Coral me oyera traduciendo nuestra primera cita al lenguaje elemental y rudo con que uno narra sus conquistas a los amigos, aunque con Javi yo soliera ser más comedido. Luego le hablé a grandes rasgos de nuestros meses de convivencia. Mi exposición dejó bastante que desear, y creo que ése fue el primer indicio que alertó a Javi. Di un trago de la botella mientras mis palabras se desvanecían en el aire, para disimular mi amargura en la de la cerveza. Estaba arrepentido de mi desapasionada crónica: me faltaba la seguridad, la fe del devoto, para hablar de nosotros como si fuese algo digno e imperecedero.

– ¿Con quién hablas, Álex?- preguntó desde el baño el objeto de mis desvelos.

Javi y yo nos miramos, dos ladrones sorprendidos en plena faena.

– Ha venido Javi -informé.

Coral no contestó, pero la oímos apresurarse.

– Le he hablado mucho de ti -confesé a Javi, que miraba hacia la puerta del baño con divertida expectación-. Se muere por conocerte.

Coral salió. Se había puesto un vestido azul que quitaba el aliento. Me hinché de orgullo. Yo ya contaba con ese vestido o alguno todavía más corto y ceñido con los que solía acudir al trabajo, y agradecí el tino que Javi había tenido para presentarse en ese momento y presenciar el espectáculo de su cuerpo en todo su esplendor, envuelto para regalo en vez de rebajado por unos vaqueros.

– Coral, éste es Javi -dije señalando con un gesto ostentoso hacia su lado del sofá. Javi me siguió la broma sonriendo ampliamente y ejecutando una reverencia. El capullo sabía ser irresistible.

Coral le miró unos segundos con una ligera sorpresa, como ajustando la imagen que su mente había ido elaborando mediante mis anécdotas a la realidad que tenía delante.

– Hola, Javi -dijo con aspereza-. Encantada de conocerte. Luego cogió su bolso, que descansaba sobre la mesita, se lo colgó y se dirigió hacia la puerta con paso airoso.

– Hasta la noche -masculló al pasar a mi lado.

– Adiós -respondí.

Tras cerrar la puerta, Javi y yo nos quedamos un rato en silencio, dando cortos tragos de cerveza.

– Debe tener un mal día -comentó por fin Javi.

– Di mejor una mala semana -sugerí yo, recordando su crispado estado de ánimo de los últimos días.

Javi mató su cerveza y la dejó sobre la mesa. El entusiasmo de Coral le había dolido. Sabía que Javi no concebía que una chica no sucumbiera a su sonrisa de galán maldito.

– Un día quedamos y así os conocéis -añadí para animarle.

– Asegúrate de que se levante con el pie derecho -bromeó, incorporándose y acercándose a la ventana. Calculé que ella debía de estar saliendo del portal en aquel momento.

– Coral es Coral -afirmé, como si eso lo explicase todo.

– Sí, y es de esas chicas que no necesitan semáforos para cruzar la calle. Los coches se paran igual.

Sonreí. Sí, era de ésas.

– Casi un año juntos… -comentó Javi todavía mirando hacia la calle, quizá tratando de discernir qué cartas había jugado yo para poder deslizar cada noche mis manos por aquellas ondulaciones apoteósicas-. Un año es mucho tiempo, tío. Mucho tiempo.

Sí; para un tipo como Javi aquello era una eternidad: Aunque una eternidad bastante placentera, debía de estar considerando.

– Ahora en serio… -dijo volviéndose hacia mi-. ¿Qué tal os va?

Pensé en mentirle, pero Javi se habría sentido decepcionado, cuanto menos. ¿Una mentira a estas alturas?, me dije. ¿Una mentira cuando más necesito decir la verdad?

– Bueno… -Me encogí de hombros en el numerito del reservado que en realidad se muere por soltarlo todo pero no quiere que se le note-. Nos va, ya sabes.

– No. No sé -replicó Javi, mordiendo el anzuelo-. Ponme al día. No leo las noticias.

Me descorché con la tumultuosa urgencia de una botella de champán, pero sin el contrapunto que suponía Blanca, mis quejas hacia Coral no parecían más que una rabieta egoísta. Todos necesitamos de nuestra némesis para definirnos, y dado que Javi, a causa de mi traslado al estudio de la pintora, se había perdido esa parte, todo el énfasis que yo ponía en mis reproches debía de resultarle excesivo y disparatado, una repentina hipocondría sentimental desagradable de oír. Contarle a esas alturas todo lo sucedido con Blanca carecía de sentido, y no creía haber puesto la distancia suficiente aún para soportar sin dolor una remembranza tan exhaustiva.

– Estáis perdiendo el tiempo, entonces -dijo Javi, arreglándoselas para que aquello no pareciera ni una pregunta ni una afirmación.

– No estoy tan seguro.

Javi me miró largamente, con desconfianza. Sonreí sin demasiado entusiasmo. No pretendía resultar misterioso, y mucho menos masoquista, simplemente no encontraba la forma de continuar el discurso sin tener que darle explicaciones.

– Tú y esa chica no encajáis -me espetó, al comprender que yo no pensaba añadir nada más-. Se ve a la legua.

– Si vieras cómo encajamos en la cama… -bromeé.

Un chiste malo, lo sé, pero nunca he sabido resistirme a ese tipo de cosas. Javi se limitó a sacudir la cabeza ante tan desafortunado comentario. Eché la mía hacia atrás y dejé escapar un suspiro.

– Supón que no es tan bueno encajar.

Javi me estudió con curiosidad, excitado por el trasfondo que sugerían mis palabras.

Dejé de resistirme y le expuse mi teoría de las almas gemelas, como las había llamado Coral; le dije que yo ya me había topado con la mía y había sido horrible. Horrible y maravilloso, pero sobretodo horrible. Y dejé de irme por las ramas y acabé hablándole de Blanca y su amor vampírico. Sin omitir detalle, recreándome en el dolor que de inmediato me taladró el pecho. Javi asentía con gravedad a mis explicaciones, sin decir nada, y opto por removerse en el sofá y dejar escapar un profundo suspiro cuando le solté la pregunta. ¿Qué habría hecho él en mi lugar, habría huido como yo o se habría arrojado al fuego sin pensar, intrigado o ansioso por ver qué sucedía una vez completado el puzzle? No hubo respuesta; no podía haberla, uno nunca sabe. Lo cierto es que al concluir mi narración, Coral, mi resignada alternativa, no le parecía tan reprochable.

Eso fue todo. Luego nos dedicamos a poner verdes a las mujeres sin demasiado ingenio, fingiendo una misoginia desmedida. Sabía que para un tipo como Javi mi disertación sobre las ánimas complementarias no dejaba de ser una chiquillada. Javi era un ave de altos vuelos y probablemente no admitiría jamás que yo redujera los posibles vínculos entre los sexos de esa forma tan severa. ¿Dónde estaba mi margen para la flexibilidad? Estaba convencido que en su rebotar de cama en cama, Javi había descubierto un mundo de grises, de matices en el engarce de los que yo nada sabía y nunca sabría. Pero no dijo nada, se limitó a perder la mirada en un punto lejano y a mover la cabeza de tanto en tanto, visiblemente consternado. No era para menos..

Un desagradable sonido procedente del dormitorio me hizo volver al presente, ese tiempo en el que por lo general nos limitamos a habitar físicamente, la mente siempre por delante o por detrás, exploradora o sentimental. Coral acababa de cerrar, de un manotazo brusco y abúlico, la cremallera de su bolso de mano. Me pregunté si, de ser yo cadáver y llenar el interior de una de esas tétricas bolsas negras, cerraría con la misma indiferencia su cremallera. Coral salió del dormitorio y me dedicó una mirada neutra. Un frío de cámara frigorífica había ganado el apartamento, y dudé entre pedirle una manta y ovillarme en el sofá como un perro enfermo, incapaz de despertar en ella más que la piedad del tiro de gracia, o por contra reunir los últimos restos de decencia que me quedaban y ofrecerle un recuerdo más digno. Me levanté y, luchando contra el temblor de mis piernas, tomé la maleta que esperaba junto a la puerta. No dije nada, mi lengua era algo yerto al fondo de mi boca, sólo la miré y traté de componer una sonrisa. Ella asintió y se dejó acompañar hasta la estación.

Tuvimos que usar las escaleras, por supuesto. Al salir del portal, me invadió un frío extremo que iba más allá del fresco de las noches de junio, el mismo que ya había percibido en el apartamento, redoblado ahora por la ausencia de luz y paredes. Me arrebujé, suplicando el consuelo de los abrigos a mi liviana camiseta, y seguí caminando tras Coral. La estación de trenes se encontraba a esa distancia socarrona que te hace desdeñar los taxis y te condena a recorrer caminando un trayecto aparentemente corto que con el peso del equipaje acaba por estirarse como un chicle. Para colmo, estaba aquel maldito frío. Y el silencio. Coral caminaba absorta, concentrada en Dios sabía qué, y yo le seguía los pasos como un guardaespaldas, con una mueca de entereza en los labios y los primeros calambres causados por la maleta recorriéndome el brazo. ¿Qué diablos llevaba Coral ahí? ¿Me había robado la plata?

La noche se afianzaba a nuestro paso y los anuncios se apresuraban a cuartearla con sus colores iracundos. Algo me golpeó ligeramente el hombro, llamando mi atención. Contemplé con sorpresa cómo un copo de nieve deshecho por la colisión me resbalaba por el pecho con esa flema propia de los excrementos de paloma. Alcé la vista, aturdido. Nevaba. Un remolino de copos de nieve caía del cielo con abigarrada lentitud, transmutándose en polen al cruzar el feudo de luz de las farolas y en huevos de pascua al recibir el resplandor de los neones, aposentándose sobre las aceras, sobre los coches, sobre los bancos, como un talco helado y tierno. Nevaba. Nevaba aquí y ahora, a principios de verano. Joder, nevaba. Me volví hacia Coral, excitado, pero al parecer no era un hecho lo suficientemente extraordinario para restablecer la comunicación entre nosotros. Coral seguía con su expresión ensimismada, dedicando de vez en cuando alguna mirada sin interés a su entorno, transfigurado ahora por la nieve.

La nevada había inmovilizado la ciudad. Los coches circulaban a velocidad de safari, dejándose harinar por aquel maná refulgente y gélido, sus ocupantes lanzaban envidiosas miradas a las aceras, donde la nieve se experimentaba sobre la piel misma. Olvidadas las prisas, sabedores de que un hecho como aquél perdonaba cualquier retraso, la gente miraba el cielo extasiada, algunos se atrevían con cierta timidez encantadora a abortar la trayectoria de los copos que pasaban al alcance de sus manos para sentir por vez primera aquel tacto tan anhelado en el sur. Coral y yo sí teníamos prisa, y atravesamos por entre aquella composición de maniquíes con paso resuelto, sin una sola concesión a esa nieve imposible que vestía de novia a la ciudad.

Una vez en la estación, mi piel pudo desentumecerse con la tibieza concentrada en su interior. Tomamos una escalera mecánica que descendía hacia los andenes, en uno de los cuales, con ese aire amilanado de las máquinas en reposo, se encontraba estacionado el tren hacia Barcelona, una larga lombriz metalizada que ya estaba siendo abordada por los que serían sus compañeros de viaje, las personas que Coral se vería obligada a contemplar durante seis horas, como una decoración ajena y de dudoso gusto.

Coral comparó su reloj con el de la estación, y supe que, aunque quedaban diez minutos, subiría al tren, como estaban haciendo todos, porque era preferible subir a apurar el tiempo con los seres queridos pendiente del imprevisible despertar del dragón, más aún cuando no tienes palabras que intercambiar con tu acompañante. Me miró y sonrió con indulgencia. Yo traté de conjugar en una mueca aplomo y comprensión, pero sin un espejo delante no puedo afirmar que lo consiguiera. Fue, al menos, merecedora de un beso, un beso conciso en su dulzura pero franco en su apoyo, un beso magnánimo, quizá el último.

Subió al tren y le tocó un asiento junto a la ventana. Consultó el reloj. Faltaban nueve minutos. No supe si irme o esperar. Coral miraba a la señora con pamela que tenía enfrente, se miraba las manos, miraba el techo del vagón, miraba su maleta, miraba hacia todos lados excepto hacia el andén. En apariencia, no parecía demasiado interesada en comprobar si yo seguía o no allí. Decidí esperar, por si acaso, mirando hacia todos lados menos hacia la ventanilla. Miré hacia el andén n° 5, que se encontraba a mi espalda, donde una joven pareja de enamorados se despedía entre miradas lánguidas y caricias para el recuerdo. Miré hacia el andén n° 7, que se encontraba enfrente, donde una joven pareja de enamorados se reencontraban entre abrazos ostentosos y besos apresurados. Ah, la vida. Miré las vías, que se perdían en el horizonte, y me vinieron ganas de tomar un tren al azar, un tren cualquiera que me sacara de allí, que me alejara del pozo de negrura hacia el que me precipitaba, pero, ¿qué iba yo a hacer en Bilbao o Zamora o Palencia? Yo no era de los que saben buscarse la vida, de los que se sienten cómodos en cualquier sitio, en cualquier cama, de los que pueden resumirse en una mochila y dejarse llevar por el viento, no. Yo no era Javi.

En realidad, lo que deseaba era alejarme de mí mismo, y ningún tren haría eso por mí, ningún tren me libraría de pensar llevándome en su interior durante días, durante semanas, durante años, brindándome esa rara protección del destino eternamente aplazado, de las responsabilidades, de las decisiones, de los fracasos que nunca llegan. No, las vías siempre acababan en un destino, en una ciudad de ésas que palpitaban en rojo furioso en las pantallas, en un lugar siempre señalado y concreto donde seguir con lo mismo, con nuevas calles que templar a pasos, con otros cuerpos donde colgar caricias, un sitio diferente donde cometer los mismos errores. De repente, el tren se puso en marcha, y lo vi alejarse hasta desaparecer en la punta de las vías, y permanecí un rato de pie en el andén, haciéndome recuerdo, quizá carta, probablemente punto y aparte en un diario, y es que hay mujeres y mujeres y hombres y hombres, y no basta con barajarlos y elegir una puñetera carta de cada mazo y creer que el resultado es una pareja. Quien crea eso está perdido.

Me metí las manos en los bolsillos y me dirigí lentamente hacia la escalera mecánica. Pensé en la señora que la casualidad había sentado enfrente de Coral, me pregunté si el largo viaje les forzaría a hablar, me pregunté si Coral, consciente de lo transitorio de la charla, utilizaría aquella horrenda pamela para desahogarse, para abrir su corazón bajo esa batuta experimentada que el azar había colocado ante ella. Cómo son las cosas, me dije, probablemente la desconocida de la pamela acabaría sabiendo más de lo nuestro que yo mismo.

Fuera seguía nevando. Las calles se habían convertido en un carnaval espontáneo. La gente no había tardado en perder el respeto reverencial por la nieve y ahora se entregaba en una jarana colectiva a exprimir al máximo aquel hecho tan inusitado, varias personas danzaban bajo los copos, algunos se arrojaban bolas de nieve, las parejas de enamorados se dedicaban a rodar por ella abrazados, observé incluso varios muñecos en evolución, que me sonreían con sus sonrisas de botones. Crucé entre todo ello con la cabeza gacha y el paso apresurado, insensible al espectáculo, cosechando varias miradas reprobatorias. Alcancé mi portal y devoré la escalera a grandes zancadas. Que se jodieran. Yo ya tenía suficiente con ver nevar en mi interior.

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