3

– Maldito marica mamón hijo de puta capullo gilipollas cabrón de mierda…

Cuando Richi se enfurecía, su sintaxis peligraba, la estudiada displicencia de su rostro se crispaba, sufría un corrimiento de facciones y quedaba reducido a una maraña de pliegues rojizos y sudorosos, y, al no disponer de licencia de armas, debía resignarse a traducir su ira en rítmicos golpes contra la barra mientras escupía esos vocablos bífidos. Parecía un maniaco defendiendo una ponencia en favor de la inclusión en los diccionarios de aquellos sustantivos innobles que a pesar de ser utilizados con alevosía a la menor oportunidad todavía carecían de la restricción minuciosa de un significado. Al cuarto de hora o así, pareció haber expulsado toda su furia y no disponer de otra cosa en su interior, con lo cual quedó reducido a un espantapájaros torcido tras el mostrador, repitiendo una y otra vez: maldito cabrón, maldito cabrón, como una consigna que suplía la falta de música que él mismo había provocado minutos antes, al descargar un airado puñetazo contra el compacto.

Yo, mientras tanto, seguía con lo mío. Una vez pasé la acondicionada grabadora por los alrededores de la mesa que Coral y yo solíamos ocupar, tres a la izquierda de la que en el pasado compartía con Artemisa, me dirigí hacia la pista de baile y removí con el invento el aire de la zona central, donde ella me arrastraba atraída por la música, y el de la esquinita de la derecha, hacia cuya intimidad yo lograba remolcarla una vez el alcohol la amansaba.

– Maldito cabrón -anunció Richi sin tono. Parecía como cortocircuitado por su propia ira.

Repasé el local, por si me dejaba algún lugar por rociar. Abandonado como estaba, el Insomnio parecía una ciudad fantasma. Debido a la estampida que había provocado mi aparición -y en la que había estado a punto de morir aplastado-, no quedaba un alma y era triste percibir ese rastro de vida abruptamente interrumpida que despedían las bebidas sin terminar dispuestas sobre las mesas, junto a los cigarrillos todavía humeantes inmolándose en los ceniceros, algún que otro bolso olvidado en los asientos, un encendedor aquí, unas gafas de sol allá; caminar entre todo eso era como hacerlo por el comedor del Titanic, presidido por aquellos objetos huérfanos de hombres, con ese aire impávido y conmovedor de las cosas inertes. Rocié por último la máquina de vídeos. No recordaba haber mantenido ninguna conversación transcendente allí, pero quizá las discusiones para elegir canción se prestasen ahora a una relectura mas atenta. ¿Los REM o Sergio Dalma?

Salí del Insomnio y puse rumbo hacia el apartamento, recolectando las múltiples miradas de los transeúntes.

– ¡Anda y que te follen, tío! -oí gritar a Richi.

Me sentía terriblemente cansado. Sabía, en realidad, la futilidad de todo aquello. Como ya me había sucedido con Artemisa, la voz de Coral no aparecería tampoco esta vez en la cinta, explicando minuciosamente, como esos cursos por correspondencia, los misterios de la vida y en especial los concernientes a su fuga a Barcelona. La parte técnica del invento me traía sin cuidado. Lo único que importaba era que aquel gesto llegase a sus oídos de alguna forma, aunque dudaba mucho que Richi se prestase a colaborar tan desinteresadamente esta vez. Aun así mi vida se había vuelto tan insoportablemente absurda cuando había tratado de actuar con la mayor lógica posible que era hora de producir un vuelco en la realidad y darle la vuelta a la tortilla. Además, en cierta forma, lo que contaba era el hecho en sí de volver a enfundarse el traje. Por muy fetichista que pueda parecer, rescatarlo del ignoto armario del lavadero y volver a ponérmelo me había inundado por dentro con ese consuelo romántico de las causas perdidas. Pasear por las calles vestido así podía considerarse una eficaz forma de humillación, pero también hablaba de un corazón acuñado por la tragedia, de un ser destrozado sin miedo de revolcarse en su propio dolor, que era lo único que conservaba de su amada. No se me escapaba que tras las sonrisas sardónicas de los paseantes latía un rencor que les hacía sentir incómodos: envidiaban en el fondo mi forma de involucrarme en la vida, de entregarme a su espiral de ilusión y sufrimiento. Tal vez los más lúcidos de ellos, al verme con aquel disfraz grotesco, alcanzaran a comprender la verdad, quizá descubrieran con amargura que uno no necesita vestirse así para sentirse absurdo, que había algo tan innegablemente absurdo en la normalidad que de alguna manera el vestir de forma absurda lo corregía.

La brisa jugueteaba con los objetos grapados en el peto, arrancándoles un murmullo sentimental. Al desempolvarla me había deshecho de los recuerdos de Artemisa y los había sustituido por las numerosas pertenencias que Coral había olvidado en su huida y que yo me había ido encontrando durante los días siguientes en los lugares más insospechados, recibiendo cada descubrimiento como una agresión cruel o una esperanza dulce, según mi estado de ánimo. Ahora, con cierta vergüenza, recordaba cómo tras las inevitables lágrimas que me provocaba tropezarme con un pañuelo o alguna prenda íntima extraviada en un cajón, iba agrupándolo todo sobre la cama con devoción, sus medias, sus gafas de lectura, un viejo sostén que había decidido no llevarse, una falda que juzgaba demasiado estrecha, construyéndola a pedazos, imaginando su carne, acogedora y tibia, rellenando la silueta sugerida por aquellas pertenencias dispuestas sobre el colchón como los puntos cardinales de su cuerpo. Luego, una vez completada, derramé unas gotas de su perfume por las sábanas, en su cuello ficticio y en el borde de los senos, justo donde ella lo hacía, y me desnudé y la poseí, abrazando un fantasma, acariciando a través de las medias sus piernas ausentes, manoseando un sostén vacío, abultado por los espectros de sus senos, besando el recuerdo de su boca, oliéndola mientras le hacía el amor a solas, ciego y arrebatado.

Cuando acabé, perdida ya la máscara del deseo, aquello me resultó aberrante y patético. Lo recogí todo y lo condené al último cajón del armario, sintiéndome un poco como un asesino enterrando un cuerpo descuartizado. Esta mañana había vuelto a sacarlo todo, pero con fines más nobles: volver receptiva la armadura.

Llegué al portal con los pies y el alma descarnados, e inicie una abúlica escalada hacia el ático, deseando liberarme de la armadura cuanto antes y tomar un baño. Debían de ser aproximadamente las diez, pero hoy no tenía intención de ofrecerme a la tele, me iría a la cama de inmediato y evitaría pensar en los escombros a los que habría quedado reducida mi reputación. Y recurriría al vodka si no lo conseguía por mí mismo.

Abrí la puerta, todavía maldiciendo al ascensor, y me quedé petrificado. Un olor inesperado había invadido mi nariz: el olor de Coral, aquel rastro tibio de Fortuna y Chanel que la perseguía en su existencia como un espíritu benefactor. Las luces de la calle apenas mostraban los contornos de los muebles, pero alcancé a distinguir su silueta recortada contra la ventana. Debía haberme oído entrar, pero continuó de espaldas a mí, dejándome vislumbrar su añorado trasero, el avasijamiento de su cintura, su melena castaña, rozándole ahora encrespada los hombros, su bello cuerpo de veintitantos que debiera ir siempre desnudo. A juzgar por la posición de sus codos, debía de tener las manos en los bolsillos de sus vaqueros. En el cenicero de la mesita distinguí tres colillas, una de ellas todavía humeante, pintando una temblorosa raya de tiza en la oscuridad.

Coral. Allí. Sin más. De repente. Porque sí.

Sin dejar de mirarla deslicé mi mano derecha por la pared, en busca del interruptor, pero me detuve antes de encenderlo. Los dos estábamos al corriente de la presencia del otro en el apartamento, no me cabía duda, y los dos habíamos acordado tácitamente ignorarlo mientras siguiésemos sumidos en aquella oscuridad ultrajada de neón, como si aquella negrura fuese una tregua o un salvoconducto que nos permitiera estudiarnos después de tanto tiempo. Quise por un momento que aquella inminente escena no se produjera, quise huir, escapar, pues acababa de descubrir que prefería mil veces seguir viviendo en aquel estado de dudas, en aquella soledad eventual, que enfrentar el resultado de sus reflexiones veraniegas, fuese cual fuese. Tragué saliva. En la punta de mi dedo índice recaía la responsabilidad de dar o no inicio al espectáculo. Barajé desesperado la posibilidad de avanzar hacia ella en la fangosa penumbra de la estancia y abrazarla, sentir su piel, su cuerpo entre mis brazos, olvidando el pasado, el futuro, si lo había, enraizando en el instante, rechazando todo aquello que la propia situación nos imponía. Ella aguardaba, paciente, y supe que aquello se prolongaría hasta que yo decidiese, y cada nuevo segundo de oscuridad que permitiese transcurrir acercaría la situación, que aún podía salvarse, al terreno de lo grotesco. Pulsé el interruptor un segundo antes de que mi conducta requiriese ser explicada. Y la luz cayó sobre nosotros más despiadada que nunca, como una bofetada, aniquilando la ambigüedad de las sombras, dejándonos al descubierto. Obligándola a ella a darse la vuelta y a mí a murmurar un saludo.

– Coral… -dije, estúpidamente sorprendido, iniciando hacia ella una carrerita que, debido a que consideré obligado por la situación uno de esos abrazos ansiosos y al mismo tiempo recordé que ella podía quizá haber venido a darme su adiós definitivo, cobró tal inseguridad que resultó ridícula.

Cuando llegué a su lado, a sus ojos, a su mirada, no supe si abrazarla y besarla, o acaso ya no compartíamos nada que justificase esa bienvenida, acaso mis besos ya estorbasen en una boca que algún otro había dado de sí en una playa de Barcelona. Todo eso, aquel torbellino de recelos y deseos, me hizo tender los brazos hacia ella y bajarlos a un paso de envolverla. Coral, por alguna razón que yo desconocía y pronto iba a conocer, tampoco se aventuró a abrazarme. En realidad, yo ya me resignaba a que el glamour de los encuentros quedase reservado al cine, pero, de haber recibido buenas vibraciones por su parte, habría tratado de competir con la industria. Déjame acariciarte lentamente, me habría gustado decirle, déjame lentamente comprobarte, ver que eres de verdad, un continuarte de ti misma a ti misma extensamente, fluida y sucesiva, agua furtiva. Sin embargo, la apatía que ella sentía ante nuestro reencuentro era palpable.

Aparte de su cabello, rizado ahora, Coral lucía también un aire novedoso en la mirada, un filo de melancolía que me resultaba alarmante. Se distrajo con la ristra de abalorios que condecoraba mi pecho. Sentí una piedad conmovedora al observar cómo su rostro se mostraba incapaz de escoger una expresión adecuada al descubrir todas aquellas intimidades suyas expuestas en el escaparate de mi empapelado torso, aquel collage absurdo de tampax, postales, medias, sostenes y malolientes restos de pizza. Fue un vistazo breve, enseguida volvió a mirarme con aquellos ojos enlodados que presagiaban lo peor.

– ¿Qué tal por Barcelona? -pregunté.

– Bien -comentó, escueta, y continuó mirándome con una fijeza sobrecogedora, como si tratara de leerme la mente o de hipnotizarme.

Era obvio que no quería perder el tiempo: aquella gravedad en la mirada era su forma de pedirme que pasáramos de inmediato al asunto que nos había congregado allí, pero para mí era todavía demasiado pronto. Traté de eludir aquellos ojos acusadores sin que se me notara demasiado. Me quité las gafas y el casco y los dejé sobre la mesita. Al hacerlo, encontré un paquete de Fortuna junto al cenicero. Aquel descubrimiento inesperado me aflojó el corazón. Recordé un tiempo más feliz en el que por el piso solía corretear un paquete de Fortuna medio empezado cuya búsqueda era siempre un divertido desafío que a veces nos llevaba, cómplices, hasta el lecho. Ah, los viejos tiempos…

Tal vez decepcionada de que yo hubiese declinado su propuesta de afrontar de inmediato los hechos, Coral me dio la espalda y volvió a la ventana. Aproveché para deshacerme de los abalorios a manotazos, amontonándolos sobre el tramo más sombrío del sofá.

– Y tus tíos, ¿bien? -me interesé.

– Sí. Todos bien -respondió sin volverse.

Traté de sacarme el peto por la cabeza, pero los tirones anteriores habían trastocado los alambres, algunos se habían soltado y enredado con los vecinos.

– Me gusta tu peinado. -Tiré de nuevo y uno de los alambres saltó como la cuerda de una guitarra. Lo siguió otro.

– Gracias.

– Te favorece bastante -aseguré, esquivando un nuevo alambre, que al desertar del entramado general estuvo a punto de herirme el rostro.

– Bueno -se encogió de hombros.

– ¿Y qué tiempo…?

– Sol.

Aquello empezaba a parecerse a una partida de ajedrez, un intercambio de piezas irrelevantes para desbrozar el tablero, para dejar en su cuadriculado centro únicamente las decisivas. Coral me seguía el juego sin entusiasmo, y yo empezaba a sentirme del todo ridículo sometiéndola a aquel interrogatorio banal cuyo único fin era retrasar lo inevitable. Cuando me quedé sin preguntas nos sobrevino un silencio amargo y desagradable, roto de vez en cuando por el twink de un nuevo tramo de alambre al soltarse. Comprendí que ella, tras su frustrado intento de abordar el tema, había desistido; aguardaba ahora a que yo reuniera el valor necesario para plantear al fin la pregunta del millón. Sentí el miedo arañándome las entrañas como un diamante. El resultado de su balance estival no parecía que fuese demasiado favorable.

– Has tardado tanto en volver… -comenté, y dejé la frase sin acabar, para que colgara un rato del aire en un efecto trágico. Si Coral pretendía darme puerta, no se lo iba a poner fácil. Estaba dispuesto a asumir el papel de mártir sin disimulos; estaba en mi derecho. Miré mi sombra en la pared. Parecía una navaja multiusos abierta. Cogí dos de los cabos sueltos y traté de volver a anudarlos a la altura del estómago.

– Llevo aquí casi un mes -dijo ella.

Tuve que morderme la lengua para no proferir un grito de indignación. Un mes. Llevaba un mes en la ciudad… Me cago en… Respiré hondo, recordándome que yo era la víctima de esta historia. Me forcé a pasarlo por alto.

– Te he echado de menos -continué-. No sabes cuánto.

– Seguro que sí -respondió ella, dejando que su voz sonase incrédula, terriblemente cansada-. Has debido echarme mucho, muchísimo de menos.

Dos nuevos alambres se desprendieron. Los atrapé de un manotazo y volví a trenzármelos sobre el pecho.

– ¿Por qué dices eso? -pregunte.

– Dímelo tú -respondió con repentina acritud.

– ¿Qué tengo que decirte? -Los dedos de la mano derecha se me quedaron atrapados entre el enrejado de la armadura, a la altura del pecho. Traté inútilmente de liberarlos.

– La verdad -sentenció ella, volviéndose hacia mí-. Sólo la verdad.

Dejé de forcejear con la puñetera armadura e hice frente a su mirada, luchando por enderezarme, la mano derecha napoleónicamente colocada sobre el pecho. Coral me miró de arriba abajo, meneó la cabeza y resopló.

– Coral, no te sigo; yo…

– He encontrado esto en el dormitorio -me interrumpió con frialdad, mostrándome una pluma de Sariel-. Debajo de la cama.

Miré la pluma tontamente, mientras sentía cómo el rubor prendía mis mejillas. Era una remera, fuerte, puntiaguda. Recordaba haber barrido minuciosamente el apartamento el día después de que Sariel se marchara, recogiendo todas sus plumas en una bolsa de basura que, sin decidirme a tirar a un contenedor, acabé introduciendo anónimamente por el torno de un convento. Pero como siempre ocurría en estos casos, uno nunca logra borrar todas las huellas. No existe el coito perfecto.

– ¿Me lo vas a contar ahora? -me retó.

En realidad, yo no me sentía culpable de nada. Ni siquiera había dudado en contárselo o no a Coral, entre otras cosas porque casi había dado por sentado que no regresaría. Sentí una terrible alegría interior al comprender que el descubrimiento de la pluma entre mis sábanas era la causa de aquel velo de pesadumbre que transformaba su mirada, que la volvía gélida. Al menos, una vez salvado aquel incómodo imprevisto, podía existir alguna esperanza. Asentí a su pregunta sin poder evitar una sonrisa de alivio y carraspeé, aclarándome la garganta. Se trataba tan sólo de explicarle lo ocurrido de la forma más clara posible y con las palabras más inocuas.

– Bueno; es un poco complicado… -empecé-. Verás, he conocido a un ángel. Bueno, un serafín, para ser exactos. Se produjo un cruce de líneas, ¿sabes? -Decidí pasar por alto mi pasatiempo telefónico-. Ella tenía un teléfono como de adorno, que nunca había usado y… -Vacilé. Aquello resultaba más complicado de lo que suponía. Coral me miraba con fijeza, sin molestarse en asentir, los labios apretados, con una atención tan esmerada que se antojaba grotesca-. Bueno, ella quería bajar a conocernos y me pidió que la ayudara. Tuve que hacer un poco el imbécil en la azotea, si me hubieses visto… -Solté una risita y meneé la cabeza. La expresión de Coral no varió un ápice-. En fin, le enseñé la ciudad, pero no le bastaba con nuestras obras, ¿entiendes? Quería sabernos por dentro. El alma, quería ver nuestra alma. Así que… -me mordí los labios y abrí las manos, intentando parecer consternado- tuve que hacerle el amor.

Coral aguardó un poco, como asegurándose de que había acabado, luego agachó la cabeza y estuvo mirando el suelo unos segundos, antes de volver a encañonarme con aquellos ojos que parecían como removidos, desarreglados.

– Has hecho el amor con un ángel -dijo por fin, casi con indiferencia.

– Un serafín -corregí.

– Ah, ya; un serafín… -Volvió de nuevo sus ojos hacia el suelo.

– Sí. Luego se presentó aquí su tutor, ¿sabes? Un arcángel impresionante, dos metros de puro músculo. Se cabreó un poco con nuestra movida y…

– Esto es ya demasiado -dijo Coral, como hablando con sigo misma-. En fin, no importa. Mejor así.

Alzó la cabeza y me dedicó una mirada afligida. Sonrió con.enorme tristeza.

– Hacer el amor con un ángel no cuenta -expliqué-. Es más o menos como ir a misa.

– Me voy -dijo colgándose el bolso-. Esta vez para siempre.

Y se dirigió a la puerta. La seguí, tratando de no dañarla con los alambres desprendidos.

– Espera, por favor -supliqué-. Lo que yo siento por ti es muy especial. El día de la nevada quise decírtelo, ¿sabes? Sin embargo… te dejé coger el tren sin una sola palabra, no sé por qué.

Cerró con un portazo que hizo temblar todo el edificio. Me quedé de pie ante la puerta, tratando de decidir si ir o no tras ella, cuando oí cómo la golpeaban con rabia desde el otro lado. Me encogí de hombros, favoreciendo que la trabazón de mis hombreras se descompusiera y entre un rápido coloquio de twinks y twonks rindieran un modesto homenaje al erizo, y abrí. Coral entró sin mirarme, plantándose en el salón con zancadas casi de desfile, donde se cruzó de brazos ante el sofá. Cerré la puerta y me acerqué lentamente a ella, desconcertado.

– Siéntate -ordenó.

– ¿Qué?

– He dicho que te sientes.

Lo hice, notando cómo los alambres de mi desbaratada armadura se trenzaban con los que sobresalían por entre los rotos del sofá, formando un inoportuno matrimonio del que me sería muy difícil divorciarme. Coral se sentó sobre la mesita, sus rodillas a un paso de las mías, y al hacerlo, sus pechos parecieron hincharse en una especie de ofrecimiento súbito e inadecuado. Tuve que subir la mirada unos centímetros para evitar la tentación de tender mis manos hacia ellos y empalarla en los alambres. La contemplé sacar un cigarrillo y encenderlo con parsimonia, luchando por insensibilizarme ante los efluvios de su carnalidad. ¡Dios, cómo amaba aquella concreción, aquella obstinación indecente con que se aferraba su alma a la vida, aquella ordalía de curvas con la que había tenido la desfachatez de nacer…!

– Coral, créeme, no ha tenido la mayor importancia. Los ángeles…

– Cállate.

Sobrevino entonces un silencio terriblemente largo, exasperante, en el que ella se limitó a fumar como abstraída. Yo no podía hacer más que esperar a que saliera de aquel trance de humo paseando la mirada, en la medida que me lo permitía la rigidez de la armadura en la que estaba enjaulado, por el apartamento, evitando volver a incurrir en la muelle redondez de sus senos, pues no confiaba en que mis Calvin Klein resistieran la afilada amenaza de los alambres que pendían sobre mi estómago.

Pasaban los minutos. Pasaba la vida. Gateábamos por el infinito. Nos íbamos muriendo.

– Lo peor de todo -dijo de pronto Coral- es que tú te lo crees. Te lo crees de verdad.

– Claro, maldita sea -rugí, señalándome la nariz, todavía amoratada-. ¿Crees que voy por ahí estrellándome con las puertas o qué? Fue el maldito Uriel, aunque no le culpo.

– Ya… -comentó ella, aplastando el cigarrillo en el cenicero-. No le culpas. Fantástico.

– En el fondo le comprendo. Fuimos imprudentes.

– Mira, Álex, ya está bien… -dijo, bruscamente airada-. Merezco algo más que esto.

Debido a mi inmovilización, alcé las cejas, dándole a entender que no entendía.

– Lo sé todo. He hablado con Sara, hará apenas una hora. La telefoneé en cuanto encontré su pendiente en el dormitorio. -Señaló la pluma, que seguía sobre la mesita.

Tras decir aquello guardó silencio y me miró con más intensidad, buscando en mi rostro alguna reacción a sus palabras. ¿Sara? ¿Qué diablos tenía que ver Sara en esto? Iba a preguntárselo cuando ella continuó:

– No quería saber nada de ti. Entonces llamé a Ricardo, que me lo contó todo. Todo. Ya no salen juntos, ¿sabes? Dice que no puedo ni imaginar qué clase de pervertidos sois.

Cada vez entendía menos. Coral estaba en otra órbita.

– Me dijo que no debió pegarte, pero no se arrepiente de haberlo hecho -añadió a la vez que encendía un nuevo cigarrillo-. Le dije que estabas bien, de todas formas. Aunque quién sabe…

La inclusión en su soliloquio de Ricardo, aquel energúmeno con el que Sara estaba enrollada, acabó de transportarme al delirio mas irritante. La miré, atónito. Intenté orientarme a través de tanto disparate sin conseguirlo. Rehusé hacer preguntas, ni siquiera atinaba a plantearlas. Me sentía apabullado, fuera de juego. Guardé un estoico silencio, esperando que ella pusiera fin con una carcajada a la maldita broma. Si no lo hacía pronto, sería yo el que estallase en una risa histérica.

– Nada de lo que estoy diciendo tiene sentido para ti, ¿verdad? -dijo en un repulsivo tono maternal. Negué con la cabeza, por no echarme a llorar-. Ya veo… Entonces será mejor que empiece por el principio.

Me encogí de hombros. ¿Tenía principio aquel despropósito? Ella volvió a dedicarme una nueva mirada evaluadora y se removió sobre la mesita, cambiando ligeramente de postura. Sus pechos ondearon con una gracia líquida, hipnotizadora, mientras su mente parecía tomar una terrible decisión.

– A mí tampoco me gusta esta mierda de realidad, pero no huyo de ella. Eso es todavía peor que asumirla -dijo por fin, la voz más sosegada ahora, las palabras fluyendo lentas, repensadas-. Tú has construido a tu alrededor una Disneylandia a escala, un mundo caprichoso e indolente donde todo es reciclado; cada cosa que no te gusta es transformada en algo más manejable, en algo mágico que te exime a ti de responsabilidades. Entre la realidad y tú has interpuesto el filtro de tu imaginación. Eso se llama inmadurez, Alex.

Inmadurez. Ya salió la palabreja… Yo había desembarcado en la capital huyendo de esa maldita palabra que con tantos momentos desagradables había atormentado mi existencia. Desde el fatídico instante de dejar atrás definitivamente la imprecisa frontera de la infancia, a los catorce o quizá quince años, la palabra inmadurez, que hasta entonces me era inaplicable, se convirtió en la favorita de mis padres; se diría que estaban ansiosos por estrenarla: la repetían a la menor oportunidad, como un mantra, tanto es así que tan compulsiva declamación no tardó en tergiversar su significado. Todo acto desafortunado en que yo pudiera incurrir a partir de entonces era causado invariablemente por mi inmadurez. Nunca fue usado sobre mí aquel vocablo con intención de disculpa, sino con todo su infinito desdén. Yo crecía, a juicio de mis padres y de esos espectadores fortuitos que le ven a uno crecer, más hacia atrás que hacia delante, al amparo siempre de aquella palabra maldita con que justificaban la estela de errores que iba dejando a mis espaldas. Y llegó un momento, a eso de los dieciocho o así, en que empezó a hacérseme insoportable, sobre todo porque puse todo mi empeño en deshacerme de ella y fracasé. Mi encomiable intento ni siquiera fue percibido en el mundo de los adultos. Para ellos yo seguía insistiendo obcecadamente en reírme de todo. Así, observaba con cierta impavidez cómo el menor desliz, lo que en cualquier otro hubiese sido alegremente perdonado, en mí sacaba a flote un largo expediente de desaciertos similares. No tardé en verme envuelto en una especie de circulo vicioso: sólo podría liberarme de la película de inmadurez que me había sido adjudicada en un tiempo ya remoto y que reavivaba al menor descuido demostrando madurez, y para demostrarla tenía que enfrentarme y vencer alguna situación que exigiera responsabilidad, situaciones que mis padres me escamoteaban a causa de mi inmadurez. Vine a Sevilla para romper la maldición, para demostrarles y demostrarme que podía sobrevivir por mi cuenta, para librarme del estigma de la inmadurez asumiendo responsabilidades.

Ahora la palabra volvía a salir para desbaratar la ilusión de haberlo conseguido. Quién la pronunciase daba en realidad lo mismo, yo siempre seguiría oyendo la voz de mis padres. Lo cierto es que los dos últimos años fuera de casa volvían a cubrirse con ese polvillo familiar y odioso de la insensatez, la irresponsabilidad y demás hermanastras de la inmadurez, inundándome por dentro con aquella vieja sensación de impotencia que solía desembocar en un llanto secreto e histérico en la soledad de mi cuarto, del cual siempre resurgía como rejuvenecido, decidido a ganarme el estatus de adulto costase lo que costase, una resolución que no tardaba en difuminarse al poco.

– Tienes que acatar las normas, Álex. Tienes que afrontar la realidad sin trucos, comprender que esas trabas que tanto te asustan no te prohíben ser libre, sino que son indispensables para ser libre -prosiguió Coral-. Cada obstáculo que salvas te acerca un paso más hacia la libertad, a la verdadera libertad, no a ésa que tú te has fabricado volviéndote refractario a todo cuanto sucede a tu alrededor, tratando desesperadamente de permanecer inalterable, de no aceptar que las cosas están ahí para cambiarnos, para alejarnos de quien creemos ser y acercarnos a aquél que debemos ser.

Soltó todo aquello poniendo un énfasis inusitado en cada palabra, como temiendo que yo se las refutase. Me pregunté qué clase de libros habría estado leyendo allí en Barcelona. No es que yo me molestase en seguirla, pero de haberlo intentado me hubiera resultado difícil. Costaba creer que la chica que me estaba bombardeando con todas aquellas reflexiones de manual fuese la misma con la que solía comentar los episodios de Melrose Place. Coral era una chica de conversaciones insulsas, de pensamientos inocuos, de inquietudes corrientes, una chica incapaz de hablar así…

Descubrí que no la conocía. No la conocía en absoluto. Casi un año viviendo con ella y no la conocía en absoluto. Era aterrador.

Coral hizo un paron para encender un nuevo cigarrillo. Rehusó hacerlo con el resto del anterior, rápidamente exiliado de su boca y condenado al cenicero. Nunca lo hacía, siempre recurría al encendedor, y nada había más encantador que contemplarla prender un cigarrillo. Observé cada uno de sus familiares movimientos con infinita ternura, agradeciendo que al menos en lo que concernía a esa faceta todo siguiera igual: el gesto rápido, casi desganado, de acercar la llama a su objetivo, que la aguardaba tembloroso en sus labios, y aquella primera calada súbita, que daba paso luego a la lánguida, sensual, expulsión del humo, acto traducido más abajo por un exquisito campaneo de los senos. Y luego el cigarrillo elegantemente colocado entre sus dedos, subiendo y bajando, llamando la atención sobre sus uñas excelentemente cuidadas, sobre sus labios, siempre envueltos en aquel rojo intenso que le envilecía el rostro cuando no lo justificaba el trabajo o la noche, aquella pincelada de guerra que siempre me intimidaba al quedar fuera de contexto, armas de mujer que me hacían desearla en vaqueros, camisa a cuadros grandota y pelo recogido, como dispuesta a pintar la casa.

Deseé que no dijera nada más, que se limitase a fumar, a ser la de siempre.

No hubo suerte.

– Puede que no hagas daño a nadie paseándote por ahí con ese traje, o escondiéndome el paquete de tabaco a la menor oportunidad, o tomándola con el pobre repartidor de pizzas, pero durante un año te he visto transfigurarlo todo a tu antojo, Alex. Una y otra vez. Y yo no podía ni quería participar en ese juego. Sólo podía ver cómo te destruías. Cómo herías a todos cuantos te rodeaban sin comprenderlo siquiera, como hiciste con Blanca. -Vaciló. Sin dejar de mirarme se apartó rigurosamente los rizos de la cara, como si quisiera sustentar su belleza únicamente con sus rasgos-. Cuando uno encuentra a su alma gemela no pierde, sino gana. Uno no se funde, no se diluye hasta desaparecer. El resultado, cuando se da, es una complicidad exquisita. Es… -Agitó las manos nerviosamente, como tratando de encontrar una palabra determinada. Desistió y dijo, pronunciando cada palabra con una frialdad extrema-: Tú encontraste a la chica de tu vida y la dejaste pasar por miedo a comprometerte, Alex. Huiste de ella y tu imaginación se encargó de disimular tu cobardía, de justificarte una vez mas. Blanca pudo morir por eso…

Coral hablaba sin dejar en ningún momento de estudiar mi rostro, esa esponja de carne dúctil donde se suponía que debían ir reflejándose sus palabras. Lo que no sabía era que yo ya no me encontraba allí, sino que había emprendido la única huida que a causa del aprisionamiento de la armadura me estaba permitida. Hacía mucho que me había replegado hacia adentro, recogiéndome en mi interior, desde donde la oía hablar sin que sus palabras me dañasen, como un niño que hace frente al enfado de sus padres rodeándose de sus juguetes favoritos. Aunque mi cuerpo había quedado expuesto a la intemperie, yo me encontraba a salvo, y protegido por mi alma, por todo cuanto yo era, la oía afanarse en cambiar el significado de las cosas mientras consumía cigarrillo tras cigarrillo.

– También está lo de Javi -dijo entonces.

Ahora Javi, claro… Javi nunca le había caído bien, vete a saber por qué. Desde el día en que los presenté, Coral se dedicó a darme largas siempre que yo proponía una cita a tres bandas. Empecé a sospechar que se habían acostado juntos o algo así y no querían volver a verse, con Javi nunca se sabía. Luego lo olvidé, y dejé de propiciar encuentros, imaginando que de haber ocurrido algo desagradable entre ellos, alguno de los dos acabaría por confesármelo.

– ¿Qué pasa con Javi? -pregunté de mala gana.

– Bueno, no querría ofenderle de encontrarse aquí presente -advirtió en tono afectado, señalando con los ojos la parte desocupada del sofá.

Dediqué a Coral una mirada piadosa. Ahora que el delirio la había hecho suya se me mostraba infinitamente vulnerable, desamparada en un mundo que no entendía. Quise abrazarla, follarla con dulzura, pero no podía moverme.

– Javi no existe, Álex -anunció-. Es un producto de tu mente. Lo inventaste en tu infancia para luchar contra la soledad, supongo, y te olvidaste de desactivarlo.

Sonreí; no estaba mal la gracia, no. Javi un producto de mi mente… Me moría por contárselo. A Coral no le gustó demasiado mi sonrisa.

– No sé si estás enfermo o me estás tomando el pelo, si has estado tomándote el pelo a ti mismo desde que naciste -dijo, con un vago tono de desprecio, arrojando la pluma de Sariel en mi regazo. Se levantó y meneó la cabeza-. Si puedes pararlo, deberías hacerlo cuanto antes… Si no, Álex, estás enfermo. Eres un perturbado y necesitas ayuda.

– Ya… Así que todo es producto de mi imaginación.

El timbre de la puerta atravesó el aire casi electrificado del apartamento como una cuchillada, aplazando su respuesta. Ambos miramos hacia la puerta con fastidio, pero ninguno hizo el intento de abrir. Acordamos tácitamente que aquello que nos ocupaba era demasiado importante para ser interrumpido. Esperamos en silencio. El timbre sonó un par de veces más, luego, a través de la puerta, alguien gritó:

– ¡Traía la pizza que han pedido! ¡Sin anchoas!

Coral y yo nos interrogamos con la mirada, dejando claro que ninguno de los dos había pedido ninguna pizza. Y esta vez, al contrario que otras veces, Coral se negó a aceptar con esa piedad suya el equívoco, así que el repartidor tuvo que largarse con la pizza.

– Casi todo -contestó una vez volvimos a quedarnos solos.

Era un alivio saber que el repartidor de pizzas, al parecer, me espiaba de verdad.

La observé colgarse el bolso y comprendí que aquello había sido todo, que apenas disponía de unos segundos para tratar de retenerla antes de que saliera por la puerta, quién sabe si para siempre, dejándome como recuerdo aquella perorata absurda que había durado tres cigarrillos. Aplastó el tercero en el cenicero, en una especie de punto final a su discurso, y se dirigió hacia la puerta, eludiendo mi mirada.

– Coral, espera… -me oí suplicar contra la caída del telón.

Se detuvo y volvió la cabeza hacia mí, lenta, muy lentamente. Y me resultó más hermosa que nunca. Pero aquella belleza fulgurante, constaté asombrado, no se debía por una vez a sus palpables encantos, era algo indefinible que se superponía a ellos, que los gobernaba y de alguna manera los eclipsaba, algo que fluía desde dentro de sí misma, a través de los tragaluces de sus ojos removidos, embadurnándola de un prestigio inesperado, de una valía heroica casi dolorosa. Era como si el aplomo que había esgrimido durante su charla hubiese desenterrado todo un arsenal de virtudes insospechadas. Por primera vez, creo, la vi como persona. Vi aquello que era ella al margen de su cuerpo, al margen de mis comparaciones con Blanca, algo que se valía por sí mismo, que crepitaba con orgullo, que estaba vivo, algo que había estado presente en cada conversación, en cada gesto, en cada caricia, en cada discusión, y que yo no había sabido valorar. Comprendí que todo cuanto era ella y que siempre había considerado como un handicap, desde su apabullante terrenalidad hasta sus gustos y manías, se me mostraba ahora bajo una luz nueva que barría mis prejuicios. Y por primera vez, creo, la amé, pues noté crujir mi alma bajo el peso de un sentimiento novedoso, estremecedor y violento, para el cual no tenía nombre y que ya no era aquella bola contaminada de deseo y soledad que había estado tendiendo hacia ella, como una bolsa de snacks, durante un año. La amé, la amé con la fuerza de los mares, con el ímpetu del viento. La amé en extremo. Hasta el último extremo.

Un amor tardío, que quizá muriese sin destinatario, como esas cartas de amor que se pierden en Correos. O quizá no.

– Aún no me has dicho qué has averiguado en Barcelona.

– Eso ahora es irrelevante, Álex, ¿no lo entiendes todavía? -Me sonrió con indulgencia.

¿Irrelevante? Maldita sea, por qué no podía decirme sencillamente si me quería o no.

– Madura -aclaró-. Si lo consigues, ya sabes dónde vivo.

Madurar, sí, nada tan fácil como eso.

– ¿Cómo?

Coral lanzó un bufido. Ella tampoco parecía saber cómo. Paseó una mirada fatigada por la habitación, que fue a tropezar con el temario que dormitaba, orgulloso de su virginidad, sobre la tele.

– Aprobando las oposiciones. Ése sería un buen principio.

Clavé una mirada de odio en los malditos papelajos. ¿Por qué siempre estarían por medio? La convocatoria era pasado mañana. Cuarenta y ocho horas. Trescientas cincuenta y dos páginas.

– Hecho -aseguré, resignado-. Las aprobaré. Luego iré a por ti.

– Estupendo.

Abrió la puerta, pero antes de desaparecer, volvió de nuevo la cabeza hacia mí.

– Por cierto, Alex, la noche en que me acompañaste a la estación no cayó un solo copo de nieve.

Y así, sin más, sin garantías de vuelta, desapareció.

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