5

Coral, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Ca-ro-li-na: la punta de mi lengua baja la escalinata de tu nombre, desde el fondo de la garganta hasta el borde de los dientes, de lado y con tacones, como una vedette de revista. Co. Ral.

Era Pecado, sencillamente Perdición, por la mañana, un metro sesenta y nueve de curva y sueño en busca de la ducha. Era una erección bajo las sábanas cuando se enfundaba los vaqueros. Era Carolina Fernández en el trabajo. Era @ cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Coral.

Agosto. Morir de amor en agosto. Morir y contarlo. Morir y seguir vivo. El cielo de agosto es un fogón azul, una tibia llanura sin nubes, una fruta celeste y gratuita, una bayoneta de sol que me mata lenta, inmisericorde, un moscardón amarillo que sobrevuela mis sábanas y me encuentra siempre despierto, siempre con los ojos extraviados en el techo, siempre solo, siempre sin ti, despreciado y despreciable, náufrago en la lepra triste de tu recuerdo, loco y radiactivo, codificado y escaso, torturado por el envés de tus caricias, por todos esos besos que nos dimos en otra vida, con aquella ligereza del tanteo, con aquella impertinencia de exploradores.

Me levanto. Me levanto, sí, me levanto y voy al baño y salgo del baño y miro la hora y vuelvo a la cama y cierro los ojos y doy una vuelta a la izquierda y la deshago cinco minutos después con un giro a la derecha y me levanto y cojo el teléfono y me lo llevo al sofá y marco el número de tus tíos, ése que me diste por si surgía alguna emergencia, esas nueve putas cifras que me dijiste que sería mejor que no marcase, y lo dejo sonar una vez, una sola vez, y luego cuelgo. Un solo timbrazo, una sola señal cada día desde que te fuiste, para arañar perrunamente la puerta al otro lado, para que sepas que soy yo, que te echo de menos y no puedo decírtelo, para que sepas que me he suicidado veintitrés veces desde que me dejaste y me estoy gastando una pasta en bombillas, para que sepas que estoy arrepentido de haber quemado tu postal, aquella postal que limpió el polvo de mi buzón a la semana de tu ausencia, aquella postal de las Ramblas, ¿recuerdas? Aquella postal de letra espaciada donde me decías que habías llegado bien y que tus tíos eran encantadores y decías y decías para no decirme nada.

Dime, Coral, amor mío: ¿sabes ya si me quieres? ¿Sabes que sigo aquí, en el sofá, creyendo que regresarás algún día para amarme y apagar la tele? ¿Sabes que un día estaré muerto, frío como la piedra, quieto como el olvido, triste como la hiedra? ¿Serás, amor, un largo adiós que no se acaba?

¡Coral! Invoco tu nombre… ¡Coral! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora tu imagen ante mí! Oh, sílfide, vuelve, vuelve y envuélveme en tus brazos y dame ese cariño tuyo tan discutible y pide una pizza, si es eso lo que quieres, pero vuelve, vuelve y dime que ahí fuera la vida sigue igual. No consigo acabar tu carta, la empecé hace dos meses, en un renglón te digo lo mucho que te quiero y en el siguiente lo mucho que te odio, y así hasta casi doscientos folios, la monotonía negruzca y enrevesada de quien se niega aún a llorar. Vuelve, no soporto ver la tele sin ti. Vuelve y deja que te muerda la boca.

Me reclino en el sofá, respiro hondo, trato de serenarme. Miro por la ventana, y qué veo: la ciudad embrutecida por el verano, espumarajos de luz sobre los muros, una jalea de desconocidos fluyendo cansinamente por las aceras como acertijos irritantes, anuncios de playas con barbas blancas, chicas esculturales surgiendo de las aguas, una invitación en sus brazos extendidos, en el milagro de sus senos airosos, morenos, húmedos de mares lejanos, donde se hunden las miradas resignadas de los que esperan el autobús. Me miro a mí mismo: hueco, difuso, dolorido, un slip ridículo y una camiseta sucia de Star Wars, una boca desértica, unos ojos insomnes. Miro el teléfono entre mis manos, mudo, inútil, un pájaro muerto, una caracola sofisticada. Basta que mis dedos bailen sobre las teclas en el orden adecuado para conjurar tu voz en mi oído, para reparar tu imagen, tan raída por las pajas y desdibujada por la memoria, para hablar contigo, para dilucidar un poco ese misterio de tu vida allí. Lo descuelgo entonces, arrebatado, marco el prefijo, el dos, el cero, el tres, el seis, otra vez el dos, el ocho y el bizcocho, y de nuevo el tres, creyendo que esta vez sí, que esta vez resistiré al otro lado de la línea, pero no, una vez más huyo de ti, y lo cuelgo, entre vencido y burlón, a la primera llamada, y en una casa que no consigo imaginar, quizá en una mesita baja entre dos sillones, quizá sobre un aparador color caoba, un teléfono rojo, puede que blanco, lo mismo uno de ésos con forma de banana o algo todavía más ridículo, asesta una única cuchillada al silencio del hogar y luego calla, y una familia que tampoco consigo imaginar mira hacia el aparato con desdén, hartos ya de aquella maldita nota que no cesa de puntear su rutina desde el día que llegaste a Barcelona. Llámalo putada, pero es tan sólo amor, y el que lo probó lo sabe.

Me recuesto en el sofá. Ah, el teléfono… Se siente uno menos solo con un teléfono a su lado. Se siente uno poderoso con un teléfono en las manos. El país, el mundo en la punta de los dedos. Puedo teclear un número, tu número, puedo hacerte dejar lo que estás haciendo, puedo hacer que se queme tu comida, puedo abortar tu ducha y tu siesta, puedo joderte un orgasmo con sólo mover mis dedos. Soy tu Dios y ante mí responderás, literalmente. Pero soy un Dios misericordioso y me basta con escoger un número, una vida, e informarle de que existo con un acorde solitario, una especie de Morse a lo largo del globo terráqueo, desde Japón a México, esparciendo el confetti de mi dolor, me llamo Alejandro y sufro y una vez amé y fui amado como poca gente es amada y otra vez amé y fui amado como la mayoría de la gente es amada…

Muevo los dedos y el mundo se levanta a coger el teléfono. Pero es demasiado lento. Las yemas de mis dedos corretean veloces y caprichosas por las teclas, por hogares y oficinas en una sangría de números que hace que el aparato se retuerza sobre sí mismo como si fuera presa de furiosas cosquillas. Rinnng… Y el puño del marido borracho se detiene indeciso ante el magullado rostro de la sufrida esposa… Rinnng… Y durante un segundo la pareja infiel se siente más culpable y sucia… Rinnng… Y Chen Tong interrumpe su harakiri con un bufido de fastidio… Rinnng… Y por un brevísimo instante una sonrisa ilumina el apergaminado rostro de una anciana de Manchester al creer que su hijo, a pesar de dos largos años de silencio, aún se acuerda de ella… Rinnng… Y Giuseppe Piovani descerraja un tiro en la nuca equivocada… Rin…

– … ¿Diga?

Me quedé paralizado, una voluntariosa estatua de sal que ni siquiera necesitaba de la mortífera mirada del basilisco, el auricular pegado a la oreja y una mueca de me pillaste arrugándome la boca. El sol mismo parecía detenido, sus rayos congelados, apuntándome a la cabeza como mosquetones dispuestos. Alguien había logrado responder al teléfono antes de completarse el primer aviso, como si llevase años esperando mi llamada. Y era la voz más hermosa que había escuchado nunca.

– ¿Diga? ¿Quién es? -insistió.

Y yo cerré los ojos y me dejé arrobar por el delicioso tono de su interrogatorio, recibiendo cada palabra como una caricia jabonosa en mis oídos, cada letra como una luciérnaga moribunda que expiraba en mi alma, y traté de imaginar quién podía ser la dueña de aquella voz a la que no le hacían justicia ni la miel ni el terciopelo, y que para describirla con el mayor rigor posible había que recurrir sin rubor al churrigueresco símil de un ménage á trois entre mariposas sobre un nenúfar que zascandilea al atardecer por un torrente cristalino, escoltado por una flota de barquitos de papel confeccionados por muchachas impúberes con los manuscritos de Bécquer.

– ¿Diga? -volvió a preguntar tras una pausa, sin irritarse lo más mínimo ante mi silencio. Aprecié cierto servilismo en su requerimiento, como si le acabaran de poner el teléfono y deseara inaugurarlo con una conversación que se le resistía. ¿Por que no?, pensé. Si la enojaba mi carencia de motivos para llamarla, siempre podía colgar, si no podría mitigar mi tedio con una charla agradable. Podía incluso, si me mostraba lo suficientemente ingenioso y la chica en cuestión vivía cerca, arrancarle una cita. Me aclaré la garganta y di señales de vida.

– Hola -saludé. Mi voz, con el eco de la suya aún en mi oído, se me antojó terriblemente agarbanzada y nasal, de una virilidad amenazante.

– Hola -respondió ella con aplicada rapidez, y luego guardó silencio.

Se hizo una pausa incómoda.

– Hola -repitió con entusiasmo, como animándome a seguir hablando.

Mi interlocutora resultaba de una impericia telefónica encantadora. ¿Dónde estaban las preguntas tradicionales, el inevitable por quién preguntas o el automático no me interesa comprar nada? Al parecer aquello corría de mi cuenta. De acuerdo. Me mordí el labio inferior, devanándome la cabeza en busca de alguna pregunta o comentario que nos encauzara hacia la esquiva conversación.

– Me llamo Alejandro -anuncié con una solemnidad absurda. Había que empezar de alguna forma.

– Alejandro -repitió la voz, estremeciendo cada letra de mi nombre.

– Eso es -confirmé, apaciguando la erección que amenazaba con desbordar mi slip con un puñetazo irreflexivo que me dejó fuera de juego unos minutos-. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas? -pregunté, una vez restaurado en la medida de lo posible.

Hubo unos instantes de duda y luego oí algo parecido a: Sariel. El nombre no me sonaba español. ¿Italiano?

– Alejandro… -seguía repitiendo ella por su cuenta, mordisqueando maravillada cada letra de mi nombre-. Eres… eres entonces… ¿un hombre?

– Sí- asegure, algo confundido por lo innecesario de su observación.

¿Dónde diablos había llamado? A juzgar por las misteriosas reacciones de mi interlocutora bien podía tratarse de la comunidad Amish, de un convento de carmelitas perdido por algún sitio o algo por el estilo. Había dicho hombre con una curiosa mezcla de sorpresa y excitación. ¿Un grupo de brujas que necesitaba semen con urgencia para completar su último hechizo? Yo siempre tan oportuno.

– Espera un momento… -ordenó.

Oí el golpe del auricular al ser depositado sobre una superficie dura, una mesa, supuse, y luego me llegaron una serie de portazos rápidos, como si se hubiera apresurado a cerrar todas las puertas y ventanas de la habitación en que se encontraba.

– ¿Cómo has conseguido tú este número? -preguntó con ávida curiosidad, una vez concluida su labor de aislamiento.

Buena pregunta. Seguí el rizado cable del teléfono hasta el armazón, que se encontraba panza arriba sobre la mesa, como una tortuga incapaz de volverse del derecho, despidiendo ligeros tirabuzones de humo.

– No lo sé -dije-. Creo que ha debido producirse un cruce de líneas.

– ¿No sabes entonces dónde has llamado? -preguntó ella, algo decepcionada.

– No… -respondí con cautela-. Ni idea.

– Bien… -La oí chasquear la lengua, indecisa-. ¿Estás sentado?

– Sí -aseguré, levantándome del sofá. Tanta reserva empezaba a alarmarme. Era, admití, el aliciente de su hermosa voz lo que me mantenía aún con el auricular enarbolado junto a la oreja.

– Has llamado… has llamado… -Parecía incapaz de decidirse por una palabra. Consumió casi un minuto en descartar varias, apenas representadas por la resbalosa ambigüedad de sus primeras letras, para optar por-: Arriba.

Me descubrí alzando la mirada hacia el techo, en uno de esos estúpidos actos reflejos. Y me sentí más estúpido aún al recordarme que vivía en un ático, que todos mis vecinos, que la mayor parte de la ciudad, quedaba por debajo.

– ¿Arriba? ¿Al Meteosat? -pregunté, sin poder evitar la gracia, y mucho menos sin poder evitar imaginármela alejada de los dedos del Hombre en aquella esfera metálica, turbada por los sensuales balanceos de las mareas y las posesivas caricias con que los anticiclones domesticaban la piel azul del planeta.

– Más arriba -corrigió ella.

¿Más arriba?, me pregunté, ¿qué podía haber más arriba del Meteosat…?

Ah.

– ¿Quieres decir que he telefoneado al… -ahora era yo quien no sabía que palabra escoger-… Cielo? -Traté de pronunciarlo con mayúsculas, desbrozándolo del resto de sus significados.

– Ajá.

Se hizo una nueva pausa.

– Desconocía que hubiese teléfonos allí -comenté, por decir algo.

Sentí lastima por los que intentaban comunicarse con Las Alturas desgranando plegarias ante un crucifijo. No eran más que salvajes con tambores ridículos. Dediqué unos minutos a reflexionar sobre lo fácil que resultaba acceder a los ángeles en contraposición con la burocracia que había que sortear para comunicarse con los demonios. De pequeño había intentado invocar al Diablo y me habían abatido los innumerables requisitos: el solsticio de verano, el intrincado pentagrama, el cáliz consagrado con sangre de niño y en especial el semen de carnero. Uno puede tener hobbys raros, pero masturbar a un rumiante me parecía excesivo.

– En realidad no los hay -explicó Sariel refiriéndose al teléfono-. O no debería haberlos; pero yo tengo uno.

Dijo esto último sin ocultar su orgullo, como si le hubiese llevado años y sudores conseguirlo y ahora por fin podía decirse a sí misma, ya que, según el apresurado enclaustramiento al que se había sometido, no parecía dispuesta a compartirlo con nadie más, que tanto empecinamiento había dado sus frutos.

– Y qué eres tú… -pregunté-. ¿Un espíritu jasp o algo así?

– No, no, yo trabajo aquí -me corrigió-. Soy un ángel… Bueno, un serafín, para ser exactos -rectificó con forzada humildad.

Me explicó que las criaturas celestes estaban divididas jerárquicamente en nueve órdenes. Ella pertenecía a la tríada menor, junto a los tronos y querubines. Los serafines, según deduje, equivalían a los obreros y campesinos en aquella pirámide divina tan rápidamente esbozada. Para acceder a los niveles superiores, uno debía ir acumulando créditos. Hubo un tiempo, dijo con nostalgia, en que no resultaba difícil conseguir puntos, pues los ángeles eran requeridos con frecuencia para misiones de envergadura: anunciaciones, revelaciones, incluso para ejercer como modelos de algún pintor en ciernes. En la época actual, en la que desgraciadamente le había tocado vivir, la cosa estaba más difícil. Apenas salían puestos que favorecieran la promoción. Casi todas las ofertas eran para ejercer de ángeles de la guarda, que trabajaban, por así decirlo, a comisión. Había oído decir que era un trabajo frustrante. El más mínimo paso de su cliente fuera de la Senda del Bien repercutía terriblemente en su comisión. Y en el siglo XX, por desgracia, el Hombre, instado por un raro prestigio, tendía más que nunca a realizar frecuentes excursiones al lado salvaje de la vida, como había bautizado aquello que no eran más que los suburbios del Infierno, cuando no se instalaba en él definitivamente. Así era poco menos que imposible alcanzar el grado de arcángel. La animé diciéndole que la cosa estaba mal en todas partes. Aquí abajo también resultaba difícil trepar por la maldita pirámide social, tan difícil como fácil resultaba escurrirse hacia abajo al menor despiste.

Me percaté, en cierto momento, de que estábamos manteniendo una conversación. Resultaba tremendamente agradable cerrar los ojos y dejarse hamacar por la benigna brisa de su voz, remitiendo de tanto en tanto un monosílabo lleno de afecto hacia el otro lado de la línea.

– Supongo que te preguntarás -dijo ella en cierto momento- cómo es que dispongo de teléfono.

– Sí -concedí, recostándome en el sofá con una sonrisa idiota en los labios.

La cosa venía de lejos. Antes, como ya me había explicado, que los ángeles se dejaran caer por la tierra era algo casi cotidiano. El hombre estaba construyendo el mundo, necesitaba supervisión, sugerencias, recomendaciones. Ahora, ¿cómo decirlo con suavidad?, en el Cielo no importaba demasiado el destino de la humanidad. Su arraigada tozudez se contemplaba con estoicismo en las alturas y nadie hacía ya nada por tratar de aleccionarle; de vez en cuando, se festejaba algún logro de la civilización, pero por lo general se la dejaba hacer, esperando quizá a que cometiera el Ultimo Error, ése que lo dejaría todo hecho unos zorros y favorecería un nuevo comienzo. Aunque tal vez ni entonces se tomaran más molestias, dándonos por perdidos. Excepto los pocos serafines que ejercían como ángeles de la guarda, a los que se les veía afanándose en sus centralitas por enderezar el mundo, como ingenuos idealistas a los que uno no tardaba en encontrar en la cantina, maldiciendo a la humanidad entre los efluvios del alcohol con un odio impropio en una criatura celestial, el resto hacía gala de una absoluta indiferencia. Eran otros tiempos, sí. Ya no había misiones in situ. De vez en cuando, algunos arcángeles, movidos por el romanticismo de antaño, intentaban volver a poner de moda las apariciones y los resultados eran más que desalentadores; los contactos humanos con extraterrestres, sin embargo, experimentaban un considerable auge.

Por todo ello, para las nuevas generaciones, el mundo de los hombres resultaba un lugar misterioso, exótico, alcanzando ribetes de leyenda. Me contó cómo de pequeña no dejaba de fisgonear por los comedores de las ánimas, recolectando información de quienes no tenían reparos en menoscabar su inocencia con episodios de su vida, fomentando en ella la fascinación por el Hombre, ese ser a medias benévolo y mezquino, a medias ángel y demonio. Cuando alcanzó la edad requerida para poder bajar, fue ese mismo entusiasmo lo que le cerró las puertas. Uriel, su tutor, un arcángel severo y conservador, la consideró demasiado impulsiva para encomendarle apariciones en Lourdes o en algunos de esos pueblecitos devotos donde debían dejarse ver aproximadamente una vez al año por compromiso, manifestándose con tedio junto a angostos altares caseros repletos de velas, como una estrella del rock acabada ante los pocos fans que aún la recuerdan.

Temeroso de que su empecinada curiosidad pudiera propiciar entre los ángeles más jóvenes movimientos subversivos, Uriel intentó apaciguarla decorándole su estancia con muebles y utensilios humanos, que ella no necesitaría ni sabría utilizar, pero que tal vez acabaran por mermar sus ansias de conocimiento con el hastío de lo cotidiano. De ahí el teléfono, un teléfono al que obviamente nadie iba a llamar jamás y cuyas teclas nunca se atrevería a marcar. Y ahora, tres años después -ciento veintidós por nuestro calendario, calculé-, cuando los continuos obstáculos habían relegado la idea de conocer nuestra civilización a un oscuro rincón de la periferia de su mente, aquel teléfono que no podía sonar había sonado.

– Y no pienso dejar pasar esta oportunidad -afirmó, rotunda-. Voy a largarme de aquí. Nadie notará mi falta por unos días. Y tú tienes que ayudarme.

Yo no supe o no pude o no quise negarme, y antes de darme cuenta la oí trazar un plan que, aunque tenía cierto aire de improvisación, debió constituir su divertimiento de muchas noches, antes de que la vencieran las circunstancias.

Nos despedimos con un cómplice hasta entonces. Seguí un rato en el sofá, los rayos del sol pendiendo sobre mi cabeza, reacios a coronarme con un halo que en tales circunstancias resultaría gratuitamente angelical. La conversación me había anegado el pecho con el desasosiego dulce del delito y la aventura, con el presagio de riesgos y recompensas oscuras. Me resultaba extraño haber pasado a formar parte en cosa de minutos de una especie de conspiración, y sin moverme del sofá. No sabía de qué forma podía acabar aquello o si yo estaría a la altura de las circunstancias, pero lo cierto es que me había implicado sin reflexionar, diríase que alegremente, asqueado de tanta rutina. Era, cuanto menos, un contratiempo que me haría olvidar a Coral por el resto del día, y con un poco de suerte también por el resto de la noche.

Dediqué la tarde a escarbar entre las estanterías del Corte Inglés en busca de todo aquello que creí necesitar para llevar a cabo sin problemas mi correspondiente parte del plan. Luego volví al sofá a esperar la noche, preguntándome excitado qué pinta tendría un ángel; bueno, un serafín, para ser exactos. Ahora me reprobaba mi falta de atención ante esos coloquios tan en boga sobre el sexo de los ángeles. Si la madre naturaleza era justa y tenía sentido de la métrica, tras aquella voz sólo podía esconderse el obligatorio soporte de un cuerpo delicado, quizá perfecto, y un rostro ineludiblemente nínfeo. Sin embargo, ahí estaban los cactus, con aquellas flores grandes como pompones con que nos advertían de que la madre naturaleza también se permitía algún que otro sarcasmo…

La noche se hizo de rogar. Maldito agosto, augusto y agotador. Tuve que pasarme todo un depresivo metraje de tarde incendiada tratando de sobrevivir con la foto que Coral me había dado los primeros días de nuestra relación cosida a los dedos. En ella aparecía Coral, por supuesto, pero también mi fiel pelirroja. Ese hecho era casi predecible en parte, pero me sorprendía porque la foto había sido tomada en París, a las faldas de la Torre Eiffel, en un viaje que Coral había realizado un verano. La pelirroja se estaba tomando muchas molestias para ponerme al corriente de su existencia. Y yo empezaba a albergar ligeros sentimientos hacia ella. A veces extraía la foto para mirar a la pelirroja en vez de a Coral, a quien ya tenía muy vista. La pelirroja estaba de espaldas, medio encorvada a causa, de una mochila paquidérmica, pero tenía la cabeza lo suficientemente ladeada para dejarme ver parte de su perfil, en una especie de recatada revelación a paso de foto. No era un perfil en absoluto decepcionante, y sus piernas, desenmascaradas gracias a unos shorts color crema, se presentaban torneadas y lechosas, como buena pelirroja. Fantaseando con la mitad de ella me sorprendió la noche.

Un poco antes de la hora acordada, lo guardé todo en una bolsa y subí a la azotea. Aunque con las llaves del piso me habían entregado también una de la azotea, era la primera vez que subía hasta allí, demasiados escalones y pocas coladas. Y, a juzgar por el estado de abandono en que se encontraba, el resto de los vecinos tampoco debía considerarla un lugar lo suficientemente interesante como para rentabilizar la remontada de la escalera. Era un inmenso rectángulo que, como todas las grandes azoteas, no podía evitar desorientar a sus visitantes con esa sensación chocante producida por el descubrimiento inesperado de tanto espacio libre entre la apretada configuración de la ciudad. A excepción de las antenas de televisión, que se apretaban a un lado, como una bandada de asustadizas aves zancudas, y los mástiles para la ropa, en cuyos cordeles anoréxicos persistía alguna pinza olvidada como un recuerdo de tiempos mejores, antes de la irrupción en el mercado de esos tenderetes portátiles que cabían en cualquier rincón, la civilización parecía estar representada únicamente por una serie de objetos inextricables, de ésos que no deben faltar en ninguna azotea y que uno nunca sabría enumerar con exactitud, amontonados junto a la puerta como embajadores aburridos de su cargo.

Sus excesivas e impúdicas dimensiones, sumadas a la brisa nocturna que me desordenaba el pelo y la falta de edificios que rivalizaran con su altura, me hicieron sentir como el único sobreviviente de un apocalipsis fulminante, y necesité acercarme al borde de la azotea para constatar que Sevilla seguía allí. La panorámica era sobrecogedora. Desde aquella altura la ciudad, con su acupuntura de luces, adquiría una engañosa sensación de movilidad, como si la trabazón de sus calles y edificios se meciera como un paso de Semana Santa colosal. El río, al fondo, presidía con su engreído brillo de charol el paisaje abrupto de los tejados. Muy cerca yacía la catedral, cetácea y oscura, y a su lado se alzaba la Giralda, como un rebuscado falo embadurnado en la vaselina naranja de los focos.

Tal y como esperaba, de entre los trastos apilados junto a la puerta pude rescatar un par de cosas que me resultarían útiles. Arrastré un derrengado bidón hasta lo que consideré el centro de la azotea, y lo rellené con todos los rozos de madera que pude encontrar. Fui haciendo bolas con las páginas de mi carta nunca mandada a Coral, sin segundas intenciones, sencillamente porque, a excepción de mi primorosa colección de revistas pornográficas y el temario de las oposiciones, no disponía de más papel, y procedí a esponjar el conjunto, que rematé con un par de pastillas incendiarias. Luego, con el artificioso desdén de los pirómanos de las películas, dejé caer un fósforo en su interior. Necesité agregar un par de ellos más, hasta que las llamas lograron sobreponerse a la brisa y arraigar con fuerza en la madera. Tomé las dos linternas que había adquirido esa tarde y me situé a un costado de la hoguera. Constaté la hora en el reloj, alcé los brazos, las encendí y empecé a cruzar y descruzar sus haces, esperando que desde arriba ella pudiera interpretar tan burdo despliegue como las señales de guía requeridas. Si todo había salido bien, Sariel ya debía haber comenzado su descenso y estaría atravesando estratos, tratando de orientarse por las masas continentales hasta alcanzar la escala necesaria para escrutar los tejados en busca de mi marca. Seguí moviendo los brazos con brío, atento a cualquier anomalía en el minifundio de noche estrellada que pendía sobre mi cabeza, esperando divisar de un momento a otro un bulto oscuro, una sombra extraña que avanzara trabajosamente hacia mí, pero el cielo se mantenía impasible, las estrellas brillando con esa vana indolencia de haber visto los duelos de todas las edades. Bien mirado, dado que uno de los requisitos de nuestro plan era la discreción, toda aquella fanfarria luminosa resultaba cuanto menos paradójica. Por fortuna, ningún edificio colindante disponía de la altura suficiente para atraer a los fisgones.

Desde la calle me llegaba una difusa algarabía de bocinazos y gritos que se iban espaciando lentamente, en esa pérdida de cohesión que sufren las noches laborales. Al no poder consultar el reloj, la única forma de medir el tiempo era atendiendo al progresivo agarrotamiento de mis brazos, que iba restando convicción a la señal. Debido a la fatiga que me iba ganando, las estrellas comenzaron a titilar ante mis ojos. Acabé por inclinar la cabeza hacia abajo, reuniendo fuerzas de vez en cuando para echar una ojeada a la cercana fogata, que parecía contagiarse de mi cansancio. Empecé a sentirme estúpido, e imaginé alguna cámara oculta filmándome desde una terraza vecina. Seguí un rato más, sin que nada alterase la paz del cielo. Me han plantado, reconocí por fin. Bajé los brazos, exhausto, y apagué las linternas.

Escuché entonces un levísimo estremecimiento en la distancia; agucé el oído y creí captar una especie de aleteo que iba cobrando paulatinamente intensidad. Alcé la cabeza y traté de enfocar los ojos, pero no tuve tiempo. El aleteo se transformó en cuestión de segundos en un batir sobrecogedor y una tromba de aire me impactó de lleno, desequilibrándome. Caí desgarbadamente hacia atrás, perdiendo las linternas. Alcancé a ver cómo el mismo golpe de aire fustigaba la hoguera, reduciéndola a un hilacho de humo blancuzco, y en la redoblada oscuridad siguiente una complicada silueta se estrellaba violentamente contra los trastos amontonados junto a la puerta. La contemplé erguirse con más fastidio que dolor, un corrimiento de oscuridad apenas percibido en la negrura, y manoteé en busca de alguna de las linternas. Encontré una, la encendí y traté de enfocarla.

Observé con vergüenza cómo el globo de luz, a causa de mi encabritado pulso, se acercaba a la silueta zigzagueando por la oscuridad como un ratón asustado, hasta iluminar unos pies extremadamente níveos y delgados, visiblemente intimidados por el suelo.

– Sariel… -susurré.

Sí, ahí la tenía. Alcé la linterna con parsimonia, liberándola de la oscuridad como un esquilador minucioso, recreándome en cada tramo de su piel con una devoción rayana en la insolencia. Podría culpar, si más tarde necesitaba una excusa, al anquilosamiento de mi brazo, pero lo cierto es que me negaba a averiguarla con un rápido barrido de muñeca, pues aquella indagación casi ceremoniosa me emborrachaba de una excitación oscura y poderosa. Así que la fui sabiendo poco a poco, de abajo a arriba, haciendo que el redondel de luz trepase por sus piernas con la lentitud de una caricia, obligándome a demorar el paso a medida que rebasaba sus muslos de nácar hasta detenerme al borde de su sexo, tragar saliva y proceder a iluminarlo temerosamente, con un nudo en el estómago, y suspirar aliviado al no tropezar con ningún relieve, encontrando tan sólo esa leve hendidura que sugiere el barroco ojal de la feminidad, tapizada por un vello liso y rubicundo, y aventurarme luego en esa tierra baldía, insoportablemente austera, que precede al ombligo y sus marismas de carne acogedora y elástica, subir entonces a la angostura casi dolorosa de la cintura, dejar atrás el costillar y hacer un nuevo alto en sus senos, unos senos frescos, consagrados, atareados aún en la burocracia de la adolescencia, unos senos en estado salvaje, con un gracejo inusitado proveniente de la falta de sostén y con cierta burlona indisposición para otras caricias que no fuesen las de las corrientes, donde el doblón de la linterna se adhirió como una ventosa antes de proseguir la escalada, de alcanzar el trazo elegante de la clavícula, las almenas nevadas de los hombros y detenerse a mitad del cuello como una soga amenazante en la ternura, para asaltar de golpe el rostro. Y ella se mantuvo expectante en todo momento, dejándose desvelar de aquella manera tan caprichosa, trastabillando únicamente cuando el haz de luz le tiznó la cara de amarillo. La linterna reveló su rostro y yo sentí un vértigo exquisito, un mandoble de emoción que me sesgó el corazón. No podía ser de otra forma, la perfección en crescendo del cuerpo tenía su estallido final en un rostro asfixiado de belleza, donde el salvajismo y la dulzura confabulaban para repartirse las facciones, para decidir qué sonrisa ocultarían sus labios, para hacer tablas en el azul inverosímil de sus ojos, que, al igual que la prolija cabellera de fuego que le caía sobre los hombros en una pirotecnia desmedida de rizos y bucles, supuse monopolio exclusivo de los ángeles. Era la mujer más hermosa que había visto nunca… hasta que con una sacudida tensa y crujiente, dos enormes alas emergieron a su espalda, envolviendo su fragilidad en un chal descomunal, anulando, paradójicamente, su condición ingrávida, volviéndola pesada, tal vez torpe, pero sobre todo desbaratando el hechizo, hurtándome a la mujer y dejándome a solas con el adjetivo.

– ¿Alejandro…?

Caí en la cuenta de que para ella yo aún no era más que una sombra difícil de distinguir. Me repasé de arriba abajo con la linterna, velozmente, escamoteándole en todo lo posible los detalles de mi físico y ofreciéndole más bien una idea general de lo que era el Hombre. Mas tarde profundizaríamos. Luego, sin saber qué hacer, dejé caer el haz de la linterna entre los dos como un escupitajo de luz, de manera que sus delicados pies y mis gastadas zapatillas se miraron en silencio.

– Vamos dentro -dije por fin-. Aquí no se ve una mierda.

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