11

Blanca era una máquina expendedora de frases trascendentes. Después de hacer el amor, solía encender un porro y su mente perdía de repente todo interés por las concreciones de la carne y se abría a las abstracciones del universo. Era entonces cuando, con la sensualidad de su voz aguada por los esfuerzos del polvo reciente y la marihuana, se descolgaba con cosas como ésta: ¿Sabes, Álex? Dios ha colocado al hombre entre las hormigas y las estrellas, para que cada cual mire hacia donde le parezca. Unos se divierten pisando y otros dedican su vida a construir cohetes con los que alcanzar la gloria que cuelga del cielo, como herederos ansiosos. A los pocos minutos de conocerla, ya se publicitó como una chica distinta diciéndome: Mis padres me pusieron Blanca porque nací con el corazón muy negro y no era cosa de entregarme al diablo sin luchar.

Blanca era pintora. Pero no pintaba cosas. Pintaba estados de ánimo. Radiografías del alma. Vivía en un pequeño estudio escaso de muebles y se ganaba la vida vendiendo sus cuadros por las calles, apostándose en parques y sitios así, donde podía embaucar a algún turista. Con eso no se sacaba mucho, la verdad, pero a veces alguna editorial local le encargaba ilustrar algún cuento infantil y se pasaba noches dibujando conejos de expresión bobalicona y ciempiés con mostachos de general que le producían náuseas. Había que pagar el alquiler y por eso lo hacía, pero no dejaba que nadie se los alabase. A ella lo que de verdad le gustaba era plasmar sobre el lienzo los mil recodos del alma humana, tanto de la suya como de cualquiera que ingenuamente se prestase como modelo para luego descubrir en un cuadro de inescrutables pegotones marrones que estaba lleno de mierda. Pero ella, se excusaba, te miraba a los ojos y no desvelaba nada que no llevases dentro.

Blanca era alegre y extrovertida, y como yo -aunque por motivos muy distintos- se daba a la menor oportunidad porque no concebía la vida sin riesgos. Enseguida te enseñaba el alma y hacía de guía. A las dos semanas de estar juntos me enumeró uno por uno los borrones de su pasado. Tenía de todo, como el de cualquiera, pero uno de ellos destacaba especialmente. El año pasado había expuesto sin demasiada fortuna en una galería. Un tipo con pelas se topó con ella en el parque y la invitó a comer. Alabó su arte sin dejar de mirarle las tetas y le dio a entender que si se dejaba hacer él podía mover los hilos necesarios para que su talento tuviese la oportunidad que merecía. Blanca se la jugó y perdió, pero ya lo había superado. Era más sabia, más feliz. Y creo que a Blanca le producía cierto morbo la indiferencia con que eran acogidas sus obras. Eso reafirmaba el estado superior en que se encontraba su mente, capaz de ver verdades que a los demás se nos escapaban.

Nos conocimos una tarde de lunes. Yo había decidido iniciar la mañana buscando trabajo con un cierto optimismo que se había ido empañando a lo largo de la jornada, tras sucesivos rechazos que parecían plagios unos de otros y entrevistas con tipos repeinados que con sus discursos de fábrica trataban de hacerte vender enciclopedias mientras aseguraban que el trabajo no consistía en vender enciclopedias. Acabé harto de la civilización y sus logros. Aquello de creced y multiplicaos resultaba cada vez más difícil.

Nadie me esperaba en casa, así que decidí regresar por el camino mas largo, y atravesar por el parque de María Luisa, en el que tal vez se me descongestionara un poco el espíritu ante el lado amable y despreocupado de la vida. Sevilla, a principios de mayo, se vuelve voluptuosa. El verde se reanima y las jóvenes se esfuerzan hasta los bordes del escándalo en mostrar al rubicundo sol la mayor cantidad de carne posible. Se deja uno acorralar agradecido por batallones de piernas esbeltas y ombligos esponjosos, por espaldas llenas de promesas y escotes de vértigo, y la tarde se sumerge en la noche entre suspiros, como un enfermo que pierde pulso. Cruzaba el parque distraído, arropado por la brisa sensual de aquellas horas mansas, mirando con melancolía las atracciones infantiles cargadas de niños vociferantes. La infancia es como un chiquero, recuerdo que pensé con cierta tirria por el símil taurino, el niño se agita ansioso por salir a recibir las estocadas pertinentes sin tener idea de lo protegido que está entre esos tablones. Sólo a posteriori, moribundo ya, la testa a punto de descansar en el albero, el niño dedica al toril una mirada amable, como de disculpa, y la cárcel se transmuta en paraíso perdido. ¿Quién no daría el alma por volver a los plácidos días de la infancia, exentos de responsabilidades y pródigos en sonrisas paternas y caramelos varios?

En esas reflexiones ocupaba la mente, y caminaba por el parque con la maquinaria de los sentidos puesta a bajo rendimiento, con los dispositivos imprescindibles para circular por la vida sin saltarme los semáforos. Era vagamente consciente de que a mi alrededor la gente seguía con sus vidas, poniendo fondo a la mía, de que a mi lado, en los bancos o la hierba, los enamorados exploraban con calma los límites del amor, bien a besos o caricias, bien al arrullo de profundas conversaciones; un mimo congregaba a varios transeúntes en torno a su mitin de gestos; los inevitables japoneses fotografiaban; jóvenes atléticos pasaban junto a mí en manada, con las respiraciones orquestadas y los resultados de tanto sudor rotundamente marcados bajo las mallas… Noté entonces que algo se me pegaba en la suela del zapato. Bajé la vista y me encontré con que mi pie derecho había irrumpido en la superficie de un lienzo de tonos amarillos puesto a secar sobre el albero. Al retirarlo, en la esquina del dibujo apareció un borrón color tierra que me culpaba. Una chica se apresuró a recogerlo, murmurando para sí. Observé entonces un gran número de cuadros como aquél desplegados sobre varios bancos.

– Lo siento. Iba distraído y no… -me disculpé embarulladamente mientras la pintora examinaba el cuadro desde distintos ángulos. No parecía demasiado contrariada. Miraba mi aportación con una gravedad divertida.

– Creo que está mucho mejor así. Resulta más auténtico -comentó para mi sorpresa, asintiendo ligeramente-. En este cuadro había tratado de representar la felicidad que hoy siento, ¿sabes? Y tu huella, entrando por esta esquina, advierte de lo imposible de un concepto como la felicidad completa. Es esa amenaza sin nombre que siempre nos acecha, la que nos corrompe los sueños. Ahora el cuadro está completo.

Yo me había acercado un poco a ella para asistir al prodigio, pero la proximidad me distrajo con la elocuente fragancia de su cabello y me descubrí asintiendo maquinalmente a sus explicaciones mientras la miraba de soslayo. Me llamó la atención la pálida palidez de su piel pálida, como de tomar el sol en la morgue, sin crema protectora alguna, y donde el rojo amanzanado de sus labios resaltaba con brío, un blancor que había decidido acentuar tiñéndose el cabello con ese negro antinatural, fangoriano, que brilla como el caviar. El vestido de tirantes negro que llevaba también formaba parte de la conspiración. Por suerte, las uñas no. Me la imaginé tronchada sobre un violín, arrancándole maullidos que se remontaban hacia un crepúsculo memorable, de ésos que uno nunca sabe qué cielos rondan. La imaginé así, y de ninguna otra forma. Cuando se volvió a mirarme pude comprobar que su atractivo perfil no quedaba, como ocurre con algunas personas, en disonancia con el resto, sino que sus rasgos se compenetraban armoniosamente sobre un rostro de huesos ligeramente puntiagudos que le otorgaba una fragilidad conmovedora. Sus ojos eran de un celeste indeciso que no se atrevía a adentrarse en el azul, y en ellos se recluía una mirada mansa, salvada de la ingenuidad por unos labios de sonrisa maliciosa e impertinente. Era en conjunto pequeña y delgada, de encantos económicos y manejables, una de esas chicas que prometen todo tipo de malabarismos entre las sábanas. ¿Y si…?

– Deja que te invite a una cerveza por el estropicio -probé.

– Ya te he dicho que no es ningún estropicio -aseguró, mostrándome qué clase de sonrisa podían formar sus labios-. Me has salvado el cuadro.

– Pues invítame tú a mí, porque yo no trabajo gratis. Así podremos hablar del talento innato de mis pies.

Ella estudió la oferta. La tarde declinaba, pronto cerrarían el parque, y en casa sólo la esperaba su libro de Boris Vian. La ayudé a recoger los cuadros y, dado que adentrarse con toda aquella carga en un café resultaría de lo más engorroso, sugirió que la acompañara a su estudio. Creía que aún le quedaban cervezas en la nevera.

Le quedaban. Me entregó una y me castigó a disfrutar de los cuadros que atestaban el estudio mientras ella se daba una ducha. Pasé entre ellos sin saber dónde apoyar los ojos para no mancharme. Durante el camino, Blanca me había comentado que a veces lograba engatusar a algún amigo para que se dejara retratar el alma. O bien sus amistades consistían exclusivamente en delincuentes y maniacos depresivos o su arte se me escapaba. Había algún que otro cuadro cuya conjunción de colores resultaba agradable, de la misma manera que puede resultarlo el estampado de una sombrilla, pero la mayoría de ellos me lanzaba a los ojos una paletada de delirio que me dejaba indiferente.

– Son preciosos -dije cuando salió de la ducha, secándose el pelo con una toalla. Se había puesto unos vaqueros y una camiseta lila al menos tres tallas más pequeña, y toda ella olía a jabón y sugería lances tiernos.

– Mentiroso. No los entiendes.

– Es cierto. Para qué negarlo -concedí, encogiéndome de hombros.

Agotado el tema de los cuadros, nos limitamos a mirarnos con cierta gravedad en la mirada, supongo que preguntándonos cada uno por su lado a santo de qué habíamos favorecido aquella situación. En momentos así siempre me ha resultado trabajoso especular sobre el carácter de los pensamientos que se están formando en la cabeza rival, pero con Blanca tenía el presentimiento de que estaba pensando lo mismo que yo. Y lo que yo pensaba era que a raíz del descubrimiento del fuego el hombre no había dejado de complicarse la vida. De manera que tras la rueda, la escritura, la relatividad y demás, habíamos ido a parar a situaciones tan ridículas como aquélla: dos personas acaban de conocerse y se sienten atraídos el uno por el otro, la tarde es fresca y agradable y apetece enormemente encontrarse con la cálida suavidad de otro cuerpo y dejarse llevar sin preguntar hacia dónde; y sin embargo, era necesario seguir conversando un rato más para diferenciarnos un poco de los animales y justificar el polvo venidero. Ya no estaba permitido entregarse a la sabiduría de los sentidos y resolver aquello de una forma natural.

Blanca se acercó a uno de los ventanales, dándome la espalda, y comenzó a nombrar según la guía de los Pantone los majestuosos colores que la tarde había escogido para morir, que se desplegaban ante ella como la cola de un pavo real. Era aquél un ejercicio que la relajaba. Su voz sonaba tenue, líquida, y parecía adquirir por momentos la cadencia de un poema recitado. La observé abrazarse a sí misma y acariciarse levemente los hombros, una postura que las mujeres deberían tener prohibida, pues las vuelve extremadamente vulnerables y despierta en el hombre sus instintos protectores. ¿Era aquella postura un ofrecimiento? ¿Qué clase de chica era Blanca? Desde que mi pie rectificó su cuadro, todo se había desarrollado con una facilidad pasmosa. La conversación con que amenizamos el camino a casa resultó sorprendentemente fluida, ambos hicimos gala de una complicidad propia de amigos de la infancia. No hubo risas hipócritas ni aristas ni silencios. Habíamos conectado, y rara vez me sucedía aquello con las chicas, pero, ¿qué validez tendrían todos aquellos pensamientos fuera de mi cabeza?

La examiné de arriba abajo, corroborando que su ingravidez no era consecuencia del vestido. Seguía teniendo ese porte frágil y conmovedor de los caballetes sin lienzo. Entre la camiseta y los vaqueros relumbraba una franja de carne blanca y tentadora que me hizo morderme los labios, presa de un dulce estremecimiento.

Bien, confesémoslo: los contados polvos que sazonaban mi existencia habían sido obtenidos utilizando el más estricto protocolo, un par de cines, varios cafés, algún que otro paseo, charlas de apariencia inocua donde dejar claro la catadura ética… Por una vez en la vida quise ahorrarme todo eso, quise demostrarme que no necesitaba palabras, que podía ampararme en mi porte de galgo, en la seducción que el espejo creía ver en mis miradas, en el desangelado rictus que me pasaba por sonrisa. Por una vez en la vida quise apartar a un lado mi habitual cobardía y actuar, ingresar con elegancia en la espiral de sexo rápido y despreocupado de la capital.

Me deshice de la cerveza. Quería las manos libres. Di un paso, luego otro, y otro más, y me fui acercando a ella como un ninja hasta detenerme a su espalda. El corazón me batía el pecho a conciencia. Ella se había callado y se limitaba a supervisar el faenar del ocaso sobre el trocito de río que los espigados edificios permitían ver desde su ventana. Se mecía lentamente, como un sauce sobre mi tumba. Nos vi entonces reflejados sobre una de las hojas de la ventana: su rostro de geisha relajado, los labios entreabiertos, y el mío a su espalda, crispado, los labios arrugados en una mueca nerviosa. Me tomé aquello como una provocación del destino. Aquí estás otra vez, Álex, parecía decirme, ante un muro alto. Vamos, chico, empieza ya a rodearlo. Tragué saliva. Aún podía dar marcha atrás, aún no había pasado la raya. Podía acogerme a la carta de la confianza, desarticular aquella situación con un comentario cualquiera, tratar de ganármela con algún chiste, y posponer el numerito del amante insaciable para más tarde, cuando fuese algo acordado. Pero el orgullo me conminó a acercarme un poco más, situándome al borde de ese feudo de blanduras y aromas en el que sólo penetran los amantes. Y fue también el orgullo el que me obligó a arrastrar los ojos por el señuelo de su cuello, por aquel declive pálido y exquisito espolvoreado de pecas que se hacía hombro sin que se advirtiera frontera alguna. Ella esperaba, tal vez se ofrecía. A la mierda con todo. Iba a saltar el muro aunque me rompiera todos los huesos.

Cerré los ojos, crucé los dedos y entreabrí los labios, y me fui inclinando sobre su cuello lentamente, durante horas, como un filatélico sobre un sello desconocido, hasta que al fin mis labios se toparon con su piel. Y todo se redujo a aquella seda tibia latiendo entre mis labios, una tregua dulce en la cruzada tediosa y frívola de la vida. Me recreé entonces en aquel contacto mórbido, esbocé un mordisco suave, me abandoné a un tartamudeo de besos cortos, olvidando que aquella piel pertenecía a alguien y que todo eso dependía de un convenio mutuo, y sólo entonces fui consciente de que ya había pasado el plazo para el rechazo. Apenas tuve tiempo de celebrarlo. Con un jadeo subterráneo. Blanca arqueó su cabeza hacia atrás, sacudiéndome el rostro con el plumero húmedo y fragante de su cabello. Sentí su cuerpo, alabeado y eléctrico, aflojarse contra el mío, produciendo en mi interior un corrimiento de vísceras. El peso de mis manos solidificó el movimiento líquido de sus caderas y mis dientes se apresuraron a abocetar otra dentellada sobre la aguanieve de su cuello, en ese canibalismo amatorio que tan fielmente representa lo ficticio de toda posesión. Blanca disparó al aire las salvas de nuevos gemidos y mis manos reptaron como tarántulas ebrias por sus costillas hasta pinzar la redondez elástica de sus senos, lo suficientemente enardecidos ya como para que mis dedos pudieran leer en braille a través de la camiseta. Sentir todo su deseo punzando contra mis yemas me obligó a exclamar su nombre entre dientes y Blanca se giró hacia mí como una peonza, dejando que nuestros cuerpos encajasen con una precisión caliente y mareante. Me desabotonó la camisa con habilidad y sentí las locas correrías de su boca por mi pecho, por el cuello y las mejillas, hasta que al fin tropezaron con mis labios en un polen de besos. Su lengua buscó la mía y ambas se enzarzaron en una gresca con sabor a hierbabuena que me soltó una perdigonada de éxtasis entre los muslos. Luego, con la gracia liviana de los gorriones, Blanca se desentendió del suelo pasando sus piernas alrededor de mi cintura. Con ese gesto se ponía en mis manos, literalmente. Busqué la cama -por fuerza debía haber una cama allí-, pero no logré ver nada a través de la selva de lienzos. A mi derecha había una mesa rectangular, atiborrada de materiales de pintura, pero con el ancho requerido, y hacia ella nos condujo la lujuria.

Sin pensárselo dos veces, Blanca despejó la mesa de un brazazo y allí nos tendimos, rabiosos de deseo, deshaciéndonos de los últimos restos de ropa sobre pinceles y acuarelas, entre tarros que se volcaban y tubos de óleo que nos lanzaban serpentinas. Todo se impregnó de un aire de verbena. Mis dedos dejaban estelas azules y granas en la piel acariciada, advirtiéndome de la reiteración, obligándome a improvisar caricias cada vez mas temerarias en zonas cada vez más recónditas, y Blanca gemía con las mejillas saturadas de púrpura y los senos realzados de verde y se expandía entre convulsiones azules y olor a aguarrás. El orgasmo nos sobrecogió con su llegada, haciéndonos reparar en que nos estábamos amando. Esa noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas y sin estribos.

Al acabar, Blanca, que ahora era verde, rojo, naranja y añil, tiró de mí hacia el baño y nos abrazamos en un vals lento y delicuescente bajo la ducha. Debido a que habíamos empezado a amarnos en los últimos tramos de la tarde, el estudio se encontraba a merced de las tinieblas, sin luz alguna que pudiera hacerles frente; sólo la luna con su suspiro plata se empeñaba vanamente en esculpir muebles en la oscuridad. Luego, sin deshacer el abrazo, nos tendimos sobre la cama, porque a pesar de todo allí había una cama, y si sabías hacia dónde mirar y lo hacías con atención, también podías descubrir una mesita con un televisor, un frigorífico y alguna que otra muestra más de civilización camuflada entre las manchas.

Blanca se incorporó ligeramente y me dedicó una mirada sobrecargada de dulzura mientras jugueteaba con mi pelo. Contemplé con calma el fascinante brillo que rielaba en sus pupilas, un relumbre que sugería algún tipo de combustión interior de la que me quise creer causante. No dijo nada. Parecía satisfecha, feliz, amansada por la ducha y el desmañado polvo que habíamos protagonizado sobre una mesa que ya no veía pero que debía de andar por ahí, desconcertada, bendecida. Yo también me encontraba adormecido por una deliciosa felicidad. La cama parecía mecerse como la cesta de Moisés. Sentía el alma desanudada y el cuerpo como relleno de plumas, sin embargo mi mente ya se afanaba en buscarle un sentido a todo aquello. ¿Tendría aquel polvo visos de continuidad? ¿Pertenecía Blanca a esa cofradía de chicas que disfrutaban de su sexualidad cada noche, sin que el corazón se comprometiera nunca? Me odié por ser tan racional. Nada de preguntas, me dije, limítate a estar aquí, a tenerla en tus brazos. Y eso hice. Me limité a posar para aquellos ojos celestes que parecían obra de los serafines y para aquella sonrisa que parecía haber sido encargada al mismísimo Satanás. Blanca apoyó la cabeza sobre mi pecho y mis latidos la acunaron hasta que la batuta del sueño le orquestó la respiración. Cerré los ojos. Al otro lado de la ventana, sólo había mierda. Pero ahora yo me encontraba a este lado de la ventana.

Recé para que no amaneciera, pero amaneció.

Desperté en un colchón derrengado, sin nadie a mi lado. Me alarmé.

– ¿Blanca? -pregunté a los cuadros.

Una voz me dio los buenos días desde algún punto de la habitación. Agucé la mirada y descubrí a Blanca avanzando hacia mí, con un vestido de flores y una enorme carpeta bajo el brazo. Se acercó suave y suavísima, puro espíritu volátil, cascabel de luz. ¿Era yo quien-había retozado con aquella criatura celestial? ¿Había sido mi virilidad la que la había profanado, mi lengua la que la había ensalivado? Me preparé para decirle adiós y salir por la puerta de servicio, discretamente.

– He de llevar unas ilustraciones a una editorial -me dijo, sorprendiendo a mis labios con un beso que sabía a pasta de dientes-. ¿Estarás aquí cuando vuelva?

Aleluya. Estaría allí siempre, aguardando en la cama el clavel temprano de sus labios, revolcándome en tan dulce boca que a gustar convida, juzgando sus dentífricos.

– Sí. Aún tengo muchos cuadros que mejorarte, ¿recuerdas? Será un trabajo que me ocupará mucho tiempo. Puede que toda la vida.

Enseguida me arrepentí de haber añadido aquella última frase. No porque no lo sintiera, sino porque se me antojó demasiado adelantada a su tiempo. Yo y mis malditas ansias de enamorarme de toda mujer con la que follaba. En realidad, no hay tal necesidad, pero me costaba enormemente mantener el corazón distraído de los asuntos que protagonizaban los órganos menos espirituales.

Ella me dio un beso en la mejilla por ser tan buen chico y se marchó. A pesar de que mis palabras parecieron agradarla, creí vislumbrar una sombra de desconfianza en su mirada, una especie de recelo automático, e imaginé largas hileras de amantes huyendo de su casa en su ausencia, sabandijas de la noche que le habían ido encalleciendo el corazón a mentiras. Pero yo no mentía en absoluto. Yo la esperaría, la abrazaría, la besaría, le haría ver que también hay hombres con alma en el mundo, y Blanca ya no tendría que jugar cada noche a la ruleta rusa del amor. Ni yo tampoco.

Miré la hora. Aún no eran las diez. Se imponía un desayuno revitalizador. Me levanté y vagué entre los cuadros en busca del frigorífico que había visto la noche anterior, pero no logré dar con él. Me topé sin embargo, en uno de los recodos de aquel desfiladero de pinturas, con un lienzo en blanco dispuesto sobre un caballete. No pude resistirme. Escribí en una de sus esquinas: Mi alma hoy, 3 de mayo, y embadurné su virginidad de pintura amarilla, sin manchas amenazantes de ningún tipo, pues en aquel momento me encontraba tan dichoso que no hubiera dudado en apostar el alma por la existencia de la felicidad completa, toda amarilla.

Cuando, tres o cuatro horas después, Blanca regresó, cansada y sudorosa, molida como grano por los autobuses, me encontró allí. Y cuando regresó al día siguiente, me encontró también allí, y no sólo porque mi presencia no era requerida con urgencia en ningún otro sitio. Y cuando regresó al día siguiente del día siguiente, volvió a encontrarme allí, hasta que llegó un día en que la abandonó la incertidumbre y por las mañanas, al dejar en mis labios el sabor a menta de su pasta de dientes, ya no incluía ninguna sombra de desconfianza en su mirada.

No nos quedó mas alternativa que enamorarnos sin remisión. El amor se nos echó encima como un perro rabioso, harto de alojarse en corazones angostos e inseguros, cansado de quedar resumido en rosas rojas y bombones de lujo.

Me pareció imposible amar así, de golpe y porrazo, gratuitamente. Ya he referido con anterioridad que desde nuestro encuentro, desde el primer cruce de miradas, desde el primer peloteo de palabras, percibí entre nosotros una conexión especial. Y no me equivocaba. Las semanas siguientes lo certificaron. Fueron días tan maravillosos que creí que no eran míos. Cualquier labor que emprendíamos era un ejercicio untado de vaselina (entiéndase esto como metáfora, no como confesión). Paseábamos por el río, íbamos al cine a las películas mas raras, fingiendo una erudición que luego desmentíamos atiborrándonos de palomitas, visitamos algunas exposiciones, nos emborrachamos juntos, como compinches, y todo ello lo hacíamos sumergidos hasta las cejas en el formol de un amor cómplice y secreto, en una compenetración increíble que llegaba a alcanzar cotas disparatadas cuando yo acababa sus frases y ella empezaba las mías. Pero era sobre todo Blanca, Blanca de día y de noche, Blanca comiéndome a besos sin importarle el sitio, Blanca fustigándose la garganta con cada cucharada de helado, sin el trámite de la boca, como a mí me gustaba hacer, Blanca contándome sus episodios favoritos de Doctor en Alaska, Blanca despistando a los guardias en la penumbrosa pelambre de los jardines, corriendo entre árboles y sollozos de luna, Blanca alegre y maravillosa, Blanca y su lengua persiguiendo el hielo de los Martinis, Blanca y su risa, sonora, argentina, fresca, funambulesca, Blanca mía, Blanca, Blanca…

Existe un dicho muy extendido sobre la atracción de los polos opuestos aplicada al amor que a mí siempre me ha parecido un contrasentido de lo más absurdo, no tanto por la atracción referida como por su contrapartida, es decir, la creencia de que dos personas de gustos idénticos están condenadas a repelerse. Blanca y yo nos reíamos de ello con la mayor irreverencia posible, y desafiábamos aquel supuesto tan idiota abrazándonos con fuerza junto a ventanas abiertas. Y ninguno de los dos salió nunca despedido por una de ellas.

Y hacíamos el amor por la mañana y por la tarde y a media noche; en la cama, donde yo había colocado mi póster de Star Wars a modo de marca para no extraviarme, en la ducha, entre los cuadros, allí donde ordenase una mirada, allí donde se prolongase una caricia, allí donde acabásemos rodando. No como lo hacen el aceite y el vinagre cuando ocupan un mismo vaso, no, lo hacíamos siempre como aquella primera vez, con aquella desesperación por tenernos, por devorarnos, usando siempre el placer como un medio para regatear tanta carne y tocarnos la punta del alma, porque eso era lo que perseguíamos. Y nos dejábamos aniquilar por el orgasmo sintiéndonos naufragos arrastrados por las mismas olas, conducidos a la misma playa, y era tanto el amor que yo lo sentía rebosar de nuestros cuerpos y cabalgar a lomos de la brisa nocturna como un virus, contagiando nuestra ansia a la ciudad entera, incitando a mil manos a recorrer mil cuerpos en una conspiración de colchones y suspiros bajo un cielo acribillado de estrellas.

Luego, ella solía encender un porro y mirábamos la luna a través de las gafas sin graduar de la marihuana. Era entonces cuando nos despegábamos un poco, y flotábamos un rato cada uno por nuestro lado, a solas a pesar de que mi mano no soltaba nunca la suya. Aquellos momentos sin Blanca me aterrorizaban porque en la espumosa soledad de la droga me encontraba con la parte más racional de mi mente, y ésta siempre se empeñaba en refutar la felicidad sin mácula que nos envolvía y acababa por convencerme de que aquello era demasiado bonito para que durase siempre.

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