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¿Encontraría a la pelirroja? El primer día de mi búsqueda estaba seguro de ello, parecía lo más lógico dentro de tanto absurdo. Debido a la inviabilidad de erigir sobre la mesa de la cocina una Giralda a escala con unas manos tan inútiles y una paciencia tan reducida como las mías, había descubierto, al buscar otras alternativas para matar el tiempo, que el destino no sólo se había limitado a situar a la pelirroja al fondo de las fotos de Artemisa, Blanca y Coral, sino que había ido mucho más allá. Había sobrepasado los límites de la decencia, se había extralimitado en su cometido, por así decirlo.

Dado que el comienzo de mi nueva vida estaba próximo decidí realizar una especie de excursión nostálgica por lo vivido hasta la fecha. Tomé el álbum de fotos y me repantigué en el sofá, dispuesto a pasar la tarde envuelto en el sopor de los recuerdos irreparables. Abrir un álbum de fotos no sólo supone aceptar el guante del tiempo, sino también el sinsentido de la vida, asistir con resignación a un desfile de momentos arbitrarios e inconsecuentes donde se vislumbra con aterradora facilidad lo inconexo de nuestros actos, cómo nos llevamos la contraria de una foto a otra, poniendo de relevancia la escasa coherencia que tendrá el resultado final. Nada hacía prever que cinco minutos después de abrirlo me encontraría corriendo por las calles de Sevilla como una exhalación, a lo Harrison Ford en El fugitivo.

El álbum era una vergonzosa muestra de mi evolución, de la de la moda y el mundo: las fotos iban desde mi más tierna infancia -un terrón de vida incivilizada en el universo celeste de los niños- hasta tres o cuatro meses antes, ya que las últimas fotos eran una crónica adocenada de un camping que Coral y yo habíamos realizado en Semana Santa -sonrisitas a cámara, montañas y risibles escenificaciones de un espíritu aventurero que no teníamos- y que la propia Coral había añadido al álbum al descubrir que contaba con algunas páginas vacías. La pretendida excursión nostálgica no tardó en convertirse en un exhaustivo reconocimiento del fondo de todas las fotos: excepto en las de interior -y salvo en las que había ventanas o puertas entornadas-, la chica pelirroja se encontraba en todas y cada una de ellas, viviendo a mi espalda, creciendo conmigo, dejándose ridiculizar por los designios de la moda, pasando de niña a mujer a una velocidad sorprendente, presa como yo de una nueva articulación del tiempo. La pelirroja me seguía allí donde yo iba, salía del servicio del mismo bar donde yo me tomaba una cerveza con Julio, desmontaba su tienda cuando Coral y yo montábamos la nuestra, se disfrazaba de bruja cuando yo me disfrazaba de algo que ahora no lograba deducir, era feliz con un globo cuando yo lloraba por un barquillo, me embestía por detrás en los coches locos. Éramos dos líneas paralelas, dos ciegos que se buscan en una habitación oscura, éramos los hijos bastardos del destino, los protegidos de un azar miope y achacoso.

Supe entonces que la pelirroja era la eterna sombra borrosa que habitaba en el rabillo de mis ojos y que aquella representación no podía tener otra conclusión que el encuentro, que nada habría más natural que echar a andar por una calle y dar una vuelta brusca y descubrirla allí, sonriendo sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual de nuestras vidas. Comprenderíamos enseguida, yo en sus ojos y ella en los míos, que nos habíamos encontrado y después que nos habíamos estado buscando, y que nada nos quedaba por hacer en esta vida más que avanzar el uno hacia el otro y cruzarnos al fin en la secante de un beso. Entonces la humanidad dejaría de oír ese zumbido lejano e indescifrable que arañaba sus noches y el silencio sería realmente silencio porque ya no habría ninguna pieza suelta en la maquinaria del universo.

Y es que un encuentro resultaba tremendamente más lógico que jugar aquel riesgoso escondite por la ciudad y la vida. Era difícil de creer que no llegásemos a vernos nunca, que si, por ejemplo, un olvido en casa me hacía volver rápidamente sobre mis pasos, ella decidiera, en ese preciso momento y no antes ni después, doblar una esquina movida por una urgencia súbita, quizá un olvido en casa, escabulléndoseme de la mirada. No podía ser real aquella forma tan eficiente de esquivarnos. Y sin embargo, lo era. Lo es. Mis primeros paseos acabaron por convertirse en una carrera ansiosa por las calles de la ciudad. Yo cambiaba de acera de forma espasmódica, corregía mi dirección de improviso, alarmando a los transeúntes, cruzaba los semáforos en el último segundo, tomaba autobuses de los cuales me apeaba antes de arrancar, y fracasaba una y otra vez. Fracasaba de tal manera y era tanta mi frustración que llegué a pensar que la pelirroja estaba tratando de buscarme también y que debido a eso no nos encontrábamos, que me bastaba con quedarme quieto en mitad de una calle para que ella me divisase, para pensar luego, al comprobar que nada ocurría, que ella acababa de elegir aquel preciso momento para probar lo mismo. En aquella desesperación loca aborté mil fotografías, me reflejé en mil lunas, en mil escaparates, estampe mi afligida imagen en mil espejos para llegar a casa siempre de vacío, con la amarga certeza de que en el momento en que yo, cabizbajo y desolado, regresaba hacia el piso, la pelirroja vendría caminando detrás de mí, y que como sucede con las palomas de los parques, un giro brusco la espantaría.

Al que sí que vi durante mis desaforados paseos fue a Javi. Si pasaba junto a un bar, allí estaba Javi tras la barra, sirviendo cañas y pinchos; si pasaba junto a una copistería, allí estaba Javi, fotocopiando apuntes y documentos; si pasaba junto a una iglesia, allí estaba Javi, mendigando en su puerta con un cartelito que decía: No me ignore usted también; si pasaba junto a un quiosco de prensa, allí estaba Javi, entre revistas y periódicos que le traían a él en portada. Luego, una vez en casa, me bastaba con encender la tele para encontrarme con su irónica sonrisa en cualquier sitio: si se trataba de algún concurso, Javi concursaba en él, si era un programa musical, su videoclip era el más esperado, si se trataba de las noticias, Javi acababa apareciendo por algún sitio, como portavoz de un grupo ecologista recién fundado o plantando cara a la policía en alguna manifestación desbocada. Su voz sonaba por la radio defendiendo todo cuanto podía defenderse, protestando cuanto se podía protestar, confesando cuanto no podía confesarse en las impías horas de la medianoche. Y yo era el único culpable de todo eso. Habían sido mis palabras las que le habían arrastrado a aquel pluriempleo descabellado, a aquellas actividades incesantes con que intentaba demostrarme que existía, que tenía una existencia rica y heterogénea, que tenía vida, como tú y como yo, muchísima más incluso.

Ya no sabía con qué carta quedarme: estaba bloqueado. Javi estaba por todos lados, la pelirroja no aparecía por ninguno, La Muerte seguía a lo suyo, la maldita pluma seguía insistiendo en ser una pluma… Trataba de no pensar, pero cuando pensaba, pensaba que Coral era un producto de mi mente, que no tenía existencia, y que en un arrebato de celos o algo por el estilo había tratado de conseguirla mediante un plan piojoso encaminado a confundirme, a hacerme aceptar como verdadero todo cuanto no lo era y como falso todo lo verdadero. Y lo había conseguido: me había hecho repudiar a mi mejor amigo, había abolido a las sirenas y a los ángeles e incluso la espontaneidad de la nieve, había trastocado mi relación con Blanca… Me había, en definitiva, obligado a enloquecer, a inducirme una locura voluntaria que me estaba arrebatando todo cuanto amaba en esta vida, todo cuanto me gustaba de ella…

La llegada del certificado puso fin a aquel suplicio. Apareció un buen día en mi buzón, tres o cuatro después de lo que había esperado. Pero no importaba: el resultado sí era el esperado. Desgarré el sobre y confirmé mi intuición: aprobado. Lancé un grito de júbilo y fui a buscar la pluma. Y la encontré. La miré durante un buen rato, alternando el odio con la más dolorosa impotencia. A la mierda, dije. Daba igual que la pluma siguiese siendo una pluma, daba igual que Javi siguiera paseándose por ahí, lo único que importaba era el certificado. Allí, en letras bien grandes, firmada por tres o cuatro tíos, amoratada de sellos oficiales, estaba mi salvación, la llave para acceder al corazón de Coral.

A eso de las nueve me duché, me puse la chaqueta, doble la notificación en cuatro y me la metí en un bolsillo. En el otro guardé la pluma, sin saber muy bien por qué, sólo sabía que me parecía prudente tenerla siempre a mano, como una especie de talismán. Luego cogí todos mis ahorros y los añadí al lote: iba a hacerle pasar a Coral la mejor noche de su vida. El mundo era un bonito sitio para vivir. Ni siquiera me importó tener que bajar por las escaleras. Ni siquiera me afectó que al llegar abajo alguien saliese del ascensor como si nada. Ni siquiera puse mala cara cuando al preguntar cuándo lo habían arreglado, el vecino me miró con curiosidad y respondió que hacía ya casi un año. Nada iba a mancillar aquella felicidad tan amarillamente amarilla.

Al salir del portal me paré en seco. Justo enfrente, en un recodo de la acera, había un fotomatón. Un fotomatón corriente y moliente, un fotomatón recién instalado, un fotomatón que había derrocado, impávido, al vendedor de cupones, benévolo monarca de aquel tramo de calle, un fotomatón reluciente bajo la luz mutilada de la tarde, un fotomatón que parecía estar aguardando solícito a su primer cliente. Al principio no supe por qué su visión había logrado paralizarme en mitad de la acera, pero lentamente el encapotado cielo de mi mente se fue despejando, y entonces supe la razón de aquella repentina fascinación por los fotomatones. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Me había pasado los últimos tres o cuatro días pateándome la ciudad en busca de la desconocida que poblaba los fondos de mis fotos y no había reparado en lo más evidente, en la manera más obvia de propiciar nuestro anhelado encuentro. Que el fotomatón apareciera justamente hoy, justamente allí, no era más que el desesperado intento de mi destino por paliar mi ineptitud, una especie de piadosa concesión a mi atrofiado intelecto. No cabía la menor duda: si yo requería los servicios del fotomatón ahora, la pelirroja, que en aquel instante debía pulular por los alrededores, decidiría ocuparlo en el momento del flash. El encuentro, al fin, iba a producirse.

Pero, ¿y Coral? En aquel momento, su recuerdo no me provocó más que un infinito cansancio. Se me antojó terriblemente complicada ante la inminente llegada de la pelirroja, aquella chica que se adivinaba diáfana y llevadera. Abordé el fotomatón sintiendo un inmenso alivio por no tener que enfrentarme a Coral con aquel aprobado fraudulento. Estaba seguro de que habría acabado por poner algún reparo. Coral era así, para quererla uno debía odiarse a sí mismo. Y por mucha madurez que asegurase el papel, el pasado siempre estaría allí, bien a mano. No, no quería nada de eso. Prefería sin ninguna duda aquella chica de cabello grana para la que me había estado preparando con las demás, reconociéndome a través de ellas, afinando mi instrumental, fondeando mi alma, estimando mis límites para concluir resuelto en sus brazos, en su boca, en sus ojos, trabajados también por la vida, esta vida mísera y despiadada contra la que nuestro amor nos inmunizaría.

Corrí la cortina lleno de excitación, respiré hondo, ofrecí al espejito mi mejor sonrisa y dejé caer las monedas requeridas por la ranura. El tiempo cedido por la máquina al acicalamiento del cliente me pareció eterno. Al fin, el flash me estampó en la cara su tarta de claridad y, en la penumbra ulterior, saturada de fosfenos, constaté dolorosamente que nadie había alterado mi soledad. Ninguna pelirroja había descorrido la cortina por error. Tras un momento de confusión, decidí probar de nuevo. Volví a mostrar la misma sonrisa al espejo y volví a recibir el disparo del flash sin que nadie irrumpiera en la cabina. Tardé unos segundos más en alimentar la ranura la siguiente vez. Y el resultado fue el mismo. ¿Dónde estaba la pelirroja…? Eché nuevas monedas. Recibí nuevos disparos, se fueron sucediendo los minutos, se fue erosionando mi sonrisa.

La noche se acomodó sobre la ciudad con esa exasperación con que se sientan los ancianos, las niñas bonitas se enfundaron los vestidos de sus Nancys, los niños guapos inflaron sus carteras de preservativos, y el resto se echó a la calle para verlos amarse y desamarse en la vorágine de la noche, atentos a las sobras, mientras en un fotomatón de una calle lejana yo me arruinaba esperando a una pelirroja sospechosamente impuntual. Brillaban las estrellas en el betún del cielo y en los ojos de los afortunados, se vaciaban copas y se catalogaban cuerpos y el pastel de la noche se iba repartiendo tan desproporcionadamente como siempre mientras en una calle oscura y silenciosa, un fotomatón dejaba escapar cada cierto tiempo un tintineo de monedas, un resplandor y un lamento. La noche perecía, la vida se centrifugaba en las discotecas y en los rincones más oscuros se completaban biografías mientras un fotomatón insomne, como una rueca anfetamínica, derramaba ristras de fotos sobre la acera, fotos y más fotos donde una expresión evolucionaba, atravesando desordenadamente los más diversos estratos del ánimo humano. Y retrocedía la noche como las aguas de un mar contaminado, dejando sobre la orilla los deseos de los insatisfechos y los remordimientos del alcohol mientras en el interior de un fotomatón noctámbulo la verdad cristalizaba en un espejo, en un rostro inmóvil, sellado por una expresión definitiva, por unos ojos febriles de anhelos, de horrores, por una boca crispada de avidez, de fuga, y antes de poder apartarme, aquel espejo me arrastró hacia otro espejo, tiró de mí a través del tiempo y el espacio, en dirección opuesta a la que se vive, a un espejo del pasado, de ropero, de cuerpo entero, al cual encomendé mi imagen una única vez y al cual regresaba ahora para buscarla.

Era el espejo del cuarto de mis padres. El único de cuerpo entero que había en toda la casa. El único al que pude recurrir aquella tarde extraviada en la memoria, cuando Wenceslao se marchó para siempre y mi madre dijo que se iba para madurar y luego se limitó a mirar por la ventana, aquella tarde en que no supe encontrar la pregunta exacta, en que no supe salvarme de otra forma más que como lo hice.

Recuerdo que subí las escaleras hacia mi cuarto con la cabeza apelotonada de sensaciones, de conjeturas, de desconcierto, de vértigo. Supe de repente que ese mareo que me embargaba no era otra cosa que el resultado de los esfuerzos de mi mente por salir a flote, por alcanzar un sentido, el sentido que por derecho debía tener la vida y el sentido que por naturaleza no tiene. Nada era como debía ser; la vida, de pronto, había despreciado su cauce y había tomado un desvío inesperado, una dirección errónea que todos aceptaban, incluso el propio Wenceslao.

Me sentí de pronto terriblemente desamparado, expuesto a una realidad compleja y hostil donde no servían ya ninguna de las señales que yo había usado para orientarme. ¿Qué significaba madurar, aquello que debía hacer Wenceslao? ¿Vestir como papá los domingos por la mañana, dejar de sonreír, dejar de hurgarse la nariz en misa, deshacerse de su espada, de sí mismo? ¿Significaba eso que Wenceslao era algo defectuoso, algo que debía corregirse? ¿Era mi padre, tan absurdo, tan equivocado, lo correcto? ¿Significaba madurar no ser piloto estelar y trabajar en un banco odioso, dormir a pierna suelta en el sofá y pasarse la tarde de los domingos maldiciendo ante los resultados futbolísticos?

Acudí a aquel espejo con un ansia desmedida de saber, de comprender, de obtener el nombre exacto de las cosas. Recurrí a aquel azogue para leer en mí reflejo aquello que no tenía fuerzas para decirme, para mirarme desde fuera, para saber qué era yo, qué la vida y qué el resultado de unir ambas cosas. Y vi en el espejo un niño con una espada de luz y una gorra de Star Wars, una imagen incorrecta, equivocada de pies a cabeza. Comprendí entonces que yo habitaba un mundo que pronto dejaría de tener validez, un mundo que tarde o temprano debería abandonar para ingresar en el mundo de papá y mamá y los trajes color café, un mundo que se adivinaba horrendo, absurdo, que estaba tan lleno de otras cosas que no había sitio para las películas de Star Wars, ni para los cómics, ni para nada que no fuese práctico y razonable. Un mundo que no quería.

Comprendí ante aquella imagen que ahora sabía eventual, autorizada no sabía por qué extraña piedad de mamá, que sólo podía hacer dos cosas: repudiarme o aceptarme. Y elegí. En aquella tibia penumbra que reinaba en el cuarto de mis padres, vislumbré las distintas formas de enfrentar el futuro y elegí.

Aquel huracán atronador había desenterrado del lecho de mi mente un racimo de imágenes que yo había ido ocultando nada más recibir, evitando el dolor de mirarlas: todas las veces que Wenceslao se había quitado su gorra de Star Wars ante las chicas de la playa, aquellos días en que parecía ausente de nuestros duelos, que ya no quería que se produjesen más que en la parte trasera del jardín de su casa… Wenceslao, como Vader, se había dejado seducir por el reverso tenebroso del mundo, había aceptado lo inevitable sin una sola queja. A mí no me cogerían tan fácilmente.

Subí a la cama de mis padres, alcé la espada de Wenceslao por encima de mi cabeza con ambas manos, cerré los ojos y mascullé una larga lista de promesas: renuncié a crecer, repudié el mundo de los adultos, aseguré que nunca haría conmigo lo que había hecho con Wenceslao, convoqué a los ángeles y las sirenas, a la fantasía y la imaginación, a todo el poder de los niños para que penetrara en mi cuerpo como un espíritu protector y no me dejara nunca. Con un gesto denodadamente épico, hinqué luego la espada en el colchón -más o menos a la altura de la entrepierna de papá- y arrojé al espejo una mirada desencajada, donde convivía el miedo más atroz con el deseo más poderoso. Unos ojos supervivientes, una expresión obcecada, una mirada suplicante que perdí hace años en el espejo de mis padres y encuentro hoy en el espejo de un fotomatón sonámbulo. Una mirada atada a una promesa. Una promesa atada a una persona.

Deseé abandonar la cabina de inmediato, de repente sus angostas dimensiones me asfixiaban. Y era inútil seguir esperando a la pelirroja, ¿no? Sabía que no vendría. La pelirroja como tal ni siquiera existía. La desconocida de mis fotos era a un tiempo muchas y ninguna. Había una pelirroja distinta en cada instantánea, en algunas de ellas ni siquiera podía afirmarse que la chica que aparecía al fondo fuese pelirroja; en otras era simplemente un bulto difuso a lo lejos, un codo anónimo, una sombra que podía ser la de cualquiera… La pelirroja en cuestión, la pelirroja de mi corazón, mi pelirroja, era una invención de mi mente. Sí, un producto de mi imaginación, otro más. Y aquello sólo era el principio. El principio de un etcétera largo y aterrador que la negación de la pelirroja había comenzado a desgranar sobre mí, un disparatado desfile de fantasmas que Javi encabezaba alegremente, vestido de gorila y agitando un banderín grotesco.

Descorrí la cortina y salí, trémulo, aturdido, a la luz del alba, al mundo de los mayores. Como balas de heno, un millón de fotos mías tamaño carnet se agolpaban en torno a la cabina. Me abrí paso entre ellas tambaleándome, como si hubiese recibido un navajazo en las entrañas, hasta alcanzar la farola más cercana, a la que tuve que asirme para no desplomarme. El descubrimiento de aquella promesa lejana, bajo cuyos efectos había estado viviendo casi quince años, me había sumido en una especie de estado de shock. Aquello explicaba muchas cosas, demasiadas. Aquello lo explicaba todo. Explicaba por qué me había negado a ver las continuaciones de Star Wars a pesar de que me moría por hacerlo, explicaba por qué ninguna chica me duraba demasiado, explicaba por qué mi padre había desistido casi enseguida de inculcarme su doctrina de la vida a pesar de ser su único hijo, figurándose que para conducir mi crecimiento se necesitaba la habilidad propia de un cuidador de bonsais. Explicaba tantas y tantas cosas, muchas más de las que en aquel momento quería entender. No quería parecer apocalíptico, pero aquello era el fin del mundo tal y como lo conocía…

Coral había dado en el clavo: en el mundo no existían las sirenas ni los ángeles y La Muerte vivía dentro de nosotros esperando el momento de salirnos por los ojos y Javi no era otra cosa que el revulsivo contra una infancia demasiado solitaria. El mundo de verdad, el mundo auténtico era tal y como yo había reconocido el día de mi examen, y era un mundo desolador e injusto, lleno de trabas indispensables, lleno de dolor, un dolor del que ninguna anguila psicodélica me rescataría. Y si yo veía algo diferente a eso, tenía un enorme problema.

Coral se había aproximado bastante a la verdad, después de todo. El enemigo se encontraba en mi propia cabeza, tal y como me había advertido la noche de su regreso, una especie de emisor de interferencias alojado en mi cráneo que no sólo no nos dejaba amarnos, sino que había demostrado que podía tener consecuencias terribles. Sin embargo, yo no podía pararlo. Yo, a pesar de no estar loco, era incapaz de verlo. Para llevar a cabo su misión de la forma más eficiente posible, aquel mecanismo, nacido de una temeraria promesa infantil, se había visto obligado a refugiarse en algún recóndito doblez de mi cerebro, desde el cual había ido emitiendo su influjo con absoluta inmunidad, distorsionando mis percepciones sin yo saberlo, siguiendo una lejana e irrevocable orden que yo mismo le había dado para prevenir los golpes que me depararía el futuro, una especie de póliza psíquica que no recordaba haber firmado.

Ahora, el episodio de la pelirroja había puesto de manifiesto la compleja maquinaria al completo, ésa que yo había estado tratando de desactivar desde dentro, como un infiltrado, sin demasiado éxito. Había usado su propio poder de distorsión para transmutar unas oposiciones cualesquiera -como había transmutado a Sara en Sariel, la marcha de Wenceslao en Javi, mi primer bosquejo del amor, blanco y casto, en una sirena asexuada llamada Leia, el vino en sangre y el pan en verbo- en unas ficticias convocatorias a la madurez, donde conseguir un aprobado, única forma de detener el artefacto. Un plan, como se había visto, de lo más desastroso. El certificado había resultado insolvente. El mundo que yo veía continuaba siendo, usando las palabras de Coral, una rudimentaria Disneylandia. Había sido un encomiable intento por mi parte, una bonita forma de sacrificio amoroso, pero condenado de antemano, algo parecido a combatir el tifus con el bacilo de Koch.

Una vez desvelada la máquina culpable, había resultado sin embargo de lo más fácil apretar el botón de apagado. Podía decirse que, al aceptar que ninguna desconocida de pelo rojo irrumpiría nunca en el fotomatón, le había dado sin querer con el codo. Y las interferencias desaparecieron abruptamente, mostrándome el mundo tal cual era, sin tapujos, en toda su crudeza. Había tenido lugar ante mis ojos un efecto similar al que se produce en una de esas transparencias de anatomía insertadas en las enciclopedias, cuando se retiran las sucesivas capas de órganos y sistemas, desabrigando la figura, prescindiendo de la frivolidad de la piel, hurtándole el hígado, los pulmones, el bazo, arrebatándole todo cuanto encubre la ineludible verdad de los huesos.

Aunque me sentía exhausto, eché a andar, impelido hacia los adoquines por la catarsis, como si el movimiento de mis pies evitase que mi mente desfalleciera. Caminé sin rumbo, olvidando que me encontraba enfrente de casa, dejando a mi ensimismamiento la elección de las calles. El cielo parecía un cristal ahumado. Debían de ser las seis y media o así, esa hora en la que cualquier persona que recorriera las calles sería inevitablemente considerada sospechosa de algo. A mí me venía de perlas aquel desierto momentáneo, en el que mis evoluciones de borracho apenas desconcertaban a algún que otro gato errabundo.

Resultaba realmente curioso que hubiese remontado quince años con aquella discapacidad -no sabía cómo llamarla- sin recibir más que pequeñas amonestaciones por parte de mis padres y allegados. Quizá ésa había sido la causa de la deserción de Artemisa, incluso también la causa de su vuelta, al comprobar que el abominable parásito de mi mente podía incitarme a ejecutar ante los atónitos ojos de todos empresas de indudable valía romántica. ¿Y Blanca, mi querida pintora? Blanca me había amado precisamente por eso, supongo, por estar maldito para el mundo. ¿Acaso no había en toda ella, en su rabiosa forma de vivir y pintar, un rechazo de la realidad, una pugna diaria por traducirla a su modo que no era más que otra variante de mi enfermedad? Sí, Blanca había tenido la suerte -o la desgracia, dada mi aborrecible actuación- de toparse en vida con el hombre de sus sueños, un hombre que no pasaba de ser el sueño de un niño. ¿Y si no hubiese huido de ella?, me pregunté. ¿Y si hubiera tenido el valor de plantarme en aquella carta y no pedir ninguna más? No lograba emitir ningún pronóstico sobre nuestra posible relación. Tal vez hubiésemos perecido aplastados por un mundo que no entendíamos, que no toleraba alternativas personales. O tal vez hubiésemos sobrevivido juntos, generando con cada coito sobre los tubos de óleo una poderosa fuerza centrípeta capaz de desgarrar la realidad y hacernos caer de bruces en un mundo perdido, habitado por setas cabezonas y ciempiés con mostachos de general. Esta última posibilidad se me antojaba menos factible, sobre todo porque yo no disponía de ningún talento artístico que me permitiera seguirla a ella sin actuar de lastre. Mejor volaba sola… Y por fin, Coral. Había tenido que ser ella la encargada de pararme los pies. Coral, mi dulce cabecita cuadriculada, aferrada a su razón como a un crucifijo, creyendo que una mente lógica implicaba una vida lógica, una realidad sin estridencias, donde todo era medible, seguro, exacto, donde nada ocurría porque sí. Yo representaba todo cuanto ella detestaba, todo cuanto había tenido que dejar atrás -¿de ahí ese largo año de convivencia?-, yo era el absurdo, lo indemostrable, la anarquía, el caos, el cubismo, un cerebro del revés, un trabalenguas con dislexia. Se fue a Barcelona para decidir si abandonarme o cambiarme. Y había acabado haciendo las dos cosas.

Y sin embargo, a pesar de su dedicación, todo el mérito se lo llevaba la pelirroja, que no era más que un fantasma. Pero, ¿era eso cierto? ¿No había sido Coral después de todo quien me había impelido hacia el fotomatón? ¿No había sido mi temor a enfrentarme a ella, a prestarme a su inevitable inspección con el corazón anubarrado de culpabilidad, a reanudar una relación que se adivinaba complicada en extremo, lo que me había hecho consagrarme a la búsqueda de la pelirroja? Además, ¿qué le hubiese costado a mi mente, experta en crear sirenas de la nada, concederme también una pelirroja? De alguna manera, Coral, con aquel discurso tan oportuno, había desencadenado un movimiento sísmico en el interior de mi cabeza. Me imaginaba mi corteza cerebral sometida a corrimientos casi telúricos, elaborando conexiones inimaginables de las que yo mismo quedaba excluido. Los designios del subconsciente son inescrutables, admití.

Pero no importaba qué oscuras estratagemas hubiesen empleado las dos caras de mi cerebro, la sana y la infectada, por la posesión de mi cabeza. Lo único que importaba era que el resultado de aquel batallar feroz, de aquellas intrigas palaciegas surgidas gracias a un fotomatón inoportuno en cuyo espejo se había clavado una mirada igual de inoportuna que remitía a ciertos recuerdos traspapelados de mi infancia, había sido positivo. Todo había acabado: ahora mi percepción del mundo era correcta. Veía lo que había, ni más ni menos… Y a pesar de que el nuevo mundo se me antojaba terriblemente insípido y tosco, un cuchitril angosto y frío donde estábamos todos apretados, mirándonos las caras, soñando quizá con una calefacción central que nos alegrara la existencia, mientras contemplábamos con envidia cómo algunos se calentaban con cerillas baratas o mecheros de lujo, me sentí feliz de tener la oportunidad de enfrentarlo, de jugar al Gran juego de la Vida sin cartas en la manga, de buscar la libertad que aguardaba tras sus inevitables trabas, contento sobre todo de saber que si las cosas se volvían demasiado complicadas cualquier día, podía recurrir a algún antídoto de fabricación casera, pero esta vez por propia voluntad.

¿Qué habrá sido de Wenceslao?, me pregunté al enfilar por Menéndez Pelayo. A estas alturas de la vida, Wenceslao debía rondar los treinta y pocos y podía ser cualquier cosa. ¿Seguiría en Madrid? ¿Se habría casado? Imposible saberlo. Era extraño lo que sentía hacia él ahora, después de tanto tiempo. Aunque sin ser consciente de ello, Wenceslao había hecho conmigo algo terrible: como aquellos cabrones del siglo XVII que fabricaban bufones para los reyes y sultanes mediante el horrible procedimiento de encerrar a niños en jarrones, bloqueando así su desarrollo, reconduciéndolos hacia la monstruosidad requerida para la hilaridad de la corte; Wenceslao había obstruido mi crecimiento. Había utilizado métodos más sutiles, de acuerdo, pero con resultados muy similares. No me atrevía a emparentarme con monstruos de barraca, pero sí había debido resultarles a las personas de mi entorno una criatura bastante exótica.

De todas formas no le guardaba ningún rencor, no lograba ver su presencia en mi vida como perniciosa por más que me empeñase. Yo también había tenido mi parte de culpa. Ambos habíamos estado a merced de las circunstancias. Las cosas pasan porque tienen que pasar. De nada sirve lamentarse. Era mejor aceptar todo lo sucedido como necesario. Mejor, como imprescindible.

Los jardines de Murillo se encontraban minados de vasos de plástico y botellas variadas, sobras de nocturnidad juvenil que sumadas a aquel silencio lácteo y a aquellos balbuceos lumínicos otorgaron una inquietante atmósfera onírica a mi espontánea peregrinación. Allí, escasas horas antes, se había comercializado con sueños, ilusiones, pastillas y sexo, como un mercadillo ambulante y oscuro que ahora esperaba agazapado en algún sitio el regreso de las tinieblas para volver a montar sus irresistibles tenderetes. Crucé por entre todo ello como un resto más olvidado por la noche, como un fantasma o un apestado. La caminata parecía estar sentándome bien. Mis pies habían perdido aquella premura inicial, aquel carácter de huida, y adquirido cierto aire de paseo. Mi mente tampoco se parecía ya a aquel desbocado congreso de pensamientos homicidas, se asemejaba ahora al escritorio de un abogado o un médico, un paisaje ordenado y pulcro, donde cada asunto esperaba en su lugar correspondiente de la mesa el momento de ser tratado. Era un pensar algo lento pero seguro, tonificantemente lúcido. Consulté el cielo, que empezaba a llenarse de los primeros cuajarones de luz. El amanecer era inminente. Decidí, ya que iba ser testigo de él, escoger el lugar con delectación de gourmet. El puente de San Telmo me pareció el sitio más adecuado y reconduje mis pasos hacia el río.

Mi errática trayectoria concluyó sin incidencias unos diez minutos después en una de las balaustradas del puente anteriormente mencionado. Había llegado justo a tiempo: la noche pendía de un hilo, las sombras vacilaban como la ceniza de los cigarrillos, y una de las pocas cosas hermosas que podían verse gratuitamente en este mundo iba a ocurrir de un momento a otro ante mis ojos. Introduje la mano en el bolsillo de mi chaqueta y extraje un pendiente de cristal verde en forma de lágrima, bastante hortera para mi gusto. Repasé sus contornos con afecto. Me alegraba de verlo. Estoy en el mundo adecuado, pensé con nostalgia, y lo arrojé al río. Cayó despaciosamente en un largo arco, destellando en lo posible, y soldó su verde al de las aguas con una rosa de vidrio vista y no vista. Metí la mano luego en el otro bolsillo, intrigado por descubrir cuál había sido el soporte real del certificado de mi amañada madurez. Sonreí al descubrir de qué se trataba. Era una de esas cartas publicitarias del Club del Libro. La abrí y desplegué el folleto de su interior. Anunciaba una nueva edición de El Quijote, obra cumbre de las letras españolas, de lujosa estampación y precio verdaderamente módico. Iba a rasgarlo y tirarlo al río, pero me lo pensé mejor: de pequeño nunca me había interesado aquella voluminosa obra. La historia de un tipo que traducía la realidad a su modo siempre me había resultado un poco tonta, como muy cogida por los pelos. Sin embargo, aquel discutible argumento parecía funcionar estupendamente. Me animé a darle una oportunidad y volví a guardármelo en el bolsillo: empezaba el espectáculo.

Hay cosas que no pueden describirse con palabras, pensé ante aquel cielo parturiento. Sin embargo, aquello no eran más que chorradas, excusas de escritor mediocre. Cualquiera que disponga de una guía de colores Pantone puede precisar con exactitud qué colores tiene este cielo, me dije. Desgraciadamente, yo no suelo llevarla encima.

Estuve un rato plantado allí, hasta que la luz barrió la última viruta de oscuridad, luego decidí continuar el paseo por los aledaños del río, explorando despacio el escenario por donde debía aprender a moverme. Observé desde una prudente distancia el despertar de la ciudad, tratando de que su creciente fragor no me intimidara más de lo aconsejable, de que la obsesiva muchedumbre que asaltaba sus calles no me robara el protagonismo. Ése era mi mundo. Un mundo que no era absurdo ni lógico. Un mundo que, simplemente, era. Dependía de nuestra forma de mirarlo. Si lo miraba yo, el mundo era irremediablemente absurdo. Si lo miraba Coral, el mundo era perfectamente lógico. El mundo lo habíamos hecho nosotros, podía ser lo que nosotros quisiéramos. El único problema era que éramos demasiados, y nunca nos pondríamos de acuerdo en cómo debía ser el mundo. La única alternativa era reservarse un pedacito y tratar de vivir en él en paz, sin molestar a los vecinos, haciendo un hueco para la gente que quieres. Y en aquel momento, de todas las personas que conocía, quería que una en especial viniera a cubrir el primer hueco.

Consulté el reloj: al fin las nueve, esa hora que tan bien representaba el paradigma del hombre moderno, esa hora que le hace esclavo de sí mismo y de sus sueños, el pistoletazo de salida de una convulsa carrera hacia la insatisfacción. Una hora donde ninguna llamada telefónica podía ser tachada de intempestiva.

Me dirigí a la cabina más cercana jugando con la única moneda que me quedaba, tratando de elegir la frase más adecuada para iniciar la conversación, aquella conversación que inauguraría un nuevo capítulo de mi existencia. No había duda, a pesar de que tenía que informarla de muchas cosas, aquella inminente charla no podía comenzar con ninguna otra frase que no fuese: te amo, Coral. Luego quedaríamos para desayunar y le daría más detalles, pero lo primero de todo era encestarle aquello en el oído, no podía ser de otra forma, no quería que fuese de otra forma, luego podría darme un infarto o caerme un rayo, pues sólo restarían palabras superfluas. Descolgué el auricular y eché la moneda por la ranura con la ilusión dibujada en el rostro. Y la cabina se tragó mi moneda, sí, pero no dio llamada. Pulsé todos los botones que encontré en el maldito aparato, primero con la incredulidad de quien no puede aceptar que algo tan inoportuno esté pasando, luego con la rabia inútil de quien comprende que ha pasado y no sabe a quién culpar. Finalmente, miré a mi alrededor y descubrí que estaba usando la cabina que se encontraba entre el quiosco de prensa y el último banco de la larga hilera que bordea el río, la misma cabina que había saboteado con un chicle la noche en que Artemisa me abandonó. Al parecer, algún capullo había vuelto a hacerle lo mismo recientemente.

Colgué el auricular con resignación, vencido por la vida nada más empezar. No era justo. Ofrecí a la cabina una mirada afligida y me fue devuelta una irónica sonrisa de dientes numerados. En una loable muestra de raciocinio decidí, en vez de endosarle la patada que pedía a gritos, estrenar en aquel desagradable acontecimiento mi nueva filosofía. Respiré hondo y me puse a ello. Yo era un joven que acababa de descubrirse inoculado por el sentimiento más noble de la vida, y su mayor deseo era comunicárselo a la afortunada lo más rápido posible, y ya no podría, ya no habría ninguna llamada llena de entusiasmo -dudaba de que tras una caminata de regreso al piso pudiera notificárselo con el mismo brío-, ninguna chica despertaría ya para verse sumergida de buenas a primeras en un tarro de miel, y todo eso por qué. Sencillamente porque alguien, un hijo de puta al que no conocía y que no me conocía, había inutilizado el teléfono introduciendo algo en su interior. Aquel acto cuyos motivos yo no podía dilucidar y que, para mayor hilaridad, había sido ejecutado sin destinatario aparente, en una especie de putada magnánimamente ofrecida al pueblo, me puteaba a mí, repercutía en mi vida, la modificaba, la cambiaba. ¿Por qué, maldita sea?, me pregunté. ¿Por qué un desconocido podía inmiscuirse en mi vida tan impunemente, por qué un cabrón me impedía decirle a Coral que la quería a las nueve, por qué me obligaba a retrasar mi declaración, por qué aquella supremacía insoslayable sobre mi vida? Aquel incidente ponía en evidencia un mundo absurdo en extremo, delirante hasta el abuso, un mundo con el que jamás me reconciliaría… No, no, me dije, el mundo no es absurdo, el mundo es lo que tú quieras que sea. Pues yo quiero que sea lógico, escupí entre dientes. enfrentando la impávida mirada de la cabina. Dame una excusa, puñetera. Dime por qué me has robado mi moneda, mi declaración, mi felicidad… ¡Habla, maldita!

Aquel interrogatorio resultaba de lo más estéril, por no decir párvulo. Traté de serenarme. Expliquemos el suceso coherentemente, convine. ¿Qué había impedido la cabina? La cabina había impedido que yo llamara a Coral para decirle que la quería. Bien, ¿por qué había hecho eso la cabina? ¿Cuáles eran sus oscuros motivos? En un mundo donde imperaba la lógica no podía ser por capricho, tampoco por rencor, ya que el hombre construía cabinas de teléfonos -así como construía frigoríficos, tostadoras, aviones o carreteras- para ayudarnos, no para complicar nuestra existencia. La cabina ha tratado de ayudarme, concluí.

Eso significaba que decirle a Coral que la amaba no parecía lo más acertado. ¿Por qué no?, me dije, ¿qué mal podía hacernos? ¿Acaso no la quería? Claro que la quería, es decir, creía que la quería. ¿Cómo saberlo con certeza? El amor no es algo medible, no es algo definido. Quizá para el mejor amante del mundo mi amor, el amor que yo sentía en aquel momento, fuese tan insignificante que ni siquiera lo considerase digno de tal nombre. También podía darse el caso contrario, por supuesto, tal vez el mayor amor que fuese capaz de dar una persona me resultase a mí terriblemente escaso. El amor era algo que no podía señalarse con el dedo, desde siempre los poetas habían tratado de darle caza sin éxito, los filósofos nunca habían llegado a un acuerdo sobre sus límites. Quizá la cualidad básica del amor sea su condición inaprensible, pensé. Quizá de aquél que asegure estar enamorado sólo pueda asegurarse que no lo está. Algo hacía vibrar las cuerdas de mis entrañas, pero, ¿era amor? Es más, ¿era amor por Coral? Quizá el amor sea algo innato al hombre y el ser querido no tenga más función que la de sensibilizarlo, o puede que recogerlo para que no se desperdicie, para tratar de aprovecharlo en su favor. Quizá cualquier persona cuyo aspecto nos resultara más o menos agradable podría desencadenar todo ese supuesto amor, en caso de que todos lo lleváramos encima, naturalmente. ¿No bastaba acaso un corto paseo por el centro para cruzarse cada quince segundos con alguna preciosidad a la que sólo el miedo al ridículo nos impedía ofrecer nuestro amor eterno? ¿Amaba pues a Coral o amaba la idea de amar? ¿Era el amor un largo río que nunca muere, que sólo cambia de tierras, de labios?

Todas aquellas dudas eran sólo para descubrir si en realidad la amaba. Luego, si lo lograba y el resultado era positivo, me esperaban algunas más: ¿era mi amor uno de esos amores trágicos que soportan las mayores adversidades e inevitablemente desembocan en el suicidio? ¿Era uno de esos amores terrenales que se sustentan sobre el contacto carnal, la amaría de no poder tocarla, de contar tan sólo con la sensualidad de su mente? ¿La amaría si ella no me correspondiese, como aman los tímidos desde el último pupitre de la clase? ¿La amaba acaso con la velada intención de integrarme en la armonía del universo? ¿La amaba para desbaratar la posible eclosión en mi interior de tendencias homosexuales? ¿La amaba por ella misma, por sus cualidades y valores, o por lo que ella y yo pudiéramos formar, por la felicidad que pudiera depararme amarla?

Agité la cabeza, mareado. De todo aquello sólo podía sacarse una conclusión: si me acogía al avieso concepto que del amor tenía el hombre, nunca sabría si la amaba. Pero no valía escudarse en eso. Para ser sincero con ella y conmigo mismo, yo debía formarme mi propia idea del amor, lo que yo creía que debía ser el amor. Luego bastaría contrastar mis sentimientos con esa idea. Obtendría entonces la respuesta más aproximada que podía obtener jamás, la única que a la larga realmente importaba. El problema era que inventar mi propio baremo para medir el amor me llevaría una eternidad. Parecía infinitamente más tentador el sistema de ir indagando de cama en cama, felizmente amparado por una ignorancia de lo más conveniente.

Decidí simplificar un poco las cosas. Miré el teléfono y pensé: ¿y si no la llamo? ¿Y si no la llamo ni ahora ni más tarde, ni mañana, ni la semana que viene? ¿Y si no la llamo durante el resto de mi vida? ¿Qué podía pasarme? ¿Qué me ocurriría? Así, de entrada, no se me ocurría nada. Me sentiría un poco solo los primeros días, nada que no pudiese solucionarse con volver al ruedo de la noche, con pavonearme un poco por el Insomnio, halagar algunos ojos y aflojar la cartera con alevosía. La vida seguiría su curso inexorable. Descubrí que lo que sentía por ella no era amor, era demasiada poca cosa para ser amor. Ni siquiera el calvario al que Artemisa me sometió con su huida podía asegurar la existencia de amor en mi corazón. Aquella conducta mía se me antojaba ahora viciada por los clichés y los tópicos, algo así como una reacción conductista.

Resumiendo: había estado a punto de decirle a una chica a la que no quería que la quería.

Me encogí de hombros. ¿Ya está?, me dije, ¿así de sencillo? Parecía que sí. Acababa de ahorrarle a Coral y a mí mismo una relación fallida, y todo por un chicle. Sin embargo, no parecía en absoluto lógico que un vándalo atascacabinas supiera interpretar mis sentimientos mejor que yo mismo. Era tan absurdo que me obligaba a desdeñar todas las reflexiones anteriores y empezar de nuevo desde el principio, desde la desaparición de la moneda. Como no tenía intención de hacerlo, me obligué a creer que aquel chicle salvarrelaciones lo había puesto yo, que era el mismo chicle de hacía dos años. Era absurdo, lo sé, pero era la única forma de que el mundo pareciera lógico.

– Oiga, ¿piensa telefonear o no? -protestó alguien a mi espalda.

Le miré sin entender.

– ¿Va a usar el puñetero teléfono o no? -insistió.

Era un hombrecillo enchaquetado y tripón, uno de esos tipos que recorren las calles con un maletín y una estridente corbata de diseño como si la ciudad les perteneciera, cuando son ellos los que pertenecen a la ciudad. Era un ganador, rufianesco y torvo, convencido de que el mundo era incapaz de negarle nada. ¿Y quién era yo para llevarle la contraria?

– No -dije, cediéndole la cabina con una sonrisa de lo más cortés-. Llame usted.

Abandoné los aledaños del río, oyéndole maldecir a mi espalda, e ingresé de lleno en la vorágine de la mañana. El cielo lucía un azul luminoso y placentero, y no pude más que corresponderle con una sonrisa indómita. Me sentía rabioso por empezar, enormemente intrigado por mi futuro, que ahora más que nunca dependía de mí. De alguna manera, no efectuar la llamada me había hecho libre, un hombre sin pasado. Atrás quedaban muchas cosas, muchos aciertos y errores, muchos besos, muchas calamidades, casi veintiséis años de vida que ahora me costaba reconocer como míos. Había muchas cosas que recriminar. Me dolía en el fondo reconocer que yo había tenido algún parentesco con aquella hilera de yoes que, cogidos de la mano como esos monigotes de papel, formaban mi existencia. He sido tantos otros hasta concluir en éste, pensé, y tampoco éste será el definitivo, también de éste me tocará renegar. La transición permanente es el estado más noble del hombre.

Coral se apartaba de mi vida para vivir la suya y me asignaba un horizonte inmenso y misterioso donde todo era posible. Artemisa, Blanca, Coral… Aún me quedaba todo un abecedario de desconocidas en las que continuar buscándome, persiguiéndome, ordenándome, tal vez, ¿por qué no?, entendiéndome. Esperaba tan sólo no tener que aguardar hasta la z. El único nombre con z que me sonaba era Zenobia, y era hindú, y, a pesar de que como he dicho antes podía pasarme cualquier cosa, un viaje a la India tal vez fuera la excepción de la regla. O tal vez no. ¿Me esperaba en ese dobladillo del cielo que es el horizonte una desconocida que respondía por ese nombre? ¿Habría en alguna parte alguna chica llamada Zenobia esperando a que yo me cruzase en su camino? Podía ser. Lo mejor de todo era que no lo sabía y eso me mantendría vivo. La vida, como el alba, tiene la estructura de la promesa.

Respiré hondo aquel aire ultrajado por el aroma agrio de mis prójimos y me despedí de lo vivido, de aquella etapa conclusa de mi vida que se desprendía de mí como una hoja tocada por el otoño, una etapa absurda que ahora, sometida por la perspectiva, alcanzaba cierta apariencia lógica, una etapa que si se estudiaba con detenimiento lo mismo tenía sentido, una etapa que incluso podría escribir algún día.

Si no fuera porque otro ya la estaba escribiendo por mí.

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