13

Decidido: primero me suicidaría y luego comería algo, no fuese a morir de inanición. Me subí a la silla y me despojé del cinturón. Lo preparé a modo de soga mortuoria, me lo pasé alrededor del cuello, comprobando que quedaba lo suficientemente holgado para no producirme moretones, y até su extremo a un brazo de la lámpara de la cocina. Luego dejé escapar el tradicional suspiro de resignación hacia la vida y adelanté un paso hacia la muerte. La lámpara, sorprendida por mi peso, volvió a descolgarse y ambos nos dimos de bruces contra el suelo. Sonido de huesos y cristal.

Me levanté con cuidado de no cortarme con los afilados añicos a que habían quedado reducidas las bombillas y me serví del pie para disimular el estropicio bajo la mesa. Me sondeé interiormente: nada; es decir, todo. Todo seguía allí. Un nubarrón oscuro y mísero como un quiste del alma. Me encogí de hombros, abatido. La rutina había acabado por robarle a aquel acto todo el contenido terapéutico de los primeros intentos. Recordé con nostalgia aquellos amagos de suicidio de mi adolescencia, allá en el pueblo, cuando regresaba del instituto con algún suspenso inesperado o la risa despectiva de alguna chica a la que a partir de ese día prohibiría la entrada en mis sueños. Recordé qué fácil resultaba olvidar que momentos antes había aflojado la lámpara del salón y vivir cada paso del ritual como una verdadera despedida de la vida, y cómo luego, una vez atontado sobre la alfombra, junto a la lámpara hecha pedazos, yo era el primer sorprendido de seguir vivo. Entonces me invadía aquella sensación bienhechora: me asomaba por la ventana, miraba los chalets de enfrente, los campos lejanos, el cielo, y todo, incluso los vecinos que, ocupados en alguna trivialidad, se exponían en aquel momento a mi mirada renovada, absolutamente todo, me inculcaba de repente un apego increíble por la vida. Sí, aquél era el objetivo de tales suicidios amañados, reponer fuerzas, acercarme tanto a la muerte que su fétido aliento me hiciera descubrir que al darme a ella no sólo me liberaría de las odiadas circunstancias que encorsetaban mi vida, sino que también perdería los momentos agradables, escasos y breves, pero que ahora se me revelaban como imprescindibles: el olor que quedaba en el jardín después de la lluvia, las barbacoas familiares, la promesa que había en la sonrisa de aquella chica de la clase de al lado, momentos en los que uno podía llegar a resguardarse y hacer planes de rebelión.

Me convertí en un adicto al suicidio. Sin embargo, cuando mis padres se hartaron de reponer la lámpara del salón -que tendía a desplomarse aproximadamente una vez al mes a pesar de que el encargado de instalarla jurase y perjurase que resistiría el bombardeo de Pearl Harbour- y sortearon el problema adquiriendo una lámpara de pie, me invadió un estado de pánico incontrolable. Decidí entonces confesar, implorarles que volvieran a las lámparas de techo, que necesitaba colgarme de ellas con cierta periodicidad para ver la vida con optimismo, pero fue aún peor. Mis padres cambiaron todas las lámparas de casa por esos malditos apliques tan de moda en aquella época, aplanados y como encogidos contra el techo, sin un miserable saliente donde improvisar un patíbulo casero en momentos de necesidad.

Ahora ya no era lo mismo, sobre todo porque era yo quien debía pagar las bombillas. Lo seguía practicando de vez en cuando, pero ya no sentía ningún efecto. La vida, una vez muerto, seguía pareciéndome la misma mierda. Si al menos quisiera morir, pero, ¿qué podía hacer cuando lo único que quería era no vivir?

El buscar algo que echarme al estómago me abatió aún más. Estos días había descuidado un poco mi abastecimiento. No encontré nada que llevarme a la boca, y deseché la idea de pedir una pizza: no iba a ponérselo tan fácil al maldito repartidor. Lo único salvable de la exposición de fósiles en que se había convertido mi frigorífico era un cartón de leche medio vacío. Dio para un vaso. Me lo serví y lo coloqué sobre la mesa. Luego me dediqué a mirarlo como a una especie de ídolo, debatiéndome si hacer o no una excursión en pos de la caridad vecinal. Me planté ante el espejo del baño y restauré mi aspecto en lo posible. Tras patearme varias plantas, una vecina me reconoció como ese chaval tan raro del ático y se dejó conmover por mi famélico estado. Regresé al apartamento con un paquete de magdalenas.

Me senté ante la mesa, cogí una y la liberé de esa especie de concha de papel que traen. La remojé brevemente en la leche, evitando engorrosos desmoronamientos que me conminaran a rebuscar en la pila del fregadero alguna cuchara de la que no había tenido la precaución de proveerme, abrumado por los tristes días que había pasado y por la perspectiva de otros tan melancólicos por venir, y le propiné uno de esos mordiscos tímidos, casi amatorios, que nos exigen las magdalenas. Pero en el mismo instante que aquella masa esponjosa tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Me invadió un placer delicioso que hizo que las vicisitudes de la vida me resultaran indiferentes, que volvió inofensivos sus desastres e ilusoria su brevedad, que me encaramó de súbito a un podium ficticio; una sensación muy parecida a la repentina y fugaz investidura de poder de las eyaculaciones. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal.

Estudié el dulce. Aquella alegría indescriptible provenía de la magdalena, pero la excedía en mucho, y resultaba difícil de creer que fuese de la misma naturaleza. Di varios bocados más, hasta comprender que la causa de aquella sensación indefinible no estaba en ella, sino en mí, en las abisales profundidades de mi alma. Desentendiéndome de los ruidos del mundo, cerrándome al vacío como un bote de mayonesa, emprendí la caza de aquella impresión fugitiva. La noté revolverse en mi interior, alzarse lenta y trabajosamente, abriéndose paso entre muchos otros residuos sensitivos.

Surgió justo cuando dejé de forcejear contra mi alma y me recliné en la silla, ofreciéndome de nuevo al mundo y sus refinadas torturas. El sabor del dulce me transportó en volandas a las mañanas dominicales de mi infancia cuando, persuadida por ese ritmo lento y como desafinado de los domingos, mi madre decidía desplazar el desayuno a la mesa del jardín, y allí, entre planes de playa y periódicos hojeados sin prisas, a pesar de que nada es ni será ya lo mismo, a pesar de que muchos otros sabores han ido ultrajando su inocencia gustativa, poblaba mi boca el mismo sabor que, porque así lo ha dispuesto la vecina del quinto, ahora vuelve a invadirla. Ver la magdalena no me había recordado nada, quizá porque al contemplarlas continuamente expuestas en los escaparates de las pastelerías habían acabado por disociarse de mi infancia, como yo mismo. Ahora, sin embargo, como si de una insondable chistera se tratase, surgían de mi vaso de leche los días tiernos y negligentes de mi infancia, la pubertad indeseada y el atolondramiento pospubertad, todo aquel tiempo perdido y sin querer encontrado.

Siempre que miraba hacia atrás en el tiempo me sobrevenía la misma sensación de impotencia, un ansia inevitable por rectificar cada desatino cometido que acababa por convertir la remembranza en un acto de puro sadismo. Me veía a mí mismo con una mezcla de afecto y repulsión, golpeado por las circunstancias, patéticamente feliz en los momentos de calma que precedían a las tormentas. Era como desentenderse de lo vivido, como si todo aquello fuese obra de otro y no mía, quizá de algún impostor que tenía por encargo sabotearme la existencia; y lo mas aterrador de todo era que aquel rechazo sistemático de episodios se prolongaba, implacable, hasta el presente, apenas frenando levemente dos o tres años antes de alcanzarme. Me pregunté, horrorizado, si un par de años hacia delante, renegaría de este momento, de este entramado de acciones y pensamientos que yo era ahora y del que creía enorgullecerme. ¿Era eso lo que llamaban encontrarse a sí mismo, ir repudiándose a través de los años, no estar satisfecho nunca con las propias acciones, ni tan siquiera al día siguiente de haberlas realizado, ni siquiera una hora después, un minuto, ni siquiera antes de realizarlas?

Si alguien decidiera, como si de perniciosos libros de caballería se tratase, quemar mi adolescencia en una pira, sólo me tomaría la molestia de salvar tres volúmenes, los correspondientes a los tres veranos consecutivos que pasé en compañía de Luke Skywalker; e incluso del último de ellos, también donaría a las llamas sus capítulos finales.

Siempre recordaré aquellos veranos, desde el 78 al 80, como los más felices de mi vida. Luke Skywalker se llamaba en realidad Wenceslao Flores, era de Vallecas, lo que para mí, impenitente rastreador de mapas, fue siempre una de esas islas mínimas que nadie se molestaba en localizar en ningún océano, y debía ser cuatro o cinco años mayor que yo. A partir del 78, su familia alquiló por julio y agosto el chalet contiguo al mío, sustituyendo a un matrimonio francés cargado de niños ruidosos sobre los que mi padre empezaba a plantearse seriamente la posibilidad de estrenar la escopeta de caza que le había regalado un cliente del banco. De esa forma, mi padre no incurrió en el asesinato y a mí se me permitió probar un poco de eso que llaman las mieles de la felicidad.

A pesar de que no se llamaba así, Wenceslao tenía el mismo pelo rubio y la misma mirada de perplejidad dulce de aquel granjero que soñaba con ser piloto espacial y, si bien su espada de luz distaba muchísimo de la del auténtico caballero jedi, al ver cómo solía enarbolarla con aquellos movimientos elegantes y medidos uno podía creer que realmente la Fuerza le acompañaba. Yo, por supuesto, aún no había osado internarme en el único cine del pueblo, e ignoraba que, mientras a mi alrededor la vida se desgranaba vana y ordenada, en una galaxia muy, muy lejana, las fuerzas del bien y del mal se disputaban el universo. Wenceslao, que había visto la película la semana antes de llegar al pueblo, fue narrándomela con una voz crepitante, partida por el entusiasmo de los recuerdos, a través del enrejado que unía nuestras casas, como en un confesionario. Y luego yo mismo pude comparar las imágenes de mi mente con las verdaderas, que nos iban llegando con exasperante lentitud a través de los cromos. Wenceslao, que tenía un tío americano, no tardó en hacerse con todo el merchandising posible de la película: cómics, gorras, postales, y sobre todo con un par de espadas de luz, las cuales convirtieron el jardín de casa, el verano entero, en una épica y cruenta batalla interestelar.

El verano de 1980, justo cuando se estrenó la continuación de Star Wars, Wenceslao se marchó definitivamente pero me dejó su espada, tal vez como única forma de frenar mis lágrimas, advirtiéndome que en cuestión de días otro jedi vendría a reclamarla. A partir de entonces, al otro lado de mi espada presta, empecé a encontrar los enemigos mas dispares: a veces mi padre, que nunca llegó a entender por qué luchábamos y me lanzaba mandobles desgarbados, pendiente de los resultados del Carrusel; a veces mi sobrina Sandra, que no tardaba en ponerse a lamer su arma con curiosidad; a veces mi abuela, que repelía mis ataques con inaudita destreza sentada en su butaca; por lo general un arbusto que tenía mi altura, a cuyas ramas flexibles solía atar la espada sobrante. Aquello era, naturalmente, de lo más aburrido. Estaba a punto de condenar las espadas al baúl de los recuerdos cuando empecé a notar cómo alguien estudiaba mis lances a través del vallado.

– No es difícil vencerá un arbusto -dijo una tarde, insolente, el espía desconocido cuando yo acababa de propinar el golpe de gracia a mi ficticio contrincante. Era un chaval de mi edad al que no había visto nunca, por lo tanto uno de esos extraños contra los que mi madre me había prevenido, pero un extraño que llevaba una camiseta de Star Wars.

– ¿Quieres probar tú? -pregunté señalando la espada que colgaba del desvencijado arbusto.

– Me llamo Javi -dijo el desconocido saltando la valla.

Era ligeramente más alto que yo, pero casi igual de delgado. Tenía cierto aire de intriga en la mirada y una boca airosa, donde zascandileaba una vinagreta como ensayo del primer pitillo. Se acercó al arbusto y tomó la espada de Wenceslao. La estudió durante unos segundos, maravillado, mientras yo hacía otro tanto con su camiseta. Luego sonrió maliciosamente y me lanzó una estocada que yo detuve a duras penas con la mía. Tras aquel súbito encuentro, las hojas volvieron a separarse, pero Javi y yo quedamos unidos para siempre.

Crecimos a la par, como plagiándonos el uno al otro. Recuerdo aquellos atardeceres en la playa, afanados en adivinarnos los puntos débiles mientras unos metros más allá, como una representación de nuestro futuro, los mayores, acuciados por los primeros picores de la virilidad, descubrían que había algo sumamente agradable en la compañía de las chicas, hasta entonces cruelmente excluidas de sus juegos. Javi y yo, cuando el cansancio nos tronchaba sobre la arena, los observábamos con una curiosidad lúdica, consciente de que pronto agotaríamos la infancia y quedaríamos terriblemente expuestos a la vida. A esa edad, los años son como escultores sedientos de prestigio, y sus cinceles nos atacan con pasión y rabia, sabiendo que será su trabajo el que, salvo algunos retoques insignificantes, perdure en el tiempo. Tanto da la promesa que sugieran nuestros rasgos infantiles, pues una vez caemos en manos de la pubertad, nuestro crecimiento se basa en una continuada improvisación, que sólo parece percibir el ojo experimentado de la abuela. De esa forma nos vamos haciendo, por dentro y por fuera, según nos vayamos rozando con la vida.

Con la llegada de las hormonas, Javi y yo enfundamos la espada y desenvainamos la daga, ansiosos por comprobar si, como decían, era más eficaz en el combate cuerpo a cuerpo.

Javi no tardó en hablarme de sus excelencias. Yo, desgraciadamente, tuve que confiar la mía al herrero para un nuevo temple y quedé rezagado. En los años venideros realizamos todas las locuras pertinentes: nos emborrachamos, nos matamos a pajas, nos bañamos desnudos en la playa, nos dejamos caer por alguna sex shop, fumamos algún que otro porro e hicimos todo eso que desde que el mundo es mundo están obligados a hacer los adolescentes.

Fue por aquel entonces cuando escribí esto en mi diario: Javi es mi mejor único amigo. En la infancia un amigo es alguien con quien jugar. Luego viene la adolescencia con sus imposiciones, y uno puede jugar al fútbol con veintidós tíos y no tener un solo amigo. Yo por lo menos tenía a Javi. Pero de todas formas, aunque charlábamos, nos divertíamos y aburríamos juntos y hacíamos todo eso que hacen los amigos, la nuestra no era una amistad ortodoxa. Era una amistad, por así decirlo, unidireccional.

Mientras Javi sabía de mi vida tanto o más que yo mismo, su vida era un misterio para mí. No era que Javi tuviese uno de esos pasados oscuros de las películas o fuese reservado o parco en palabras, no, Javi era libre. No como podemos serlo tú o yo, sino como sólo pueden serlo algunas personas, esas personas que parecen vivir como de puntillas, como si la vida para ellos no fuese un continuo descubrimiento, sino algo ya sabido hasta sus más mínimos detalles, y por tanto pueden adelantarse a ella, esquivar sus embestidas, saber sin necesidad de probarlo qué frutos son venenosos y cuáles no. Javi, tras zambullirse en la adolescencia, emergió convertido, o mejor dicho terminado, en una de esas personas especiales, que no son conscientes de serlo y objetivamente, supongo, no lo son. Javi era especial ante mis ojos, que eran los ojos de la admiración y son ahora, creo, los ojos de la más saludable de las envidias. Mientras que yo pisé todos, Javi atravesó la adolescencia sin caer en ninguno de sus cepos, ni siquiera se dejó coger por el acné. Nunca me confió sus enamoramientos, sus problemas, su malestar, se limitaba a ejercer de blanco del mío, ofreciéndome su consuelo u opinión siempre, mientras él se mantenía a salvo de tanta miseria, mirando la vida con ojos de entomólogo, instalado al parecer en un domingo perpetuo.

Aquella emancipación de la propia vida se acrecentaba por el hecho de que Javi no asistía a nuestro instituto, sino que cursaba una extraña FP de la que hablaba como de pasada, y no teníamos por tanto amigos comunes ni solíamos frecuentar los mismos sitios. Su casa, debido a que sus padres vivían al borde del divorcio, nunca llegué a pisarla. Bajo tales circunstancias, a Javi no le costaba desaparecer durante semanas enteras de mi vida, y lo hacía. Solía perderse por la sierra durante días, con nada más que él mismo y una mochila escueta. A veces, yo leía en sus velados comentarios alguna aventura fascinante, algún romance salvaje e intenso que nunca cabría en las estrechas dimensiones de mi vida; a veces, sencillamente, desaparecía. Sin embargo, una especie de sexto sentido, un nexo forjado en aquellos lejanos días de la infancia, le hacía regresar a mí en los momentos en que verdaderamente lo necesitaba. No puedo decir por tanto que en aquella época de descubrimientos y conflictos interiores Javi fuese para mí como una luz en la oscuridad, pero sí que fue como un fósforo que yo podía encender cuando la negrura arreciaba.

Los dos decidimos trasladarnos a la ciudad sin consultarnos, con la misma sincronización de la infancia, yo para tratar de someter mi vida a mis designios, Javi para seguir huyendo de los designios de la vida. Por mi parte, elegí un apartamento precario de lámparas y nada más instalarme telefoneé a Julio, un tipo algo plomo que conocía de los veranos, encomendándole la misión de ensanchar mis horizontes pueblerinos. Julio se lo tomó como una especie de reto. La primera noche amanecí en el banco de una plaza, donde recordaba vagamente haberme visto obligado a recalar de madrugada tras varios intentos fallidos de encontrar mi apartamento a través de una espesa niebla etílica. Gracias a las indicaciones del tipo que dormía a mi lado, cubierto por cartones, logré arrastrar mis huesos al lugar adecuado. La segunda noche me llevó al Insomnio, donde me presentó a su amiga Cristina, que estudiaba Derecho y que iba acompañada de un musculitos llamado Ricardo, hermano de Lourdes, que había estado enrollada con un tal César, que estaba escribiendo una novela sobre los esquimales y que ahora parecía que iba en serio con Rosi, cuya prima se llamaba Olga, que solía salir con un tal Berto que a nadie le caía bien pero que había dado cobradas muestras de que la quería al rechazar liarse con Luisa en la fiesta de Paco, quien había estado a punto de morir al estrellar su coche con el de Julián, que sí que había muerto, pero que tenía una vecina llamada Alba que era lesbiana, según decía Lucas, hermano de Sara, que en aquel instante entraba por la puerta acompañada de su amiga Artemisa. Decidí plantarme en aquel rostro simpático, enmarcado de rizos rubios, cansado de seguir desgranando aquel interminable rosario de nombres. Me pregunté, mientras aquella chica y yo iniciábamos una conversación a través del bullicio, qué recóndita fibra de la piel de la noche debía estar acariciando Javi, cuyo nombre vagaba libre, inapresable, lejos de aquellos circuitos complejos por donde circulábamos los demás, conectándonos unos con otros de cualquier forma posible para no quedar sueltos.

Un intenso malestar en la garganta me arrancó de los recuerdos. Tosí un par de veces, medio ahogado. Abstraído en los recuerdos me había atragantado con la maldita magdalena.

Necesité todo el vaso de leche para liberarme del grillete que me aprisionaba la garganta. Arrojé la magdalena sobre las cajas de pizzas vacías amontonadas en un rincón de la cocina, colocadas allí con una provisionalidad que los meses empezaban a desmentir. Sin leche donde remojarlas, las magdalenas son un dulce inútil.

Localicé el sofá en la oscuridad del apartamento -me pregunté vagamente si sería de noche o de día, o si la Tierra seguiría perteneciendo todavía a la raza humana…- y me acosté. No sé exactamente cuánto dormí, si horas o minutos, antes de que Javi me despertara. Sólo recuerdo que soñé con mi primer amor: una sirena.

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