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Durante el descenso de la escalera y posteriormente en el apartamento, fui incapaz de quitarle los ojos de encima. Las alas la desequilibraban, dotándola de un gracioso balanceo. Y estaba claro que el Hombre consideraba muy remota la posibilidad del próximo advenimiento de algún ángel: Sariel tuvo problemas para maniobrar en el hueco de la escalera y tuvo que atravesar de lado la puerta del piso; pero esos contratiempos, en vez de desanimarla, la hacían sonreír con excitación, pues no cesaban de advertirle que se encontraba en un mundo que no era el suyo. La contemplé deambular por el apartamento durante unos minutos, tocándolo todo con esa curiosidad infantil donde convergen la más absoluta reverencia con la más atrevida experimentación. Si uno pasaba por alto la comicidad de las alas, podía dejarse embrujar por sus gestos, porque Sariel tenía ese don especial que sólo algunas mujeres siguen conservando tras la pubertad como un souvenir, esa capacidad exhibicionista de la inocencia que dispensa del ridículo y la trivialidad cualquier cosa que hacen y obliga al espectador de su comportamiento a rebozarlo de una malevolencia incierta, de una intención oculta y quizá perversa.

La dejé absorta en alguna insignificancia y fui por unas cervezas. Estaba sirviendo la segunda de ellas en un vaso cuando me sobresaltó el roce de sus dedos en mi espalda. Al parecer, Sariel también podía ser sigilosa. Detuve el botellín, que quedó horizontalmente apoyado contra el vaso medio lleno, y, sin volverme, seguí las evoluciones de sus dedos por mi espalda. Parecía desconcertada por poder recorrerla en su totalidad, sin tener que luchar contra nada. Su mano ejecutaba largas pasadas por toda ella y yo sentía la dulzura de aquellos dedos, deseando como nunca que perdieran velocidad, que se hicieran caricia. Pero sus manos no rebajaron en ningún momento su obsesivo ritmo de inspección, aunque no tardé en descubrir que producía efectos similares a lo largo de mi persona, especialmente en cierta parte, que no dudó en trazar una especie de paralela desmañada con el botellín que sostenía mi mano. Cuando quedó satisfecha, soltó una risita, y me fue imposible determinar si mi orfandad alada le resultaba atractiva o ridícula.

Le ofrecí una cerveza, todavía azorado por el cacheo. Ella alzó el vaso, examinando su contenido con curiosidad. Probablemente le llamaba la atención su color dorado, tan evocador y bien mirado tan divino.

– Se llama cerveza -informé-. Y no te engañes, es puñeteramente humana.

Se la bebió de un trago y me miró sonriente, buscando mi aprobación. De pronto, se puso seria, como reconcentrada, y estaba empezando a preocuparme cuando me lanzó un eructo a la cara. Si lo que Sariel pretendía era realizar una especie de estudio de campo sobre los humanos, aquél era, indudablemente, un principio inmejorable.

Volvió a merodear por el salón y sólo cuando mi escaso mobiliario dejó de engatusarla se examinó a sí misma en busca de las secuelas de su malogrado aterrizaje. Deduje, ya que no se tomó la molestia de reconocer su parte humana y se dedicó exclusivamente a repasar sus alas, que se había envuelto en éstas para protegerse del golpe. Tal vez, como les ocurría a los avestruces, los ángeles se acrisalaban por instinto ante la adversidad. Parecía lógico, ya que las inmensas alas oponían a la fragilidad del cuerpo una resistencia incuestionable; estaban constituidas de un esqueleto robusto, y eran anchas y fuertes como las de las águilas, con remeras flexibles, ideales para la navegación de las corrientes. No obstante, una de ellas, la izquierda, parecía haber acusado el trompazo. Sariel acarició con sumo afecto la parte magullada, aunque no parecía alarmada. Un par de plumas coberteras se desprendieron de sus acolchadas profundidades y cayeron al suelo con ese balanceo de cuchillo rabioso que tan incongruente resulta en objetos tan delicados.

– Siento haber apagado la señal en el último momento -me excusé-. No fue adrede.

– No tiene importancia -sonrió-. Sólo es un rasguño.

Y como para corroborárselo ella misma, se afirmó en el centro de la habitación y las batió en un aleteo seco y breve, originando una especie de vendaval privado que deshojó con facilidad el temario que se encontraba en la mesita, me echó el pelo hacia atrás en una dolorosa tirantez de motorista e hizo que mi cerveza, en un curiosísimo efecto, saltara del vaso como un salmón acuoso o una tortilla voladora y reventase contra mi rostro, empapándolo por completo. Sin reparar en las consecuencias de ejercitar sus alas en un espacio tan mínimo, se acercó entonces a la ventana, tras la cual la esperaba el legendario mundo de los Hombres. La oí deshacerse en ahes y ohes ante lo que, a juzgar por el refinado aroma que abordó el salón, debía ser el camión de la basura en plena recogida. Me sequé el rostro con un pañuelo, mientras a mi alrededor las fotocopias de las oposiciones buscaban el suelo en un logrado simulacro otoñal. Recé por que estuviesen numeradas. Al rato, Sariel se apartó de la ventana y se acercó a mí corriendo como una colegiala.

– Enséñamelo todo, Alejandro -me pidió, cogiéndome de las manos-. Enséñame tu mundo. Vamos.

– No tan deprisa. Dime primero cómo ha ido la cosa allí arriba. ¿Has tenido algún problema? ¿Sospechan de tu fuga?

– Claro que no -dijo sin mirarme, restándole importancia a mi preocupación con un gesto de cabeza.

Descubrí entonces que los ángeles mienten bastante mal, aún peor que los niños o los maridos infieles. Allí arriba lo sabían todo… Me pregunté, mientras Sariel tiraba de mí hacia la puerta, si aquel acto desataría la tan cacareada Ira de Dios, si la ciudad sería fulminada en breve por una orgía de rayos y truenos o si el Todopoderoso, como un francotirador minucioso, sólo me apuntaría a mí.

Acerté a alcanzar, en mi entusiasta arrastrada hacia las escaleras, las llaves del carro de César, que había tenido el detalle de cederme al irse a Torremolinos y que yo, desde el momento de recibirlas, aún no había juzgado útiles. Volteé las llaves con chulería, tratando de impresionarla. Estuve a punto de perderlas en una alcantarilla. Las recogí y frustré toda ambición circense que pudieran tener condenándolas al bolsillo. Lo cierto era que ahora el coche me venía de perlas. Las alitas de Sariel convertirían en algo más que engorroso tomar un transporte público, siempre tan desahogados y cómodos. Sariel insistía en conocer nuestra doble naturaleza, esa armonía interior donde se conjugan los acordes de las arpas con los exabruptos de una guitarra maldita, quería ver nuestras grandezas y bajezas, la gloria de la civilización y sus trapos sucios; pero aún así, hacerla subir a un autobús me pareció inhumano.

Me llevó algo más de lo esperado dar con el maldito coche, pues ya no recordaba, si es que alguna vez había retenido el dato, dónde lo había aparcado César. Una vez en él, nervioso como un adolescente en su primera cita, sonreí a Sariel y le pregunté dónde quería ir. Me contestó lo que ya esperaba: quería ver de qué éramos capaces. La llevé al Insomnio. Allí se da cita, nadie puede negarlo, lo mejor y lo peor de nosotros mismos, y no gastaríamos tanta gasolina. Durante el trayecto la enseñé a chapurrear tres o cuatro tacos y la invité a que ensayara con algún conductor dominguero.

Huelga decir que nuestra entrada en el Insomnio fue espectacular. Si dejarse ver con una chica espléndida entre sus coetáneas es un sistema infalible para suscitar la intriga en éstas, con un ángel, bueno, un serafín, para ser exactos, es todavía mejor. Sentí, mientras conducía a Sariel hacia una mesa libre y le retiraba caballerosamente la silla, cómo la fauna femenina del local clavaba en mí sus incrédulas pupilas, preguntándose si no se habían equivocado con aquel tal Alejandro, con aquel chico irrelevante que ahora se revelaba como un gourmet del sexo, como un amante tan virtuoso que incluso los órdenes celestiales requerían sus servicios. Yo me dejé escrutar fingiéndome concentrado en nuestra cita, sonriendo a Sariel y haciéndola sonreír, prodigándome durante la charla en caricias afectuosas y cómplices, insinuando una intimidad que aún no teníamos, consciente de que aquello era una jugada maestra, de que a partir de esa noche me bastaría con dejarme caer por el Insomnio para cubrir el cupo de mi cama por varios meses. La hinchada masculina, por su parte, aplastaba a Sariel con sus ojos rapaces y camioneros, con miradas de ésas que desnudan y que debido a que era imposible desnudarla más resultaban de lo más ridículas en su empeño. Les dediqué una sonrisa desdeñosa mientras le acariciaba el cuello o le corregía el cabello rebelde con descaro. Sariel era mía. Si querían una, que probaran con el teléfono…

– ¿Todos los serafines tenéis tu pinta? -le pregunté, una vez Richi, que había saltado aguerridamente la barra para servirnos, se retiraba con una mueca idiota en el rostro.

– No, no. Así sólo me ves tú. Alcé las cejas.

– No entiendo.

– Somos materia neutra -explicó, deslizando su dedo índice por el borde del bloody mary que yo le había sugerido-. Tomamos la idea de belleza que tiene la persona que nos mira. En el Renacimiento, por ejemplo, algunos venecianos…

– ¿Sabes tú entonces cómo yo te veo? -la interrumpí.

– No -sonrió-, pero apostaría a que soy la mujer mas bella que has visto nunca.

– Ya -murmuré, echando un vistazo a la platea-. Como la de todos esos desgraciados.

Me bastó un rápido escrutinio a aquellas sonrisas babeantes para deducir que yo debía encontrarme sentado junto al último desplegable del Playboy, o junto a Pamela Anderson envainada en su bañador rojo, o junto a la vecina del quinto, cuyas bragas debían de caer con frecuencia, como una mariposa torpe y fatigada, sobre los tiestos de alguno de aquellos especímenes, y que Sariel, según se mirase, era una brasileña de sangre caliente, una alemana escultural, puede que incluso una japonesita de bolsillo, si es que por allí había algún adicto al manga. Y también comprendí, con el consecuente rubor, que nunca volvería a comerme una rosca en el Insomnio, pues para aquella congregación de chicas estupefactas yo debía estar haciendo manitas con Tom Cruise o Enrique Iglesias o algún negro de pelo trenzado con un paquete inmenso.

Durante los días siguientes, contagiado por su ávida curiosidad, seducido por el cascabel de su risa, arrobado por la letanía indócil de sus plumas, llené el depósito del coche y procedimos a diseccionar la ciudad: se lo mostré todo en una órbita loca, con ella siempre radiante y arrebatada a mi lado, pegada a la ventanilla para que no se le escapase ningún detalle. Era un placer pisar el acelerador en busca de nuevos hallazgos que transfigurasen su rostro de ángel, incapaz de lidiar con más de una emoción al mismo tiempo. Me hice con una guía de ocio y consumimos largas mañanas en museos y galerías, retozando entre lienzos y esculturas, muestras de que alguno de nosotros acertaba de vez en cuando a sintonizar con la Divinidad; visitamos invernaderos, donde el Hombre corregía la naturaleza, y jardines parcheados de verde en los que el sol se derramaba manso, acaramelado sobre la hierba y los enamorados, y desde las balaustradas de los puentes, observamos el trasiego del río, las arrugas que trazaban las barcazas turísticas y los descosidos que las piraguas producían sobre su jaspeada superficie. Recorrimos los suburbios, sus calles viscosas, crispadas de adolescencia y navajas, olorosas a madriguera; rebuscamos en la oscuridad amoratada de los portales los trémulos cristos de la heroína, con sus brazos huesudos reducidos a hipódromos engañosos y los ojos velados, desprendidos hacia dentro; seguimos a los fastuosos coches de los profanadores de niñas putas de regreso a sus urbanizaciones de lujo, y observamos a alguno de ellos desde las sombras reingresar, aureolados de vicio y mugre, en un hogar aséptico, ocupar su puesto ante la tele y la familia, soportar con desgana al perro y sus festejos cargantes, acariciar, como última obligación del día, el cuerpo rancio de su mujer con las mismas manos con que golpeó horas antes a la puta, justo antes de correrse y limpiarle la sangre de la nariz con un billete de cinco. Apostamos el coche en los juzgados, donde el pecado perdía su complexión próxima y ruin para quedar traducido en un par de datos fríos, límpidos, inocuos sobre un formulario de despacho. Nos difuminamos en pubs y nos solidificamos en las pistas de las discotecas, bajo la lluvia dura y agresiva de sus luces; investigamos los servicios, donde la coca subía a la nariz para fustigar la mente y el amor era distorsionado en sus angostas cabinas, una vibración apresurada de carne y soledad contra la obscena poesía que teñía sus puertas. Nos codeamos con indigentes, ecologistas, timadores, funcionarios, con ludópatas menopáusicas que ya no sabían acariciar más que el frío contorno de las tragaperras, con saltimbanquis y músicos callejeros que un día habían decidido abolir todos los tiempos verbales a excepción del presente. Visitamos los multicentros, las salas de fiesta, las guarderías, la catedral, con su útero de mármol y sus retablos llenos de erratas, donde el Hombre copiaba el Cielo como un estudiante desmemoriado. Y finalmente, visto todo lo que teníamos a mano, la senté ante la tele y le enseñé a manejar el mando a distancia, y allí, las alas desplegadas abarcando la totalidad del sofá, los ojos desorbitados, la boca aterrada, supo el resto; a ritmo de vértigo, el zapping amontonó sin piedad en sus retinas ingenuas coros de niños famélicos y amarronados, océanos emborronados de residuos, ballenas y focas descuartizadas, bosques calcinados, guerras sin sentido, atentados casi rutinarios, polución política, atrocidades y masacres que alguien justificaba desde algún panfleto, niñas violadas, desechadas luego en pozos o zanjas… Y Sariel, entre suspiros y exclamaciones, supo por qué Arriba ya nadie movía un dedo por nosotros.

Pero fue todo ello como un safari inolvidable, como una luna de miel en la que cambiamos las cataratas del Niágara por la miseria social. Al principio yo rehusaba su contacto, esas manos de raso que buscaban anclarse en la mía ante las atroces estampas de la realidad, pero luego mandé al infierno el qué dirán y Sariel y yo no escatimamos esas muestras de afecto a que nos conducía tanta complicidad, tanta aventura, tanta fuga; hubo abrazos por las esquinas, besos que nos insonorizaban contra el fragor de la noche, que nos transformaban en estacas inmóviles, absortas, contra el huracán de la muchedumbre. Hubo tal exhibición de zalamerías que me sorprendió no recibir ninguna misiva del colectivo gay local informándonos de que habíamos sido nombrados miembros honorarios.

Y es que yo era incapaz de ver a Sariel con otro aspecto que no fuera aquel cuerpecillo frágil de senos resbalosos y caderas a medio hacer y aquel rostro hermosísimo, de sonrisa asalvajada e inocente, de ojos terriblemente azules, que no sabían mirar las cosas más que directamente, con la insolencia propia de los niños, ahora coagulados de calamidades; y sobre esa imagen y no otra deslicé mi cuerpo desnudo, en el colofón más apropiado que pude encontrar a nuestra agotadora tesis sobre el alma humana.

– Ahora voy a hacerte el amor -informé al regresar a casa tras una tarde en que habíamos ido a visitar el cementerio.

Ella asintió sin inmutarse y se tendió sobre la cama con las alas recogidas a los costados, abriendo ligeramente las piernas, entregándoseme con la franqueza de un lenguado servido en un plato. Abrochaba sus labios una sonrisa de expectación infantil, sumamente provocadora. Me demoré al desvestirme, exhibiendo mi desahogada espalda, la parte de mí que más le atraía, en una especie de striptease púdico, por no decir idiota. Me aproximé a la cama con una altivez impostada -con alguna que otra excepción-, la que siempre me sobrevenía al quedar desnudo ante el sexo contrario, y me tumbé a su lado con naturalidad, como si me preparase para una siesta o una operación. Estuvimos mirando un rato el techo, en silencio.

– ¿No íbamos a…? -empezó a decir ella.

Su piel era extremadamente suave y resbalosa, como si conservara el rastro de algún linimento aplicado con anterioridad. Mis dedos la recorrieron contenidos, temerosos de dañarla, sintiéndome estrepitoso sobre ella, histriónico en mis jadeos y sudores frente a su réplica tranquila. Adentrarme en ella, entre sus muslos serviles y quebradizos, fue como dejar caer una plomada en un tarro de compota. Me envolvió con sus alas, y sentí la textura firme y cervantina de sus remeras escribiendo sobre mis nalgas. Sariel se dejaba llevar con una sumisión enternecedora por la corriente de mi deseo, un deseo que, debido a aquella forma de abandonarse a mis sacudidas, tan dócil y subalterna, comenzó a espesarse, a oscurecerse en mis entrañas. Traté de asearlo como pude, de reorientarlo. Hasta que, repentinamente, Sariel se volvió belicosa: replegó las alas y clavó sus uñas en mi espalda, recorriéndola de arriba abajo en una tortura dulce; sus besos se amotinaron en mi boca, su lengua acorraló la mía con un apasionamiento súbito y sentí sus incisivos cerrarse sobre mis labios con fuerza, hasta que una hilacha de sangre me corrió por la barbilla. Deduje que aquel despliegue de fogosidad equivalía a un golpe de timón, a deshacernos de la seguridad del rumbo y virar hacia aguas desconocidas. Sus ojos, enardecidos, ansiosos, confirmaron mis sospechas. Sariel ya había conocido aquella faceta del amor en su recámara celestial, sobre las edénicas praderas que debían congestionar la superficie del Cielo; no le interesaba más de lo mismo. Supe lo que quería de mí, algo que tal vez había intentado buscar sin éxito en sus polvos celestiales. Dejé de luchar contra el deseo avieso y desenfocado que me pretendía y lo sentí voltearme el alma, mostrando la otra cara; renací sobre ella prisionero del arrebato más irracional, de la lujuria más tirana. La forcé entonces a posturas casi gimnásticas, absurdas en su composición, y contemplar la mansedumbre con que Sariel se prestaba a aquellos alambicamientos me volvió déspota y a ella esclava, y seguimos hundiéndonos en la podredumbre del sexo, yo guiando, autoritario, desatado, y ella acatando, insoportablemente sumisa. La tomé sin miramientos, con saña, con caricias que le llegaban distorsionadas, crueles; rellené sus castos oídos de obscenidades y mordiscos, y cuanto más se quejaba ella, más me envilecía yo. Su belleza virginal, la inconsciencia de sus músculos, sus gemidos, sus súplicas, todo aquello me irritaba y tiraba de mí hacia la jurisprudencia del dolor. La cópula cobró tintes de ultraje, de violación. Pero no era suficiente: el placer tiene infinitos dobleces y Sariel quería conocerlos todos. Se los fui enseñando uno por uno, aprendiéndolos de paso, mientras la tarde moribunda replegaba su luz y sumía nuestros actos en la oscuridad.

Al acabar ella quiso tejer un abrazo, pero yo me escurrí del lecho como una sombra y me acerqué a la ventana. Me sentía avergonzado, confundido, asqueado; había buceado en los sumideros de mi alma, ahora sabía de lo que era capaz. Me miraba y me descubría lleno de sombras, de abismos, de posibilidades infinitas y espeluznantes. Una vez, hacía ya mucho, el Hombre había mordido una manzana prohibida: éramos capaces de cualquier cosa. Sariel yacía en el lecho, extenuada, vejada, el blanco de su piel surcado de estelas carmesíes, envuelta en la pestilencia de mi orina, el rostro magullado, la sonrisa desbaratada por la creciente hinchazón de los labios, sus oceánicas pupilas reteniendo aún mi monstruosa mueca. Y las alas -sí, también las alas, constaté apenado-, maltrechas y desgarradas, cubiertas de sangre y semen, algunas plumas esparcidas por las sábanas, por el suelo, señalando mi huida. Recordé, en el vértigo extremo del deseo, haberme frotado contra aquellos apéndices sedosos, representantes ineludibles de su condición angelical. Recordé haberlos mordido, zarandeado…

La pureza enajena al hombre, pensé, le rebasa, le agrede. Yo, desde el primer momento de ver a Sariel, de ser testigo de su desnudez ingenua, de la fragilidad de su porte, de su sonrisa sin mácula, noté en mi interior, difuminado por ese sentido de la moral impuesto desde la infancia, el terrible deseo de mancillarla, de lastimarla, de humillarla, sin saber muy bien por qué, pero intuyendo un placer infinito en su ejecución. Un deseo desplazado al lado oscuro del alma en esa especie de acto reflejo, maquinal, que llamamos decencia. Y con qué facilidad había sido liberado; con qué alegría me había entregado a él. Y ahora, el arrepentimiento. El terrible, doloroso arrepentimiento.

Voy hacerte el amor, le había dicho, y sin embargo… Quise darle al Hombre, con aquel acto, el beneficio de la duda. Y no había hecho más que condenarlo.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche, pensé. Regresé al lecho, resguardado por las sombras, y le acaricié el cabello con una ternura que se me antojó falsa, impropia de mí. Sariel se las arregló para sonreírme, satisfecha, como si todavía fuéramos cómplices, ajena a mi dolor. Supuse que para Sariel, el desconcierto en que me había sumido el conocimiento de mi propia naturaleza estaba de más. Ella me veía como Hombre, y lo ocurrido entre las sábanas no era más que algo lógico. Que yo fuera el primer escandalizado por ello debía de resultarle de lo más absurdo. El alma del Hombre, mi alma, era un eterno claroscuro, y eso revestía sus magulladuras, mucho menos dramáticas tras una ducha, de un cierto aire didáctico que las justificaba.

Al día siguiente reanudamos nuestro periplo por la ciudad, ese pozo sin fondo de inmundicia, y el episodio del lecho no tardó en volverse difuso, como si no nos concerniera, como si lo hubiésemos visto en la televisión. En vez de guardarme rencor, Sariel se arrimaba a mí con más fuerza que nunca y me miraba a veces largamente, estudiando mis actos como embrujada, y yo continuaba dando vueltas en mi ruedecita, perdido mi rango de maestro y rebajado al de cobaya. Aun así no volví a ponerle las manos encima. No quería repetir. Esa noche la volví a llevar al Insomnio, y apenas había comenzado a emborracharme, cuando ella se desplomó en medio de la pista.

La llevé a casa. De repente se había vuelto aún más pálida. Sus ojos adquirieron un brillo febril y empezó a murmurar incoherencias. No sabía qué hacer. La tendí en la cama y procedí a cubrirle la frente con paños húmedos. Aquello restableció su conciencia. Se deshizo de mis cuidados de un manotazo, saltó de la cama, tambaleante, y se dirigió al salón. Desplegó sus alas y por un instante, allí, en el centro del desordenado salón, colgada del aire con los brazos extendidos hacia atrás y las piernas juntas, tensas, formando una lanza marfileña, el cabello como un cometa, los senos diluidos en su pose aerodinámica, acariciada por la luz renacentista de la luna, que realzaba cada pluma de sus alas, allí, ya digo, a tres metros de mí pero sobrecogedoramente inalcanzable, fue más hermosa que nunca. Luego se desplomó estrepitosamente sobre el suelo.

– Sariel, ¿qué te ocurre, Sariel? -exclamé, corriendo hacia ella.

Sariel se abrazó a mí con fuerza, como un náufrago a un madero.

– No puedo volar, Alejandro -gimió, llorando contra mi pecho-. Ya no puedo volar.

No supe cómo reaccionar ante la noticia.

– Uriel me lo advirtió -dijo, secándose las lágrimas, sin poder dejar de sollozar.

– ¿Uriel? ¿Qué te advirtió?

– Me dijo que bajar ahora era peligroso, que con el tiempo cada vez éramos menos inmunes… -Me miró, los ojos anegados de lágrimas, que se desplegaban en abanico por sus mejillas sin color-. Estoy envenenada. No puedo volar, no puedo volar…

¿Menos inmune? ¿Envenenada? Como un traductor esforzado, conseguí extraer de la enrevesada madeja de plañidos que, entre temblores y sacudidas de cabeza, desgranaba Sariel la siguiente información: las alas de los ángeles, a pesar de lo que pudiera parecer, no eran más que un adorno inútil, una especie de placebo. Era la inocencia, la radiante pureza de sus almas lo que, como gas de helio, conseguía eximirles del suelo y entregarles a los vientos. Y ahora, como la heroína de una novela cualquiera, Sariel había perdido la inocencia. Había mirado hacia el abismo, y el abismo le había devuelto la mirada. La ponzoña de la sociedad la había pervertido, contaminándole el alma. Todo cuanto yo le había enseñado, todo cuanto le había hecho, había acabado por socavarla por dentro, por inutilizarla, condenándola de por vida a la tierra, a pasar sus días entre nosotros, los alegres pecadores.

La tomé en brazos y la llevé de nuevo al lecho, donde sus gemidos derivaron hacia una especie de letanía de arrepentimiento que me agolpó lágrimas en los ojos. Empecé a dar vueltas a su alrededor, impotente. Todo aquello era culpa mía. ¿Qué podía hacer? Recurrí a un exorcismo desesperado: hice una meticulosa inspección por el apartamento y regresé a su lado dispuesto a paliar la oscuridad intrusa que yo mismo había contribuido a inocularle utilizando el procedimiento inverso. Me senté a la orilla de la cama y me tiré el resto de la noche recitando incansable los poemas de Bécquer. Luego pinché una y otra vez los escasos discos de ópera de que disponía, hasta que el vecino amenazó con llamar a la policía. Mas tarde, sin arriesgarme con la tele, traje el vídeo al dormitorio y le puse el mítico España-Malta. Rematé aquella improvisada muestra de logros humanos contra la carcoma de su alma con el vídeo de Star Wars, que ilustraba mejor que cualquier otra cosa la victoria de la Luz sobre la Oscuridad.

En vano. Sariel se limitaba a atender a mis propuestas en una especie de catatonia. Y yo me derrumbaba, sintiéndome cada vez más verdugo y menos samaritano. Las noches en vela se amontonaban en mis pupilas, rebozándome de cansancio y abatimiento, exiliándome del calendario. Sariel no mejoraba y yo sobrevivía a base de pizzas sin anchoa. Ya ni siquiera me importaba la indiscreción del pizzero; le arrebataba la pizza y me dedicaba a deglutirla en el sofá, abstraído, sin cerrar la puerta, enseñándole mis trapos sucios en una especie de exhibición enfermiza, esperando tal vez que se apiadara de mí e hiciera algo. Nunca se atrevió, por lo que sé, a atravesar el portal, desconfiado como un zorro ante un tramo de hojarasca sospechosamente removida, aunque sí le oí hacer fotos desde el descansillo. Click. Click. Click. Muchas fotos.

Por eso, cuando aquella vez sonó el timbre de la puerta, me limité a abrir sin mirar por la mirilla, esperando encontrarme con la pizza que acababa de pedir. Me encontré, sin embargo, con un tórax descomunal, incómodo de músculos y tendones, con un cuello poderoso, con una mandíbula cuadrada, granítica, y con un par de alas enormes, amenazantes y hermosas a un tiempo.

– ¿Uriel…? -balbucí, retrocediendo un paso.

Uriel atravesó el umbral como un bisonte rabioso, se plantó con un par de zancadas marciales en el centro del salón y estudió sus angostas dimensiones con una mirada hosca. Yo, recordando lo que Sariel me había dicho sobre que el aspecto de los ángeles era responsabilidad exclusiva de quien les miraba, aproveche para desconjurar aquella mole de músculos, aquellas facciones helénicas, sombrías y resueltas, y transformarlo quizá en un tipo enclenque y debilucho que facilitara el inminente intercambio de palabras entre los dos, pero fue inútil. Uriel seguía plantado ante mí, impresionante y sobrecogedor, tal y como me lo había imaginado en el momento en que Sariel lo sacó a colación. El primer diseño era el que contaba. Mierda.

– ¿Dónde la tienes? -preguntó Uriel, sin ni siquiera mirarme.

– No sé de qué me hablas -mentí, sin saber por qué aquel afán de dificultarle las cosas a la única persona que podía ayudarnos. Tal vez por orgullo; probablemente por egoísmo: no quería perderla, no quería quedarme solo. Puede que la culpa fuera de la tele, después de todo, que nos horada el cerebro con sus thrillers baratos.

Ante aquella réplica tan desacertada, Uriel cerró los ojos y agachó la cabeza lentamente, como presa de una jaqueca repentina. El Hombre le decepcionaba una vez más. Quisiera pensar que su siguiente gesto fue el resultado de muchos siglos de paciencia, de muchos momentos de frustración, de mucho odio almacenado, y que el hecho de que me escogiera a mí para descargarlo fue algo del todo casual. Sucedió tan rápido que ni siquiera supe qué era lo que había ocurrido hasta que acabó de suceder. Antes de poder retractarme de aquellas palabras tan desafortunadas, una de sus alas, la izquierda, creo, se me echó encima como una ola inesperada e insalvable. Recibí su impacto y salí despedido por los aires con una facilidad humillante, hasta aterrizar en el sofá, sentado justo en el tramo medio, que siempre había sido mi favorito. Sentí la dura acogida de sus muelles contra mi espalda y parte del rostro entumecido. Me lo ausculte con los dedos, en busca sobre todo de las causas del sabor metálico que humedecía mis labios; la sangre fluía alegremente de mi nariz, probablemente rota. Fue entonces cuando pude reconstruir los hechos: Uriel se había desecho de mí de un furioso y emplumado manotazo y yo había ido a dar con mis huesos en el sofá, en una especie de freudiana regresión al útero. Desde allí, atontado por el golpe, lo contemplé entrar en el dormitorio y emerger casi al instante con una gimoteante Sariel en sus brazos abultados. Cruzó por delante de mí sin ni siquiera mirarme y abandonó el apartamento.

Me incorporé a duras penas e inicié una deshonrosa persecución: sabía de sobra dónde se dirigían. Subí las escaleras hacia la azotea apoyándome en la pared, tambaleante y dolorido, pero llegué demasiado tarde. Sólo alcancé a ver la impresionante silueta de Uriel alzando el vuelo con Sariel adormilada en la acorazada cuna de sus brazos; los contemplé empequeñecer hasta quedar reducidos a un punto confundido entre las estrellas. Luché contra el mareo y la náusea durante unos segundos, envuelto en una lluvia de plumas desprendidas, y luego me desplomé sobre el suelo. Cerré los ojos casi con alivio. La brisa nocturna removía sobre mí las plumas caídas, endulzando mi parsimonioso tránsito hacia la inconsciencia con la ilusión de que Sariel se encontraba todavía a mi lado, sana y hermosa, acariciándome con sus alas.

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