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Me jode ir al Insomnio los sábados por la noche porque está siempre hasta el culo de gente que me pregunta por Artemisa. No hay una puta mesa libre y hace un calor insoportable. Richi, que está currando en la barra, suda como un cerdo. La melena rubia, de día sana y aleonada, como de surfista californiano, desfallece de noche sobre sus ojos turbios, como un alien de trapo que deba apartarse cada dos por tres con sus gestos de maricón antes de que le haga suyo. Nos abrimos paso hasta él, sudorosos y ebrios, por entre la gelatina de cuerpos, buscando siempre los desfiladeros que forman los traseros y escotes más desprendidos y menos vigilados. Los sábados la noche ya no es oscuridad, ni armarios llenos de monstruos horribles, ni insomnio, ni estrellas cursis, ni películas subtituladas en la tele, la noche, en sábado, es un gran galeón sin rumbo en un mar encabritado, una libertad nacida en las entrañas, breve y loca, que teme el insecticida de la alborada, nueve horas para no ser tú, nueve horas sin tiempo donde quemar los recuerdos y cobrar una virginidad momentánea que te impida reconocerte contra un cuerpo tibio, de paso por una boca desconocida, desvalijando un sostén, derramándote abruptamente contra la puerta de cualquier servicio, surcada de confesiones obscenas y demandas disparatadas, oyendo un número de teléfono que no será recordado, y el alcohol, el carburante imprescindible, el antifaz obligado, haciendo que todo ello parezca un sueño, un desvarío, algo terriblemente lógico.

César, novelista que busca la fórmula del best seller, todo huesos y risa tonta, malherido por la bayoneta de la noche, se contonea hasta alcanzar la barra y vuelve con un mini de whisky con Cocacola y tres pajitas rayadas que nos buscan el hígado, y sobre las que nos abalanzamos Julio y yo, deseosos de seguir muriendo con disimulo entre miles de cómplices en esta macroautoinmolacion colectiva que muchos aseguran que es la verdadera vida.

Y de pronto el maldito nombre, la herida que no cicatriza: ¿Artemisa? Está en la sierra. No, de camping no, informo a una tal Sara, larguirucha y dentuda que se me presenta como amiga de la susodicha, está enterrada bajo tierra, desmembrada, ¿por qué parte determinada preguntas? La pájara se larga, indignada, en busca de un macho, de unas manos que le tasen las estrafalarias nalgas y una lengua que haga de pez en la desafortunada pecera de su boca para que cuando expire la noche se sienta con fuerzas para continuar. Julio y César, tentetiesos rellenos de alcohol, se deshacen en carcajadas, me palmean la espalda, dicen no sé qué sobre lo bien que lo llevo, y yo río con ellos, doy un trago del brebaje y vuelvo a reír, siguiendo con esta comedia alienante, con esta farsa hueca, deseando estar en cualquier otro sitio, viendo amanecer en alguna playa perdida y solitaria, desenmascarado de música e incongruencia, esperando a que alguna ola arroje a mis pies una sirena que se enamore de mí y me lleve consigo al fondo del mar, lleno de llaves y corales, donde nunca sea sábado por la noche y para amar no se necesite más herramienta que el corazón.

¿Artemisa? Arte hace la calle en la Alameda; Arte está en el Tíbet, ofreciendo a los monjes una alternativa de nirvana más rápido y grato… Ahora un mini de cerveza, un crepúsculo amortajado en el interior de un enorme vaso, y sé que hay algo más aparte de beber y bailar y hacer muecas, sé que hay algo detrás de todo esto, aunque no pueda verlo ahora. César me aporrea el hombro y me dice que él también es un fanático de la saga de Star Wars y se pone a comentarme su escena favorita y yo pienso en ti, Javi, pienso en que me gustaría cruzar la noche a tu lado, siguiendo tus instrucciones, y miro los rincones con la esperanza de verte bailando con alguna chica, fingiendo ser uno más pero sin que nada de esto te toque más de lo necesario. Enciendo un cigarrillo mientras Solo refugia a Luke entre las calientes vísceras del tauntaun y huyo a la barra con cualquier excusa, y me esfuerzo en pensar en ti, Blanca, porque por muy contradictorio que suene necesito pensar en ti ya que he salido a olvidarte y olvidarte así, sin que medie en ello mi voluntad, no vale; me concentro, intento dibujar tu rostro selenita en este aire pegajoso y entonces aquella chica, la morosa panorámica de su mirada, insinuadoramente lenta al llegar a mí, y la mía, reaccionando por inercia, juguetona y lúbrica, un diálogo de pupilas, una tasación rápida a través del mimbre del humo. Pelo castaño, ojos grandes, verdes, soleados, labios airosos, distorsionados por el carmín; está sentada en una mesa, nuestra mesa, Arte, atrincherada por las amigas, pero su cuerpo se entrevé flexible, amazónico, frutal en los dientes, sabio en la cama. Da una calada de Fortuna y deja escapar un humo blancuzco, que la sabe por dentro mejor que cualquier hombre, nos miramos más, con descaro, con algo que es ansia, curiosidad y noche.

Julio y César se percatan de ello y sueltan los comentarios pertinentes. ¡Polvo a la vista!, grita Julio, experto vigía de la noche; esos labios están hechos para mamarla despacio, tío, aporta César, para transportarte a la cuarta dimensión. Comentarios de ésos que luego, cuando la chica se transforma en algo mas, se recuerdan con incomodidad ante el altar.

Ir a por ella, sí, acercarme, romper el hielo, hacer girar la gran rueda de la noche, escuchar el ruidito familiar de un nuevo brote en el árbol de mi destino. Y entonces darle la espalda y, sin saber por qué, espontáneamente, o quizá obedeciendo un viejo deseo, coger una servilleta y sacar la pluma. Buscar la inspiración y sólo ver las botellas de licor que llenan los estantes tras la barra. Y bajo los ojos entrometidos de Julio y César, con el pulso sinuoso del alcohol, improvisar un poema. Un verso por su pelo, del color del whisky solo, uno por sus labios, por esa sonrisa de anís, otro más por sus ojos, que saben a menta, y el último por nosotros, un brindis con champán por lo felices que seríamos si tuviéramos una oportunidad. Y al final de esa licorería sentimental, una travesura, una cita para mañana a las diez en la Plaza Nueva. Julio y César festejan la ocurrencia y especulan sobre si a cada lado de la bisectriz de mi triángulo púbico cuelga el coraje necesario para rematar tan lograda broma con una entrega en mano. Pero el whisky es una prótesis excelente que suple cualquier deficiencia, y sólo se trata de coger la nota entre los dedos, el índice y el corazón, como un jugador de póquer alzaría el naipe final, el as imposible que hará detonar la bomba que con tanta parsimonia ha ido desplegando sobre el tapete, y avanzar hacia ella con paso seguro, asesino, sin apartar los ojos de los suyos, hacer un quiebro al llegar a la mesa y lanzar el mensaje con estilo, verlo de soslayo describir sus caprichosas piruetas en el aire esponjoso y aterrizar junto a su copa, no ante la de alguna de sus amigas ni en el suelo, librándome así del más humillante ridículo. Abandono el bar sin esperar su reacción, sin quedarme a verla desdoblar el papel y recibir el salpicón de esos versos bebidos, siendo para ella un tipo elegante y excéntrico, un misterioso caballero que promete aventuras mil, o puede que un desgraciado que no sabe ya cómo ligar, cómo hacer más llevadera la tundra de su cama.

Luego los vítores de los amigos, la envidia mal disimulada, el seguir hundiéndonos en las albercas del alcohol antes de que la noche se extinga del todo y el amanecer borre el neón y deje en su lugar un mundo deslucido y lleno de aristas, y en algún momento vernos las caras con el calendario, el dudar entre tachar el número correspondiente o tacharse uno mismo, y después el tacto reparador de la almohada, su perdón de esposa fiel y comprensiva, y el sueño descorchándose al fin, dejándonos apenas tiempo para una última reflexión, un epitafio para tanto despropósito, un minuto para tomar consciencia de lo prescindibles que resultamos en una noche de sábado.

Y al día siguiente la tarifa exigida por el juego de alas con el que tratamos de alcanzar las estrellas: las espantosas punzadas en la cabeza, las piernas de algodón y el estómago, un volcán que ensaya su erupción y te hace merodear cerca del baño. Y hay que ir rellenando el domingo sin hacerse preguntas, sin interrogarse sobre cuánto bebimos anoche o por qué tenemos pintada una cruz en la cara, como el tatuaje de un guerrero maorí poco imaginativo, asumir que en nuestra memoria sólo queda un vacío inmenso donde podría caber un asesinato o un robo o un contacto con extraterrestres, y desayunar alguna cosa, y ver entonces la nota sobre la mesa de la cocina, en un folleto de Mascotas Ruiz: No hay quien te pille en casa últimamente. ¿En qué andas metido?¿Alguna chica? No hagas nada que yo no haría Javi. Y hacerla una bola y arrojarla a un rincón, acercarse al temario que espera a que alguien lo abra en la mesa de la cocina, y la tarde se traduce en una siesta medicinal y un zapping desganado, hasta que la primera sombra nos invita por fin a acostarnos, a declinar toda responsabilidad entre las sábanas y acogernos, con ingenua esperanza, a la conocida consigna de que mañana será otro día, aun sabiendo que sólo lo será en términos técnicos.

Amén.

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