Capítulo 11

Centro comercial de la plaza Nervión, Sevilla. Sábado, 16 de septiembre de 2006,13.15


– No voy a hablar con nadie salvo con Javier -dijo Consuelo sin alzar la voz, pero con un tono tan brusco que todos los hombres le dieron la espalda, como si acabase de desenvainar una espada.

Estaban en el despacho del director del centro comercial de la plaza Nervión, desde el que se veía, a través de las finas persianas venecianas, la ancha calle Luis de Morales. En la habitación hacía frío. El sol era cegador e intenso en el exterior. Franjas blancas de intensa luz, de bordes multicolores, se proyectaban en la pared opuesta como una escalera de mano, en la que había un cuadro de Joan Miró. Consuelo sabía que el cuadro se titulaba Perro ladrando a la luna y, en realidad, representaba un perrito de colores vistosos, una cimitarra de luna blanca y un fondo negro implacable, sólo interrumpido por lo que parecía una vía férrea hacia el olvido. Le revolvía las tripas ver la intención de Miró; mostrar minúsculas formas en vastos espacios vacíos. ¿Dónde estaba Darío? Normalmente constituía una gran presencia en un espacio pequeño, pero ahora Consuelo sólo podía pensar en la indefensión del pequeño en la inmensidad del mundo exterior.

La imagen mental de su hijo venía en oleadas; de pronto se sentía fuerte y enérgica, inspirando respeto en todos los hombres de la sala, y al cabo de un instante tenía la cara entre las manos trémulas, para ocultar su vulnerabilidad y contener las lágrimas.

– Ésta no es la especialidad de Javier -dijo Ramírez, el único que la conocía lo suficiente como para poner algún tipo de objeción.

– Ya sé que no, José Luis -replicó Consuelo, levantando la vista del sofá-. Gracias a Dios. Pero no puedo… no quiero hablar con otra persona. Él me conoce. Puede sacar de mí todo lo necesario. No tenemos que empezar desde cero.

– Deberías hablar con los agentes del Grupo de Menores de la policía -dijo Ramírez-. El GRUME tiene mucha experiencia en casos de desaparición de niños. Y es importante que definamos cuanto antes las posibilidades y probabilidades de lo que pudo haber ocurrido aquí. ¿Es un caso de desaparición o es un secuestro y, en este último caso, cuáles podrían ser los motivos…?

– ¿Secuestro? -dijo Consuelo, alargando el cuello diez centímetros.

– No te alarmes, Consuelo -dijo Ramírez.

– No me alarmo, José Luis. Eres tú el que me alarma.

– Eso es lo que hacen los agentes del GRUME. Analizan el contexto. Evalúan las probabilidades. ¿Te has creado algún enemigo en el trabajo?

– ¿Y quién no?

– ¿Has notado que alguien ronde por tu casa?

Consuelo no respondió. Eso la hizo pensar. ¿Y el tipo del mes de junio pasado? El tipo agitanado que le musitaba obscenidades por la calle, sí, había vuelto a verlo en la plaza del Pumarejo, no muy lejos de su restaurante. Pensó que pretendía violarla en un callejón. Sabía su nombre. Sabía toda clase de cosas. Que su marido había muerto. Y, sí, su hermana, poco después, lo había descrito como el «nuevo vigilante de la piscina» cuando se quedó a cuidar a los niños y lo vio merodeando por los alrededores de la casa.

– Estás pensando, Consuelo.

– Sí.

– ¿Vas a hablar con los agentes del GRUME ahora?

– De acuerdo, hablaré con ellos. Pero en cuanto Javier esté localizable…

– Estamos intentando transmitirle un mensaje ahora -dijo Ramírez, dándole palmaditas en el hombro con una de sus manazas color caoba para tranquilizarla.

La compadecía. Él también tenía hijos. El abismo se había abierto ante él anteriormente y había cambiado su forma de ser.


* * *

Estaban molestos con Falcón. Douglas Hamilton, que estaba a punto de perder la calma habitual, lo azuzaba con ironía. Rodney ya lo había llamado hijo de puta. Falcón sabía por sus clases de inglés que eso era lo peor que le podían decir en Inglaterra, pero para él, que era oriundo del país donde más se insulta del mundo, era como quien oye llover.

Estaban irritados porque el dispositivo de escucha que le habían implantado no funcionó, pero lo que realmente los enfurecía era que Falcón no les contaba nada jugoso de su encuentro con Yacub.

– No nos puedes decir dónde estuvo en las cinco ocasiones que lo perdimos de vista. No nos puedes decir quién lo entrenó. No nos puedes decir por qué su hijo está con él en Londres…

– Eso no lo sé -dijo Falcón, interrumpiendo la retahíla-. No me lo dijo.

– A lo mejor tenemos que matar a ese cabrón -dijo Rodney.

– ¿A quién? -dijo Falcón.

Rodney se encogió de hombros como si diera igual.

– No habrá que llegar a tanto -dijo Hamilton con tranquilidad.

– Se encuentra en una posición muy difícil -dijo Falcón.

– Venga ya, vete al carajo -dijo Rodney.

– Así estamos todos, ¿no? -dijo Hamilton-. Estás hablando con gente que tiene dos mil presuntos terroristas bajo constante vigilancia. ¿No nos puedes dar al menos una pista, Javier?

– Puedo hablaros del empresario turco de Denizli.

– Eso me importa un huevo -dijo Rodney.

– Te escuchamos -dijo Hamilton.

– Han firmado un contrato para el suministro de tela vaquera a su fábrica de Salé -dijo Falcón-. La primera remesa se recibió…

– ¡Vete a tomar por el culo! -dijo Rodney-. Sabes bien en qué anda metido, pero no te da la gana de decírnoslo. El gilipollas del turco nos importa una mierda.

– A lo mejor sabíais que Yacub y el turco tenían una auténtica relación empresarial -dijo Falcón-, y estabais utilizando los leves antecedentes sospechosos para hacer que parecieran más amenazadores.

– Del turco ya estamos informados -dijo Hamilton, levantando una mano para aplacar los ánimos-. ¿Qué más nos puedes decir?

– Yacub no tiene conocimiento de ninguna célula activa del GICM que opere actualmente en el Reino Unido -dijo Falcón-. Eso no significa que no exista, sólo quiere decir que nunca le han pedido que entable contacto con ella, y no ha oído mencionar la existencia de ninguna en sus conversaciones con la rama militar del GICM.

– Genial -dijo Rodney.

– Al menos empieza a ir al grano -dijo Hamilton-. ¿Sabes qué hacía cuando los vigilantes del MI5 lo perdieron de vista?

– No exactamente. Lo único que sé es que es un asunto personal…

– ¿Que requiere espionaje de alto nivel?

– Para mantener la privacidad… sí -respondió Falcón.

– De acuerdo -dijo Hamilton-. Quieres decir que la persona o el grupo con quien se reunió en esas ocasiones no es una célula activa del GICM.

– Puedo confirmarlo -dijo Falcón-. También puedo confirmar que no se trata en modo alguno de enemigos vuestros.

– ¿Entonces por qué cojones no nos puedes decir quiénes eran? -dijo Rodney, cada vez más airado.

– Porque empezaréis a hacer suposiciones -dijo Falcón-. Si os digo una cosa, la juntaréis con otros fragmentos de información sobre Yacub, que a lo mejor no tienen nada que ver. Os formaréis una imagen errónea. Y luego actuaréis en función de vuestros propios intereses y no de los de mi agente, y lo más probable es que pongáis a Yacub y a su hijo en una situación de grave peligro.

– ¿Cuáles son los intereses de Yacub? -preguntó Hamilton.

– Que todas las personas próximas a él salgan vivas… y no necesariamente se cuenta entre ellas.

– No me jodas, y ahora nos viene con la chorrada del chivo expiatorio -dijo Rodney.

– ¿Por qué cree que no le ayudaríamos? -preguntó Hamilton.

– Yacub rechazó los acercamientos del MI6 y de la CIA -dijo Falcón-, porque tenía motivos para pensar que en breve lo considerarían prescindible.

– Quitémonoslo de en medio -dijo Rodney, harto ya de todo-. Así ya no tendremos que preocuparnos más por él.

Falcón estaba esperando este momento. Necesitaba crear una pequeña escena, y Rodney le acababa de dar la oportunidad. Dio tres pasos por la sala, levantó a Rodney de la silla y lo estampó contra la puerta.

– Estás hablando de mi amigo -dijo Falcón, apretando los dientes-. Mi amigo, que ha aportado información vital con considerable riesgo para él, que impidió un atentado contra un edificio señero del centro de la City de Londres, que albergaba a miles de personas. Si quieres que te siga proporcionando más información como ésa, tendrás que ser paciente con él. Yacub, a diferencia de ti, no se dedica a poner en peligro la vida de la gente.

– De acuerdo -dijo Hamilton, agarrando el bíceps tenso de Falcón-. Vamos a tranquilizarnos.

– Entonces aparta de mi vista a este imbécil pendenciero-dijo Falcón.

Rodney sonrió y Falcón se percató de que el tío había estado interpretando un papel todo el tiempo, metiéndose en su piel, intentando provocarle.

Falcón, todavía iracundo, dejó que lo condujesen de nuevo a su silla.

– Sólo danos algo para continuar, Javier -dijo Hamilton-, es lo único que te pedimos.

– De acuerdo -dijo Falcón, a quien Yacub había preparado para este regalito-. Varios servicios secretos, incluido el CNI, estaban preocupados por la aparición de un desconocido en casa de Yacub.

– ¿En Rabat?

– Es ahí donde vive, Rodney.

– ¿Y eso qué cojones tiene que ver con nosotros?

– En ese caso, seguramente no tenemos nada más de que hablar -dijo Falcón, fríamente, preparándose para marchar.

– No le hagas caso -dijo Hamilton-. Háblanos del desconocido.

– Es amigo de la familia. Se llama Mustafá Barakat. Es el propietario de numerosas tiendas turísticas en Fez, que es donde nació en 1959 y donde ha vivido toda su vida.

– ¿Y qué hace en casa de Yacub?

– Está como invitado. No es la primera vez, aunque sí es probablemente la primera desde que los servicios secretos marroquíes y extranjeros se interesan por la vida de Yacub.

– Lo investigaremos -dijo Rodney, como si fuera una amenaza.


* * *

– Va a hablar ahora con vosotros -dijo Ramírez, dirigiéndose a los dos agentes del Grupo de Menores, el GRUME, que estaban de pie en el pasillo delante del despacho del director.

– ¿Qué problema tiene? -preguntó el más joven.

– La policía ya la ha investigado antes -dijo Ramírez-. Por eso la conocemos. Sospechábamos, o mejor dicho yo sospechaba, que había asesinado a su marido, Raúl Jiménez.

– ¿Y Falcón no? -preguntó el inspector jefe Tirado, el agente de mayor edad del GRUME-. ¿Por eso sólo quiere hablar con él?

– Mantienen una relación muy estrecha -dijo Ramírez, y cortó con la mano esa línea de investigación.

– No mató a su marido, ¿verdad? -preguntó nervioso el agente más joven.

– No os desviéis del puto tema -dijo Ramírez, eludiendo su pregunta-. Centraos en el hijo que ha desaparecido, no intentéis ensanchar las cosas demasiado rápido. Concentraos en los hechos inmediatos y luego remontaos hacia atrás… despacio.

– Pero no es así como trabajamos normalmente -dijo el agente más joven.

– Lo sé. Por eso os lo digo -dijo Ramírez-. Si empezáis a ahondar en su vida privada, sus socios de trabajo, su álbum de familia antes de ganaros por completo su confianza, se cerrará en banda hasta que llegue Falcón.

– ¿Y eso cuándo será?

– No lo sé. Hacia las diez o las once de la noche.

– Me dicen que perdió de vista al chaval cuando éste entró en la tienda del Sevilla -dijo Tirado-. Ya sabes que allí no tienen circuito cerrado de televisión. Nos va a ser difícil saber si se perdió o si lo secuestraron. ¿Tienes alguna corazonada de lo que puede haber pasado, José Luis?

– Dudo que el chaval se haya perdido -dijo Ramírez-. Como descubriréis, es una mujer complicada.

– Yo ni siquiera las entiendo cuando son simplonas -dijo el agente más joven, mirando por el pasillo.

Ramírez hizo una breve apelación mental a la Virgen Santa.

– Limitaos a los hechos. Después podéis ir ampliando el campo lentamente -explicó, repitiendo el mantra-. De todos modos, tenemos que esperar a Falcón.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que Falcón está metido en varios fregados al mismo tiempo, y algunos tienen bastante mierda.

Abrieron la puerta. Se oyó la voz de Consuelo en el pasillo.

– ¿Cómo dicen, que no tienen circuito cerrado de televisión? -preguntó-. ¿Por qué no tienen circuito cerrado de televisión? Según tengo entendido, en Inglaterra hay cámaras por todas partes… hasta en las rotondas perdidas en medio de la nada.

– Esto no es Inglaterra -dijo el director, compadeciéndose de ella, pero también esforzándose por calmar su propia irritación, pues se veía obligado a repetirse, dado que Consuelo no retenía gran cosa en su mente.

– Pero tiene que haber algo.

– Buenas tardes, señora Jiménez, soy el inspector jefe Tirado -dijo el agente superior del GRUME al entrar en el despacho-. Somos del Grupo de Menores. Desde luego que podemos hacer muchas cosas. Vamos a inspeccionar todas las grabaciones de todas las cámaras de la plaza Nervión, y eso incluye el circuito cerrado de televisión interno de las tiendas. Como sabe, también hay cámaras en el área central, y es posible que tengamos ángulo suficiente en algunas de ellas para incluir el estadio y la tienda del Sevilla. Ya hay agentes entrevistando a la gente en el interior y en los alrededores de la tienda y el estadio. Espero que averigüemos muy pronto lo que ha ocurrido con su hijo Darío.

Consuelo se levantó y le dio la mano al hombre.


* * *

A las 18.00 Falcón iba camino de Heathrow. Douglas Hamilton le había dicho que procurarían que cogiera el vuelo, pero Falcón no estaba seguro de caerle lo suficientemente bien como para que cumpliera su palabra. A pesar de la agresividad de los dos hombres, Falcón estaba relajado. Yacub le había dicho la verdad. Se habían puesto al día y no le importaba tener que cerrar el paso a algunos con tal de defenderle. Seguía habiendo momentos de pánico cuando pensaba en la implacabilidad del GICM, pero le tranquilizaba la existencia de un importante destacamento de seguridad saudí con Faisal.

Encendió el móvil sin pensar. Empezaron a saltar mensajes y avisos de llamadas perdidas. Entró en la bandeja de entrada. Doce mensajes de Consuelo. Se apoyó en el respaldo del asiento. El Jaguar bordeaba el lado elevado de Great West Road y pasaba por delante de un espacio de edificios de oficinas vacías. Dejó que el cansancio se filtrase en su cuello y en la espalda mientras saboreaba el peso de los mensajes sin leer. Se sonrió, pensando: Javier Falcón, el romántico. Nunca se lo habría creído. Se encogió de hombros y abrió el primer mensaje.

– Darío desaparecido. Ayuda.

Entró en los doce mensajes con la esperanza de que fuera sólo el primer texto de alarma y que al llegar al número doce hubiera recibido una nota de «Darío encontrado. Hasta esta noche». Pero en su lugar ordenó la cadena de acontecimientos y el último mensaje decía: «¿dónde estás? te necesito aquí». Era de las 17.08. Sintió un frío terrible en las entrañas, mientras los pensamientos más feos se removían en el fondo de su mente.


* * *

Ramírez seguía en el pasillo delante del despacho del director, esperando noticias, cuando recibió la llamada de Falcón. Lo puso al corriente, le contó que Consuelo estaba con los agentes del GRUME.

– No llegaré hasta las diez y media de la noche como muy pronto -dijo Falcón-. Déjame que hable con ella… en privado.

– Espera un segundo, Javier.

Mientras escuchaba la extensa conversación ahogada al otro lado de la línea, Falcón intentó pensar en cosas reconfortantes para decírselas a Consuelo, pero sabía que no había palabras de aliento que surtieran efecto en tales situaciones.

– Cristina ha encontrado a una pareja que vive en un edificio de pisos de la avenida de Eduardo Dato. Tienen unas vistas perfectas del estadio y de la tienda -dijo Ramírez-. Vieron a dos hombres vestidos con americanas negras, vaqueros negros y gorras de béisbol con un niño pequeño entre ellos, que llevaba una bufanda del Sevilla Fútbol Club, pero parecía que intentaba zafarse y no estaba contento. Uno de los adultos llevaba una caja. Cuando llegaron a un coche aparcado delante del edificio de la pareja, uno de los adultos se metió en la parte de atrás con el niño. El que llevaba la caja la tiró al suelo, entró en el asiento del conductor y arrancó el coche. Lograron ver que era un Fiat Punto rojo con una matrícula antigua de Sevilla. Cristina ha recuperado la caja, que contenía unas botas de fútbol recién compradas en la tienda Décimas.

– Dale la noticia y las botas de fútbol a Consuelo y los agentes del GRUME -dijo Falcón-, y pásame con Cristina.

Ferrera se puso al teléfono.

– ¿Has ido a ver a Marisa? -preguntó Falcón.

– Sí, esta mañana, justo después de que te marchases.

– Cada vez que he ido a ver a Marisa, he recibido después una llamada amenazadora.

– Y crees que han llevado la amenaza un paso más allá.

– Sé que sí -dijo Falcón-. Fui a ver a Marisa ayer por la noche y recibí una llamada justo antes de reunirme con Consuelo para cenar, hacia las doce y diez. La voz me dijo que iba a ocurrir algo y que cuando sucediera yo sabría que era culpa mía y lo reconocería. Esta gente me conoce. Conocen mis vulnerabilidades. Los mismos que coaccionan a Marisa han secuestrado a Darío. Es el siguiente paso lógico.

Falcón hablaba con ella con su típico estilo comedido, pero por primera vez en los cuatro años que llevaba trabajando con él, ella captaba cierto temblor en su voz, lo que le indicaba que tenía miedo. Sabía que Falcón estaba muy unido al chico. Siempre le estaba haciendo preguntas sobre cómo era su hijo a los ocho años; qué cosas le interesaban, qué le gustaba hacer. Su jefe estaba aprendiendo a ser padre, y ahora acababan de hacerle daño donde más le dolía.

– Iré a ver a Marisa otra vez -dijo Ferrera.

– ¿Qué tal la encontraste la última vez?

– Estaba nerviosa. Había bebido mucho ron. Empezaba a abrirse y a contarme cosas cuando recibió una llamada. Entonces se derrumbó y se deshizo de mí en cuanto pudo.

– Vete a verla ahora, Cristina -dijo-. Lo antes posible. Vuelve a presionarla. Dile que han secuestrado a un niño. Juega con sus emociones. Consigue que… sufra. Haz lo que tengas que hacer.

– Lo haré. No te preocupes -dijo-. ¿Y los agentes del GRUME? Técnicamente, la investigación es suya. Nosotros sólo estamos implicados porque Consuelo llamó a Ramírez cuando intentaba localizarte.

– Nosotros ya hemos iniciado una línea de investigación con Marisa Moreno. Es sospechosa de conspiración en un caso de asesinato. El GRUME obviamente tendrá que estar informado de lo que hagamos, pero vas a perder un tiempo muy valioso si los tienes que poner al corriente ahora. Así que vete a ver a Marisa y yo explicaré tu posición al GRUME. Ahora pásame con Consuelo mientras Ramírez habla con el GRUME sobre lo que averiguamos gracias a la pareja de la avenida de Eduardo Dato -dijo Falcón-. Has hecho muy buen trabajo en muy poco tiempo, Cristina.

Ferrera llamó a Consuelo para que saliese al pasillo vacío y le pasó el teléfono.

– ¿Dónde estás? -dijo Consuelo, pegándose el teléfono a la mejilla.

– No te lo puedo decir. No es un asunto policial y no puedo comentarlo con nadie. Lo único que te puedo decir es que tengo que regresar en avión y que voy camino del aeropuerto. Estaré contigo antes de las doce de la noche.

– Cristina ha encontrado a unos testigos que vieron a dos personas llevándose a Darío. He visto las botas de fútbol. Son las que acababa de comprarle -dijo ella, con la emoción constriñéndole la garganta, expulsando las palabras con dificultad-. Se llevaban a Darío, Javier.

Consuelo no estaba preparada para esto. Ahora que estaba hablando con él, perdió todas las capacidades que la convertían en una persona tan formidable para gestionar los negocios, para llevar una vida tan complicada, y hacían que la gente se fascinase en presencia de su personalidad. Se sentía en el mismo estado en que se encontraba cuando llegó a la consulta de Alicia Aguado; la niñita perdida, la adolescente atormentada, la adulta fracasada, la mujer madura al borde de la locura.

Falcón, después de esa pequeña conversación logística, hizo un alto inesperado ante su insoportable sentido de culpa. Emergió en su pecho toda la negrura y frialdad del horror que sintió al leer sus mensajes. Consuelo recurría a él en busca de ayuda, alivio, soluciones. Y lo único que él podía pensar era en la causa de su terrible apuro. Percibía la desesperación de Consuelo, su necesidad de derretirse en él, pero, habiendo deseado eso más que nada en el mundo esa misma mañana, ahora se daba cuenta de que era insoluble para la sustancia de Consuelo.

– Esto es lo que tienes que hacer -dijo Falcón, que sólo podía recurrir al profesional que había en él-. Tiene que haber secuencias grabadas por la televisión de circuito cerrado donde aparezcan las dos personas…

– El circuito cerrado de la plaza Nervión no llega tan lejos.

– Esas dos personas habrán tenido que entrar en el centro comercial para encontrarte. Te habrán mirado algún tiempo antes de encontrar la oportunidad. Tienes que revisar todas las secuencias disponibles y encontrarlos. Luego, cuando los encuentres, tienes que pensar dónde los has visto antes, porque, Consuelo, esas dos personas han estado en algún lugar de tu vida. Puede que hayan estado en la periferia de tu existencia, pero han estado ahí. Nadie puede hacer lo que acaban de hacer ellos sin planificación, sin haberte observado a ti y a Darío durante un tiempo.

– Pero a lo mejor es otra gente la que hizo eso y estos tíos sólo se encargaron… del secuestro.

– Es posible, pero en algún momento esas personas habrán tenido que ver a su objetivo. Quizá deberías hablar con alguien del colegio, ir con el inspector jefe Tirado y hablar con los profesores y los demás niños, no sólo con los de su clase.

– Te necesito aquí, Javier -dijo.

– Llegaré pronto, pero éste es el momento más importante. Recuérdalo: Las primeras horas son críticas. Tienes que clarificarte la mente y concentrarte sólo en lo que pueda ayudarnos a encontrar a Darío.

Consuelo suspiró profundamente.

– Tienes razón -dijo.

– Cuando veas a esas dos personas en el vídeo del circuito cerrado, y te aseguro que tienen que estar ahí, no llevarán las gorras de béisbol, o puede que lleven americanas reversibles, pero seguro que están, Consuelo. Tienes que verlos.

– Los he visto -dijo.

– ¿Qué quieres decir?

– Ahora lo recuerdo. Eran dos hombres. Me miraron fijamente cuando estaba hablando por teléfono en Décimas, mientras esperaba para pagar las botas de fútbol. Me di cuenta de que me miraban.

– Piensa en ellos cuando veas el vídeo. Pídeles que reproduzcan primero la secuencia de la cámara que haya delante de Décimas y, cuando veas a los dos hombres, fíjate en todo. Cómo caminan, su tamaño, altura, ropa, manos y pies, joyas, cualquier cosa que te dé una pista, e intenta recordar dónde los viste antes. Es todo lo que puedes hacer, Consuelo, piensa en eso, responde a las preguntas del inspector jefe Tirado y nada más. Vuelvo esta noche. Lo encontraremos.

– ¿Javier?

– Sí.

– Te quiero.


* * *

– Otra vez usted -dijo Marisa, con la cara impasible, inestable por el alcohol, y los ojos legañosos-. ¿Todavía no ha encontrado nada mejor que hacer?

Abrió la puerta, volvió a mostrarse en la parte de abajo del bikini, con un grueso porro encendido entre los dedos. El olor a ron era intenso, y su dulzura se mezclaba con el hachís.

– Pase, monjita, pase. No muerdo.

Marisa caminó con aire extravagante hasta el banco de trabajo, se volvió y se dejó caer en un taburete con todo su peso. Se columpió hacia atrás y logró levantar un vaso de cubalibre y beber un sorbo con desagrado. Estaba caliente y pegajoso. Se relamió los labios.

– ¿Qué mira? -preguntó, con alternancia de debilidad y malevolencia.

– A usted.

Marisa posaba con las piernas estiradas, se pasó el dedo por debajo de la cinturilla de las bragas.

– ¿Le gusta eso? -preguntó-. Apuesto que tuvo que hacer algo así en la escuela de monjas, o como se llame.

– Cállese, Marisa -dijo Cristina-. Voy a prepararle un café.

– Su jefe -dijo Marisa, adoptando un tono sexy burlón-, el inspector jefe, sabe muy bien por qué la mandó aquí. Se piensa que a mí me va ese rollo. Odia a los hombres, ama…

Marisa se detuvo en seco cuando Cristina le cruzó la cara con la palma abierta. La tiró del taburete. Soltó el canuto, lo buscó entre las virutas, se lo enchufó de nuevo en la boca, se puso en pie parpadeando, mientras las lágrimas le surcaban las mejillas. Cristina preparó el café, la obligó a beber agua, le puso una camiseta y una bata.

– Por mucho alcohol que tome, o por mucho que se drogue, no va a dejar de pensar en lo que le ronda por la cabeza, Marisa.

– ¿Cómo cojones sabe lo que me ronda por la cabeza?

Cristina se levantó y se acercó, agarró a Marisa por el mentón, abrió esos ojos perezosos. Le quitó el porro de entre los dedos, lo aplastó con el pie.

– Cada vez que ha venido a verla el inspector jefe, ha recibido después una llamada amenazadora de la misma gente que tiene retenida a Margarita -dijo-. Anoche recibió la última llamaba. Le dijeron que iba a ocurrir algo malo. Y esta mañana la compañera del inspector jefe está en la plaza Nervión y… ¿qué ocurre, Marisa? ¿Me estás escuchando?

Marisa asintió, Cristina le hacía daño.

– Secuestraron a su hijo. De ocho años. Se lo llevaron de allí, lo metieron en el asiento trasero de un coche -dijo Cristina-. Así que ahora, como usted no habla con nosotros, un niño inocente está sufriendo. Y ya sabe cómo se las gasta esa gente, ¿verdad, Marisa?

Marisa impulsó la cabeza hacia atrás, apartó el mentón de la mano de Cristina, caminó por el suelo con los brazos sobre la cabeza, intentando acabar con todo.

– Un niño de ocho años -dijo Cristina-. ¿Y sabe lo que dijeron, Marisa? Dijeron que no volveríamos a saber nada de ellos. Así que, como usted no habla, el niño ha desaparecido y nunca lo recuperaremos. A no ser que…

Marisa pisó fuerte, apretó los puños, levantó la vista a un Dios indiferente e invisible.

– Precisamente, monjita -dijo Marisa-. Esa gente es capaz de cualquier cosa. Mire, tienen tíos a los que les da igual una cosa o la otra. Una niña, un bebé, un niño de ocho años, les da exactamente igual. Y si hablo con usted, si digo una sola palabra…

– Podemos protegerla. Puede tener un coche patrulla en los alrededores…

– Pueden protegerme -dijo Marisa-. Pueden meterme en un bunker de hormigón el resto de mi vida y eso les daría gusto, porque sabrían que lo único en que pensaría es en Margarita y las cosas terribles que le harían a ella. Así actúa esa gente. ¿Por qué cree que la tienen? A una adolescente inocente.

– La escucho, Marisa.

– Cuando murió mi padre, tenía una deuda en su discoteca de Gijón. Mi madre sacó el dinero de donde pudo para pagarles. Luego enfermó. Raptaron a Margarita para saldar la deuda -dijo Marisa-. Pero oiga, la verdad es que no les debíamos dinero. Se quedaron con la discoteca de mi padre. Habían ganado dinero con él toda su vida, hasta cuando estaba en la Junta del Azúcar en Cuba. Pero luego vieron a unas mujeres indefensas y se inventaron una deuda, una deuda impagable. Mi hermana trabajará de puta para ellos hasta que esté acabada. Y cuando esté agotada y alelada por las drogas y los polvos inacabables, la pondrán de patitas en la calle para que viva en las alcantarillas. Para ellos el ganado tiene más valor.

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