Capítulo 13

Estudio de Marisa, calle Bustos Tavera, Sevilla. Domingo, 17 de septiembre de 2006, 00.55


De nuevo blanco y negro, a la luz de las linternas, pero esta vez el auténtico género negro. Líquido en el suelo, como petróleo derramado con virutas grises flotantes. La torre de alta tensión del banco de trabajo se alzaba sobre un pozo de crudo. Un bosquejo garabateado en papel, un cuadrado descolorido en el lago de alquitrán. Un pie, veteado, color hueso, surcado de mugre. El taburete a su lado, con patas de cromo, la laguna de brea lamiendo hasta la zona plateada. Los lápices como una flotilla de lanchas dispersas por un puerto. ¿Un pie?

La luz de su linterna retrocedió.

¿Está tallado en madera? Las arrugas del trabajo y la edad meticulosamente grabadas.

Falcón se inclinó, pulsó el interruptor de la luz. Dos destellos de horror, dos gritos ahogados mentales, el cerebro necesitaba dos intentos para transformar el blanco y negro en pleno tecnicolor. Luego el neón sólido, firme, penetrante, rumoroso, para mostrar la masacre en toda su magnitud.

La sangre había alcanzado la viscosidad terminal a medio metro de la puerta. No era una talla. Era un pie humano tumbado de lado, con la planta tensa ante la resaca de la orilla. El cuerpo de Marisa estaba tendido sobre el banco de trabajo. El caramelo de su piel mulata era ahora la única parte gris de la imagen. El brazo sin mano pendía recto como una cañería hacia el charco de sangre. No tenía cabeza. El único detalle que distinguía la carne como humana eran las bragas, que estaban empapadas. El monstruo que había perpetrado esta carnicería se apoyó en unos bloques de madera paralelos al banco de trabajo. El gancho de carnicero seguía donde estaba, ahora vacío. Los dientes de la motosierra estaban obstruidos de sangre. A su lado, el horror final. Las esculturas de los dos hombres a cada lado de la joven, que ahora tenía cabeza. Los ojos cerrados. La cara fláccida. El pelo cobrizo apelmazado de sangre. Marisa: parte de su propia obra.

Captaron el olor de la escena. El metal de la sangre de Marisa. La fosa séptica de sus tripas. El sulfuro de su incipiente putrefacción. Y tras este hedor venía el terror de Marisa, retorciéndose como un gusano vivo en el cerebro, tocando todos los puntos atávicos, sacudiendo los viejos miedos de la agonía imparable con una sola salida posible. Falcón se dio la vuelta con la imagen de la masacre marcada a fuego en su mente. Tenía gotas de sudor en la cara. La saliva se espesó hasta formar una bazofia pastosa de huevo en la boca. Respiró el aire nocturno, denso como el betún.

– No mires -dijo.

Ya era tarde. Ferrera ya había visto bastante para perder otra loncha de fe. Le flaqueaban las rodillas. Se desplomó en las escaleras y tuvo que agarrarse a la barandilla, jadeando bajo la fina blusa de algodón, que ahora pesaba como una gabardina. La linterna pendía de un lazo de cordón atado a su muñeca, y la luz titilaba sobre las hierbas y la basura que había debajo. Permaneció mirando al vacío, boquiabierta, hasta que la linterna se quedó completamente inmóvil y sólo entonces recuperó el equilibrio.

El sudor le irritaba los ojos a Falcón mientras llamaba al centro de comunicaciones de la Jefatura para informar de lo ocurrido. Colgó, se secó la cara con la mano y salió corriendo a la oscuridad. Se encorvó en el escalón superior y extendió la mano hacia Cristina Ferrera y le estrechó el hombro. Le reconfortaba pensar que todavía existían buenas personas en este mundo. Ella apoyó la cara en la mano de Falcón.

– Estamos bien -dijo.

– ¿Tú crees? -replicó Falcón, pero ya estaba pensando que las personas que habían hecho esto eran las mismas que habían secuestrado a Darío.


* * *

El patio estaba congelado bajo el halógeno portátil. Falcón se sentó, ladeado, en una silla rota. Los forenses hicieron su trabajo, desplazándose de un lado a otro delante de él con las bolsas y cajas de pruebas. Aníbal Parrado, el juez de instrucción, estaba allí de pie, observando el pelo de pincho del inspector jefe. Habló con su secretaria en un grave murmullo. Los párpados de Falcón estaban somnolientos y se le nublaba la visión. Ramírez atravesó los arcos desde la calle Bustos Tavera con una bolsa de basura de plástico negro.

– Encontramos esto en unos cubos de basura en la esquina de la calle Gerona -dijo-, lo que probablemente significa que los forenses no van a encontrar gran cosa ahí arriba.

Todavía con los guantes de látex puestos, sacó un mono de papel blanco cubierto de dramáticos tajos de sangre, que ya se había secado y era de un color castaño rojizo.

– Primero compara la sangre con la de Marisa -dijo Falcón, en modo automático-. Luego envíalas al laboratorio… averigua lo que se pueda desde dentro.

– Vete a casa, Javier -dijo Ramírez-. Duerme un poco.

– Tienes razón -dijo-. Necesito algo más que dormir.

Ramírez llamó a un coche patrulla, metió a Falcón en el asiento trasero, le dijo al conductor y a su compañero que llevasen al inspector jefe hasta su cama.

Falcón se despertó momentáneamente, suspendido como un borracho entre los hombros de los dos hombres a mitad de las escaleras de su casa. Luego volvió a la inconsciencia. El único lugar donde se podía estar.


* * *

Nikita Sokolov había llegado a las once. Le dijo a Marisa que bajase a la calle, le dijo que iban a dar un paseo. Ella se encontraba fatal. No estaba acostumbrada al alcohol. Le dolía el estómago y le repetía el cubalibre, lo que le llenaba las cavidades de la cara del viejo hedor pegajoso. Vomitó en el váter, se lavó los dientes. Se desplomó en el ascensor. A través de los barrotes del portal vio el brillo del cigarro de Nikita Sokolov, que estaba apoyado en el muro posterior de la iglesia. Bajito, ancho, oscuro, horriblemente musculoso y peludo, con la piel blanca muy pálida. A ella le resultaba repugnante. Esquivaron a los borrachos que había delante de los bares. Él la agarró por el codo y la guió al estudio. Marisa trastabillaba por los adoquines en la oscuridad del arco de entrada, sintió náuseas por la vibración de la escalera metálica de su estudio. Abrió la puerta, encendió la luz. Con dos destellos cobró vida su trabajo. Se sentó en el taburete, pues estaba demasiado débil para mantenerse en pie. Él se quedó de pie en la entrada, formuló preguntas. El polo que llevaba marcaba los músculos del pecho y de los hombros. Tenía manchas oscuras bajo las axilas. El vello asomaba por el cuello abierto del polo. Unos cuádriceps colosales se encogían bajo los pantalones. A Marisa le habían dicho que Nikita Sokolov era levantador de pesas antes de dedicarse a pegar a las chicas.

Ella le habló de las visitas de la policía. Las preguntas. Lo del niño. ¿Qué te dijeron sobre el niño? Él quería oír lo que sabían. Todo. Ella habló. Los brazos de Marisa, sin ornamento alguno, pendían a los lados. Parecía que nada de lo que decía le satisfacía. Parecía que no encontraba suficientes detalles para que él la creyera. Nikita Sokolov le ordenó que se desnudara. Salió al rellano para tirar un cigarrillo al patio. Al quitarse la camiseta y la falda, Marisa se quedó exhausta. Llevaba todavía las bragas del bikini. Captaba su propio olor. No le gustaba.

El ruido de las pisadas subía por las escaleras. Él volvió a bloquear la puerta y se apartó rápidamente a un lado para dejar entrar a dos hombres en la habitación. El pánico se apoderó de Marisa y le agarrotó la garganta cuando vio los trajes y capuchones blancos, las caras enmascaradas, los guantes de látex azul. Él le hizo señas con la cabeza desde la entrada, ¿o era a ellos? Ya no tenía nada en las piernas. Uno de los hombres cogió la motosierra, la descolgó, examinó los dientes y la grasa de la cadena. Conocía el trabajo. A Marisa le vibraba la lengua en la cabeza, con la boca seca como pergamino. Más preguntas sobre lo que les había dicho. Sus respuestas no eran más que los cloqueos de un pollo picoteando por la tierra. Más asentimiento desde la puerta. El que llevaba la motosierra desenredó el cable, lo enchufó, quitó el seguro, encendió el motor un segundo. El ruido recorrió la espina dorsal de Marisa, le dejó el estómago temblando. El otro mono de papel vino hacia ella. La giró. Le estiró el brazo sobre el banco de trabajo, le retorció la cabeza para que tuviera que mirar. La motosierra era un recuerdo borroso que venía hacia su fina muñeca. ¿Había dado algún nombre? No salía nada de su garganta. Intentó negar con la cabeza. La motosierra temblaba sobre su piel. Sintió la excitación sexual del hombre que la sujetaba. Perdió el control de la vejiga. Ya no había respuesta que pudiera salvarla. Cerró los ojos, deseó haber hablado con la monjita.


* * *

Descalzo. La camisa empapada de sudor. Falcón se despertó como si hubiera vuelto al mundo desfibrilado. Tenía dolores. Toda la angustia mental se había alojado en sus músculos y su esqueleto. ¿Qué hora era? Las doce de la mañana pasadas. Se dio una ducha. No había claridad desde la cascada, sólo vacilación entre los dos problemas colosales que habían recaído sobre sus hombros en las últimas veinticuatro horas. Se puso ropa limpia. Los policías le habían sacado los móviles de los bolsillos y los habían apagado para que no le molestasen. Se sentó al borde de la cama y los encendió a la vez en la mano. ¿La agenda del día de descanso? No había nada que hacer sobre la situación de Yacub. Había llegado a un acuerdo. El silencio era el único juego. Desayunar. Pensar en cómo encontrar a Darío. Resistir la intrusión de todas las imágenes del terrible final de Marisa.

Pablo, del CNI, estaba sentado a la mesa bajo la galería. Tenía delante una taza de café vacía. Falcón no lo había visto nunca sin traje. Parecía más joven, más accesible, con el polo verde oscuro y los chinos blancos, aunque la cicatriz que bajaba desde la raíz del pelo hasta la ceja izquierda requería que siempre se le tomase en serio. Sin la ropa de trabajo, Falcón pudo ver también que el hombre era atlético, y que su cuerpo no estaba esculpido por la vanidad sino por reiteradas exigencias físicas.

– ¿Cómo has entrado? -preguntó Falcón, mientras se daban la mano.

– El policía del coche patrulla está en la puerta -dijo Pablo-. Se requirió una orden directa del comisario Elvira. Parece que ahora estás bajo protección.

– ¿De quién me tienen que proteger?

– De los rusos, creo.

– ¿Qué sabes de los rusos?

– Después de que me pidieses que echase un vistazo a esos tíos no identificados de los discos del mafioso, tuvimos una conversación con nuestros viejos amigos del Centro de Inteligencia contra el Crimen Organizado en Madrid -dijo Pablo.

– ¿Otro café?

Pablo negó con la cabeza.

– No creo que hayas venido hasta aquí para hablarme de los rusos -dijo Falcón, mientras se dirigía a la cocina, ponía la cafetera a calentar y preparaba una tostada.

– Los rusos te han planteado un problema muy cercano a tu corazón -dijo Pablo-. Y eso repercute en mi problema.

– Háblame de los rusos.

– Vasili Lukyanov venía a Sevilla para unirse a un tipo, un veterano de guerra afgano llamado Yuri Donstov, que ha organizado una poderosa red de tráfico de heroína entre Uzbekistán y Europa. Ya comprendió la importancia de contar con un suministro fiable desde los tiempos de su servicio militar en Afganistán. Luego tuvo que encontrar un punto de venta al por menor que no ofendiese a nadie en Moscú. Eligió Sevilla. Se cree que vive en un edificio de pisos del este de Sevilla, pero hay quien dice que está escondido en el polígono de San Pablo. Desde que el jefe de la mafia rusa en España huyó a Dubái después de la Operación Avispa en 2005, Yuri Donstov empezó a creer que podía controlar toda la Península Ibérica. Leonid Revnik no lo ve así. Vasili Lukyanov iba a entrar en la red de Yuri Donstov para dirigir la prostitución en Sevilla. El CICO cree que Donstov también ha obtenido los servicios de otro gánster experto en casinos. Yuri Donstov, según parece, está desarrollando gradualmente todo el talento necesario para dirigir con éxito una organización criminal, utilizando como base Sevilla en lugar de enfrentarse a Leonid Revnik en su propio territorio de la Costa del Sol.

– ¿Qué edad tiene ese Yuri Donstov? -preguntó Falcón, mientras se echaba aceite de oliva en la tostada.

– Nació en 1959. Su alias es el Monje, que es lo que lleva tatuado en la espalda debajo de dos alas de ángel y un crucifijo. Lleva la cabeza totalmente afeitada y tiene una barba fuerte, aunque esa descripción se basa en su foto de gulag. No hay fotos recientes. No bebe, pero fuma más de sesenta pitillos diarios. ¿Qué más? Sólo tiene un riñón. En el otro sufrió una lesión por un tiroteo y tuvieron que quitárselo.

– ¿El Monje?

– Yuri Donstov es un hombre muy religioso.

– ¿Por qué Sevilla Este o el polígono de San Pablo? No son barrios de categoría.

– Desprecia el lujo. Gran parte del dinero que gana acaba en Rusia financiando varios monasterios y programas de construcción de iglesias.

– Vicente Cortés del GRECO, de la Costa del Sol, no lo conocía -dijo Falcón-. ¿Por qué?

– Sevilla no es su área de especialidad. Cortés está más preocupado por Leonid Revnik y su mano derecha, Viktor Belenki, que dirige todas sus empresas de construcción.

– ¿Cuánto hace que tienes esta información sobre Yuri Donstov?

– ¿Yo? Desde ayer -dijo Pablo-. Pero estos acontecimientos han sucedido desde principios de año. Yuri Donstov es un hombre muy tranquilo. Nada llamativo.

– ¿Alguna relación entre él y Lucrecio Arenas, del Banco Omni?

– Todavía no -dijo Pablo-. No hemos encontrado ningún vínculo concreto entre Yuri Donstov y el atentado del 6 de junio, ni con Leonid Revnik.

Falcón se tomó el café, se comió la tostada.

– Ahora lo único que tenemos es más complicación -dijo.

– No sabes si es Yuri Donstov o Leonid Revnik el que tiene retenido a Darío -dijo Pablo-. Te lo dirán pronto.

– Dijeron que no. Dijeron que nunca volvería a tener noticias de ellos -dijo Falcón-. Y no me gustan las lecciones que me han dado hasta ahora. Ayer tenía una testigo potencial de una conspiración criminal y una mujer que me quería. Ahora tengo una testigo muerta, un chico secuestrado y una mujer que no quiere volver a verme nunca más.

– Los rusos llamarán -dijo Pablo-. Tienen que llamar.

– ¿Has tenido suerte en la identificación de esos hombres a través de los discos de Vasili Lukyanov? -preguntó Falcón.

– La verdad es que sí -dijo Pablo-. Son empresarios. El que aparece manteniendo relaciones sexuales con la hermana de Marisa es Juan Valverde. Es madrileño, director general de I4IT Europa. El que te parecía americano es asesor de I4IT, nombrado personalmente por Cortland Fallenbach. Se llama Charles Taggart. Hace dos años tuvo que dimitir de su puesto como director del quinto canal más importante de televisión religiosa de Estados Unidos, cuando apareció en Internet un vídeo donde se le veía con tres prostitutas.

– El predicador caído -dijo Falcón-. El fichaje ideal para los fundadores cristianos conversos del I4IT.

– El tercer hombre es Antonio Ramos. Está en el consejo de administración del Grupo Horizonte. Es ingeniero de caminos, fue la mano derecha del difunto César Benito. Benito era el creativo que se encargaba de los proyectos y de su presentación. Ramos se encargaba de la construcción. Ahora dirige toda la rama de construcción de Horizonte.

– ¿Estaba metido en eso desde el principio? -preguntó Falcón-. ¿No registrasteis las oficinas de Horizonte y les disteis el visto bueno?

– No fuimos nosotros, sino la policía de Barcelona, y no encontraron nada -dijo Pablo-. Si Horizonte estaba implicado en la conspiración del atentado, no lo documentaron en sus oficinas.

Falcón se sirvió más café. Cada vez que creía hacer un avance en la investigación, la nueva información presentaba más complicaciones.

– Sé que esto no te ayuda a esclarecer el caso -dijo Pablo-, pero al menos se confirma más o menos por la secuencia de los discos de Vasili Lukyanov que los rusos estaban relacionados con la conspiración del I4IT, Horizonte, el Banco Omni, y que proporcionaron la violencia necesaria para el atentado de Sevilla. Concéntrate en eso…

– ¿Pero qué rusos? -dijo Falcón.

– Los discos aparecieron en el coche de Vasili Lukyanov, que se los robó a Leonid Revnik.

– ¿Pero dónde se rodó la secuencia de los hombres con las chicas? ¿Hay alguna fecha?

– No lo sé -dijo Pablo-. Tú tienes los discos originales en la Jefatura.

– ¿Fue antes del atentado de Sevilla? -preguntó Falcón-. Eso podría ser significativo. ¿Estaban juntos Yuri Donstov y Leonid Revnik en el mismo grupo, antes de que Donstov se escindiese, cuando se destapó la Operación Avispa de 2005?

– Según lo que me han dicho, no.

– No tienes fotografías recientes de Yuri Donstov, lo que probablemente significa que no sabes exactamente qué ha estado haciendo -dijo Falcón-. ¿Es significativo que Donstov se asentase en Sevilla, donde se produjo el atentado? ¿Con quién se acostaban Lucrecio Arenas y César Benito, con Yuri Donstov o con Leonid Revnik?

– De acuerdo. Ya has dicho lo que querías decir -dijo Pablo-. Ahora tendrás que esperar a que digan algo los secuestradores. Harán alguna petición.

– Hay una complicación adicional, debido a las deserciones del grupo de Revnik que se han pasado al de Donstov -dijo Falcón-. Los responsables de los elementos implicados en el atentado de Sevilla, los que querían que Marisa guardase silencio, probablemente van a ser miembros de los dos grupos.

– Leonid Revnik debe de tener retenida a su hermana. Margarita aparece con el jefe de I4IT Europa, Juan Valverde, en el disco de Vasili Lukyanov.

– Vale, entonces habrá habido contacto entre Marisa y Leonid Revnik. ¿Y los que se pasaron al grupo de Donstov antes de Vasili Lukyanov? -dijo Falcón-. No sabemos si Lukyanov fue el primero. En vista del terror de Marisa y su oposición a hablar, no me extrañaría que estuviera presionada por los dos bandos.

– Habrá que encontrar a Margarita -dijo Pablo, encogiéndose de hombros.

Falcón lo observó, detectó un interés cada vez menor por sus problemas.

– De acuerdo, me has ayudado, Pablo -dijo Falcón-. Me has dado bastante información para seguir. ¿Para qué has venido a verme en realidad?

– Ayer me enviaron las notas de tu reunión con el MI5 y el SO15 -dijo Pablo-. Ya me había enterado del secuestro, así que lo he postergado hasta hoy.

– Muy considerado por tu parte -dijo Falcón.

– Veo que estás respaldando a Yacub, que es lo que te pedí. Lo que pasa es que lo estás haciendo a ciegas -dijo Pablo-. Lo único que sabes es lo que él te ha contado, que el GICM ha reclutado a su hijo.

– ¿Cómo iba a mentir en eso?

– También sabes que Yacub no haría nunca nada que provocase daños o la detención de un miembro de su familia -dijo Pablo-. Esto puede significar que quiere que le pierdas el rastro. Lo que podemos hacer es impedir eso, a través de la corroboración de la información y una perspectiva más amplia de lo que sabemos. Pero tú tienes que dar el primer paso. Tienes que decirnos lo que sabes sobre las acciones o intenciones de Yacub.

– Pero eso pondría en peligro a Yacub.

– Sólo por curiosidad -dijo Pablo-, ¿qué te contó Yacub sobre la parte de la información que estaba dispuesto a revelar, la identidad de Mustafá Barakat?

– Nada más que lo que les dije a los británicos -dijo Falcón-. Es amigo de la familia. Tiene un negocio de alfombras y tiendas turísticas en Fez.

– ¿Y eso fue lo que te dijo Yacub que dijeras?

– Es la información que me dio.

– Tú dijiste que había vivido toda su vida en Fez.

– Han pasado muchas cosas, Pablo. No lo recuerdo perfectamente.

– Probablemente no lo sabes, pero antes de volver al CNI en Madrid dirigí a los agentes en el Magreb durante más de diez años. Formo parte de una enorme comunidad de servicios secretos norte-africanos -dijo Pablo-. Si me das un nombre como Mustafá Barakat tengo acceso a todos los archivos de mis amigos, así como a los míos. Si les paso ese nombre a mis colegas marroquíes, no sólo buscan en sus expedientes, sino que, como entienden la compleja naturaleza de las familias de su país, trabajan también sobre el terreno. Introducen a sus informantes en el nido de termitas de la medina. Puedo echar mano de muchos recursos humanos.

– ¿Y qué han averiguado?

– Que hay muy estrechos vínculos entre las familias Barakat y Diuri. Desde 1940 ha habido treinta y seis matrimonios entre las dos familias, lo que ha engendrado ciento diecisiete hijos. Sesenta y cuatro de apellido Diuri y cincuenta y dos con el apellido Barakat. Ocho de los Barakat se llaman Mustafá. Dos de ellos son interesantes porque nacieron a finales de la década de los cincuenta. Los otros seis son demasiado mayores o demasiado jóvenes para ser el Barakat que está alojado en casa de Yacub.

»De los dos Mustafas restantes, uno entró en el negocio de las alfombras en la década de los setenta y nunca salió de Marruecos, pero el otro ha tenido una vida mucho más interesante. En 1979 fue a una madraza, una escuela religiosa, en Yedá, durante tres años. De allí se trasladó a Pakistán, donde no se supo nada más de él hasta que reapareció en Marruecos en 1991. En la calle se dice que parte de esos años los pasó en Afganistán. Aquí es donde hay algo de confusión, porque en 1992 Mustafá Barakat murió en accidente de coche en una carretera muy empinada de las montañas del Rif cuando regresaba de Chefchauen, donde la familia había abierto un pequeño hotel y una tienda turística. Fue una pena, porque acababa de asentarse de nuevo en su país y…

– ¿De qué Mustafá hablamos? -preguntó Falcón.

– Ahí es donde la cosa se vuelve confusa. Lo interesante es que, después del accidente en la carretera procedente de Chefchauen, el otro Mustafá Barakat seguía dirigiendo el negocio de las alfombras, las tiendas turísticas y los hoteles, pero, aunque nunca había salido del país, de pronto constituyó un negocio de importación y exportación. Volaba a Pakistán a comprar alfombras. Desde la guerra afgana, todas las alfombras de esa zona de Afganistán, Tayikistán, Uzbekistán, e incluso de la parte oriental de Irán, se envían a Pakistán y se exportan como alfombras pakistaníes. Esas alfombras, que él traía de Pakistán, se reexportaban después a países como Francia, Alemania, Holanda y el Reino Unido.

– ¿Crees que hubo un cambiazo?

– No hacen autopsias allá en el Rif.

– Presumiblemente el Mustafá Barakat que estudió en la madraza de Yedá también hizo el peregrinaje a la Meca y era al-hayy.

– Mustafá Barakat, que sólo había empezado a viajar en 1993, hizo el hayy ese mismo año -dijo Pablo-. Los detalles se nos dan bien en el servicio secreto. Así que, antes de que me lo preguntes, no hay registros dentales.

– ¿Algo más que nos pueda ayudar a identificar de qué Mustafá Barakat se trata?

– Sería bueno que los muyahidines tuviesen archivos militares y nos dejasen consultarlos. Mejor aún sería tener muestras de ADN.

Una oleada de paranoia recorrió a Falcón. Miró fijamente a Pablo a la cara, como un jugador de póquer en busca de tells. ¿Es esto cierto? ¿Es sólo un invento para volver a apartarme? ¿Por qué habría dado Yacub una información como ésa, si ponía en evidencia a un miembro de su familia?

– No prescindas de ese nivel de información -dijo Pablo-, sin al menos pensártelo bien.


* * *

Al final, Consuelo se había tomado las pastillas para dormir que le había dejado el médico. Vio pasar las horas del reloj hasta las seis de la mañana, con la mente incapaz de centrarse en ninguna línea de pensamiento lógico. Estaba sumida en un pensamiento triangular, oscilando entre Darío, Javier y ella misma, pero incapaz de concentrarse en ninguno de los tres.

A pesar de la presencia de su hermana y los otros dos hijos en la casa, sentía una soledad terrible. Entre los accesos de rabia que se apoderaban de ella periódicamente, a regañadientes reconocía la necesidad de la persona a la que había desterrado de su vista para siempre. En cuanto tomaba conciencia de ello, la corroía el odio a esa persona. Luego irrumpía la desesperación y sollozaba pensando en su niño perdido en la oscuridad, aterrorizado y solo. Era agotador, emocionalmente extenuante, pero la mente no se apagaba ni le dejaba conciliar el sueño. Así que se tomó las pastillas. Tres en vez de dos. Se despertó a las dos de la tarde con la cabeza y la boca llenas de algodón, con la sensación de que la habían embalsamado.

El sueño la había debilitado y no podía mantenerse en pie en la ducha. Se sentó y dejó que el agua le cayese sobre los hombros lastimeros. Sollozó y se enfureció otra vez.

Bebió agua y recuperó lentamente las fuerzas. Se vistió, bajó las escaleras. Todo el mundo la miraba. Ella les leyó las caras. Las víctimas eran siempre las estrellas de sus propios dramas y los actores secundarios no tenían nada que ofrecer.

Era domingo. Se sentó con los brazos cruzados a esperar que sonase el teléfono.

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