Restaurante de Consuelo Jiménez, La Macarena, Sevilla. Lunes, 18 de septiembre de 2006, 23.25
El sobre estaba encima de la mesa de Consuelo. Cerró la puerta de su despacho y encendió el ordenador mientras Falcón se ponía los guantes de látex. Era un sobre acolchado donde ponía «SRA. JIMÉNEZ» escrito con rotulador negro. En el interior había un sobre blanco con la solapa doblada, sin pegar. En una tarjeta blanca decía: «PARA HABLAR CON DARÍO LLAMAR AL 655926IO9». Se lo dio a Consuelo, que ya había accedido a su cuenta de correo de casa y había abierto el único mensaje que había en la bandeja de entrada.
– Está enviado a las 22.20, una hora después de que saliera de casa -dijo Consuelo-. Dice: «NUESTRA PACIENCIA NO ES INFINITA. LLAME AL 619238741».
– Así que ya están los dos jugadores en la mesa -dijo Falcón-. Uno de los dos se está marcando un farol.
– Llamaremos primero a los nuevos -dijo Consuelo-. Veamos lo que quieren y cómo lo piden. Podremos hacernos una idea de a qué grupo pertenecen.
– Hazles una petición -dijo Falcón-. Pide que te dejen hablar con Darío antes de nada. Es lo que te han ofrecido, pero probablemente no lo permitirán. No querrán revelar demasiadas cosas tan pronto. En un secuestro como éste, la información se proporcionará paulatinamente. «Haz esto y te diremos algo sobre él, haz lo otro y te dejaremos oír su voz…». Luego te enviarán una foto y al final te dejarán hablar con él. Queremos averiguar quién lo tiene, así que debemos pedir una prueba razonable. ¿Hay algo de Darío que no sepa la gente normal?
– Tiene una marca roja de nacimiento en la parte inferior del brazo izquierdo, cerca de la axila. Lo llamamos su fresita -dijo Consuelo.
– Diles que le pregunten a Darío por esa marca y cómo la llama -dijo Falcón-. ¿Tienes un dictáfono?
Sacó de un cajón un pequeño dictáfono digital. Lo probaron. Lo encendió, se limpió las palmas húmedas con pañuelos de papel, cogió el teléfono, encendió el altavoz, marcó el número. Respiró profundamente, se preparó para la actuación de su vida.
– Diga -dijo una voz.
– Me llamo Consuelo Jiménez y quiero hablar con Darío.
– Espere.
El teléfono cambió de manos.
– Señora Jiménez…
– Recibí un mensaje donde me decían que llamase a este número si quería hablar con mi hijo, Darío. ¿Podría ponerse, por favor?
– Primero tenemos que discutir algunas cosas -dijo la voz, en perfecto castellano peninsular.
– ¿Qué cosas? Ustedes tienen a mi hijo. Yo no tengo nada de ustedes. No hay nada que discutir aparte de la devolución de mi hijo, y eso pueden hacerlo después de que haya hablado con él.
– Escúcheme, señora Jiménez. Puedo entender que usted esté muy preocupada por su hijo. Le gustaría hablar con él, es natural, pero primero debemos decidir algunas cosas.
– Tiene usted toda la razón…
– Debo decir, señora Jiménez, que admiro su tranquilidad en esta situación. La mayoría de las madres serían incapaces de hablar conmigo, así, por teléfono.
– Lloraría, me pegaría golpes en el pecho y vomitaría dolor, si pensase por un instante que eso le conmovería -dijo Consuelo-. Pero si usted cree que soy una persona fuerte, yo sé que usted es mucho más cruel, así que la emoción humana es improbable que lo induzca a usted a devolverme a mi hijo. Por eso me comporto así. Y ahora decidamos algo antes de seguir adelante: quiero hablar con mi hijo.
– No es posible en este momento.
– Mire, usted está faltando a su palabra -dijo Consuelo-. Su mensaje es claro. Dice…
– Sé lo que dice el mensaje, señora Jiménez -dijo la voz, ahora con tono más frío-. Lo escribí yo. Pero debe tener paciencia.
– No me hable de paciencia. Usted nunca comprenderá la impaciencia de una madre a la que le han arrebatado a su hijo. No vuelva a pronunciar esa palabra -dijo Consuelo-. Si no me dejan hablar con mi hijo, cosa que considero la prueba definitiva de que está a salvo y bien, entonces deben hablar con Darío y preguntarle por su marca y decirme lo que él les diga.
– ¿Su marca?
– Pregunte a Darío, él les dirá lo que necesitan saber para convencerme.
– Un momento, por favor.
Largo silencio.
– ¿Hay alguien ahí? -preguntó Consuelo, al cabo de unos minutos.
– Por favor, espere un momento más, señora Jiménez -dijo la voz-. Es algo para lo que se requiere permiso.
– ¿Permiso?
– Hay una autoridad superior en este asunto. Estamos en contacto con ellos ahora.
Más silencio. Al cabo de cinco largos minutos volvió la voz.
– Señora Jiménez, ¿entiende la naturaleza de la gente con la que está tratando?
– Si se refiere a si sé que son miembros de un grupo mafioso ruso, entonces la respuesta es sí. De qué grupo se trata, eso ya no lo sé.277
– Puede que lo sepa su amigo el inspector jefe Javier Falcón -dijo la voz-. Sí, sabemos que está usted ahí, inspector jefe, los vimos entrar en el restaurante juntos.
– ¿Está usted asociado con Leonid Revnik? -preguntó Falcón.
– Correcto -dijo la voz-. El señor Revnik ha estado fuera en Moscú. Desde que se hizo con el control de las operaciones en la Costa del Sol, ha habido algunos problemas estructurales en nuestra organización en la Península Ibérica.
– Quiere decir que Yuri Donstov ha tomado el control de algunas partes del negocio en Sevilla y que captó a Vasili Lukyanov.
– El señor Revnik estaba en Moscú para asistir a una reunión del Consejo Supremo de las cinco brigadas rusas más poderosas con soldados destacados en España -dijo la voz-. Averiguaron que Yuri Donstov era responsable de los asesinatos de dos miembros importantes de una de las brigadas y que ha entrado en negocios en zonas donde nosotros tenemos acuerdos con nuestros amigos italianos y turcos sobre ciertas cosas que hay que hacer. No podemos permitirlo. Se ha tomado la decisión unánime del Consejo Supremo de que cesen las operaciones de Yuri Donstov y que su grupo sea disuelto.
– Todo esto es muy interesante -dijo Consuelo-, ¿pero y mi hijo qué?
– Tiene que comprender la situación geopolítica antes de que pasemos a discutir los detalles -dijo la voz-. Y está también la cuestión del atentado de Sevilla.
Silencio.
– Estoy escuchando -dijo Falcón, y, en efecto, era todo oídos.
– Tenemos retenidos a los hombres responsables de la preparación de la bomba y de su colocación en la mezquita.
A Falcón se le duplicó la velocidad del ritmo cardíaco, sentía el latido en la garganta. Algo semejante a la codicia se apoderó de él y tuvo que contenerse para no echar mano de lo que le ofrecía la voz. Recordó que todo era calculado, nada era gratuito. Eso no era más que un cebo.
– ¿Y por qué retienen a esos hombres?
– Usted es el policía, inspector jefe -dijo la voz-. Opera desde el exterior, intentando abrirse camino. Nosotros estamos dentro, donde todo está mucho más claro.
– Está insinuando que Donstov fue responsable de la colocación de la bomba y que usted lo desaprobaba.
– Para una operación que cambiaría el paisaje político y desestabilizaría una región, que ha sido un paraíso fiscal para numerosas organizaciones durante tantos años, Donstov habría necesitado todo el respaldo del Consejo Supremo. No lo tenía. Era algo pensado para su beneficio personal.
– ¿Y Darío, el hijo de la señora Jiménez? -dijo Falcón-. ¿Qué lugar ocupa el niño en todo esto? ¿Cuál es la finalidad del secuestro?
– Creo que ha habido un malentendido, inspector jefe -dijo la voz-. Nosotros no tenemos al niño. Desaprobamos vehementemente la implicación de civiles en nuestras operaciones exteriores. Nos da mala publicidad y hace que la policía se fije innecesariamente en nosotros.
– ¡Ustedes no tienen a Darío! -exclamó Consuelo, incapaz de atenuar el grito en la negación-. ¿Entonces por qué estamos hablando con ustedes?
– Hay que decidir algunas cosas antes de que podamos pasar a atender la situación con su hijo -dijo la voz.
– Usted dijo que podría hablar con él si llamaba a este número.
– Una de las cosas más importantes que hay que determinar es la naturaleza de la gente con la que está tratando -dijo la voz-. El señor Revnik tiene normas, señora Jiménez. Tiene un código de honor. Puede que no sea igual que el suyo, o que el del inspector jefe, pero por eso es un hombre tan respetado en el mundo del vor-v-zakone. Yuri Donstov no respeta estas normas. Es un forastero. Hace cosas pensando sólo en su propio beneficio. Es de esa clase de personas a las que les da igual la naturaleza de un hombre como Vasili Lukyanov.
– Pero Lukyanov trabajaba para el señor Revnik -dijo Falcón.
– Tal vez no es usted consciente de la magnitud de las discrepancias entre el señor Revnik y Vasili Lukyanov -dijo la voz-. Dar a un hombre una paliza cuando es incapaz de devolver una deuda es permisible, pero se pasó de la raya al violar y secuestrar a la hija de un hombre. Fue muy costoso para el señor Revnik apartar a Lukyanov y a su amigo de esa situación. El señor Revnik está todavía más furioso ahora que ha vuelto de Moscú y se ha encontrado con que han desaparecido ocho millones de euros y otros bienes. Puede que usted no lo sepa, inspector jefe, pero nadie roba a un vor-v-zakone. Eso merece un único castigo, que en este caso ha sido ejecutado por el Poder Supremo.
– Todo eso está muy bien -dijo Consuelo, que sentía que había quedado relegada de la conversación-, pero si ustedes no tienen a mi hijo, entonces no veo claro qué es lo que proponen.
– Tenemos una propuesta -dijo la voz firmemente-. La parte más importante de esta propuesta desde nuestro punto de vista es que usted no entre en negociaciones con Yuri Donstov. Probablemente le ofrezca la devolución del niño si el inspector jefe echa mano del dinero y unos discos que fueron robados por Lukyanov.
– El dinero es imposible. Ya está en el banco -dijo Falcón-. Sabemos lo que contienen los discos.
– Se conformarán con los discos. Contienen materiales de importante poder negociador. La extorsión es un negocio fundamental -dijo la voz.
Aquí hubo una omisión que Falcón no pasó por alto: los discos eran mucho más que un mero instrumento de negociación empresarial.
– Como sabe -dijo Consuelo-, yo soy empresaria. Normalmente en mi trabajo negocio con alguien que tiene algo que yo quiero. Puedo utilizar un agente si aporta un conocimiento valioso, pero en la situación en que nos encontramos, usted está intentando ser el agente cuando ya estoy en contacto directo con la persona que tiene lo que yo quiero.
– No creo que me haya escuchado muy atentamente, señora Jiménez. No sólo he explicado la clase de persona que es Yuri Donstov, un hombre sin código de honor y sin normas, que ha dado la espalda a la misma gente que lo hizo vor-v-zakone; también le he dicho que está dirigiendo una operación que muy pronto dejará de existir. Dudo que usted tenga costumbre de hacer negocios con gente que está en bancarrota -dijo la voz-. La otra ventaja para usted, señora Jiménez, es que no tiene que hacer nada. Le devolveremos pronto a su hijo. Sólo tiene que sentarse y esperar.
– Pero aun así tengo que llamar a Yuri Donstov. Ya me ha enviado un correo electrónico para decirme que su paciencia no es infinita. Como si la mía lo fuera.
– Dígale que hay complicaciones. Primero, que no pueden conseguir el dinero porque está en el banco, y segundo, que se ha puesto en contacto con ustedes otro grupo que dice que son ellos los que tienen a su hijo. Usted no sabe a quién creer, de modo que tiene que darle pruebas inequívocas de que su hijo está bien, antes de que usted dé ningún paso. Estoy seguro de que usted, con su experiencia, es experta en ganar tiempo en una negociación.
– ¿Pero cómo me van a devolver ustedes a mi hijo? Todos ustedes son hombres violentos. Si van a resolver esto con violencia, matándose unos a otros, no quiero que mi hijo esté en medio de una guerra.
– Créame, señora Jiménez, ésta no es una acción unilateral. La presión puede aplicarse en numerosos sentidos.
– Eso suena como si fuera un proceso lento -dijo Consuelo- No tengo tiempo. Mi hijo está en manos de un monstruo. No voy a esperar mientras usted aplasta poco a poco a ese… ese forúnculo infectado de su organización.
– No espere que sea más explícito, señora Jiménez -dijo la voz-. El inspector jefe tiene un interés personal en toda la actividad criminal, aunque sea por el bien general.
– Ya no sé qué pensar.
– Ahora vamos a colgar -dijo Falcón-. Necesitamos tiempo para tomar una decisión.
– Prométame una cosa, inspector jefe -dijo la voz-, que va a posponer, de un modo u otro, sus negociaciones con el señor Donstov. Si no está seguro de sus capacidades en ese asunto, vuelva a ponerse en contacto con nosotros para que tengamos la oportunidad de convencerle.
– Una última cosa -dijo Consuelo-. ¿Qué quieren sacar ustedes de todo esto?
– Una pequeña recompensa -dijo la voz, y colgó.
Falcón se apoyó en el respaldo de la silla. Consuelo tenía la mirada fija en la mesa.
– Lo has hecho muy bien -dijo Falcón.
– Ya no sé qué pensar -dijo Consuelo, repitiéndose, intentando racionalizar un gigante obstáculo emocional.
– Piensa en las dos partes con las que has hablado -dijo Falcón-. ¿Qué te parecen?
– Al menos esta gente no me ha amenazado ni ha amenazado con hacer daño a Darío, pero aun así, ellos no lo tienen. A lo mejor serían más desagradables si lo tuvieran -dijo Consuelo.
– ¿Qué pensaste cuando te pidió que esperases y empezó a decir que necesitaba permisos de una autoridad superior?
– Estaban planteándose un cambio de enfoque -dijo Consuelo-. Inicialmente iban a jugar a un juego con nosotros: fingir que tenían a Darío, pero, cuando les pedí la sencilla prueba, se dieron cuenta de la inviabilidad de su táctica. Están siendo convincentemente razonables porque son débiles. Nosotros tenemos acceso, o mejor dicho tú, a lo que quieren, pero no pueden darnos lo que queremos. Así que nos hacen creer que estamos tratando con un monstruo y nos ofrecen intervenir y ser fuertes en nuestro nombre. Para mí el único problema es…
– Lo que ellos prevén hacer.
– Por lo que parece, van a matar a Yuri Donstov. Él se está metiendo en su territorio, infringiendo todos los códigos de conducta, y utilizarán armas y, no sé, granadas propulsadas por cohete para expulsarlo.
– Estoy empezando a pensar que Lukyanov era muy importante para la organización de Donstov -dijo Falcón-. La voz nos dijo que la operación de Donstov pronto «dejará de existir», lo que probablemente significa que las líneas de suministro de heroína de Donstov se van a interrumpir, o ya se han interrumpido.
– Eso es así si damos crédito a todo lo que nos ha dicho la voz -dijo Consuelo.
– Lukyanov, con los ocho millones de euros, iba a aportar liquidez al juego y su experiencia en prostitución. Y, dado que hablamos de chicas más que de heroína, el suministro puede venir de cualquier lugar.
– Luego están los discos que debía entregar Lukyanov -dijo Consuelo-. Pero no sabes qué prevén hacer.
– Uno de los tíos que aparecen en los discos es un ingeniero de caminos que dirige la rama de construcción de Horizonte -dijo Falcón-. También sé que uno de esos grupos rusos tiene las zarpas metidas en la Alcaldía y que se va a celebrar muy pronto una reunión crucial en Sevilla, probablemente entre el consorcio l4lT/Horizonte, el alcalde y otros sectores relevantes.
– ¿Y el tiempo va a ser un factor importante para ellos?
– La reunión se va a celebrar en las próximas veinticuatro horas.
– ¿Empresarios confraternizando con prostitutas? ¿Y eso te parece tan terrible en los tiempos que corren? -preguntó Consuelo, encogiéndose de hombros-. Raúl se iba de putas. Algunas de las personas con las que hago negocios, sobre todo en el sector inmobiliario y la construcción, consumen cocaína, van a orgías. Ya no estamos envueltos en el catolicismo.
– Pero I4IT es una corporación americana, propiedad de dos adictos rehabilitados que son cristianos conversos. Te dejan entrar como pecadora, pero tienes que reformarte. No tolerarían la clase de conducta que dices en ningún ejecutivo de sus compañías. Esos tipos perderían un empleo que les reporta más de un millón de euros anuales, lo que los sitúa en una posición donde ganan el doble que en la economía sumergida.
– En ese caso -dijo Consuelo-, el único punto en que la voz no fue muy clara es en los discos. Son muy importantes para Leonid Revnik.
– No le convenía reconocer otro punto de debilidad -dijo Falcón-. Sería como decir: no tenemos al niño y estamos desesperados por obtener lo que vosotros tenéis.
– ¿Serías capaz de darles los discos, Javier? -preguntó Consuelo, formulando al fin una pregunta que le quemaba demasiado en las entrañas.
– Darío es responsabilidad mía…
– ¿Te has dado cuenta? -dijo Consuelo, interrumpiendo la frase, incapaz de soportar oír la respuesta-. Ninguno de los grupos rusos ha mencionado el motivo original del secuestro de Darío, que era impedir que siguieras adelante con tus investigaciones sobre el atentado de Sevilla.
– Ya lo han hecho, desde luego, al matar a mi mejor testigo, Marisa Moreno -dijo Falcón-. Y la voz me ofreció a los hombres que pusieron la bomba. Y sin duda sabe lo que quiero.
Guardaron silencio, mirándose. Tenían demasiadas cosas en la cabeza. Falcón miró la hora. Las doce y diez. Habían pasado casi dos horas desde que Donstov le envió el correo electrónico.
– Tienes que hablar con el otro bando -dijo Falcón-. Gana tiempo.
De pronto Consuelo parecía agotada. Se acumulaban los años en su cara. Los músculos de la mandíbula se tensaban. Cogió el teléfono, le costaba más llamar ahora que sabía con seguridad que tenían a Darío. Apretó los dientes y marcó el número.
– Javier, eres consciente de que, si le ocurriera algo a Darío, no podría vivir con ello, ¿verdad? Ni siquiera después de todo el trabajo de Alicia. Significa demasiado para mí. No es sólo Darío, mi bebé, sino que os perdería a los dos. Creo que eso sería mi final… Soy Consuelo Jiménez -dijo por teléfono- y quiero hablar con mi hijo.
– Ha tardado mucho.
– Ha habido complicaciones.
– Vale, cuénteme sus complicaciones, señora Jiménez, pero que no tengan nada que ver con el inspector jefe. Él es el único motivo que hay detrás de todo esto. Si no hubiera metido la nariz en nuestros asuntos, nada de esto habría ocurrido.
– Lo primero es el dinero -dijo Consuelo, encorvada sobre la mesa, con todo su cuerpo tenso contra la violencia contenida que llegaba por el teléfono-. Ya han trasladado el dinero de la Jefatura al Banco de Bilbao. El inspector jefe no tiene autoridad sobre él. Sólo su comisario puede sacar ese dinero.
– Eso es muy sencillo… ninguna complicación -dijo la voz, y los hombros de Consuelo se relajaron levemente-. Usted misma cogerá el dinero, señora Jiménez.
Silencio.
– ¿Piensa usted en serio que puedo echar mano de ocho millones de euros en sólo…?
– Ocho millones doscientos mil euros, señora Jiménez -dijo la voz-. No debería ser ningún problema. Sé que dos de sus restaurantes aquí en Sevilla están arrendados, pero los otros dos son totalmente de su propiedad. Esos dos edificios valen como mínimo tres millones de euros, así que sólo nos faltan cinco millones. Sea creativa. Sé que se le da bien.
– No puedo…
– Claro que puede, señora Jiménez. Ocho millones doscientos mil euros por la devolución de su hijo. No creo que sea mucho pedir.
Consuelo parpadeó. Esto no estaba saliendo según el plan. Empezaba a temblarle la mano izquierda.
– Llevará tiempo -dijo al fin.
– No tenemos prisa. Podemos permitirnos mantener a su hijo con vida una semana -dijo la voz-. Pero su amigo, el inspector Jefe, tendrá que traernos los discos hoy. Sí, hoy. Ya es hoy. Nos traerá los discos originales antes de hoy a mediodía como muestra de buena voluntad.
– ¿Los discos originales? ¿Por qué necesitan los originales? ¿Por qué no les sirven copias?
– Porque queremos los originales -dijo la voz-. Ya lo ha entendido. Que no haya más complicaciones.
– Hay otra complicación -dijo Consuelo, sacando fuerzas de flaqueza-. Necesito alguna prueba de que tienen a mi hijo.
– ¡Alguna prueba!
– Necesito que le pregunte por su marca.
– ¡Su marca! -bramó la voz.
– Pregúntele por su marca. Él le dirá todo lo que necesita saber para demostrarme…
– Quiere una prueba -dijo la voz, en un tono totalmente amenazador.
– Se ha puesto en contacto con nosotros otro grupo que dice tener a mi hijo. Por lo tanto necesito que me demuestre…
– Se lo demostraré, señora Jiménez. Escuche…
Una voz de niño. Lejana, pero en la misma sala donde estaba el teléfono.
– ¡Mamá, mamá, mamá!
– ¡Darío! -gritó Consuelo.
Alguien espetó algo en una lengua extranjera.
– Escuche, señora Jiménez.
– ¡Mamá, mamá! No, no, no…
Acallaron la voz. Le pusieron una mano en la boca. Había un ruido audible de cortes, como tijeras de esquilar cortando los huesos de un pollo asado, y luego gritos, chillidos ensordecedores de horror infantil no sólo por el dolor, sino por la terrible conmoción causada por lo que le acababan de hacer.
– Eso fue el meñique del pie, señora Jiménez. No nos importa enviárselo. Más tarde… otras partes mayores. Si usted decide que es necesario.