Capítulo 23

Casa de Falcón, calle Bailen, Sevilla. Martes, 19 de septiembre de 2006, 12.00


En el exterior, el mundo estallaba a su alrededor mientras Falcón y Consuelo seguían durmiendo. Sólo a mediodía una llamada en el móvil de Falcón interrumpió su sedación. Volvió en sí como de una vida en coma, cuyos fantásticos sucesos ahora quedaban reducidos al tedio de la realidad.

– ¿Te acostaste tarde? -preguntó Ramírez.

– Se podría decir -dijo Falcón jadeante en el teléfono, con el corazón retumbando en el pecho-. ¿Qué pasa?

– Recibí una llamada de Pérez a las diez y media. Estaba en Las Tres Mil con uno de los de Estupefacientes, investigando a Carlos Puerta. Lo encontraron en un sótano vacío, todavía con la aguja en el brazo. Sobredosis. Le dije que no te molestase y que se encargase él mismo.

Falcón se pasó la mano por la cara, intentando inculcarse cierto sentido de la realidad.

– Acaba de llamarme hace diez minutos -dijo Ramírez-. Ha estado haciendo algunas averiguaciones, entrevistando a gente con los de Estupefacientes. ¿Te acuerdas de Julia Valdés, la novia del Pulmón, la que mataron ayer en su piso? Antes era la novia de Carlos Puerta. Trabajaban juntos. Era bailaora de flamenco, él cantaba. Cortaron en junio y ella empezó a salir con el camello de Puerta. Más perca de la fuente de suministro, supongo.

– ¿Se trata de un suicidio? -preguntó Falcón, que aún no captaba bien la idea-. ¿Puerta no se había tomado bien la ruptura?

– Nada bien. Se vino abajo en picado -dijo Ramírez-. Sus amigos yonquis decían que cobró unos derechos de un contrato de grabación y se lo metió todo por el brazo. Cuando lo interrogaste con Tirado estaba en las últimas, después de tres meses de farra.

– ¿Cuánto dinero cobró? -preguntó Falcón-. Tres meses es mucha farra.

– Ése es un punto interesante -dijo Ramírez-. Por alguna razón creo que no lo sabemos todo de Puerta.

Falcón asintió, dijo que llegaría a la oficina lo antes posible. Colgaron. Consuelo llamó a su hermana, habló con sus hijos Ricardo y Matías, les dijo que se reuniría con ellos al cabo de una hora. Sin noticias.

El desayuno fue una escena de estupor, dirigida por autómatas que se entendían sin palabras. Ella llevaba una camisa de Falcón y unos calzoncillos tipo bóxer. La tostada se empapó de aceite de oliva virgen, pulpa de tomate rojo, jamón finamente cortado. Comieron y tomaron café negro en tazas pequeñas. El sol brillaba en el patio, el agua de la fuente estaba lisa como un cristal, los pájaros descendían en picado entre los pilares. No pudieron comer lo bastante despacio para que el desayuno durase más de veinte minutos.

El parabrisas del coche enmarcaba su visión de la ciudad, un documental tan anodino, de gente que se dedica a sus cosas, que sus espectadores no podían creer que eso fuera todo. Debía de haber algo más que gente de compras, cortándose el pelo o pintando una puerta.

– ¿Ocurrió de verdad? -preguntó Consuelo.

– Sí -dijo Falcón, y le dio la mano.

– ¿Y ahora qué?

– Tengo que pensar en qué punto me equivoqué -dijo Falcón-. Tengo que repasar mis pensamientos hasta encontrar el punto de desviación.

– ¿Qué le digo al inspector jefe Tirado?

– Deja que siga adelante -dijo Falcón-. Tendrá su propia manera de hacer las cosas, y probablemente tiene tantas probabilidades de éxito como nosotros.

– Puede que se concentre demasiado en los rusos.

– Yo me encargo de corregirle en ese punto.

Salió de la avenida Kansas City y entró en Santa Clara, encontró la calle de Consuelo.

– No puedo dejar de pensar que te he arruinado -dijo ella.

– Ya dijiste eso ayer, Consuelo, y te dije…

– Te corrompiste por mi culpa. Yo te forcé a darle la mano a los gánsteres y te hice cómplice del tipo de aberración que te pagan por investigar, y no sabes cuánto…

– Francisco Falcón y yo jugábamos al ajedrez juntos -dijo Falcón-. Recuerdo que una vez me llevó a una posición en la que el único movimiento posible que me quedaba me metía todavía más en el problema y, después de mover ficha, su respuesta me situaba en una posición aún peor. Y así siguió la cosa hasta el inevitable jaque mate. Eso es lo que ha pasado aquí. En cuanto cometí el error de creer que los rusos tenían a Darío, te arrastré conmigo a una serie de movimientos inexorables. Tú no me arruinaste. Yo me arruiné con un enfoque de anteojeras. Me entró pánico porque…

– Porque Darío significa casi tanto para ti como para mí -dijo Consuelo-. Y creo que te recordó también el horror de lo que ocurrió con Arturo, el hijo de Raúl. Fue entonces cuando me enamoré de ti, hace cuatro años, cuando nos preguntamos: ¿qué será de ese niño? Y eso es en parte lo que te pasó: recordaste todas esas cosas terribles.

Falcón pisó el freno. El coche se detuvo en medio de la calle. Falcón se quedó con la mirada perdida en la calle resguardada del sol. La calle donde vivía Consuelo.

– ¿Cómo pude olvidarlo? -se dijo- ¿Cómo demonios pude olvidarlo?

Un coche paró detrás de ellos y, cuando su conductor vio que nadie iba a salir, empezó a tocar la bocina. Falcón arrancó.

– Ocurrió en la plaza San Lorenzo -dijo-. Recibí la llamada justo antes de que nos reuniéramos en el bar La Eslava. La voz dijo: «Ocurrirá algo. Y cuando eso suceda, sabrá que la culpa es suya, porque lo reconocerá. Pero no habrá conversaciones ni negociaciones porque no volverá a saber nada de nosotros».

– ¿Lo reconocerá? -repitió Consuelo-. ¿Y qué creíste que quería decir en aquel momento?

– Creo que no lo pensé mucho en ese momento -dijo Falcón-. Era otra llamada amenazadora más. Había tenido varias.

– Habías estado en algún lugar aquella noche.

– En Madrid. En el tren. Recibí una llamada en el AVE en la que me dijeron que no metiera la nariz en los asuntos ajenos.

– ¿Y qué asuntos ibas a tratar en Madrid?

– Sí -dijo Falcón lentamente-. Asuntos de policía y… otro asunto.

– ¿El mismo asunto que fuiste a tratar en tu viaje a Londres, cuando secuestraron a Darío?

– Exacto -dijo Falcón-. Pensé que la llamada que había recibido en el AVE era porque estaba presionando a Marisa Moreno para que hablase conmigo. Así que cuando volví a Sevilla fui a verla antes de reunirme contigo, sólo para que supiera que no me asustaban las llamadas. Hasta le dije que esperaba una llamada de su gente. Así que cuando recibí esa llamada, nada más llegar a la plaza San Lorenzo, ni lo pensé. Mi cerebro hizo la asociación automática con Marisa.

– Pero no era la gente de Marisa.

– Y al ir a Londres desobedecí las órdenes de no meter la nariz en los asuntos de la gente en cuestión.

– ¿Y quiénes son?

– No estoy muy seguro -dijo Falcón-. Déjame que use tu móvil.

– ¿Pero sabes por qué se llevaron a Darío?

– Creo que lo hicieron para desviar mi atención hacia otra parte -dijo Falcón, mientras tecleaba un mensaje de texto a Yacub.

– Dices cosas sin decir nada, Javier.

– Porque no puedo -dijo, y envió el texto.

«Necesito hablar. Llámame. J.»

– ¿Pero crees que sabes quién se llevó a Darío? -preguntó Consuelo.

– No estoy muy seguro de quién hizo el trabajo, pero sé qué grupo lo ordenó.

– ¿Y son? -dijo Consuelo, agarrándole la cabeza para girarla hacia ella-. No quieres decírmelo, ¿verdad, Javier? ¿Qué puede ser peor que la mafia rusa?

– Esta vez voy a informarme bien -dijo Falcón-. No voy a cometer dos veces el mismo error.


* * *

Reptando por la avenida Kansas City en busca de una cabina. El calor opresivo. Falcón ahora solo. El mensaje de respuesta de Yacub le había dicho que estaba en un hotel de Marbella y le dio un número de móvil español para que lo llamase allí. Falcón desistió de buscar, fue a la estación de tren.

– ¿Qué haces en Marbella? -preguntó Falcón.

– Negocios. Quiero decir, ropa -dijo Yacub-. Es un desfile de moda poco importante, pero siempre consigo mucho trabajo para la fábrica aquí.

– ¿Abdulá está contigo?

– No, lo dejé en Londres. Vuelve a Rabat -dijo Yacub-. ¿A qué vienen todas estas preguntas?

– Han pasado algunas cosas. Necesito hablar cara a cara.

– No sé cómo puedo llegar a Sevilla -dijo Yacub-. Son tres horas de coche.

– ¿Y si quedamos a mitad de camino?

– Ahora estoy en la carretera de Málaga.

– ¿Podrías acercarte a Osuna? -preguntó Falcón-. Está a ciento cincuenta kilómetros de Málaga.

– ¿Cuándo?

– Te llamaré para decirte la hora. Todavía no he llegado a la oficina.

Cuando salía de la estación recibió un mensaje de Mark Flowers, donde le pedía un encuentro en el lugar habitual. Falcón se desesperaba por llegar a la oficina, pero el río quedaba de camino.

Al cabo de diez minutos aparcó junto a la plaza de toros, cruzó el paseo de Cristóbal Colón y bajó corriendo las escaleras para llegar al banco donde solían verse. Flowers le esperaba.

– No tengo mucho tiempo -dijo Falcón.

– Yo tampoco -dijo Flowers-. Esos rusos que tienen al chico…

– ¿Por qué te interesan?

– Pensaba que querías encontrar al hijo de Consuelo.

– Sí -dijo Falcón, que necesitaba sopesar la relación de Flowers con todo esto antes de decirle nada importante-. Tengo muchas cosas en la cabeza, Mark. Duermo poco últimamente.

– Necesito ayuda.

– ¿Quiere eso decir que te han dado permiso para ayudarme?

– No siempre necesito permiso -dijo Flowers.

Falcón le puso al corriente de la lucha de poder entre Leonid Revnik y Yuri Donstov, pero sólo le dio los detalles que Pablo del CNI le había dicho, sin tocar ninguno de los acontecimientos de la noche anterior. No podía permitirse que ese conocimiento estuviese rondando en la cabeza de Flowers.

– ¿Y no sabes qué grupo tiene al niño?

– Alguno o ninguno -dijo Falcón.

– ¿Pero qué decían exactamente las llamadas amenazadoras?

– Al principio querían que dejase de investigar a Marisa Moreno, porque podía llevarme a relacionarlos con el atentado de Sevilla -dijo Falcón-. Pero ellos me identificaron en el escenario del accidente de Vasili Lukyanov y vieron la oportunidad de recuperar sus discos.

– Lo cual les permitiría presionar a I4IT y Horizonte en el negocio que se traen entre manos -dijo Flowers-. Entonces ¿por qué alguno o ninguno? Has dicho: «alguno o ninguno».

– Las llamadas amenazadoras son no identificables. Yo suponía que eran los rusos, pero podría tener que ver con… otras cosas.

– ¿Te refieres a Yacub? -dijo Flowers, de inmediato-. ¿Y no has sabido nada desde el secuestro?

– Una de las llamadas decía que no volvería a saber nada de ellos.

– ¿Puedes conseguirme una copia de los discos?

– ¿Para qué?

– A ti, como inspector jefe, no te pueden ver negociando con bandas criminales, pero a mí no hay nada que me impida desarrollar esa línea de trabajo.

– ¿Está saliendo a relucir otra vez tu profunda certeza moral? -preguntó Falcón.

– Ojalá nunca hubiera dicho eso.

– Los discos son pruebas.

– Sólo copias, Javier. Copias.

– ¿Quieres que me ponga a hacer copias de pruebas certificadas en una jefatura llena de gente?

– No hay nadie a la hora de comer -dijo Flowers-. Si quieres que encuentre al chaval, tienes que darme las herramientas.

– Veré lo que puedo hacer -dijo Javier, que sentía un enorme deseo de liberarse de Flowers, pues algo le olía muy mal en esta petición.


* * *

Era la una y media de la tarde cuando llegó a la Jefatura. Cristina Ferrera estaba sola en la oficina. Él le dijo que había tenido noticias de Carlos Puerta a través de Ramírez y le preguntó si había pasado algo más con respecto a los diversos asesinatos.

– Hay más gente que ha visto al Pulmón después de que dejase su vehículo ayer por la tarde -dijo Ferrera-. Compró una botella de agua en la avenida Ramón y Cajal y lo vieron lavándose en la calle. Volvieron a verlo, todavía desnudo de cintura para arriba, corriendo por la calle Enramadilla. La última vez que lo vieron fue en la estación de autobuses de la plaza San Sebastián.

– Parece que se va de la ciudad.

– Siguen trabajando en la estación de autobuses, pero en algún momento debió de comprarse una camiseta, porque no tenemos más testigos que hayan visto a nadie desnudo de cintura para arriba.

Falcón le pidió que comprobase la hora de llegada del avión privado de I4IT a Sevilla y bajó a la sala de ordenadores. No había luz natural. Hileras de ordenadores. Caras jóvenes iluminadas por luz gris procedente de las pantallas. El inspector jefe le dijo que habían estado trabajando en los discos desde las ocho y media de la mañana. A las once y media habían traído a un par de matemáticos de la universidad. A mediodía se pusieron en contacto con la Interpol para ver si habían descifrado recientemente algún código de la mafia rusa. Todavía no les habían contestado.

– ¿Qué urgencia tiene esto? -preguntó el jefe del departamento de Tecnologías de la Información.

– Hay una reunión al final de la tarde entre un consorcio empresarial español y el Ayuntamiento, y creemos que la mafia rusa está intentando influir en el desarrollo de esa reunión -dijo Falcón-. Suponemos esto porque algunos de los participantes aparecen en las secuencias de sexo de los discos. Pensamos que los dos discos cifrados en los que estáis trabajando contienen «material relacionado» y queremos saber de qué se trata antes de que se celebre la reunión.

De vuelta en su despacho. Ferrera con noticias de un plan de vuelo revisado por el piloto del vuelo privado. Ahora la llegada estaba prevista al aeropuerto de Sevilla a las 19.00 de esa misma tarde. El móvil de Falcón vibró. Su hermano Paco.

– El Pulmón -dijo-. ¿Sigues interesado en encontrarlo?

– ¿Tienes algún soplo?

– No exactamente -dijo Paco-. Pero he logrado averiguar que el único tío con el que se mantiene en contacto en el mundo del toreo es otro gitano, un jinete muy diestro, que cría animales en una finca de la Serranía de Ronda.

Falcón anotó la dirección, colgó y empezó a planificar la tarde.

– ¿Dónde está Ramírez? -preguntó.

– Comía con Serrano y Baena -dijo Ferrera.

– Pídeles que vuelvan lo antes posible. Tenemos una pista sobre el Pulmón.

El móvil volvió a vibrar; se lo puso en la oreja sin comprobar la pantalla.

– Espero que no se haya olvidado de nosotros -dijo la voz.

– Dijo que llamaría. He estado esperando -dijo Falcón, mientras entraba en su despacho y cerraba la puerta.

– ¿Tiene los discos?

– No, los están utilizando. Los están examinando. No tengo acceso a ellos.

– Nunca conseguirán descifrar el código -dijo la voz-. Nosotros tenemos los recursos necesarios para pagar a las mejores mentes del sector. Ustedes trabajarían mejor que el MI6 si lograsen descifrarlo… y ellos llevan intentándolo tres años.

– El proceso no está en mis manos -dijo Falcón-. Y aunque lo estuviera y pudiera acceder a esos discos, tendría que esperar a que ustedes cumpliesen su promesa.

– ¿Nuestra promesa?

– Yo entregué esos discos, pero ustedes no han cumplido su parte del trato.

– Pero no había ningún niño -dijo la voz-. Y les salvamos la vida.

– Si querían echar mano de los discos, no les quedaba otro remedio -dijo Falcón-. Ahora tienen lo que quieren y yo no tengo nada.

– ¿Está negociando con nosotros? -preguntó la voz, perpleja.

– Ustedes quieren los dos discos que faltan -dijo Falcón-. Yo quiero a los autores del atentado de Sevilla. Es decir: los dos hombres que se hicieron pasar por inspectores de obras y los tres electricistas que colocaron el artefacto explosivo. También quiero saber dónde puedo encontrar a Nikita Sokolov.

– Es usted muy exigente, inspector jefe.

– Y quiero a la persona que mató a la esposa de Esteban Calderón en su casa la madrugada del 8 de junio de este año.

– La asesinó el juez -dijo la voz-. Lo ha confesado.

– No sé quién le habrá dicho eso -dijo Falcón-. Puede que su fuente de la Jefatura no sea tan fiable. Ése es el principal motivo por el que asesinaron a Marisa Moreno, ¿verdad?

– ¿Por qué cree que nosotros tuvimos algo que ver con eso?

– Nikita Sokolov -dijo Falcón, y no añadió nada más, esperaba que eso bastase para convencer a la voz de que sabía más de lo que sabía.

– Sokolov no es de los nuestros.

– Pero antes sí lo era.

– Tendré que volver a ponerme en contacto con usted.

– Y antes de que entregue a Sokolov, pregúntele dónde están sus dos amigos, los que utilizó para descuartizar a Marisa Moreno con una motosierra.

– Eso es mucha gente -dijo la voz-. Son… dos, cinco, seis, siete, nueve personas las que quiere a cambio de los dos discos. Me volveré a poner en contacto con usted, pero le aseguro que al señor Revnik esto no le va a hacer gracia.

– No hay prisa.

– No le entiendo.

– Si, tal como dice, nunca descifraremos el código de los dos discos, entonces tenemos todo el tiempo del mundo.

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