Capítulo 25

Por la carretera de Osuna a Sevilla. Martes, 19 de septiembre de 2006, 18.00


En el viaje de vuelta a Sevilla, Falcón hablaba por el móvil con Ramírez, mientras se acercaba el ocaso con un fulgor tan penetrante que molestaba hasta con las gafas de sol, ¿o era otra cosa que daba vueltas en su mente, junto a Darío, y le intranquilizaba?

– ¿Dónde estás, José Luis?

– Estoy en la torre de control del aeropuerto. La llegada del avión privado contratado por I4IT/Horizonte está prevista para las siete y cinco, aproximadamente -dijo Ramírez-. Acaban de notificar el plan de vuelo para mañana. Van a Málaga, despegan a mediodía.

– ¿El Pulmón?

– En los calabozos.

– ¿Los detectives Serrano y Baena?

– Están aparcados delante del edificio del Parlamento Andaluz, esperando a que salga Alejandro Spinola -respondió Ramírez-. El subinspector Pérez está en un coche delante de la oficina de planificación urbanística en la isla de la Cartuja, porque uno de mis contactos del Ayuntamiento me dijo que el alcalde tiene una reunión allí a las siete y media.

– ¿Y te has puesto en contacto con el gerente del hotel?

– En eso hay una pequeña novedad. Horizonte llamó hace un rato y canceló una de las suites ordinarias y reservó en su lugar la suite presidencial. Cuesta dos mil quinientos euros la noche -dijo Ramírez.

– Tiene que ser para alguien importante -comentó Falcón.

– Hay una cena reservada para las once: diez personas en un comedor reservado, de nuevo a nombre de Horizonte.

– ¿Y los otros invitados?

– Hay una pareja americana que aparece a nombre de Zimbrick, una pareja alemana a nombre de Nadermann, y tres reservas a nombres españoles: Sánchez, Ortega y Cano -dijo Ramírez-. Dos de ellos han notificado que llegarán tarde.

– ¿Quién ha hecho reservas en las últimas cuarenta y ocho horas?

– Sánchez y Ortega -dijo Ramírez-. Y Horizonte hizo esa modificación.

– ¿Algo más que deba saber?

– Horizonte también ha reservado la sala de conferencias y el cine antes de la cena durante una hora y ha solicitado que habiliten todo lo necesario para la de proyección de DVD.

– Da la impresión de que se trata de un nuevo proyecto urbanístico importante -dijo Falcón-. Primero inspeccionarán el lugar, luego verán el vídeo de cómo va a ser, seguido de la cena de celebración y quizá la ceremonia de firma.

– Horizonte ha pedido expresamente seis botellas de champagne Cristal añejo para después de la cena.

– Esto no es un paso más en el proceso de negociación -dijo Falcón-. Es el gran momento, y por eso eran tan cruciales los contenidos del maletín de Vasili Lukyanov.

– Pero sin los discos, ¿qué pueden hacer los rusos? -preguntó Ramírez.

Falcón se estremeció detrás de las gafas de sol. ¿Iba a empezar a mentir a su mano derecha? Esto es lo que siempre les decía a los sospechosos: la primera mentira engendra cien mentiras más y nada se adhiere a tu mente como la verdad.

– La reunión que acabo de tener en Osuna guardaba relación con el secuestro de Darío -dijo Falcón-. No creo que lo tengan los rusos. Estoy casi seguro de que está en Marruecos.

– ¿Algo relacionado con el CNI? -preguntó Ramírez-. El inspector jefe Tirado del GRUME me dijo que todavía no ha habido contacto con los secuestradores, y, si los rusos intentasen influir en el resultado de esta reunión con el alcalde esta noche, necesitarían esos discos, que siguen en nuestra caja fuerte.

– Lo cual podría significar que al menos uno de los grupos de la mafia tiene copias -dijo Falcón-. Así que tenemos que suponer que ése es el caso.

Le horrorizó la desenvoltura con la que había rellenado con yeso esa pequeña grieta.

– Si los rusos van a meterse por medio en este asunto -dijo Falcón-, con toda la seguridad no lo van a hacer en el parque empresarial de la isla de la Cartuja. Si ocurre, tendrá que ser en el hotel.

– A lo mejor necesitamos refuerzos -dijo Ramírez-. Que le den al comisario Elvira, no podemos poner a nuestra propia gente…

– Los refuerzos requieren el consentimiento de Elvira. Si tenemos que ponerle al corriente, nos van a dar las uvas, y la reunión es dentro de un par de horas -dijo Falcón-. Y además, los rusos no van a entrar allí a tiro limpio. Esto no es una guerra entre bandas rivales. Van a presionar al consorcio Horizonte/I4IT, que son gente civilizada y muy asustadiza. Nosotros también tenemos que mantener nuestra estrategia de la manera más sigilosa, porque si los rusos tienen informantes en la Guardia Civil, estoy seguro de que también los tienen en la Jefatura.

– Yo me refería más a proteger el hotel para que el alcalde pueda celebrar su reunión y firmar el acuerdo en paz -dijo Ramírez-. Para que la mafia no se salga con la suya. Ninguno de nuestros agentes debe correr riesgos.

– Perfecto, siempre que el acuerdo sea totalmente legítimo -dijo Falcón-. Alejandro Spinola ha puesto un gran signo de interrogación en esa premisa.

– ¿Cómo crees que se lo van a tomar los comisarios Lobo y Elvira cuando llegue a la prensa un escándalo de corrupción de esta magnitud?

– Mal -dijo Falcón-. Pero lo interesante de esta situación, para mí, es que es probable que la extorsión la hagan los miembros más destacados del grupo mafioso: Viktor Belenki y posiblemente el propio Leonid Revnik. Por una vez, podríamos sorprender con las manos en la masa a algunos de los principales autores de delitos muy graves, en lugar de pescarlos por blanqueo de dinero o por actividades empresariales ilegales. Y, por lo tanto, creo que también vamos a encontrar respuestas al atentado de Sevilla.

– Es verdad. Lo había olvidado. Todo está relacionado -dijo Ramírez-. ¿Dónde estás?

– A las afueras de Sevilla. Voy a la Jefatura. Mantenme informado de las novedades.

Colgó, siguió conduciendo al sol. Algo de la conversación con Yacub seguía preocupándole, pero le rondaban demasiadas cosas en la cabeza como para destacar eso en la memoria. Y además, no tenía tanto que ver con las palabras como con una sensación sobre Yacub.

Había mucho tráfico en la circunvalación que lo llevaba del este al oeste de Sevilla. De pronto tuvo que concentrarse, y fue ese momento el que eligió «la voz» para llamar.

– ¿Cómo le va con los dos últimos discos?

– Voy camino de la Jefatura para ver qué avances hay en el departamento de Tecnologías de la Información. Puede que ya estén accesibles.

– Hemos podido cumplir sus peticiones -dijo la voz.

– ¿Cómo? ¿Han reunido a todos los autores del atentado de Sevilla? ¿Incluidos Nikita Sokolov y sus dos amigos? -dijo Falcón, incrédulo-. Me cuesta creerlo.

– Tal como le dijimos, la operación de Yuri Donstov estaba en proceso de ser clausurada.

– ¿Y qué ha sido del propio Yuri Donstov?

– Ha desaparecido.

– ¿No querrá decir que lo han liquidado? -dijo Falcón-. Recuerde, he tenido ocasión de comprender bastante bien el funcionamiento de su organización.

– Yuri Donstov vio cómo se estaban poniendo las cosas y decidió que era más aconsejable desaparecer que la alternativa. Aunque la alternativa es sólo cuestión de tiempo.

– Vamos a tener que interrogar a todas esas personas que ha conseguido reunir.

– ¿Interrogarlas? ¿Por qué? Llegarán con confesiones firmadas.

– Tenemos que verificar que nos envía a los auténticos responsables -dijo Falcón-. Sus confesiones tienen que satisfacer a un tribunal de justicia.

– Ahora ya no está siendo sólo exigente, inspector jefe -dijo la voz-, ahora pide un imposible.

– El departamento de Tecnologías de la Información de la Jefatura ha estado trabajando duramente para descifrar los discos. Han traído a unos profesores de matemáticas y a la Interpol, y no tardarán mucho en consultar a los servicios secretos…


* * *

Al llegar a la Jefatura se fue directo a la sala de Tecnologías de la Información. Los dos discos seguían en uso. Hasta entonces no habían hecho avances significativos. Habían contactado con el CNI, que iba a enviar a un experto. Subió a su despacho, se sentó en su silla. El gráfico de la pared. Dios, estaba deseando quitarlo. Le resultaba deprimente. Es lo que le había dicho Alicia Aguado en sus últimas sesiones con ella: la contemplación del pasado produce depresión, pero ¿quién es uno sin pasado? Falcón siempre había pensado que, si se tiene un pasado lleno de alegría, no importa contemplarlo. Aguado rebatió esa tesis: si sólo tuvieras alegría que contemplar, no aprenderías nada, y llegarías a un punto en que cuestionarías tu relativa felicidad. Falcón se había dado por vencido. «No vale la pena vivir una vida que no se analiza», dijo Alicia, citando la célebre frase.

– ¿Es éste el inspector jefe filosófico? -dijo Pablo, apoyándose en la jamba de la puerta de su despacho.

– Me preguntaba qué sería de ti -dijo Falcón.

– He pasado demasiado tiempo en el AVE. He venido de Madrid con nuestro especialista en encriptación de software -comentó Pablo-.Ya no nos llamas, Javier, así que tengo que buscarte y obligarte a asistir a encuentros cara a cara.

– No te he estado esquivando -dijo Falcón-. Estoy ocupado.

– Y encima te vas a Osuna esta tarde.

– ¿Lo habéis estado siguiendo a él o a mí?

– A él, por supuesto -dijo Pablo-. Tú no representas una amenaza.

– Tampoco Yacub -dijo Falcón, que informó a Pablo del estado de ánimo del agente «díscolo» y su resignación a un futuro de ocultación a largo plazo.

– Los agentes como Yacub tienen que pasar por esta fase -dijo Pablo-. Estamos entrenados para ello en el servicio, aunque mucha gente cae en esa valla. Esto no es un juego que se pueda guardar y recoger. No es una realidad suspendida, como una buena novela o una gran película. Es una vida entera que hay que llevar de cierta manera y muy poca gente tiene capacidad para ello. Y los que tienen dotes para ello necesariamente pasan por esto… Es casi un proceso de duelo, supongo. Despedirse de la vida sencilla suscita ira, desesperación, pena, ansiedad, depresión… todas las emociones que relacionamos con la pérdida de algo o alguien importante para nosotros. Y la única salida consiste en sustituirlo por algo que nos dé determinación.

– ¿Y qué pasa con gente como Yacub cuando desaparece esa determinación que ha cultivado con tanto mimo?

– ¿Quieres decir… cuando se ha cumplido el objetivo?

– Ésa es la pregunta más fácil de resolver -dijo Falcón-. Lo que quiero decir es que ahora está desarrollando esa nueva determinación, pero sólo es un hombre, rodeado de numerosos enemigos. Lo pondrán a prueba constantemente. Ya se ha resignado a la pérdida de su familia. Ahora lo único que tiene es su determinación, lo cual, dada la necesidad de constante fingimiento y falsedad, irá minándose inevitablemente.

– ¿Inevitablemente?

– Porque no estamos hablando de un trabajo, Pablo. Esto no es profesionalidad, perspicacia o dotes directivas. Se trata de la identidad.

– ¿El alma, quieres decir? -dijo Pablo, sonriente.

– Sí, probablemente es lo que quiero decir… si supiera lo que es el «alma». Sea lo que sea, necesita alimento, y eso normalmente viene de la gente que te rodea, que te quiere, y a la que quieres. Eso se acabó para Yacub. Así que la cuestión es cuánto tiempo puede durar su «alma» con un alimento de… llamémoslo venganza.

– Mucho tiempo.

– Hasta que te vuelves loco -dijo Falcón, apoyándose en el respaldo de la silla, de pronto cansado de todo este diálogo.

¿Adónde le llevaba? Las palabras y el lenguaje tenían enormes restricciones, como acababa de demostrarlo la palabra «alma».

– ¿Sabes dónde está su hijo? -preguntó Falcón.

– Sigue en Londres.

– ¿Qué hace allí?

– Lo que cabría esperar de cualquier chico de su edad -dijo Pablo-. Sale a cenar. Bares. Discotecas. El MI5 le envió incluso a algunas de las chicas para hablar con él. Bailaron toda la noche, lo pasaron bien.

– No es exactamente la conducta islámica de Abdulá.

– Tiene su tapadera -dijo Pablo-. Hasta los terroristas del 11-S iban a los bares, bebían cerveza y hablaban con chicas.

– ¿Sólo hace eso? ¿No se dedica a ninguna otra… actividad?

– Seis meses es el tiempo mínimo para que un agente de su edad pase a estar en activo -dijo Pablo-. Al MI5 les facilitaría el trabajo conocer el objetivo propuesto de Abdulá.

– Ya no hay ningún objetivo -dijo Falcón-. Eso sólo fue una prueba para comprobar la lealtad de Yacub a la causa.

– Un objetivo siempre es un objetivo -dijo Pablo-. Si Yacub y su objetivo están fuera de peligro, no debería importarte ponernos al corriente.

– No hablamos de eso.

– ¿De qué hablasteis?

– Dijo que me iba a ayudar a encontrar al hijo de Consuelo.

– ¿Cómo te puede ayudar con eso?

– Porque creo que lo secuestró el GICM -dijo Falcón, y al instante se arrepintió de haberlo dicho.

– Sólo secuestrarían a Darío para presionarte a ti -dijo Pablo, entrando por completo en el despacho por primera vez, movido por la curiosidad-. ¿Por qué iban a querer hacer eso?

– El secuestrador dijo que yo lo «reconocería» -dijo Falcón-. En otras palabras, vería la similitud entre el secuestro de Darío, hijo de Raúl Jiménez, y Arturo, otro hijo, ahora conocido como Yacub, que también fue secuestrado hace treinta años cuando tenía una edad similar. La voz que llamó dijo que no volvería a tener noticias de ellos, lo cual fue algo que ocurrió también en el caso de Arturo.

– Eso es en tu contexto personal -dijo Pablo-. Me interesa lo que esto significa en nuestro contexto.

– Pero ésa es la cuestión: pretende ser algo personal.

– ¿Pero por qué? No entiendo por qué, ni siquiera en un plano personal -dijo Pablo-. ¿Qué sentido tiene? Ni siquiera lo sabes tú, ¿verdad? Quiero decir, veo las similitudes entre Arturo/Yacub y Darío, que tienen en común el mismo padre, pero no veo el ¡motivo.

– ¿Aparte de presionar en mi relación con Yacub? -dijo Falcón.

– Eso no ha funcionado. Parecíais más unidos que nunca en Osuna, según nuestra vigilancia.

– Mira, el tipo en cuestión está torturando a Yacub con el reclutamiento de su hijo, y está torturándome a mí con el secuestro a Darío, lo más parecido que he tenido nunca a un hijo.

– ¿El tipo en cuestión? ¿De qué tipo hablas?

– Me refiero al GICM.

– ¿Y conoces al tipo en cuestión? -preguntó Pablo, de pronto suspicaz-. ¿La persona que está haciendo esto?

– No. ¿Cómo voy a conocerlo?

– Él te conoce -dijo Pablo-. Pero lo cierto es que no te estás concentrando en Yacub. Tu atención se ha desviado. ¿Me equivoco? Creo que no.

Desde Londres, el sábado anterior, el único momento en que había pensado en Yacub fue mientras llevaba a casa a Consuelo en su coche, esa misma tarde, cuando al fin se le ocurrió lo que podía significar la frase «lo reconocerás». Durante las últimas setenta y dos horas, en el paisaje de su mente el primer plano había cambiado, pero el fondo seguía siendo constante. Cada vez que perdía de vista el primer plano, Darío saltaba de inmediato a la mente.

– No te equivocas -dijo Falcón-. Y ahora la cosa ha cambiado. Yacub ya no está presionado.

– ¿En serio? -dijo Pablo, de nuevo para sus adentros-. ¿Ha cambiado?

– Abdulá está en Londres pasándoselo bien. Yacub está en un desfile de moda en Marbella.

– Estaba tranquilo, decías.

– Totalmente.

– ¿Por qué se tranquiliza de pronto la gente que ha estado muy desasosegada?

– Porque lo que desasosegaba a Yacub ya no es inminente -dijo Falcón.

– Pero también ocurre cuando se toman decisiones -dijo Pablo-. Cuando la gente por fin se decide.

El móvil de Falcón vibró en la mesa, arrastrándose hacia él con cada tono de llamada. Contestó.

– Sólo había dos hombres en el avión privado que acaba de aterrizar -dijo Ramírez-. Nuestros viejos amigos de los discos: Juan Valverde y Antonio Ramos. Pero ni rastro del asesor americano, Charles Taggart. Ahora estamos siguiendo su Mercedes hacia la ciudad.

– ¿Algún movimiento con respecto a Alejandro Spinola?

– Ya ha llegado a la oficina de Planificación Urbanística -dijo Ramírez-. Y supongo que es ahí donde nos dirigimos.

– Llegaré dentro de diez minutos -dijo Falcón, y colgó.

Pablo había quedado en silencio y estaba encorvado, pensando con una intensidad alarmante.

– Me tengo que ir, Pablo -dijo Falcón-, pero necesito que me eches una mano.

– ¿En qué?

– Me gustaría enviar a alguien unas fotos de gente que necesitamos identificar.

Pablo garabateó una dirección de correo en un papel.

– Yo los llamaré para comprobar que todo esté en orden.

– Gracias, nos vemos dentro de un rato -dijo Falcón.

– Esto no es todo, Javier. Sé que no es todo. Tienes que contarme.

Falcón estuvo a punto de sincerarse y lo discutió con su antiguo yo: el inspector jefe conservador, cumplidor, que se aferraba estrictamente a las normas. Bastaba con decir la palabra «saudí» y todo se acabaría. Sabía quién ganaría. Nunca lo había dudado. Era sólo una pequeña prueba que se había puesto a sí mismo.

– No hay nada que contar -dijo, y salió del despacho.

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