Hotel Vista del Mar, Marbella. Miércoles, 20 de septiembre de 2006, 01.00
Tumbado de espaldas en la firme y cara cama, con la cabeza apoyada en la almohada, el teléfono en la oreja, Yacub Diuri hablaba con su hija de dieciséis años, Leila. Siempre se habían llevado bien. Ella le quería del modo sencillo en que quieren las hijas a sus padres protectores. La relación de Leila con su madre ya era otro cantar, eso tenía que ver con su edad, pero a su padre siempre lo había hecho feliz. Y Yacub se reía, pero las lágrimas también asomaban al rabillo del ojo, goteando por los lados de la cara y enroscándose entre las florituras de las orejas.
Ya había hablado con Abdulá en Londres, que estaba enfadado porque nunca había tenido tanta popularidad entre las chicas y no le apetecía estar de pie delante de una discoteca, en la oscuridad de la noche fría, escuchando la monserga de su padre sobre cosas que podían esperar a que volviera a Rabat, pero él se lo consentía. Yacub lo lamentaba, no porque le hubiera gustado tener una conversación mejor, sino porque sabía que Abdulá siempre recordaría la irritación y la exasperación como el sentimiento dominante de aquella conversación con su padre.
Leila le dio las buenas noches y le pasó el teléfono a su madre.
– ¿Qué pasa? -preguntó Yusra-. No es propio de ti llamar a casa mientras estás fuera, y vas a volver el jueves.
– Ya, pero os echaba de menos. Ya sabes lo que es. Negocios. Madrid un día, Londres al día siguiente, Marbella después. La conversación incesante. Sólo quería oír vuestras voces. No para hablar de nada. ¿Qué tal estáis sin mí?
– Está todo tranquilo. Mustafá se marchó anoche. Volvió a Fez. Logró que pasara su remesa de alfombras por la aduana de Casablanca y el fin de semana tiene que ir a Alemania. Así que sólo estamos Leila y yo.
Hablaron de cosas insustanciales y profundas. Él la oía moverse por su salón privado, que había decorado a su gusto, donde recibía a sus amigas.
– ¿Qué tal fuera? -preguntó.
– Es de noche, Yacub. Son las once.
– ¿Pero qué tal tiempo hace? ¿Hace calor?
– No es muy distinto de Marbella.
– Sal y dime cómo está.
– Tienes un estado de ánimo curioso esta noche -dijo ella, asomándose a la terraza por las ventanas francesas-. Hace calor, unos veintiséis grados.
– ¿A qué huele?
– Los chicos han estado regando, así que huele a tierra y la lavanda que plantaste el año pasado huele muy fuerte. ¿Yacub?
– ¿Sí?
– ¿Seguro que estás bien?
– Estoy estupendamente. De verdad. Ha sido maravilloso hablar contigo. Ahora será mejor que me vaya a dormir. Mañana me espera un día muy largo. Muy largo. Bueno, mañana ya es hoy. Aquí vamos dos horas por delante, claro, así que ya es hoy. Adiós, Yusra. Dale un beso a Leila de mi parte… y cuídate mucho.
– Estarás bien por la mañana -dijo, pero ya no hablaba con nadie.
Yacub había colgado. Yusra volvió al interior y, antes de cerrar las puertas, respiró una vez más el aire nocturno con olor a lavanda.
Yacub apartó los pies de la cama, se sentó en el borde y hundió la cara entre las manos. Las lágrimas rodaban por sus palmas. Se las secó sobre las piernas desnudas. Respiró profundamente, se tranquilizó. Se puso unos pantalones vaqueros negros de algodón elástico, una camiseta negra de manga larga, calcetines negros y un par de zapatillas deportivas negras. Se colgó de los hombros un suéter negro.
Encendió un cigarrillo, miró la hora: la 1.12. Apagó la luz de la mesilla de noche, dejó que sus ojos se adaptasen a la oscuridad. Dejó el cigarrillo en el cenicero, se acercó a la ventana, salió al balcón y se asomó a la calle. El coche, que llevaba varios días allí, seguía en el mismo sitio, y el conductor todavía estaba despierto. Se encogió de hombros, volvió a entrar. Se examinó los bolsillos. Sólo estaba la fotografía. Del bolsillo lateral de la maleta sacó un llavero con cuatro llaves. Echó un vistazo alrededor, sabiendo que no necesitaba nada más en ese momento. Dio una última calada al cigarrillo, lo apagó y salió de la habitación. Tenía una intensa sensación de alivio cuando cerró la puerta.
El pasillo estaba vacío. Bajó a la planta baja por las escaleras, salió al hotel e inmediatamente traspasó la puerta que decía «Sólo personal». Todo estaba en silencio. Pasó por delante de la lavandería y bajó un pequeño tramo de escaleras hacia las cocinas. Voces. Estaban recogiendo el servicio de la cena. Esperó mientras evaluaba los diversos sonidos; luego salió al pasillo, se agachó bajo los ojos de buey de las puertas dobles y salió a la noche y al hedor de los cubos de basura. Se subió al cubo metálico más cercano a la pared y echó un vistazo.
Ahí había surgido una complicación. Al volver de su reunión con Falcón en Osuna, le habían dicho que el CNI había puesto un coche en la calle, tanto en la fachada principal del hotel como en la parte de atrás. El coche estaba ahí en ese momento, casi justo enfrente de la salida trasera del hotel. Iba a tener que saltar por el muro a la calle lateral del hotel, y esto requería dar un salto de unos dos metros y medio.
Saltó, se golpeó con la pared, se hizo daño en la barbilla, pero se aferró a la parte superior con los brazos y los hombros, que crujían con la tensión. Giró la pierna hacia arriba, se quedó tendido en la parte superior, suspiró, miró abajo. Vacío. Al bajar le fallaron las fuerzas de los brazos y cayó con fuerza en el estrecho callejón, se torció el tobillo y fue cojeando hasta la esquina. Examinó el coche: sólo un conductor con la cabeza apoyada contra la ventanilla. Ningún movimiento. Yacub miró a derecha e izquierda. No había nadie por allí. Se agachó y corrió en paralelo a la hilera de coches, encontró un hueco, se metió allí, se agarró el tobillo y esperó. Sangraba por la barbilla. Un coche giró por aquella calle, los faros recorrieron el asfalto. Al pasar, cruzó la calle corriendo agachado y se fue directo al callejón opuesto. Saltó a la pata coja hasta la calle siguiente.
La Vespa y el casco estaban sujetos con candado a una farola. Empleó una de las cuatro llaves para abrir el pesado candado y desenroscó la cadena de la rueda y el casco. Con una segunda llave encendió el motor de la Vespa. Limpió el casco con la mano, se lo puso. Estaba pegajoso del gel de pelo del chico que lo había dejado ahí.
Había poco tráfico por la ciudad. Se dirigió hacia el oeste, hacia una pequeña bahía de la costa, que estaba protegida del mar y tenía aguas poco profundas. Al otro lado de Estepona giró hacia el mar. Escondió la Vespa y el casco al lado de la carretera y caminó renqueante doscientos metros hasta el borde del agua, donde le esperaba el barco. La única luz venía de los altos edificios turísticos apartados de la carretera.
Nadie podía acusar al alto mando del GICM de carecer de sentido del humor. La lancha motora que habían comprado para esta misión se llamaba Verdugo 35. Era de color azul oscuro, con diez metros de eslora y dos motores Mercury de 425 caballos, capaces de alcanzar velocidades de más de 130 kilómetros por hora. Parecía elegante, casi ostentosa, con su suave balanceo contra el embarcadero de madera donde estaba amarrada.
Desabrochó el toldo que cubría la popa y saltó al puente de mando. Insertó la tercera y la cuarta llave en el panel de arranque, que estaba en la parte derecha del cuadro de mandos, pero no encendió el contacto. Se quitó el suéter de los hombros y lo arrojó al asiento del copiloto. Abrió la escotilla de la cabina, en la que habían instalado un falso mamparo después de vaciarla. Yacub palpó el suelo por un lado y levantó el borde de la alfombra. Recorrió la madera con los dedos hasta que palpó el aro metálico encastrado y despegó un cuadrado de madera de treinta centímetros. Lo primero que encontró fue la linterna de bolsillo, la encendió, se la metió en la boca. Sangre de la barbilla en las manos. Sacó una brújula y un teléfono móvil, que encendió, y unos prismáticos. Lo único que quedaba era un interruptor del que partían dos cables de cobre. Luego vio los cinco bidones de combustible sujetos al mamparo, dos garrafas de cinco litros de agua y una fiambrera con comida.
El teléfono estaba listo. Un mensaje. Lo abrió, asintió, apagó el teléfono y lo arrojó a la cavidad camuflada. Se examinó el tobillo, que estaba inflamado y blando como un mango maduro.
Al salir enrolló el toldo, lo tiró dentro de la cabina, comprobó los armarios de popa, más bidones de combustible. Abrió las escotillas del compartimento de los dos motores. Delante del asiento del piloto, se familiarizó con los indicadores, interruptores, palancas y mandos. En medio del salpicadero estaba la pantalla del sistema de navegación por satélite, que no iba a encender hasta que saliese de las aguas territoriales españolas. Encendió el interruptor de la batería y los extractores. Esperó cinco minutos, comprobó que el cambio de marchas estuviera en punto muerto y la palanca de aceleración al mínimo. Activó el interruptor de seguridad. Giró las llaves de contacto en el sentido de las agujas del reloj. Los pilotos y las alarmas se encendieron un instante. Los pulsó para accionarlos en posición de inicio y los soltó. Se encendieron los motores con un ruido que parecía colosal en el silencio de la bahía.
El indicador de presión decía que el flujo de agua del motor era normal e inspeccionó por la borda los tubos de escape. Mientras se calentaban los motores, revisó la sentina y el compartimento de los motores, para comprobar que no hubiera filtraciones ni ruidos raros. Cerró las escotillas. Movió ligeramente hacia delante la palanca de aceleración para comprobar la respuesta. Correcto. Comprobó el cambio de marchas. Soltó amarras, se empujó para alejarse del embarcadero. Puso el cambio de marchas en posición de avance, a una velocidad muy baja, y se adentró en el mar abierto, que estaba casi tan plano como las aguas protegidas de la cala.
Hacía una temperatura agradable pero él seguía sudando, a pesar de la suave brisa refrescante. La primera parte de su misión tenía sus dificultades. No había sistema de navegación ni luna. Tenía que orientarse y salir de las aguas territoriales españolas. La brújula podía iluminarse pulsando un botón, y así lo hizo en una ocasión durante un minuto para comprobar el rumbo. Había luces en el agua: barcos pesqueros que tenía que esquivar. Él no llevaba luces. Mantenía el motor a bajas revoluciones. Paulatinamente se dibujó el litoral de la Costa del Sol. Las luces de Estepona aparecieron al oeste.
Tardó más de una hora en distanciarse tres kilómetros de la costa y sólo entonces aceleró un poco, sintiendo el brío de los dos grandes motores bajo la embarcación. Escudriñó la negrura por si venía algún pesquero, verificó el rumbo, se volvió para mirar al este las luces de Fuengirola, Torremolinos y Málaga.
El peligro ahora era otro. Ya no le daba tanto miedo que detectasen su presencia los guardacostas, pero se estaba adentrando en una de las rutas marítimas con más tráfico del mundo. Colosales porta-contenedores, con una altura de cuarenta o cincuenta metros sobre el nivel del mar, procedentes del Atlántico, o inmensos cargueros de gas natural licuado que hacían la ruta de Argelia a Sines, en la costa portuguesa. Si chocaban con él ni se enterarían. Escuchó y observó atentamente la oscuridad.
A treinta kilómetros encendió el sistema de navegación para ver dónde se encontraba. Se dirigía a un punto situado cuarenta y cinco kilómetros al sureste de Estepona y aproximadamente la misma distancia al nordeste de Monte Hacho, frente al enclave español de Ceuta, en el extremo nordeste de Marruecos. Estaba más al este de lo que preveía, pues la corriente era mucho más fuerte de lo que había calculado. Estaba a más de cincuenta kilómetros de su punto de encuentro y quedaban dos horas y media para el alba.
Tenía que confiar en sus instrumentos de a bordo. Ya no había línea costera que lo guiase. Puso rumbo al suroeste y aumentó las revoluciones. Comprobó todos los indicadores y le asombró ver que el combustible había caído a tres cuartos del total. Le habían dicho que el depósito tenía seiscientos litros de capacidad, que los bidones de reserva sujetos al mamparo de la cabina eran sólo para casos de emergencia. Mientras se ocupaba de este nuevo problema, un acantilado de metal negro emergió de la oscuridad y Yacub oyó el golpeteo rítmico de los inmensos motores. Giró a la derecha el volante del timón, aceleró, se distanció cien metros del casco altísimo de un carguero de mercancía seca. Volvió a relajarse. Temblaba. No se sentía competente en esta situación, no era buen conocedor del mar ni de los barcos, ni siquiera sabía nombrar las cosas con precisión. ¿Qué era una cornamusa? Se tranquilizó, desesperado por fumar. Le latía el tobillo. Volvió a sentir pánico mientras se enfrentaba a la desorientación, a un mareo repentino y un tremendo deseo de no estar en medio de un océano negro en algo que parecía un palillo, rodeado de rascacielos móviles. El barco se escoró y se bamboleó con la inmensa estela imprevista del buque que pasó. Recobró el aliento. No te hiperventiles. Estate atento a los instrumentos. Recupera el rumbo. Sigue adelante.
Mientras aumentaba la potencia, se estremecía ante la más leve modulación del ruido, toda variación del tono de la negrura que venía a su encuentro. El coraje lo seguía como una estela espumosa y burbujeante. Apretó con mayor firmeza el volante, se impuso una rutina. Miró el indicador de combustible. Había bajado del nivel de los tres cuartos. Este barco consumía ciento cincuenta litros por hora a una velocidad de crucero de cien kilómetros por hora. Dudaba que hubiera pasado de los cincuenta kilómetros por hora en todo el viaje, así que ¿cómo podía haber consumido ciento cincuenta litros? Miró la hora. Sólo llevaba dos horas en el agua. A lo mejor ese consumo era normal. Déjalo. No te obsesiones. Comprobó el rumbo, aceleró. El barco planeó. La oscuridad se escindía delante de él. Se le ocurrió pensar que no le haría gracia estar en un barco con un motor apagado y que lo aplastase un buque cisterna de gas licuado. Sentía la palpitación del pánico debajo del diafragma. Debiera haberse puesto un parche de nicotina, no recordaba cuándo era la última vez que había pasado seis horas sin fumar.
No mires el indicador de combustible.
El indicador de combustible iba por la mitad. Lo golpeó con un nudillo. Algo no iba bien. ¿Trescientos cincuenta litros en tres horas a la velocidad a la que iba? Desaceleró, centró la palanca del cambio de marcha, apagó los motores y el interruptor de seguridad. Silencio. Las olas golpeaban los costados del barco, que se movía torpemente en el agua. Se agachó a cuatro patas y olisqueó la cubierta. Se enchufó la linterna en la boca y abrió las escotillas del motor. Siguió olisqueando. ¿Iba a ser capaz de arreglar una fuga de combustible? Ni siquiera sabía si había herramientas a bordo. Comprobó si la sentina olía a combustible hasta que ya no distinguía ningún olor.
Esto no se lo habían enseñado en el cursillo. Repostar en medio del océano. Apagó las válvulas de combustible, cerró las escotillas del motor. Encontró el embudo en los armarios de popa, sacó un bidón, colocó los tapones de combustible a la derecha del puente de mando. Cálmate. Piensa. ¿Qué iba a conseguir con eso? ¿Iba a verter combustible en el océano? Miró la hora. Tenía tiempo de sobra. El barco cabeceaba. Venga, vamos. Metió el embudo, encajó un pitorro en el bidón, vertió el combustible dentro, mirando desenfrenadamente alrededor por si se acercaba algún muro metálico, atento a los ruidos, intentando distinguir, pese a los acuíferos, el golpeteo lejano de los motores marinos. Nunca había sentido tal vulnerabilidad física. Mientras llenaba el depósito de combustible, empezó a pensar que lo que le estaba ocurriendo era una manifestación física de su estado mental de los últimos tres meses. La sensación de que ciertas fuerzas poderosas se alineaban contra él, dispuestas a aplastarlo sin pensarlo dos veces, pero él era incapaz de verlas, sólo vivían en su mente, en su minúsculo mundo interior, aferradas desesperadamente a las cosas de su vida que le hacían sentir humano. Cambió de bidón. Una ola más grande sacudió el barco, y el combustible se le derramó en cascada sobre la pierna. Maldita sea. Esto era peligroso. Volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo. Vertió el resto del segundo bidón en el depósito. Con eso bastará. Al menos podría comprobar si esto producía algún efecto en el indicador de combustible. Se quitó los pantalones empapados, los tiró por la borda. Lavó la cubierta, sacó la conclusión que al estar en mitad del océano se habrían aireado los gases del puente de mando. Se lavó las manos. Con el corazón en un puño, encendió el interruptor de la batería. No se prendió fuego al instante. Dejó un rato los extractores encendidos.
Volvió a mirar a su alrededor. Se asustó. Accionó el contacto, encendió los motores. Nada. Mierda. Había vertido el combustible al océano. Espera. Cálmate. Abre las válvulas de combustible.
El motor se puso en marcha. No veía bien, porque la luz de la linterna todavía dibujaba imágenes equívocas en su retina. La apagó, se la guardó en los calzoncillos. Miró el indicador de combustible. ¿Había subido la aguja? Comprobó el sistema de navegación. Había vuelto a derivar con las fuertes corrientes de la zona. El repostaje le había costado casi dos kilómetros. ¿Debía verter otros dos bidones? Volvió a escuchar, sin perder de vista la oscuridad confusa que, en lugar de permanecer estacionaria, parecía aproximarse a él. ¿Cómo se le había ocurrido meterse en este plan insensato?
Apagó el motor. Volvió a los bidones. De nuevo la linterna en la boca. ¿Dónde estaba el embudo? Lo había dejado sobresaliendo del depósito. Debía de haberse caído por la borda. Examinó la zona donde estaban los tapones de combustible y vio escritas las palabras «depósito auxiliar» y «depósito principal». Casi llora de gratitud al recordar una cosa que le enseñaron en el cursillo. Se arrodilló, reptó hasta los bancos traseros, conmutó del depósito principal a los auxiliares.
Sonaron unos motores a la derecha. Casi escupe la linterna hasta que vio pasar el portacontenedores a cuatrocientos metros de distancia. Envidiaba a los hombres de allí arriba, de pie bajo la luz verde del puente, fumando y tomándose un café mientras el radar se lo decía todo. Volvió al sistema de navegación. Avanzaba rápido hacia el sureste.
Encendió los motores, giró en redondo, aceleró. Con rumbo al estrecho de Gibraltar, miró la hora. Pronto iba a amanecer; se desesperaba por poner fin a esta ceguera, esta sensación de cascos de acero inminentes.
La corriente debía de ser inmensamente fuerte. Le habían dicho que eso es lo que les pasaba a la mayor parte de las pateras y los cayucos que venían cargados de inmigrantes africanos. Había visto los cadáveres en una ocasión, alineados en una playa cerca de Tarifa; la Guardia Civil se mantenía a distancia para evitar el hedor. Se agarró la frente, desterró esos pensamientos mórbidos. La corriente. Tenía que rebasar el objetivo un par de kilómetros y dejarse arrastrar por la corriente hasta alcanzar la posición.
Frenó su mente galopante. En cuanto amaneciese, todo sería más fácil. Miró a sus espaldas por si atisbaba alguna luz. Todo seguía uniformemente negro. Respiró para contener otro ataque de lo que pensó que era pánico, pero luego era risa, carcajadas incontrolables, como si hubiera fumado hierba y de pronto hubiera visto lo absurdo de la vida cotidiana. Se acomodó en el asiento, la histeria temblaba en su interior, sus pensamientos palpitaban al borde de la locura.
Y así llegó una calma extraordinaria. La trepidación se desvaneció. Era como le había dicho su suegro antes de someterse a una operación de corazón en París: «En los días previos empujas el miedo como una piedra monte arriba y luego, de pronto, vienen a buscarte y te pones en sus manos y esperas que Alá les acompañe. Es la máxima tranquilidad que llegarás a sentir en esta vida».
Y ocurrió justo cuando menos lo esperaba. El alba. El milagro de los planetas. La expansión de la luz por la juntura del mundo. Los barcos aparecían ante el fondo cada vez más luminoso. Le habría encantado ver tierra; al cabo de tan pocas horas la echaba enormemente de menos. No entendía cómo soportaban la soledad los marinos solitarios que circunnavegan el planeta con toda la infinita grandeza desconocida que tienen debajo de la embarcación.
Más luz; las 7.50, faltaban veinte minutos para que saliera el sol. El miedo había desaparecido por completo, desterrado de su cuerpo y sustituido por la confianza de la iluminación. El objetivo debía haber salido de Tánger dos horas antes. Sonrió para sus adentros. Se iba a cumplir el plan. El horizonte se tiñó de morado, carmesí, rosa y violeta, con destellos amarillos y blancos que se tornaron azules, y luego añiles, y le dolió el corazón de pensar lo que se iba a perder. Al ver una fina raya de nube gris, paralela a la línea perfecta del horizonte, como un estilete que horada la carne de una naranja sanguina, le tembló la mandíbula de emoción.
Las 8.07. Estaba en el punto de encuentro. Sacó los prismáticos, divisó el mar. Cinco barcos por el oeste; un petrolero por el este. Un chapoteo al frente captó su atención y bajó los prismáticos. Una escuela de delfines a diez metros del barco. Buceaban y emergían a la superficie, saltando y zambulléndose. Les lanzó un grito de alegría.
El sol salió a las 8.11. El horizonte temblaba como si tuviera que romperse un menisco para que el orbe rojo emergiera en el cielo. Estiró los brazos como un director de orquesta exultante ante sus músicos y luego volvió la espalda a la escena, escudriñó de nuevo el estrecho de Gibraltar con los prismáticos. Buscaba un barco, no un gran buque, aunque era de un tamaño respetable, dado que no se trataba de un carguero. Medía cuarenta metros de eslora, unos doce metros de altura, tenía bandera marroquí y se llamaba Princesa Bujra. Pero él todavía no percibía bien la escala del barco. Hasta un petrolero de ciento cincuenta metros parecía un juguete en el agua.
La lancha había derivado. Maniobró para situarla de nuevo en posición, setecientos metros al noroeste. Las 8.27. Volvió a examinar el océano. Siete barcos por el oeste, cuatro por el este. El Princesa Bujra debía ser visible. Lo habían calculado meticulosamente. De ese barco lo sabía todo. Tenía que haber salido de Tánger con retraso. Soltó los prismáticos, se aferró al parabrisas del puente de mando, comprobó el sistema de navegación, posición perfecta.
El sol ya había salido del todo y se había despegado del agua. Sentía el calor en la espalda. Se quitó la camisa y la arrojó detrás. Cerró los ojos un instante, relajó la vista; la había forzado mucho durante la noche. Se acercó los prismáticos a la cara. Uno, dos, tres, cuatro barcos. Dejó de mirar, volvió a fijarse. Entre el tercero y el cuarto, un buque más pequeño. Aceleró, avanzó cien metros, doscientos, divisó la bandera marroquí en la popa, luego se fijó en el casco. Princesa Bujra. De pronto sintió la necesidad de mear.
Desaceleró, entró en la cabina, levantó la cavidad camuflada, giró el interruptor 180 grados, se encendió una luz roja, y de la punta de la proa salió un tenue zumbido y un chasquido. La luz roja cambió a verde. Listo. Volvió al puente de mando y siguió mirando con los prismáticos. Allí estaba. A quinientos metros. Dejó los prismáticos suspendidos en el pecho. Se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón para sacar la fotografía, quería besar la memoria de Yusra, Abdulá y Leila. Se la había dejado en los pantalones que tiró por la borda. No importaba, los besó de todos modos. Aceleró gradualmente hasta alcanzar la máxima velocidad. La potencia lo impulsaba hacia atrás como si quisiera sentarlo en la silla, pero permaneció de pie, aferrado al volante. El Princesa Bujra era cada vez más grande, más a escala real. Faltaban cien metros. Yacub ya no pensaba. Sólo se concentraba en el ojo de buey que había en medio del costado de estribor del barco, al que apuntó para chocar con él a ciento veinte kilómetros por hora.
El mar parecía duro como el asfalto debajo del casco. La proa golpeaba la superficie, provocándole una vibración en todos sus órganos. El barco era enorme visto de cerca. Aquella superestructura blanca se cernía sobre Yacub. Sonrió al viento que le daba en la cara, sonrió de pensar que estaba al otro lado, que iba directo hacia otra dimensión, temblando a través del muro transparente que haría parecer absurdo todo este sufrimiento. Su casco y el ojo de buey colisionaron. Se deslizó por la fisura del tiempo, mientras el Princesa Bujra se rompía en dos con un ruido que no era suficientemente fuerte para oírlo.