Capítulo 26

Aeropuerto de Sevilla. Martes, 19 de septiembre de 2006, 19.15


El enorme Mercedes negro, donde viajaban los hombres identificados por Ramírez como Juan Valverde, jefe de I4IT Europa, y Antonio Ramos, el ingeniero jefe de Horizonte, se trasladó directamente del aeropuerto a la isla de la Cartuja. Este lugar, situado al otro lado del río desde el casco histórico de la ciudad, era donde se había celebrado la Expo 92. Se había transformado en una zona de edificios comerciales de lujo. El coche esperaba en el helipuerto, donde se reunió con otro Mercedes. Los dos conductores salieron a fumar y charlar. Al cabo de cuatro minutos, se oyó el tenue golpeteo rítmico de un helicóptero procedente del sur. El traqueteo de las aspas se intensificó y los conductores se volvieron para ver el helicóptero que entraba con fuerza, caía en picado unos instantes y, en medio de un violento estruendo y una polvareda, posaba delicadamente sus patines en la H pintada en amarillo.

Cuando las aspas empezaban a detenerse, un empleado del helipuerto se acercó corriendo y abrió la puerta del helicóptero. Salieron dos hombres: uno era un ejecutivo español con un traje azul claro, camisa blanca, corbata azul; el otro, claramente americano, iba en vaqueros, con una camisa azul bien abotonada y una americana ligera doblada sobre el brazo. En el paseo de treinta metros hasta los coches, Ramírez consiguió cuatro primeros planos de los dos hombres con su cámara digital.

Los dos hombres salieron del Mercedes, dieron la mano a los recién llegados, que tenían un aire de superioridad jerárquica. Los acompañaron al segundo Mercedes. El empleado del helipuerto entregó un par de portatrajes y dos maletas pequeñas de ruedas al conductor, que ya tenía abierta la puerta del coche. Los dos hombres entraron. Juan Valverde y Antonio Ramos volvieron a su Mercedes. Los conductores se sentaron al volante. Los coches arrancaron.

Mientras Ramírez conducía, Ferrera iba en el asiento trasero, descargando las imágenes de la cámara en el portátil. Las caras de los hombres no le decían nada. Cuando llegaron a la zona de Wifi, cerca de las oficinas de Planificación Urbanística, envió las fotos y su número de móvil a la dirección de correo electrónico que le había dado Falcón por teléfono unos minutos antes. Ramírez aparcó delante de la oficina de Planificación, en la Avenida Carlos III, justo al lado del helipuerto, y recogió a Falcón, que entró en el asiento del copiloto. Ferrera le entregó el portátil con una imagen de los dos hombres. Él negó con la cabeza.

Observaron los dos Mercedes. Nadie se movió hasta que las dobles puertas de la Oficina de Planificación se abrieron y salió Alejandro Spinola con tres personas. El primero era el alcalde, que iba seguido por un hombre y una mujer.

– La mujer es directiva de Agesa, la compañía responsable de la isla de la Cartuja -dijo Ferrera-. Él es el jefe de la planificación urbanística del Ayuntamiento.

Todo el mundo salió del coche. Hubo saludos cordiales, falsos. El americano desconocido sonreía con dientes perfectos y atesoraba con las dos manos cada mano que le tendían. No parecía tener dificultad para hablar español. Al cabo de unos minutos se dispersaron hacia los coches y el Mercedes del alcalde se sumó al convoy que avanzaba por la calle Francisco de Montesinos.

Los coches pararon en el Pabellón de los Descubrimientos Españoles de la Expo 92. Los miembros de la delegación salieron de los coches y se congregaron delante del edificio, lo rodearon y luego avanzaron hacia el río, hasta el puente de la Cartuja. Los coches se reunieron de nuevo con ellos delante del Monasterio de Santa María de las Cuevas, los recogieron y los llevaron a la zona segura, cercada, del parque empresarial. Llegaron a una parcela sin construir en un emplazamiento de lujo. De nuevo se reunieron y caminaron por allí.

– ¿Qué crees que hacen? -preguntó Ferrera-. No hay nada que ver. Es como una delegación papal que viene a bendecir el solar.

– Más bien ejecutivos agresivos que vienen a marcar su territorio -dijo Ramírez.

– He leído algo sobre el pabellón, que quieren convertirlo en un museo y construir pisos junto al río -dijo Falcón-. Y mi hermana que sabe todo lo que hay que saber sobre la propiedad en Sevilla, me ha dicho que el solar que estamos viendo ahora es el más valioso de la isla de la Cartuja y está reservado para que un banco construya un edificio de oficinas de veinte plantas.

Los coches salieron del parque industrial protegido, atravesaron el Camino de los Descubrimientos y pararon al lado del Pabellón del Futuro. La delegación salió y recorrió el frente del pabellón, alejándose del parque de atracciones de la Isla Mágica hacia el Auditorio. Al volver atajaron por unos jardines que había al otro lado. En ese punto hubo muchos brazos estirados y auténtica emoción ante la posibilidad de disfrutar de unas excelentes vistas del río.

– Ahí es donde van a hacer mucho dinero -dijo Ramírez.

– Todo esto pertenece al parque de atracciones de la Isla Mágica, pero no lo utilizan -dijo Falcón-. Se ha hablado durante años de la posibilidad de convertir esto en una zona de oficinas, tiendas Y hoteles.

– Vaya, acaban de ofrecernos una visita al proyecto urbanístico más importante de Sevilla en los últimos quince años -dijo Ramírez.

El sol se había puesto cuando la delegación volvió a los coches, detective Serrano seguía a Spinola y al alcalde. Ramírez no perdía de vista los dos Mercedes que contenían a los miembros del consorcio I4IT/Horizonte. Al cabo de unos minutos, los dos Mercedes habían cruzado los humedales de las afueras de Sevilla y circulaban por la carretera de Huelva. Ferrera recibió una llamada en el móvil.

– Serrano dice que la delegación del alcalde se ha dividido en la Oficina de Planificación.

– Que se quede con Spinola y que le diga a Pérez que se vaya a casa.

Al cabo de veinte minutos, los dos Mercedes se detuvieron delante de la puerta del hotel La Berenjena, cuyo césped esmeralda besado de aspersores destacaba en el paisaje ocre, abrasado por el sol. Ramírez siguió adelante y dio la vuelta en una gasolinera situada a cien metros de allí.

– Dales un cuarto de hora para que se acomoden. Después entramos y nos presentamos al gerente -dijo Falcón.

Otra llamada de Ferrera. Escuchó, anotó, colgó.

– Era el CNI. Han confirmado la identidad de los ocupantes del helicóptero. El empresario español del traje gris es Alfredo Manzanares, el nuevo director general del Banco Omni. El americano es Cortland Fallenbach, uno de los copropietarios de I4IT en Estados Unidos. También pensaron que nos interesaría saber que se acaba de anunciar hace una hora que el Banco Omni ha adquirido el control del Banco Mediterráneo, que tiene cinco millones de clientes y trasladará su sede a un local de Sevilla en 2009.

– Joder -dijo Ramírez-. Todo encaja. Cuando vivían Lucrecio Arenas y César Benito, debieron de prometer a los rusos un trozo de este proyecto urbanístico, a cambio de su trabajo sucio en el atentado de Sevilla.

– Eso probablemente formaba parte del plan -dijo Falcón-. Yuri Donstov se estaba preparando: Lukyanov se iba a encargar de dirigir a las chicas, otro tío se encargaría de los casinos, mientras que Donstov ya controlaba las drogas. Y Sokolov controlaría los tinglados de protección de las tiendas y restaurantes. Se preparaban para reclamar la recompensa que debían a los rusos por haberles proporcionado la violencia en el atentado de Sevilla, que era un buen mordisco de los ingresos de la «actividad recreativa» turística. Y si el partido político de derecha hubiera tomado el poder, probablemente no sería sólo Sevilla sino toda Andalucía. ¿Os imagináis cuánto dinero podría entrar en el juego, la prostitución, las drogas y la protección en toda la industria turística andaluza?

– Así que los rusos están muy disgustados porque sus socios no tienen el control del Parlamento Andaluz -dijo Ramírez-. ¿Pero qué esperan conseguir en esta situación? Lucrecio Arenas y César Benito, la gente con la que tenían acuerdos, han muerto, y creemos que los mataron los propios rusos. Ahora hemos visto los proyectos que tienen el Banco Omni y Horizonte en la isla de la Cartuja, sabemos que son legítimos. Tienen que serlo. Saldrá en la prensa. Después del desastre de relaciones públicas al que los arrastró Lucrecio Arenas, el Banco Omni quiere asegurarse de que todo sea más blanco que el blanco. Horizonte habrá tenido que pagar algún que otro soborno para conseguir el trabajo, pero es lo que pasa en todas partes del mundo. ¿Cómo esperan encajar los rusos en todo esto?

– Chantaje. Es una trama mafiosa bastante común -dijo Falcón-. Estamos aquí, unas horas antes de la ceremonia de firma, y unos tipos grandones vienen a visitarte a tu habitación de hotel, te enseñan un DVD donde apareces follando y consumiendo drogas, y te dicen: «Éste es el acuerdo de subcontratación que vas a firmar, si no quieres que te agüemos la fiesta, o algo peor».

– ¿Cuál crees que es la implicación de Alejandro Spinola? -preguntó Ferrera.

– Sé que presentó a Marisa Moreno a Esteban Calderón y que esa conexión era un elemento importante en la conspiración del atentado de Sevilla -dijo Falcón-. Estoy seguro de que los rusos lo indujeron a ello. Por lo que se refiere a este proyecto de construcción, como trabaja para el alcalde, se encuentra en una posición única para proporcionar a los rusos o a Horizonte valiosa información interna.

– No tenemos ninguna prueba de que Spinola fuera amigo de Arenas y Benito -dijo Ramírez-, pero claramente conoce a Juan Valverde y Antonio Ramos.

– Con un poco de suerte, esta noche demostraremos que él es el enlace entre los rusos y el consorcio I4IT/Horizonte -dijo Falcón-. Pero daos cuenta de que faltan dos personas importantes en este peliagudo negocio.

– Alfredo Manzanares del Banco Omni y Cortland Fallenbach, el propietario de I4IT -dijo Ferrera.

– Y uno de los proyectos del contrato es la construcción de la torre del Banco Omni, presumiblemente con dinero del Banco Omni -dijo Ramírez.

– Manzanares querrá que todo sea legal -dijo Falcón-. Y ése es el punto en el que probablemente se le torcerán las cosas a Spinola, y por lo tanto a los rusos, lo cual puede traer como consecuencia un enfrentamiento violento.

– O se aguará la fiesta -dijo Ferrera.

– No quiero repetirme -dijo Ramírez, preocupado-, pero podríamos pedir refuerzos para esta operación.

– Veamos qué medidas de seguridad tienen cuando lleguemos al hotel -dijo Falcón-. Y recuerda, José Luis, que es bastante posible que no ocurra nada en absoluto.


* * *

Miraron la hora. Ramírez arrancó el coche en la gasolinera y volvió a la entrada del hotel. Falcón llamó para avisar de que llegaban. Se abrieron las puertas y entraron en una gran casa señorial. Un botones les dijo dónde podían aparcar sin que los vieran. Salieron del coche, estiraron las piernas. De las cocinas emanaban olores de gastronomía cara. El botones los guió a través de las cocinas hasta la oficina del gerente, que estaba detrás de la zona de recepción.

El gerente del hotel estaba con el jefe de seguridad. Desplegaron un plano del hotel. El edificio principal tenía un patio amplio en el centro, alrededor del cual estaban la zona de recepción, un restaurante con tres comedores privados, unos baños, una sala de conferencias, un cine con otros baños, dos tiendas -una perfumería y una joyería-, una galería de arte con otros baños y la oficina principal de seguridad. En los jardines estaban las nueve suites y la suite presidencial. Cada suite era un bungalow de tejado plano con un amplio dormitorio y un baño, un salón comedor, una sauna y un minigimnasio. Delante de cada suite había cocheras, una terraza privada y una piscina pequeña. Había otra piscina mayor en la palmerie, que era el elemento central del jardín. Al otro lado estaba la suite presidencial, que era una casa de dos dormitorios con baño, comedor, salón, cocina y servicio completo. Delante tenía su propio gimnasio, sauna, Jacuzzi, piscina, terraza y bar.

– Aquí es donde se alojan los reyes cuando vienen -dijo el gerente.

El jefe de seguridad les indicó la extensión de la valla perimetral, formada por barras de acero de cinco centímetros de grosor y dos metros y medio de altura y coronada con alambre de cuchillas. Había una jaula de perro de tres metros de ancho al otro lado y otra valla. Cada metro de la valla perimetral estaba filmado con cámaras de circuito cerrado, cuyas grabaciones eran objeto de constante vigilancia en la sala de pantallas de la oficina principal de seguridad.

– Nosotros proporcionamos las medidas mínimas -dijo el jefe de seguridad-, pero si tenemos ministros o jefes de Estado suelen traer a su propio equipo.

– ¿Y el grupo Horizonte/I4IT ha traído seguridad propia, o ha hecho alguna petición especial a ese respecto?

El responsable de seguridad negó con la cabeza.

– Si queréis moveros por el hotel sin llamar la atención, debéis llevar el uniforme del personal -sugirió el gerente-. Pantalones negros, camisa blanca, chaleco negro para los hombres y vestido negro con cinturón para las mujeres.

– ¿Sabes lo que va a hacer la delegación del alcalde después del acto? -preguntó Ramírez.

– Todos vuelven a la ciudad. El coche que los trae esperará.

– ¿Cuántos guardias de seguridad vigilan los jardines?

– Hay cuatro en los jardines, dos en el edificio principal, uno de los cuales se ocupa de las pantallas de circuito cerrado de televisión -dijo el jefe de seguridad-. Todos van armados.

– Está todo bajo control -dijo Ramírez, animosamente.

El gerente lo miró con nerviosismo. Se dieron la mano y el jefe de seguridad los condujo al edificio principal. Describió lo que iba a hacer el grupo del alcalde, dónde y cuándo. Copa y canapé a las diez en la sala de conferencias. Media hora de proyección en el cine a las diez y media, seguida por una cena en un comedor privado a las once. Inspeccionaron la sala de proyección al fondo del cine y les presentaron al técnico, que acababa de recibir instrucciones de Antonio Ramos, el ingeniero jefe de Horizonte, sobre lo que se requería, y le había dado el DVD necesario para mostrar el proyecto de construcción propuesto. Habían efectuado la prueba de sonido y todo estaba listo.

Fuera, en los jardines exuberantes, la privacidad era el tema común de las nueve suites. Una vez dentro, o en la terraza, daba la sensación de que no había vecinos. Entre una suite y otra había al menos treinta metros de separación. Por la noche, los guardias de seguridad tenían instrucciones de no entrar en las zonas iluminadas y permanecer en la oscuridad.

– Hay una cámara de seguridad exterior para cada suite -dijo el jefe de seguridad-, y sensores de luz que detectan si alguien se acerca a la puerta principal de la suite o a la terraza.

El equipo de Falcón volvió a la oficina de seguridad y todos se pusieron el uniforme de personal en los baños. El único problema era que Ferrera no tenía ningún sitio donde guardar el arma en el vestido negro sencillo. Falcón y Ramírez se metieron la suya en la parte posterior de los pantalones y la taparon con el chaleco. Ferrera dejó su revólver en la oficina de seguridad, fue a recepción a comprobar los cambios de las reservas, vio la cancelación de Taggart y la reserva de Fallenbach de la suite presidencial. Al volver, atendió una llamada en el móvil.

– Alejandro Spinola acaba de salir de casa en un taxi -dijo Ferrera, mientras entraba en la oficina de seguridad-. Está saliendo de la ciudad por la carretera de Huelva. Parece que viene pronto. El detective Serrano quiere instrucciones.

– No quiero que haya más gente aquí dentro, porque si no, parecerá demasiado abarrotado -dijo Falcón-. Que esperen por la carretera, en la gasolinera donde estuvimos.

Entraron en la sala de pantallas de televisión de circuito cerrado con el jefe de seguridad.

– ¿Por qué están apagadas todas estas pantallas de la derecha? -preguntó Ramírez.

– Sólo se encienden si se dispara el sensor de la terraza de alguna de las suites -dijo el supervisor de pantallas-. No hay nadie en la terraza en este momento de la noche, así que están todas apagadas.

– ¿Cómo funciona esto cuando llegan los huéspedes? -preguntó Ramírez.

– Cuando hacen la reserva dan la matrícula y el modelo de su coche y dicen el número de personas que se van a alojar. Cuando llega un coche a la puerta, lo comprobamos en nuestra lista y, si coincide, lo dejamos pasar. Si se alojan VIP y traen a otros invitados, les pedimos que bajen la ventanilla y se identifiquen ante la cámara. Los huéspedes de la lista de hoy no han pedido nada poco común, así que reconoceremos a todo el mundo con la matrícula del vehículo. Claro, tenemos otra ocasión de inspeccionar a los ocupantes del coche cuando llegan a recepción. Aquí llega un coche.

Un BMW oscuro había parado delante de los portones. El guardia de las pantallas lo cotejó con la lista y lo dejó pasar.

– Éste es el grupo de invitados registrado como Sánchez -comentó.

El coche entró en el recinto, aparcó delante del edificio principal. Una mujer joven salió del asiento del copiloto del coche. Era alta, con unas piernas largas impresionantes, y llevaba tacones de diez centímetros. Se le movía la melena al caminar hacia la recepción.

– ¿No hay cámaras secretas en las habitaciones? -preguntó Ramírez.

Ferrera le dio un codazo.

– ¿Nombres? -preguntó Falcón.

– Isabel Sánchez y Stanislav Jankovic. Ella es española, él es serbio -dijo el guardia.

La mujer apareció en la pantalla de recepción, entregó el carné de identidad y el pasaporte de su pareja.

– ¿Podemos aislarle la cara a ella? -preguntó Falcón-. Descárgala y envíala a nuestros expertos en crimen organizado, Cortés y Diez, en la Jefatura.

– ¿Quién crees que es?

– Por la descripción que nos dio Cortés de la novia de Viktor Belenki como un «monumento de la leche», pensé que valdría la pena comprobarlo -dijo Falcón.

Ferrera fue a sacar el portátil. El guardia de las pantallas le dijo que no era necesario. Él mismo descargó la imagen, la pegó en un correo electrónico y se la envió a Díaz. Al cabo de treinta segundos, Díaz estaba al teléfono, confirmando que Isabel Sánchez era su informante conocida como Carmen.

– Así que este serbio, Stanislav Jankovic, en realidad es Viktor Belenki, la mano derecha de Leonid Revnik -dijo Ramírez-. ¿Tenéis cámaras delante de las puertas principales de las suites, de manera que le podamos captar la cara?

– En cuanto entran en las cocheras, tienen total privacidad -dijo el jefe de seguridad-, pero, por supuesto, se puede comprobar la identidad de alguien que se acerque a su puerta con el sistema de cámara de seguridad exterior.

– Éste debe de ser el taxi de Alejandro Spinola que llega al portón principal -dijo Ferrera.

– ¿Qué hacéis en una situación así? -preguntó Ramírez.

– Él tiene que identificarse y declarar su actividad -respondió el jefe de seguridad.

Alejandro Spinola salió del taxi, pulsó el botón del interfono y se identificó ante la cámara. Le dijeron que entrase en recepción. Abrieron las puertas.

Isabel Sánchez tenía ya la llave de su habitación, volvió al coche, que arrancó hacia la suite y dio marcha atrás, fuera de la vista, para entrar en las cocheras. Alejandro Spinola llegó a recepción. El taxi volvió al portón principal.

– También podemos poner voz en recepción -dijo el guardia-. Eso se hace cuando hay riesgo de conflictos.

El guardia de las pantallas pulsó un conmutador. Oyeron que Spinola pedía que le pasasen con Antonio Ramos. El recepcionista hizo una llamada. Spinola habló con Ramos de forma inaudible. El recepcionista hizo señas a un botones.

– ¿Tenéis idea de lo que están tratando? -preguntó Ramírez.

– Creo que significa que los rusos tienen en sus garras a Spinola, posiblemente desde hace algún tiempo -dijo Falcón-. Le han dicho quién aparece en los discos y él va a utilizar esa información lo mejor que pueda.

– ¿Para chantajear al consorcio I4IT/Horizonte con el fin de que complazcan a los rusos? -dijo Ramírez-. Él se va al final del día.

– Nada como una firma de contrato inminente para acelerar el proceso -dijo Falcón-. Les dará cuarenta y cinco minutos para aceptar las condiciones de los rusos, mientras Fallenbach los estará vigilando todo el rato. Creo que eso es lo que se llama política de alto riesgo.

Apareció el botones, que guió a Spinola por el camino de las suites. Viktor Belenki salió de su suite y encendió un cigarrillo, llamó la atención de Spinola, asintió.

– Saca un primer plano de Belenki -dijo Falcón-. Envíaselo a Díaz, sólo para comprobar.

Incluso en blanco y negro, Belenki era impresionante, con el pelo rubio, los pómulos altos y una musculatura animal bajo una camisa blanca y unos pantalones negros. Caminaba ociosamente de un lado a otro del exterior de su suite, fumando, respirando el aire nocturno. Spinola entró en la suite de Ramos. Pasaron varios minutos. Díaz llamó para confirmar que el supuesto serbio, Jankovic, era Viktor Belenki.

– Mira el estado de Valverde -dijo Ramírez.

Juan Valverde, el jefe de I4IT Europa, salió de su suite con los puños apretados dentro de los bolsillos de su albornoz entreabierto, bajo el cual asomaba el traje de baño. Tenía la mandíbula rígida y un aspecto furibundo bajo el ceño fruncido. Se dirigió a la suite de Antonio Ramos.

– Al menos ha recibido parte de la mala noticia -dijo Ramírez.

Viktor Belenki encendió su tercer cigarrillo. De pronto dejó de moverse. Algo había pasado. Juan Valverde salió, ahora con el albornoz bien abrochado y prieto, con aspecto menos aciago, más asustado. Antonio Ramos lo siguió, mirando fijamente el sendero como si no pudiera creer que le estuviera pasando esto. Los dos se dirigieron rápidamente a la suite de Alfredo Manzanares.

– Yo no implicaría al banquero en esta fase, ¿verdad? -preguntó Ramírez.

– No sabemos cómo les ha planteado Spinola la propuesta de los rusos -dijo Falcón-. Valverde y Ramos deben de tener buena relación con los banqueros, si no con Manzanares personalmente. Intentarán convencerlo, o bien invocarán un acuerdo anterior, cualquiera que fuese, entre su predecesor, Lucrecio Arenas, y los rusos.

Viktor Belenki parecía contento con cómo iban las cosas. Tiró el cigarrillo, lo aplastó con la suela y, con las manos en los bolsillos, lo tiró al césped de un puntapié.

– ¿De verdad esperáis que haya violencia aquí? -preguntó el jefe de seguridad, reaccionando ante la tensión de la sala.

– A decir de todos, estamos tratando con gente muy impredecible -dijo Falcón.

– Pero sólo es uno, ¿no?

– No lo sabemos -dijo Falcón-. No existe ni una fotografía de Leonid Revnik y sólo una foto de gulag de Yuri Donstov, aunque tiene abundantes tatuajes, si conseguimos verlo tan de cerca. El único mafioso reconocible al instante es Nikita Sokolov, un ex levantador de pesas.

– Hay otro grupo en la puerta -dijo el guardia mirando las pantallas-. Es la gente de Ortega.

El coche traspasó los portones y continuó hasta el edificio principal. Salieron un hombre y una mujer, entraron en recepción. Los dos tenían cuarenta y largos años y eran claramente españoles. La señora Ortega tenía una amplia lista de peticiones, que explicó detalladamente durante el proceso de inscripción.

– No se puede inventar una mujer así -dijo Ramírez-. Así que sólo quedan por llegar el grupo de Cano y los compañeros de mesa de Alejandro Spinola, la delegación del alcalde.

– ¿Habéis visto a los Zimbrick o a los Nadermann cuando han entrado? -preguntó Falcón.

– Claro -dijo el hombre de las pantallas-. Parecían turistas.

– ¿Tenéis copia de los pasaportes?

– En esta pantalla -dijo el jefe de seguridad.

Falcón pulsó en los Nadermann, pero la mano le tembló en el segundo pasaporte americano, cuyo titular era Nathan Zimbrick. La cara que aparecía en la foto era la de Mark Flowers.

– ¿Hay algún lugar en el hotel que pueda servir como calabozo? -preguntó Falcón, limpiando la pantalla, incapaz de calcular qué significaba la presencia del agente de la CIA.

– Tenemos unos edificios para el personal junto a la valla perimetral, donde pueden dormir los conductores -dijo el jefe de seguridad-. Hay una habitación que podríamos utilizar para encerrar a alguno hasta que venga a llevárselo la Guardia Civil.

Pasaron quince minutos. Viktor Belenki entró en la suite, volvió a salir vestido con un traje caro con corbata. Valverde y Ramos salieron solos de la suite de Manzanares, encorvados, sin hablar, con un lenguaje corporal que revelaba su absoluto fracaso. Se dirigieron a la suite presidencial.

– Así que Alfredo Manzanares les ha dicho que se vayan al carajo -dijo Ramírez-, y luego habrá llamado al jefe para decirle que sus altos ejecutivos estaban en una situación comprometida.

– Cortland Fallenbach lo sabía -dijo Falcón-. Estoy seguro.

– No reservó hasta después de que se cancelase la suite de Charles Taggart -dijo Ferrera-. No creo que esta noche estuviese inicialmente en su agenda.

– Valverde y Ramos han sido los principales contactos del alcalde y de la Oficina de Planificación Urbanística durante mucho tiempo, así que a Fallenbach probablemente le interesa mantenerlos aquí hasta que se firme el acuerdo -dijo Falcón-. Y luego quedarán despedidos.

Diez minutos más. Miraron fijamente la entrada de la suite presidencial donde habían visto desaparecer a los dos hombres. Nada.

– Mira a Belenki -dijo Ramírez.

El ruso estaba ligeramente inclinado hacia delante contemplando la noche como si empezase a sospechar que todos habían escapado de algún modo saltando la valla perimetral. Dio la vuelta y entró en la cochera. En ese momento Alejandro Spinola salió corriendo de la suite de Ramos. Era evidente que había estado esperando a que desapareciera Belenki y, como la suite de Ramos era el último bungalow del edificio principal, tenía que recorrer cien metros largos.

– Spinola se ha dado cuenta o le han dicho que Manzanares ha rechazado el acuerdo y no quiere que lo pillen fuera -dijo Falcón-. Quiere estar a salvo en un espacio público para dar a los rusos la mala noticia.

Belenki salió de la cochera, cruzó el sendero y atravesó el césped para cortarle el paso a Spinola.

– Vamos -dijo Ramírez.

– Espera -dijo Falcón-. Veamos en qué acaba esto. No tiene sentido correr por el hotel cuando podemos verlo todo desde aquí.

Las cámaras mostraban a dos hombres cruzando el patio. Belenki rodeaba a Spinola con el brazo, abrazándolo fuerte. Spinola estaba aterrorizado. Entraron en los baños situados junto a la galería de arte.

– No hay cámaras en los baños -dijo el jefe de seguridad.

– Cristina, plántate delante de la suite de Belenki con tu arma -dijo Falcón-. No quiero darle la oportunidad de que vuelva allí. Ramírez y yo iremos a los baños. ¿Podéis respaldarnos?

El jefe de seguridad asintió. Salieron de la sala. Las tiendas y la galería de arte estaban vacías, aparte de una encargada. Ramírez le dijo que esperase en recepción unos minutos. Sacaron las armas. Falcón abrió la puerta de los baños. Ramírez la cerró en silencio después de entrar. No había ni rastro de Belenki ni de Spinola. Una voz áspera, gutural, que hablaba buen español, salió del último cubículo. Era el retrete para discapacitados, que tenía una puerta más ancha.

– No sé cómo hacerte ver la importancia de esto, pedazo de mierda -dijo Belenki-. ¿Les dijiste que éste es el trato, o que si no hay trato se van a enterar?

No hubo respuesta, aparte de una especie de gruñido. Avanzaron hacia el cubículo. Falcón estaba de pie, listo para el ataque, empuñando el arma a la altura del hombro con ambas manos. Ramírez se preparó.

– ¿Qué? -dijo Belenki.

Un ruido crepitante de arcadas salió de Spinola.

– Lo que vamos a hacer ahora tú y yo es visitar a Alfredo Manzanares y explicarle la naturaleza de nuestro anterior acuerdo -dijo Belenki.

– Alfredo Manzanares no es el único problema -dijo Spinola, jadeante-. Cortland Fallenbach, el propietario de I4IT, está aquí. Es a él a quien hay que convencer.

– ¿Ah, sí? -dijo Belenki-. ¿Crees que se le podría convencer así?

Más gruñidos, respiración nasal jadeante.

Falcón asintió. Ramírez avanzó cuatro pasos y dio una patada en la puerta con un impulso tan salvaje que la estampó contra la pared alicatada con el ruido de un disparo de fusil. Belenki, con una madeja de pelo rubio sobre la frente, estaba en medio, del suelo, tenía la corbata de Spinola alrededor del puño y el hombre estaba suspendido, con las rodillas apenas rozando las baldosas. El arma de Belenki, que tenía adherido un grueso silenciador, presionaba con fuerza el interior de la boca de Spinola, de manera que la nuez de Adán estaba levantada.

Belenki soltó a Spinola, que cayó a su lado, como si el ruido que acababa de oír fuera un disparo que le había traspasado la garganta. Como tenía la corbata todavía alrededor del puño, la cabeza de Spinola pendía a medio metro del suelo.

– ¡Policía! Suelte el arma -dijo Ramírez, apuntando con la suya al pecho de Belenki.

Con intensos ojos azul claro, Belenki osciló la mirada entre Ramírez y Falcón, sopesando todas las posibilidades violentas. Soltó lentamente la corbata de Spinola como si se preparase para algún movimiento.

– ¿Quieres perder un brazo, Viktor? -preguntó Falcón.

Silencio y luego el arma traqueteó en el suelo. El cubículo parecía exhalar.

– Ven aquí -dijo Falcón, haciendo señas a Belenki-. Boca abajo en el suelo, con las manos detrás de la cabeza.

Belenki se agachó. Ramírez lo cacheó, encontró una pequeña arma de fuego en una funda tobillera.

– Las manos detrás de la espalda -dijo Ramírez, que a continuación lo esposó, y tiró de él para levantarlo.

Llamaron al jefe de seguridad. Falcón registró los bolsillos de Belenki, por si estaban ahí los discos. No había nada.

– ¿Quién está contigo, Viktor, aparte de Isabel? -preguntó Falcón.

No hubo respuesta.

– ¿No has venido solo, verdad?

No hubo respuesta.

– ¿Está contigo Leonid Revnik?

No hubo respuesta verbal, pero sí un leve ensanchamiento de los ojos.

– Llévalo al calabozo -dijo Falcón-. Empieza a interrogarle, José Luis. A ver si llegas a alguna parte. Yo me ocupo de éste.

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