Ceuta. Miércoles, 20 de septiembre de 2006, 15.30
El hotel Puerta de África era un hotel nuevo de cuatro estrellas situado en la Gran Vía del enclave español de Ceuta, a una carrera corta de taxi desde la terminal del ferry. Según una instrucción posterior de Pablo, Falcón había dejado el coche en Algeciras, en el continente español, lo que significaba que podían tomar el hidroplano más rápido para cruzar el estrecho de Gibraltar. Por el camino, le había contado a Consuelo casi todo el contenido de la carta de Yacub, pero no se la había dejado leer. Había cosas poco apropiadas para sus ojos. La dejó en el taxi y entró en el atrio del hotel blanco reluciente, que parecía lo más opuesto a África. Preguntó por Alfonso y le señalaron al conserje situado al otro lado del suelo de mármol. Tocó el timbre. Un hombre de cuarenta y tantos años con un denso bigote y cejas a juego salió. Falcón le dijo que era un gran admirador de Pablo Neruda y le hizo pasar a su oficina.
– ¿No ha venido en su coche? -preguntó Alfonso, mientras hacía una llamada.
– Hemos venido en taxi.
– Bien. Así es menos complicado. Conseguiré que pasen la frontera en cuestión de minutos. Habrá un coche esperándoles al otro lado. No se preocupe. Ellos les encontrarán. Hay otro taxi fuera. Pasen sus maletas al nuevo taxi y en marcha.
Así fue. Había un trayecto de cinco minutos hasta la frontera marroquí. El taxi pasó directo al lado marroquí sin que nadie lo parase. El taxista cogió sus pasaportes, consiguió que los sellasen, volvió y les dijo que se dirigieran al inspector de aduana con su equipaje. En la aduana los pasaron a un Peugeot 307 y les dieron las llaves. No dijeron ni una palabra. Entraron, se abrieron paso entre la muchedumbre y circularon en paralelo a la costa hasta Tetuán. Llamó a Yusra desde allí, y le pidió que se reuniese con él en el hotel Bab Monsour de Meknes. Abdulá ya había vuelto de Londres. Él la llevaría en coche hasta allí.
El trayecto a través de las montañas del Rif era muy bonito, pero también agotador, así que Falcón tomó la ruta de Larache y Sidi-Kacem. Tardaron tres horas y media, pero ganaron dos horas por la diferencia horaria, así que eran las cinco de la tarde cuando aparcaron en el garaje del hotel Bab Mansour de Meknes. Yusra, Leila y Abdulá esperaban en la zona del bar, bebiendo Coca-Cola. Las mujeres iban vestidas de negro, Abdulá de gris marengo. Yusra parecía serena hasta que vio a Falcón. Él se acercó, los abrazó a los tres. Les presentó a Consuelo, le dijo a Yusra que necesitaba hablar con Abdulá a solas un rato.
En la insulsa habitación de hotel de empresario, Falcón entregó la última carta de Yacub a Abdulá, que la leyó sentado al borde de la cama. Hasta entonces Abdulá había mantenido la entereza, jugando a ser el hombre de la familia. Con la carta se desmoronó. Inició la experiencia de lectura como un chico de dieciocho años y su efecto inicial fue retrotraerlo a la infancia. Se tumbó de costado en la cama y sollozó en silencio, con cara de bebé hambriento. Luego se incorporó, se secó las lágrimas de los ojos y se rehízo como un hombre de veinticinco años en un abrir y cerrar de ojos. Falcón quemó la carta en la papelera del hotel.
– Ahora no vamos a hablar de la carta -dijo Falcón-. Sólo ve asimilándola.
– Cuando oí su nombre en las noticias en Londres, no me lo creía -dijo Abdulá-. No podía creerme que hubiera hecho eso. Así que la carta ha sido terrible, pero también un alivio.
Abdulá se levantó y abrazó a Falcón.
– Tú has sido un buen amigo, Javier. Si no, mi padre no te habría confiado estas cosas. Si alguna vez me necesitas, puedes contar conmigo. Lo digo de verdad. Incluso de la misma manera que mi padre.
– Ni se te ocurra, Abdulá.
– No es que se me ocurra. Lo sé. Puedes contar conmigo -insistió Abdulá.
– Ahora necesito tu ayuda -dijo Falcón-. ¿Tu madre ha estado alguna vez en la casa de Diuri en Fez?
– Sí, claro. Va allí todos los meses. Lo consideraba uno de sus deberes como esposa de mi padre -dijo Abdulá-. Pero no debe saber lo que pretendes hacer. Le tiene mucho cariño a Mustafá. Como dijo mi padre, Mustafá era como un hermano para él, y así lo trataba ella.
– Y era un tío para ti -dijo Falcón.
– Pero un impostor -dijo Abdulá, mirando a Falcón a los ojos-. Lo que no te dijo mi padre en la carta es que Mustafá es muy carismático. Aparte de otras cosas, vende muchas alfombras. Los turistas lo adoran a pesar de que él los desprecia. Mi consejo es que no te enfrentes.
– Necesito que Yusra me lleve al interior de la casa de Diuri después.
– Eso es perfectamente posible. Será bastante natural para ella, dadas las circunstancias, ir a Fez y hacer el duelo con las demás mujeres de allí. Es algo que esperan de ella -dijo Abdulá-. La mujer que va contigo, Consuelo, ¿es la madre del niño?
Falcón asintió, asombrado por la transformación del adolescente de extremidades fláccidas, el que conoció en las vacaciones familiares un mes antes, en este joven centrado en que se había convertido durante la última media hora.
– Lo mejor es que mi madre y Leila no sepan nada sobre el niño. Las mujeres de la casa de Diuri se conocen muy bien y mi madre no es buena actriz -dijo Abdulá-. Se reunirá con la madre de Mustafá en cuanto llegue, y esa mujer es terrible. Puede que esté loca, pero no se le pasa nada desapercibido.
– De acuerdo, ¿y cómo puedo entrar en la casa?
– Yo la acompañaré, pero no participaré en la conversación. Me quedaré abajo y te dejaré pasar.
– ¿Conoces la casa?
– La conozco perfectamente. Cuando Leila y yo éramos niños nos dejaban allí jugando, y ya sabes cómo son los niños. Lo descubrimos todo. Todos los pasadizos secretos y escaleras de servicio. No te preocupes, Javier. Todo saldrá bien. Creo que es mejor que ahora vayamos por separado. Nosotros llegaremos a Fez como la familia de luto -dijo Abdulá, anotando su número de móvil-. Llámame cuando estés preparado y me aseguraré de que todo salga como la seda en la casa de Fez.
Volvieron a abrazarse. Abdulá se dirigió a la puerta, se calzó las babuchas. Falcón vio que su mente seguía dando vueltas.
– Nada me hará cambiar de opinión, Javier -dijo.
– Pero recuerda, Abdulá: tu padre sacrificó su vida para que no sufrieras lo que él tuvo que soportar -dijo Falcón-. Acabas de leer su carta. Él no quería ser espía, y tampoco quería esa vida para ti.
Al salir hacia Fez, el arrebol fulguraba al oeste, con el sol enrojecido ya bastante bajo en el horizonte. Falcón conducía en silencio.
– Casi oigo lo que se te pasa por la cabeza, pero no del todo -dijo Consuelo, al cabo de media hora.
– El problema de siempre -dijo Falcón-. La confianza. No sé si acabo de cometer un gran error al asumir que Abdulá es como creía su padre.
– ¿«Amigo»?
Falcón asintió, encendió los faros a medida que el sol desaparecía a sus espaldas. La luz en el interior del coche era extraña, con un cielo rosáceo detrás, la noche negra al frente, y el salpicadero reflejando su brillo en la cara.
– Acabo de presenciar una extraordinaria transformación de niño en hombre en el espacio de quince minutos -dijo Falcón-. Eso es lo que consigue el trabajo de los servicios secretos. Llegas a cuestionar la lealtad de todo el mundo. La reacción de Abdulá ante esa carta es…
– ¿No te parece sincera del todo?
– Sí y no -dijo Falcón-. Eso es lo que oías en mi cabeza. Para que podamos tener acceso a la casa de Diuri en Fez tengo que confiar en él. Tuve que decírselo todo. Me he colocado en una posición de vulnerabilidad ante él.
– ¿Había alguna alternativa?
– Inicialmente iba a pedirle a Yusra que me dejase entrar. Abdulá me aconsejó que no lo hiciera por motivos perfectamente plausibles. Pero cuando la gente hace tanto hincapié en algo, siempre queda una sombra de duda.
– No me lo estás contando todo, Javier. Ya veo.
Tenía que habérselo imaginado.
– Para que Darío esté a salvo, antes tengo que matar a un hombre. El tío de Abdulá.
Ella lo miró, su perfil, la mandíbula, el pómulo, la oreja, el ojo. ¿Qué le había hecho a este hombre?
– No, Javier. No puedes hacer eso. No puedo permitirlo.
– Hay que hacerlo.
– ¿Has matado a alguien alguna vez?
– Dos veces.
– Pero nunca has asesinado a nadie a sangre fría.
– No hay otra manera, Consuelo. Lo hago por Yacub tanto como por otra persona. Ocurrirá -dijo Falcón con firmeza.
– Abdulá lo sabe -dijo Consuelo-. Y si no es amigo, cuando vayas a matar a este hombre te encaminarás a tu propia muerte.
– Necesitamos un plan alternativo por si me equivoqué con Abdulá.
El Hôtel du Commerce estaba en la Place des Alaouites. Aparcaron por allí cerca y subieron a la habitación. No era de esos hoteles donde solía alojarse Consuelo, pero estaba justo delante de las puertas doradas del Palacio Real.
Se ducharon y se cambiaron de ropa. Ninguno de los dos tenía hambre. Se tumbaron en la cama, Consuelo con la cabeza apoyada en el pecho de Falcón. Falcón miraba el techo. Llamaron a la puerta.
Uno de los agentes de Pablo se identificó, miró con nerviosismo a Consuelo.
– Está todo bien -dijo Falcón, presentándola-. Ella tenía que saberlo.
El agente sacó una ligera chilaba marrón de la maleta pequeña de ruedas que traía.
– Ponte esto -dijo-. Tiene una capucha para taparse la cara.
Falcón se puso la larga chilaba hasta el tobillo, se tapó la cabeza con la capucha y se miró en el espejo. Los bolsillos de la chilaba permitían el acceso directo a sus pantalones. El agente atornilló un silenciador a una Glock de nueve milímetros y se la dio a Falcón. Le mostró que estaba plenamente cargada, con una bala en la recámara, y dónde estaba el seguro. Falcón se la metió en la pretina del pantalón. El agente desplegó un mapa a gran escala de la medina de Fez El Bali en la cama. Le mostró las puertas por donde iba a entrar, dónde estaba la tienda y la mejor ruta desde la tienda hasta la casa de Diuri. Le dio una foto reciente de Barakat, se la dejó mirar durante un minuto, luego se la devolvió.
– Entrarás en la tienda de Mustafá Barakat a las ocho y media -dijo el agente-. Habrá otra persona en la tienda, un turista español. Al entrar, otro agente vigilará la puerta desde el exterior. Será marroquí. Tú dispararás a Mustafá Barakat, entregarás el arma al turista español y saldrás del local. No mires atrás. El marroquí cerrará la tienda después de que salgas.
– Necesitaré un arma cuando entre en casa de Diuri -dijo Falcón.
– Nos organizaremos para que tengas una -dijo el agente-. Sólo es una medida de precaución que después de matarlo salgas de la tienda desarmado.
– Quiero que le indiques a Consuelo dónde está la casa de Diuri -dijo Falcón-. Nunca ha estado en Fez y la medina puede desorientarla. Quiero que lo vea sobre el terreno y memorice el camino. Si a mí me ocurre algo y no aparezco a las puertas de la casa, tú debes llamar a la puerta y preguntar por Yusra.
– ¿Y qué hará Consuelo? -preguntó el agente.
– Le darás el arma que era para mí. Ella le pedirá a Yusra que la lleve a ver a la madre de Barakat.
– ¿Qué crees que te podría pasar a ti? -preguntó el agente.
– He tenido que informar a Abdulá Diuri de este plan.
– Eso no es lo que nos habían dicho -dijo el agente.
– Era inevitable.
El agente miró la hora.
– Ahora tengo que tomar posición -dijo-. Hablaré con Pablo. Si tenemos que abortar la misión, recibirás un SMS de una sola palabra.
Consuelo y el agente salieron del hotel.
Falcón miró la hora, todavía faltaba tiempo para salir. Se acordó de los hisopos para las muestras de ADN, se metió un par en el bolsillo. Sacó el arma, la dejó en la cama, caminó por la habitación. Se tumbó con el arma en el pecho, tenía que volver a levantarse. Demasiado calor, se quitó la chilaba. El tiempo estaba parado, no se movía.
Al cabo de cuarenta minutos, volvió Consuelo. Falcón cerró la puerta con llave después de que entrase Consuelo y volvió a caminar por la habitación.
– ¿Has visto la casa? -preguntó.
– No está lejos -dijo-. Estás tenso, Javier. Sigues pensando en Abdulá. Tienes que aclararte la mente. Cuéntame todo lo que te preocupa de él.
– ¿Fue una transformación demasiado rápida? ¿Demasiado completa? ¿Me pareció ensayada? ¿Había algo fingido detrás de sus ojos cuando dijo las palabras: «Puedes confiar en mí»? ¿Por qué me ofreció sus servicios cuando su padre acababa de sacrificar su vida por él? ¿Prometió su lealtad demasiado rápido y con excesiva intensidad? ¿Fingía?
– Estás demasiado alterado.
– Es pura paranoia. Me pondré bien en cuanto me ponga en marcha.
– Tienes la camisa empapada. Quítatela. Ponte esta camiseta.
Miró la hora por centésima vez. No eran todavía las 20.05. Se quitó la camisa. Ella lo frotó con una toalla. Él se puso la camiseta y luego la chilaba. Comprobó el arma, se la metió en la chilaba y en la pretina del pantalón. Caminó por la habitación. Cómodo.
– Es la hora -dijo.
Ella le abrazó, le rodeó el cuello, le besó la cara. Él la abrazó casi delicadamente, sintiendo las costillas con las yemas de los dedos.
– No es eso, Javier. No es el final, lo sé. Es un nuevo comienzo. Créeme -dijo, mientras lo abrazaba fuerte-. ¿Me crees?
– Sí -dijo Javier, pero sus ojos indicaban otra cosa.
Se separaron. Él le cogió las manos y la miró fijamente a los ojos.
– Cuando viniste a verme aquella noche, antes de las negociaciones con los rusos, podrías haberme mentido. Podrías haberme arrastrado hacia su corrupción. Que no lo hicieras, que estuvieras tan furiosa por lo que intentaban hacer, aun a riesgo de la vida de tu propio hijo, fue magnífico, y volví a enamorarme de ti -dijo. Le soltó las manos y añadió-: Pase lo que pase, quiero que sepas que no me arrepiento de nada de todo esto.
– He tardado toda la vida en encontrarte, Javier -dijo Consuelo-. Y sé que volverás.
Falcón se puso la capucha puntiaguda de la chilaba. Cerró la puerta al salir y ella deseó inmediatamente que volviese, no creía sus propias palabras ahora que él se había ido. Se preguntaba qué sería de su vida si ésa era la última vez que lo veía. Se acercó a la ventana. Él salió del edificio por debajo de la ventana, se encaminó hacia el Palacio Real, giró al final de la calle, se despidió con la mano y desapareció.
Falcón caminaba rápido. Ahora que se había puesto en movimiento tenía la mente más clara. Sentía una tremenda solidez en el torso, como si llevase una armadura de acero limpio y brillante tan ligero como su propia piel. Llamó a Abdulá por el móvil y le dijo que iba de camino. Traspasó varias puertas, la Bab Semarine, subió por Gran Rue des Merenids hacia Bab Dakadan. Sólo faltaba girar a la derecha en Bab Es Seba y un largo paseo junto a los jardines Boujeloud y llegaría a Fez El Bali. Ahora caminaba a grandes zancadas, hacia Bab Boujeloud. Más actividad allí, más turistas. Lleno de putas. La chilaba funcionaba. Nadie se le acercó. Entró en la medina.
El tráfico turístico era más intenso. Las tiendas estaban repletas de gente. Las bandejas de latón brillaban a la luz amarilla, junto a muebles con incrustación de nácar, espejos con marco de hueso de camello, joyas de plata, pañuelos coloristas. Su capucha captó el olor a canela de la pastilla en los puestos de comida. Esquivó unos excrementos de mula. Las calles estaban obstruidas por grupos de turistas que avanzaban muy despacio. Intentó no mirar la hora. No era propio de los marroquíes estar demasiado preocupados por el tiempo. Llegaría bien. Todo iría bien sincronizado. El humo de madera disipaba los olores a comida. La hediondez de los curtidos. Los viejos sentados en la calle tomando té, pasando las cuentas del misbaha. Había un niño agachado, sudando mientras avivaba las llamas de las hogueras bajo las inmensas calderas ennegrecidas del hamam. El silbido del vapor. El lento y pesado traqueteo de los cascos de un burro por los adoquines. Giró a la izquierda, en la mezquita de Cherabliyin. Las calles estaban más oscuras y vacías en esta zona. Desembocó en otra vía importante. Las tiendas de alfombras. Vio su destino. Empuñó la pistola.
Se detuvo, respiró profundamente, miró la hora por primera vez: 20.29. No pienses. No te enfrentes. Dos disparos bastarán. Cruzó la calle, se dirigió a la puerta de la tienda, sacó la pistola de la pretina, amartilló debajo de la chilaba. Cuando estaba llegando a la puerta, una figura vestida con una chilaba azul claro apareció de pronto delante de él, se coló por el umbral, y los dos se encontraron en la tienda. ¿Qué demonios? Demasiado tarde, ahora estaba en un aprieto. El turista español se levantaba de su cojín. Mustafá Barakat estaba de pie con los brazos abiertos de par en par. Sonreía hasta cuando Falcón sacó la pistola. Iba a abrazar a la figura de la chilaba azul claro. Luego ya no. Ensanchó los ojos sobre los hombros de algodón azul pálido del otro hombre, cuyo brazo derecho lo apuñaló una, dos, tres veces. Barakat cayó de espaldas sobre una pila de alfombras. La palabra de sus labios no llegó a salir al aire. El asesino apoyó el pie en la pila de alfombras junto a la cara de Barakat y degolló con un cuchillo al hombre moribundo. Dijo algo en árabe y dio un paso atrás. La chilaba blanca de Barakat ya florecía con un brote brillante de sangre. Boquiabierto, gargarizó, mientras la sangre goteaba en las alfombras, ya sin presión arterial por las feroces puñaladas en el corazón. Abdulá se volvió hacia Falcón, mostró el cuchillo en su mano sanguinolenta. A pesar de su cercanía a Barakat en la agonía final, su chilaba azul claro sólo tenía una pequeña mancha de sangre en el brazo. El agente del CNI disfrazado de turista estaba en estado de shock ante este desenlace. Falcón le dijo algo rápido en español mientras se arrodillaba e introducía un hisopo en la sangre de Barakat.
– Coge el cuchillo. Seguimos como habíamos planeado. ¿Tienes agua?
El agente cogió el cuchillo, le entregó una botella de agua que llevaba. Falcón guardó el arma en la pretina, lavó la mano de Abdulá. Tiró la botella al agente y salió de la tienda. La persiana metálica se cerró en cuanto salieron. Abdulá lo guió por la calle hacia los callejones de la medina. Estaba llorando. Tenía convulsiones en los hombros y le temblaba el abdomen.
– ¿Por qué has hecho eso? -preguntó Falcón.
Abdulá se detuvo, apoyó la espalda contra un muro encalado. Las lágrimas le surcaban la cara.
– Toda mi vida he querido mucho a ese hombre -dijo-. Desde que tengo memoria, Mustafá era parte de nuestra familia. Yo me quedaba dormido en sus brazos en el asiento trasero del coche. Me rescató cuando estuve a punto de ahogarme en el mar en Asilah. Me llevó a Marrakech cuando cumplí dieciséis años. Es mi tío.
– Pero sabías que yo iba a matarlo. No tenías que hacer eso.
– Nos ha traicionado a todos. No soporto siquiera pronunciar su nombre. Nos ha deshonrado. No me importa ir a la cárcel el resto de mi vida -dijo Abdulá-. Al menos he restaurado parte del honor familiar.
Falcón lo agarró del brazo, le dijo que tenían que continuar avanzando, la noticia de la muerte de Barakat podía correr. Trotaron por las calles vacías. Sólo quedaban unos cien metros hasta la casa. La puerta estaba entornada. Entró Abdulá. Consuelo apareció en medio de la oscuridad con un pañuelo en la cabeza, le sobresaltó.
– ¿Está hecho? -preguntó.
Falcón asintió.
Dejaron a Consuelo junto a la puerta principal. Abdulá guió a Falcón a través del primer patio de la casa. Venían voces femeninas de una de las habitaciones de arriba. En el segundo patio Abdulá se agachó para pasar por una puerta y atravesó un largo pasadizo oscuro hacia unas escaleras de caracol que había al final. Sólo cabía una persona.
– No hay electricidad en esta parte de la casa -dijo Abdulá-. Cuando lleguemos a la puerta de arriba, yo entraré y dejaré la puerta entornada. Es mejor que te quedes atrás. Nadie entra en esta parte de la casa sin ser invitado.
– Piensa en lo que le vas a decir.
– No estoy para aguantar tonterías -dijo Abdulá, decidido-. Ella sabrá que tengo algo importante que decirle sólo por aparecer en sus aposentos sin invitación.
– No debes darle la menor oportunidad.
– Ella no puede hacer nada, Javier.
– ¿Estás seguro? -dijo Falcón-. Después de todo esto, no quiero que le pasé nada al niño.
– Ella estará sola ahí arriba. El niño debe de estar en otro sitio. Le preguntaré dónde lo tiene y, si no me lo dice, le pegaré hasta que me lo diga.
Abdulá se descalzó. Subieron a gatas dos pisos por las estrechas escaleras. En un momento las voces de las mujeres del patio eran tan claras como si estuvieran en la habitación de al lado. Abdulá llegó a la puerta de arriba. No parecía que hubiera picaporte ni cerradura, pero palpó a tientas la pared de piedra junto a la jamba de la puerta y presionó. La puerta se abrió de golpe en silencio. La habitación tenía un suelo de gruesas planchas de madera cubiertas de alfombras. Las ventanas tenían celosías rotas y el olor a jazmín del jardín venía con el aire cálido de la noche. Una tabla del suelo crujió cuando entró Abdulá. Una voz femenina en árabe preguntó:
– ¿Quién está ahí?
– Soy yo, Abdulá, tía abuela -dijo, acercándose a ella-. Siento venir a verte sin tu invitación, pero quería hablar contigo sobre la muerte de mi padre.
– Ya he hablado con tu madre -dijo ella.
– Sabía que te lo habían dicho, pero yo también quería hablar contigo de ello -dijo Abdulá-. Sabes que tu hijo, mi tío, y mi padre estaban muy unidos.
– ¿Mi hijo? -dijo.
– Mustafá y mi padre eran como hermanos.
– Ven aquí -dijo-. Ven aquí a la luz donde pueda verte. ¿Por qué llevas esa ropa? No es ropa de luto. ¿Y qué es esa marca…?
Hubo una larga inhalación de aire. El silencio de asombro antes de la comprensión del dolor. Falcón abrió la puerta. La mujer estaba totalmente vestida de negro, lo que resaltaba aún más la hoja curva del cuchillo bajo la luz amarilla oleaginosa. La aparición de Falcón le hizo apartar la vista de Abdulá, que se sujetaba el brazo derecho, rezumando sangre entre los dedos. Gemía de dolor. La mujer inclinó una lámpara sobre el suelo de madera. El aceite se derramó, prendió fuego inmediatamente y las llamas se extendieron por las alfombras y tablas del suelo. La bastilla de la chilaba de Abdulá se prendió también mientras trastabillaba hacia atrás. La mujer abrió la puerta y desapareció en la oscuridad.
Falcón utilizó una pequeña alfombra del suelo para apagar las llamas que lamían las piernas de Abdulá y otra mayor para sofocar el incendio del suelo. Corrió a la puerta. La mujer había cerrado con llave. Dio una patada, dos patadas, y a la tercera la abrió. No había luz. Todavía veía el verde titilante de las llamas. Con las manos palpó una puerta al otro lado del rellano, la parte superior de una escalera a su derecha. El resto de las escaleras podían ser un hueco de ascensor, por lo que veía. Bajó las escaleras, con la mano derecha pegada a la pared. Un rellano. No había puerta. Más escaleras. Otro rellano. Dos puertas. Una ventana. Una luz tenue procedente del exterior. Escuchó en una puerta. Luego en la otra. Volvió a la otra puerta, intentó abrirla. Daba a una habitación vacía. Se volvió, corrió a la otra puerta y, al empujarla, entró en la habitación, tropezó con un mueble y cayó de bruces. La puerta se golpeó contra la pared y se cerró fuerte a sus espaldas. Seguía sin haber luz. Movimiento en la oscuridad. Un leve gimoteo de un animal pequeño, agazapado en un rincón oscuro. Se arrodilló para levantarse, sólo a esa altura, sabía que tenía la ventana detrás. No quería asomarse. Algo sobrevoló su cabeza con un silbido, como un pájaro de vuelo bajo. Rodó hacia un lado. Unos pies con zapatillas acolchadas recorrieron el suelo. Falcón se adentró más en la habitación, avanzando a gatas, se volvió, se tumbó de espaldas. Distinguía parte de las celosías rotas de la ventana. Sus ojos buscaron una silueta. Alguien bajaba las escaleras. Abdulá recuperado, o la mujer huyendo. Su visión mejoraba por momentos. Se quedó quieto. Junto a la puerta notó una masa más densa. Hubo un zarandeo de plata. Palpó a su alrededor. Notó que había una mesa pequeña. Se sentó en el suelo, pegó las rodillas a la barbilla, se balanceó hacia delante y, con un solo movimiento, se puso en pie y corrió a toda velocidad, con la mesita delante de él, apuntando a la masa negra. Hubo una colisión. La mujer salió despedida hacia atrás y se dio contra el marco de la ventana. La celosía putrefacta cedió. El marco de la ventana la golpeó hacia la mitad del muslo, su centro de gravedad se inclinó y cayó al vacío en plena noche, antes de que Falcón pudiera agarrarse a nada. Un grito de sorpresa, seguido de un golpe seco compacto y un crujido. Luego silencio. Largo silencio, que se rompió con el gimoteo de la habitación.
– ¿Abdulá? -dijo Falcón.
– Estoy aquí. En el rellano. Me cortó con un cuchillo. No puedo soltarlo, sangro demasiado.
– ¿Dónde está la luz?
– Tendrás que buscar una vela o una linterna.
Abajo se elevaron voces femeninas. Habían encontrado el cuerpo. Abdulá gritó algo en árabe por la ventana. Una luz incierta y unas pisadas subían por las escaleras. Una linterna entró en la habitación. Falcón se volvió para mirar a la esquina, de donde venía el gemido. Había una cuna infantil con barrotes. Detrás de los barrotes vio la espalda de un niño completamente inmóvil. Falcón tropezó con los muebles de la habitación. Al pie de la cuna, enroscado en una bola prieta, había un perro pequeño, negro, trémulo. A su lado estaba Darío, inanimado. Había un fuerte olor a heces y orina. El niño estaba desnudo. Con aquella luz inútil no sabía si la vieja bruja loca había matado al niño por maldad, como dijo Yacub. Después de aquella noche con los rusos a las afueras de Sevilla, casi no era capaz de hacerlo, pero estiró una mano, palpó el hombro desnudo del niño, deslizó la mano hacia el cuello y sintió el pulso bajo la piel cálida.