XIV — Términus Est

—Tengo un regalo para ti —dijo el maestro Palaemon—. Considerando la juventud y la fuerza de que dispones, no creo que te resulte demasiado pesado.

—No merezco ningún regalo.

—Así es en efecto. Pero has de recordar, Severian, que cuando los regalos se merecen, son un pago, no un regalo. Los únicos verdaderos regalos son como el que recibirás. No puedo perdonarte lo que has hecho, pero tampoco puedo olvidar el que fuiste. Desde que el maestro Gurloes ascendió a oficial, no he tenido un alumno mejor, — Se puso de pie y se dirigió rígido hacia la alcoba, desde donde lo oí decir:— ¡Ah! No es todavía demasiado pesada para mí.

Estaba levantado algo tan oscuro que las sombras lo devoraban.

—Permítame que lo ayude, maestro —dije.

—No es necesario, no es necesario. De ascenso ligero, de descenso pesado. Ésa es la señal por la que se conoce la calidad.

Sobre la mesa depositó una caja negra como la noche casi lo bastante larga como para ser un ataúd, pero mucho más estrecha. Al abrirlas, las trabas de plata resonaron como campanas.

—No te daré la caja, te estorbaría. Aquí está la espada, la vaina para protegerla cuando estés de viaje, y un tahalí.

Estaba en mis manos antes de que hubiera comprendido por completo lo que me estaba dando. La vaina de oscura piel humana la cubría casi hasta la empuñadura. La quité (era tan suave como un guante de piel) y miré la hoja.

Sería aburrido hacer un catálogo de virtudes y bellezas; es necesario haberla visto y sostenido para juzgarla con justicia. La afilada hoja tenía una ana de longitud, era derecha y de punta cuadrada como debe serlo una espada semejante. El filo masculino y el filo femenino eran capaces de partir un pelo a un palmo de distancia; la guarnición era de plata, con una cabeza tallada a cada lado. La empuñadura era de ónix con bandas de plata de dos palmos de largo y rematada en un ópalo. El arte se había prodigado en ella; pero la función del arte consiste en volver atractivas y significativas aquellas cosas que sin él no lo serían, por lo tanto el arte no tenía nada que darle. Las palabras Términus Est habían sido grabadas en la hoja con letras tan extrañas como hermosas, y yo había aprendido lo bastante de las lenguas antiguas, desde que había abandonado el Atrio del Tiempo, como para saber que significaba Ésta es la Línea que Divide.

—Está bien afilada, te lo aseguro —dijo el maestro Palaemon al verme probar con el pulgar el filo masculino—. En honor a aquellos que te la han dado, tienes que cuidarla del mismo modo. Me pregunto si no será demasiado pesada para ti. Levántala y compruébalo.

Cogí Términus Est y la alcé por sobre mi cabeza, teniendo cuidado de no dar contra el cielo raso. Se movió como si hubiera agarrado una serpiente.

—¿Tienes alguna dificultad?

—No, maestro. Pero al levantarla se torció.

—Tiene un canal en la médula de la hoja y por él corre un río de hidrágiro, un metal más pesado que el hierro, aunque fluido como el agua. Así, el equilibrio se transporta hacia las manos cuando la hoja está en alto, pero se traslada a la punta cuando cae. A menudo tendrás que esperar el término de una última oración, o la señal que te haga con la mano el quaesitor. La espada no ha de aflojarse ni temblar… Pero tú sabes todo esto. No es preciso que te diga que tienes que respetar un instrumento semejante. Que la Moira te favorezca, Severian.

Saqué la piedra de afilar del bolsillo que había en la vaina y la dejé caer en el mío; doblé la carta que me había dado para el arconte de Thrax, la envolví en un aceitado trozo de seda y la puse al cuidado de la espada. Luego me despedí de él.

Con la amplia hoja colgada tras el hombro izquierdo, me abrí camino a través de la puerta de los cadáveres y salí al jardín de la Necrópolis movido por el viento. El centinela del portal más bajo, el más cercano al río, me dejó pasar sin dar el quién vive, aunque con mirada algo desconfiada, y yo caminé por las calles estrechas hasta la Vía de Agua, que corre con el Gyoll.

Ahora tengo que escribir algo que todavía me avergüenza, aun después de todo lo que ha ocurrido. Las guardias de esa tarde fueron las más felices de mi vida. El viejo odio que sentía por el gremio se había desvanecido, y el amor que sentía por sus tradiciones y costumbres, por el maestro Palaemon, por mis hermanos y aun por los aprendices, ese amor que nunca había muerto, permanecía vivo a pesar de todo. Estaba dejando atrás esas cosas que amaba, después de haberlas deshonrado por completo. Tenía que haber llorado.

No lo hice. Algo en mí se elevaba, y cuando el viento batió mi capa detrás de mí, como alas poderosas, sentí que podría haber volado. Sólo nos está permitido sonreír en presencia de nuestros maestros, hermanos, clientes o aprendices. No tenía ganas de llevar la máscara, pero tuve que alzarme el cuello e inclinar la cabeza por temor de que los que pasaban llegaran a verme. Equivocadamente pensé que perecería en el camino, y que ya jamás volvería a ver la Ciudadela y nuestra torre; pero equivocadamente creí también que habría muchos más días como ése por venir, y sonreí.


En mi ignorancia, había supuesto que antes de oscurecer me habría alejado de la ciudad y que podría dormir con relativa seguridad al amparo de algún árbol. En realidad, ni siquiera había dejado atrás las partes más viejas y pobres cuando el oeste se alzó para cubrir el sol. Pedir hospitalidad en uno de los destartalados edificios que bordean la Vía de Agua, o intentar descansar en algún rincón, habría sido una invitación a la muerte. De modo que avancé con dificultad bajo las estrellas cuyo brillo el viento acrecentaba, sintiéndome ya no un torturador ante los ojos de los pocos que pasaban a mi lado, si no sólo un viajero vestido de negro que llevaba al hombro una paterissa oscura.

De vez en cuando se deslizaban barcos sobre las aguas sofocadas de helechos, mientras el viento arrancaba música de los aparejos y mástiles. Los más pobres no llevaban luz y apenas parecían algo más que ruinas flotantes; pero varias veces vi unos ricos talamegii con lámparas a proa y popa para exhibir mejor sus doraduras. Aunque se mantenían en el centro del canal temiendo un ataque, podía escuchar la canción de los tripulantes por encima de las aguas:

¡Remad, hermanos, remad!

La corriente nos es contraria.

¡Remad, hermanos, remad!

Porque Dios está con nosotros.

¡Remad, hermanos, remad!

El viento nos es contrario.

¡Remad, hermanos, remad!

Porque Dios está con nosotros.

Y así sucesivamente. Aun cuando las lámparas no eran más que una chispa a una legua o más río arriba, el viento traía el sonido. Como luego lo sabría, alzan la pértiga con el estribillo y vuelven a hundirla con los versos alternados, y así avanzan guardia tras guardia.

Poco antes del amanecer, vi sobre la amplia y oscura cinta del río una línea de luces que no provenía de los barcos, y que se extendía de orilla a orilla. Era un puente, y después de errar un tiempo en la oscuridad, llegué a él. Dejando atrás las lenguas de agua que besaban la orilla, ascendí un tramo de peldaños rotos desde la Vía de Agua hasta la calle más elevada del puente, y de pronto descubrí que era el protagonista de una nueva escena.

Había tanta luz en el puente como sombras en la Vía de Agua. Cada diez pasos, más o menos, podía ver antorchas en lo alto de postes tambaleantes, y a intervalos de unos cien pasos, garitas cuyas ventanas resplandecían como fuegos de artificio adheridos a los pilares del río. Pasaban carruajes con linternas, y la mayor parte de las gentes que andaban por las aceras iban acompañadas por un paje de armas o ellas mismas llevaban luz. Había vendedores que vociferaban las mercancías exhibidas en bandejas colgadas del cuello, extranjeros que parloteaban en lenguas toscas, y mendigos que mostraban llagas, fingían tocar caramillos, y pellizcaban a sus hijos para que llorasen.

Confieso que estaba muy interesado por todo esto, aunque mi formación me prohibía manifestar cualquier entusiasmo. Con la capucha bien baja sobre la cabeza y los ojos apuntados hacia delante con resolución, pasé entre la multitud como si me fuera indiferente; pero por un breve tiempo, al menos, sentí que la fatiga desaparecía y mis zancadas eran, creo, más largas y rápidas porque deseaba demorarme allí.

Los guardias de la atalaya no eran agentes de la policía de la ciudad, sino peltastas de media armadura que llevaban escudos transparentes. Estaba ya casi en la orilla occidental cuando dos de ellos avanzaron para bloquearme el camino con lanzas llameantes.

—Es un delito grave llevar la vestimenta que luce. Si intentara usted algún truco o artificio, correría un serio peligro a causa de esta capa.

—Tengo derecho a llevar el hábito de mi gremio —dije.

—¿Entonces se declara usted un carnificario? ¿Es una espada lo que lleva?

—Lo es, pero no soy un carnificario, sino un oficial de la Orden de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia.

Hubo un silencio. Un centenar de personas nos habían rodeado en los pocos minutos que tardaron los guardias en interrogarme, y yo en contestar. Vi que el peltasta que no había hablado miró al otro como diciendo habla en seno. Luego, volviéndose a mí, dijo: — Venga, adentro. El lagario quiere hablar con usted.

Pasé delante de ellos y entré por una puerta estrecha. Se trataba de un cuarto pequeño con una mesa y unas pocas sillas. Subí por una escalera angosta muy desgastada. En el cuarto de arriba un hombre con coraza estaba escribiendo en un alto escritorio. Los peltastas me habían seguido, y cuando estuve ante él, el último en hablar señaló: —Éste es el hombre.

—Ya estoy enterado —dijo el lagario sin levantar la cabeza.

—Dice ser un oficial del gremio de torturadores.

Por un momento la pluma que venía avanzando sin pausa, se detuvo.

—Nunca creí encontrarme con semejante cosa fuera de las páginas de algún libro, pero me atrevería a afirmar que no ha dicho más que la verdad.

—¿Debo dejarlo en libertad, entonces? —preguntó el guardia.

—No, todavía.

El lagario limpió la pluma, echó arena sobre la carta en la que había estado trabajando, y nos miró.

—Los subordinados de usted me han detenido porque pusieron en duda el derecho a llevar la capa que me cubre —dije.

—Hicieron lo que les ordené, y lo ordené porque estaba usted provocando un disturbio, de acuerdo con el informe de las torrecillas orientales. Si pertenece al gremio de torturadores, que para ser honesto creía desaparecido desde mucho tiempo atrás, usted se ha pasado la vida en la… ¿Cómo se llama?

—La Torre Matachina.

Hizo chasquear sus dedos y pareció divertido y apenado a la vez.

—Me refiero al lugar en dónde se alza esa torre.

—La Ciudadela.

—Sí, la vieja Ciudadela. Está al este del río, según recuerdo, y en el extremo norte del barrio Algedónico. Me llevaron allí a ver la Torre del Homenaje cuando era cadete. ¿Ha ido con frecuencia a la ciudad?

Pensé en las ocasiones en que íbamos a nadar, y dije: —Con frecuencia.

—¿Vestido así?

Sacudí la cabeza.

—Por favor, échese hacia atrás esa capucha. Lo único que veo es que menea la nariz. —El lagario se bajó del taburete y fue hasta una ventana que daba al puente.— ¿Cuánta gente cree que hay en Nessus?

—No tengo la menor idea.

—Tampoco yo, torturador. Ni nadie. Todo intento de contarlos ha fracasado, como han fracasado, sistemáticamente, todos los esfuerzos que se han hecho por imponer impuestos. La ciudad crece y cambia cada noche, como lo que se escribe con tiza en las paredes. Gente lista levanta casas en las calles después de recoger piedras por la noche y a la mañana siguiente reclama el terreno como propio… ¿lo sabía? El exultante Talarican, cuya locura se manifestó como exagerado interés en los aspectos más bajos de la existencia humana, sostuvo que las personas que viven de devorar la basura de los demás llegan a dos gruesas de millares. Que hay diez mil acróbatas mendicantes de los que casi la mitad son mujeres. Que si un pobre saltara del parapeto de este puente cada vez que respiramos, viviríamos para siempre, porque la ciudad engendra y quebranta a los hombres más rápido de lo que respiramos. En medio de semejante multitud, no hay alternativa para la paz. No pueden tolerarse los disturbios porque los disturbios no pueden extinguirse. ¿Me sigue?

—Existe la alternativa del orden. Pero sí, hasta que eso se consiga, lo entiendo — contesté.

El lagario suspiró y se volvió hacia mí.

—Si entiende eso al menos, mejor que mejor. Será pues necesario que consiga una vestimenta más… convencional.

—No puedo volver a la Ciudadela.

—Entonces, desaparezca de la vista esta noche y cómprese algo mañana. ¿Tiene fondos?

—Un poco, sí.

—Bien. Cómprese algo. O róbelo, o quítele las ropas al próximo desdichado que mate con esa cosa. Haría que uno de los míos lo condujera hasta una posada, pero eso significaría más fisgoneo y murmuraciones todavía. Ha habido alguna clase de perturbación en el río y ya corren demasiadas historias de fantasmas por ahí. Ahora el viento se está calmando y llega la niebla… eso empeorará aún más las cosas. ¿A dónde se dirige?

—He sido destinado a la ciudad de Thrax.

El peltasta que antes había hablado dijo: —¿Hemos de creerle, lagario? No nos ha mostrado ninguna prueba de lo que dice.

El lagario estaba mirando otra vez por la ventana, y ahora yo también vi las hebras oscuras de una niebla.

—Si no sabe usar la cabeza, use la nariz —dijo—. ¿Qué olores entraron junto con él?

El peltasta hizo un gesto de incertidumbre.

—Hierro oxidado, sudor frío, sangre putrefacta. Un impostor olería a tela nueva o a andrajos encontrados en un baúl. Si no espabilas pronto en el desempeño de tu oficio, Petronax, irás al norte a luchar contra los ascios.

El peltasta dijo: —Pero lagario… —y me lanzó tal mirada de odio, que temí que intentara hacerme algún daño cuando abandonara la atalaya.

—Muéstrele a este individuo que pertenece en verdad al gremio de torturadores.

El peltasta estaba distendido, de modo que no hubo grandes dificultades. Aparté a un lado el escudo con mi brazo derecho, poniéndole el pie izquierdo sobre la pierna derecha mientras le aplastaba el nervio del cuello que produce convulsiones.

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