XVII — El desafío

Sin embargo, sí se movió para mirarme cuando entré; y sí habló.

—Muy hermosa. En efecto, muy hermosa. La capa, optimate… ¿puedo examinarla?

Avancé hacia él sobre un suelo de mosaicos gastados e irregulares. Entre nosotros, rígido como una espada, se interponía un rojizo rayo de sol en el que bailaba un enjambre de motas de polvo.

—El vestido, optimate. —Me quité la capa y se la tendí con la mano izquierda, y él tocó la tela como antes lo hiciera la joven.— Sí, muy hermosa. Suave. Como de lana, pero más suave, mucho más suave. ¿Una mezcla de lino y vicuña? Magnífico color. La investidura de un torturador. Dudo de que las verdaderas tengan esta calidad, pero ¿quién puede discutir ante una tela semejante? —Se zambulló tras el mostrador y emergió con un montón de andrajos.— ¿Puedo examinar la espada? Prometo ser muy cuidadoso.

Desenvainé Términus Est y la deposité sobre los andrajos. El hombre se inclinó sobre ella. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra, y advertí una delgada cinta negra que se extendía desde el pelo y sobre las orejas.

—Lleva una máscara —dije.

—Tres chrisos por la espada. Uno por la capa.

—No vine aquí a vender —le dije—. Quítesela.

—Si quiere. Bien, cuatro chrisos por la espada.

Levantó las manos y cogió la calavera. La verdadera cara, de mejillas morenas y chatas, era muy parecida a la de la joven que yo había visto en la calle.

—Quiero comprar un manto.

—Cuatro chrisos por ella. Ésa es definitivamente mi última oferta. Tendrá que darme un día para recolectar el dinero.

—Ya se lo he dicho, esta espada no está en venta. —Cogí Términus Est y volví a envainarla.

—Seis. —Extendiéndose por sobre el mostrador, me apretó el brazo.— Es más de lo que vale. Escuche, una última oportunidad. Lo digo en serio. Seis.

—Vine a comprar un manto. La hermana de usted, supongo que lo es, me dijo que me lo vendería a un precio razonable.

Suspiró.

—Muy bien, le venderé un manto. ¿Me dirá primero dónde obtuvo esa espada?

—Me la dio un maestro de nuestro gremio. —Una expresión que no pude descifrar del todo le cruzó la cara.— ¿No me cree? —le pregunté.

—Sí que le creo, ése es el problema. ¿Qué es usted exactamente?

—Un oficial de los torturadores. No venimos con frecuencia a este lado del río, ni avanzamos tanto hacia el norte. Pero ¿de verdad está tan sorprendido?

Asintió.

—Es como encontrar una psicobomba. ¿Me está permitido preguntarle por qué se encuentra en este barrio?

—Le está permitido, pero es la última pregunta que le contestaré. Me dirijo a Thrax para ocupar allí un cargo.

—Gracias —dijo—, no volveré a inmiscuirme. No tengo por qué hacerlo, en realidad. Ahora bien, puesto que querrá sorprender a sus amigos cuando se quite el manto, ¿estoy en lo cierto?, tendría que ser de algún color que contraste con esa ropa. El blanco no estaría mal, pero es un color un poco demasiado dramático, y difícil de mantener limpio, además. ¿Qué tal un pardo opaco?

—Las cintas que sostenían la máscara —dije—. Todavía las tiene.

El hombre estaba sacando cajas de detrás del mostrador y no contestó. Al cabo de unos segundos, nos interrumpió el tintineo de la campanilla sobre la puerta. El nuevo cliente era un joven con la cara oculta tras un yelmo estrecho con un visor de cuernos curvados y entrelazados. Llevaba una armadura de cuero barnizado; una quimera dorada con la inexpresiva cara de una loca se movía sobre el peto.

—Sí, hiparca. —El tendero dejó caer las cajas para hacer una servil reverencia.— ¿De qué modo puedo serle útil?

Una mano cubierta por un guantelete se tendió hacia mí con los dedos unidos como si fuera a darme una moneda.

—Acéptelo. —Susurró temeroso el tendero.— Lo que sea.

Yo extendí mi mano y recibí una brillante semilla negra del tamaño de una uva pasa. Sentí que el tendero retenía el aliento; la figura vestida de armadura se volvió y se marchó.

Cuando se hubo ido, dejé la semilla sobre el mostrador. El tendero chilló: —¡No trate de pasármela a mí! —y retrocedió.

—¿Qué es?

—¿No lo sabe? La piedra del averno. ¿Qué ha hecho usted para ofender a un oficial del Hogar de las Tropas?

—Nada. ¿Por qué me dio esto?

—Ha sido usted desafiado. Le han retado.

—¿A una monomaquia? Imposible. No pertenezco a la clase contendiente.

El modo en que se encogió de hombros era más elocuente que las palabras.

—Tendrá que pelear, o lo matarán. La única cuestión es saber si realmente ha ofendido al hiparca o si detrás de todo esto hay algún alto oficial de la Casa Absoluta.

Con tanta claridad como veía al tendero, vi a Vodalus en la necrópolis resistiéndose a los tres guardianes voluntarios; y aunque la prudencia me aconsejaba tirar la piedra del averno y huir de la ciudad, yo sentía que no podía irme. Alguien —quizás el mismo Autarca o el sombrío padre Inire— se había enterado de la verdad acerca de la muerte de Thecla y ahora intentaba deshacerse de mí sin deshonrar al gremio. Si vencía, tal vez él reconsiderara el asunto; si moría, no lo haría injustamente. Aún pensando en la delgada hoja de Vodalus, dije: —La única espada que entiendo es ésta.

—No lucharán con espadas… de hecho, sería mejor que me la dejase.

—De ningún modo.

Volvió a suspirar.

—Veo que no sabe nada de estas cosas; pero peleará usted por su vida al atardecer. Muy bien, es mi cliente, y nunca he abandonado a un cliente. Quería un manto. Aquí lo tiene. —Fue a la parte trasera de la tienda y volvió con un vestido del color de las hojas muertas.— Pruébese esto. Serán cuatro oricretas.

Una manta tan amplia era en verdad tentadora, a no ser que resultara demasiado corta o demasiado larga. El precio me pareció excesivo, pero pagué, y al ponérmela avancé un paso más hacia ese actor en el que entonces parecía decidido a convertirme. En verdad, estaba ya tomando parte en demasiados dramas.

—Ahora bien —dijo el tendero—. Yo tengo que quedarme aquí a cuidar de todo, pero enviaré a mi hermana para que lo ayude a llegar al averno. Ella ha estado con frecuencia en el Campo Sanguinario, de modo que quizá también le enseñe los rudimentos del combate.

—¿Habló alguien de mí? —La joven que había visto frente a la tienda, apareció por la puerta que se abría detrás del mostrador. Tenía la nariz respingada y los ojos rasgados del hermano, y se parecía tanto a él que tuve la seguridad de que eran gemelos, pero las mismas facciones delicadas que en él parecían tan incongruentes, eran en ella atractivas. Tal vez su hermano le había explicado lo que me había sucedido. No lo sé, porque no lo oí. Yo sólo la miraba a ella.


Ahora empiezo otra vez. Ha transcurrido mucho tiempo (he oído dos veces el cambio de guardia fuera de la puerta de mi estudio) desde que escribí las líneas que acabas de leer. No estoy seguro de que sea correcto registrar estas escenas, que quizá sólo para mí son importantes, con tanto detalle. Tal vez hubiese sido mejor resumirlo de este modo: vi una tienda y entré en ella; un oficial de los Septentriones me desafió; el tendero envió a su hermana para que me ayudara a arrancar la flor venenosa. He dedicado varios días fatigosos a la lectura de la historia de mis predecesores, y poco más hay en ellas que, por ejemplo, estas líneas acerca de Ymar:


Disfrazándose, se aventuró a internarse en la campaña donde vio a un muni que meditaba debajo de un plátano. El Autarca se le unió y se sentó con la espada contra el tronco hasta que Urth empezó a espolear al sol. Unas tropas que llevaban una oriflama pasaron al galope; un mercader condujo una muía que avanzaba trabajosamente bajo el peso del oro; una hermosa mujer cabalgaba a hombros de unos eunucos, y por fin pasó un perro trotando por la senda polvorienta. Ymar se puso de pie y siguió al perro, riendo.


Suponiendo que esta anécdota fuera verdadera, qué fácil es explicarla: el Autarca demostraba que elegía la vida activa por un acto de la voluntad y no por las tentaciones del mundo.

Pero Thecla había tenido muchos profesores, cada uno de los cuales explicaría el mismo hecho de manera diferente. Aquí, pues, un segundo profesor diría que el Autarca era una prueba contra las cosas que atraían a los hombres comunes, pero que no era capaz de dominarse en cuestiones de la caza.

Y un tercero, que el Autarca deseaba mostrar su desprecio por el muni, que permaneció en silencio cuando podría haber dicho lo que sabía y recibir más a cambio. Que no podría hacerlo yéndose, ya que no había nadie con quien compartir el camino, y la soledad tiene grandes atractivos para el sabio. Ni tampoco cuando pasaron los soldados, ni el mercader con sus riquezas, ni la mujer, porque los hombres no esclarecidos desean todas esas cosas, y el muni lo habría considerado uno de ellos.

Y un cuarto, que el Autarca acompañó al perro porque iba solo, pues los soldados contaban con los demás soldados, el mercader con la muía, y la muía con el mercader, y la mujer con los esclavos; mientras que el muni no se marchó.

Sin embargo, ¿por qué se rió Ymar? ¿Quién puede saberlo? ¿Seguía el mercader a los soldados para comprarles el botín? ¿Seguía la mujer al mercader para venderle placeres? El perro ¿era de caza o uno de esos de patas cortas que las mujeres tienen para que ladren en caso de que alguien las moleste mientras duermen? ¿Quién puede saberlo ahora? Ymar ha muerto, y los recuerdos de él, tal como vivieron un tiempo en la sangre de sus sucesores, se han desvanecido hace ya mucho.

Pasará el tiempo y también el mío se desvanecerá. De esto me siento seguro: ninguna de las explicaciones de la conducta de Ymar era la correcta. La verdad, cualquiera que haya sido, era más simple y más sutil. A mí se me podría preguntar por qué acepté como compañera a la hermana del tendero…, yo, que jamás en mi vida he tenido verdadera compañía. Y ¿quién, al leer sólo «la hermana del tendero», entendería por qué me quedé con ella después de lo que, a esta altura de mi historia, está a punto de suceder? Nadie, sin duda.

He dicho que no puedo explicar el deseo que despertaba en mí, y es cierto. La amaba con un amor sediento y desesperado. Sentía que los dos podríamos cometer un acto tan atroz, que el mundo, al vernos, lo encontraría irresistible.

No es necesario intelecto alguno para ver esas figuras que aguardan más allá del vacío de la muerte, todo niño tiene conciencia de ellas: ardientes de glorias oscuras o brillantes, envueltas en una autoridad más antigua que el universo. Son la materia misma de nuestros sueños más tempranos, también de las visiones de la agonía. Sin equivocarnos sentimos que guían nuestro destino, y sin equivocarnos también, sentimos lo poco que cuidan de nosotros, ellas, las hacedoras de lo inimaginable, las que combaten en guerras más allá de la totalidad de la existencia.

La dificultad reside en comprender que también en nosotros hay fuerzas tan grandes. Decimos «Lo haré» y «No lo haré» y nos imaginamos (aunque obedezcamos cada día las órdenes de cualquier persona, por prosaica que sea) nuestros propios amos, cuando lo cierto es que nuestros amos están dormidos. Despiertan dentro de nosotros y nos montan como si fuésemos bestias, y el jinete no es más que una parte de nosotros mismos que hasta ese momento ignorábamos.

Tal vez sea esa la explicación de la historia de Ymar. ¿Quién puede saberlo?


Sea como fuere, dejé que la hermana del tendero me ayudara a ponerme el manto. Ajustándomelo al cuello, cubría por completo la capa fulígena. No obstante, sin descubrirme, me era posible meter la mano por delante o por los tajos abiertos a los costados. Saqué a Términus Est del tiracuello y la llevé como un cayado; como la vaina la cubría casi por completo y la punta era de hierro oscuro, muchos de los que me veían pensaron sin duda que era un cayado.

Fue la única vez en mi vida que oculté el hábito de nuestro gremio. He oído que disfrazado uno se siente un tonto y por cierto que me sentía así vestido de aquella manera. Esos mantos amplios y anticuados fueron en un principio atavíos de pastores (que aún los llevan), y de ellos pasaron a los militares en los tiempos en que la guerra contra los ascios se libró aquí, en el frío sur. De los soldados los tomaron los peregrinos religiosos, que sin duda encontraron muy prácticas estas prendas, que podían convertirse en una pequeña tienda más o menos satisfactoria. El declive de la religión sin duda contribuyó mucho a que desaparecieran en Nessus, donde no vi a nadie que la usara exceptuándome a mí. Si hubiera sabido todo esto cuando compré mi manto en la tienda de andrajos, habría comprado también un sombrero de ala ancha; pero nada sabía, así que la hermana del tendero me dijo que parecía un peregrino. Sin duda lo dijo con ese matiz de burla que usaba para todo, pero yo estaba concentrado en mi apariencia y no lo noté. Por toda respuesta le dije que me hubiera gustado saber más de religión.

Ambos sonrieron y el hermano dijo: —Si no es usted el primero en mencionarlo, nadie estará dispuesto a hablar sobre el tema. Además, puede llegar a adquirir una reputación de buen hombre llevando esas ropas, si no hace ningún comentario. Cuando se tope con alguien con quien no desee hablar en absoluto, pida una limosna.

De modo que me convertí, en apariencia al menos, en un peregrino con destino a una vaga capilla en el norte. ¿He dicho ya que el tiempo convierte nuestras mentiras en verdades?

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