XXIV — La flor de la disolución

Junto a mí, Dorcas arrancó un jacinto acuático y se lo puso en el pelo. Excepto por la vaga mancha blanca sobre la orilla de delante, era la primera flor que veía en el Jardín del Sueño Infinito; busqué otras, pero no vi ninguna.

¿Es posible que la flor cobrara existencia porque Dorcas tendió la mano hacia ella? A la luz del día sé como el que más que tales cosas son imposibles; pero escribo de noche, y en aquel entonces, cuando estaba allí en el bote con el jacinto a menos de un codo de mis ojos, dudé en la penumbra y recordé la observación de Hildegrin un momento antes, una observación que implicaba (aunque es probable que él no lo supiera) que la cueva de la vidente, y por tanto este jardín, se encontraban en el otro extremo del mundo. Allí, como nos lo había enseñado mucho tiempo atrás el maestro Malrubius, todo estaba invertido: calor en el sur, frío en el norte; luz de noche, oscuridad de día; nieve en el verano. Era lógico, entonces, que yo sintiera frío, porque pronto sería verano y había aguanieve en el viento; la oscuridad que se interponía entre mis ojos y las flores azules del jacinto acuático también era normal, ya que pronto sería de noche, y ya había luz en el cielo.

Dicen los teólogos que la luz es la sombra del Increado, que mantiene todas las cosas en orden. ¿No es posible entonces que en la oscuridad el orden disminuya, y que las flores salten de la nada a los dedos de una muchacha, así como a la luz de primavera salta de la mera inmundicia al aire? Quizá, cuando la noche cierra nuestros ojos, haya menos orden, y esta ausencia de orden la percibimos como oscuridad, un ordenamiento fortuito de las ondas de energía (como un mar) que aparecen ante nuestros ojos engañados —situados por la luz en un orden del que ellos mismos son incapaces— como si fueran el mundo real.

La niebla que se estaba levantando desde el agua, me recordó las motas de paja en la etérea catedral de las peregrinas, y luego el vapor que despedía la caldera de sopa que el hermano cocinero llevaba al refectorio las tardes de invierno. Se decía que las brujas revolvían esas soperas; pero yo nunca había visto a ninguna, a pesar de que la torre de las brujas se levantaba a una cadena escasa de la nuestra. Recordé que navegábamos a través del cráter de un volcán. ¿No sería quizá la caldera de la Cumaea? Hacía mucho que los fuegos de Urth estaban extinguidos, tal como nos lo había enseñado el maestro Malrubius; era más que probable que se apagaran incluso antes de que los hombres abandonaran su condición de bestias para cubrirle la cara levantando ciudades. Pero las brujas, se decía, despertaban a los muertos. ¿No podría entonces la Cumaea despertar los fuegos extinguidos para que el caldero hirviera otra vez? Sumergí los dedos en el agua; estaba fría como la nieve.

Hildegrin se inclinaba hacia mí al remar y se retiraba luego al tirar de los remos.

—De viaje a la muerte —dijo—. En eso está usted pensando. Puedo verlo en el rostro de usted. Al Campo Sanguinario, y él lo matará, quienquiera que sea.

—¿Es allí donde va? —me preguntó Dorcas, y me apretó la mano.

Como no respondí, Hildegrin me hizo una seña con la cabeza.

—No tiene por qué hacerlo. Hay quienes no siguen las reglas, y sin embargo alcanzan la libertad.

—Está equivocado —dije—. No estaba pensando en la monomaquia… ni en morir tampoco.

Al oído, demasiado bajo, creo, como para que Hildegrin la oyera, Dorcas me dijo: —Sí que lo pensaba. En el rostro de usted había belleza, y grandeza también. Cuando el mundo es horrible, entonces los pensamientos se elevan, graciosos y nobles.

La miré pensando que se burlaba, pero no era así.

—La mitad del mundo está llena de mal y la otra de bien. Podemos inclinarlo hacia delante de modo que el bien ocupe nuestra mente, o hacia atrás, para que el mal se derrame. —Con un movimiento de los ojos abarcó todo el lago.— Pero las cantidades son las mismas, sólo cambiamos la proporción aquí o allí.

—Yo lo inclinaría hacia atrás tanto como fuera posible, hasta que al fin saliera todo el mal —dije.

—Sería bueno que eso ocurriera. Yo soy como usted; llevaría el tiempo hacia atrás si pudiese.

—No creo que los pensamientos bellos o sabios sean engendrados por las dificultades exteriores.

—No dije pensamientos bellos, sino pensamientos graciosos y nobles, aunque supongo que ésa es una especie de belleza. Deje que le enseñe. —Me tomó la mano, y deslizándola dentro de sus harapos, la apretó contra su pecho derecho. Pude sentir su pezón, firme como una fresa, y un tibio montículo debajo de él, delicado, suave como una pluma, y animado por corrientes de sangre,— Ahora —dijo— ¿cuáles son sus pensamientos? Si he conseguido que el mundo exterior sea más dulce para usted, ¿no son menos de lo que eran?

—¿Dónde has aprendido todo esto? —le pregunté. La sabiduría abandonó el rostro de Dorcas, y se le condensó en gotas de cristal en las comisuras de los ojos.


La orilla en que crecían los avernos era menos pantanosa que la otra. Resultaba extraño después de haber andado sobre juncias, y habiendo flotado sobre el agua tanto tiempo, poner pie nuevamente sobre un terreno que en el peor de los casos era blando. Habíamos desembarcado a cierta distancia de las plantas; pero estábamos bastante cerca ahora, y no eran ya una mancha blanquecina, sino plantas de color y forma definidos.

—No son de aquí ¿no es cierto? —dije—. No son de Urth. —Nadie contestó; creo que mi tono de voz era demasiado bajo como para que cualquiera de los otros (excepto Dorcas) me oyera.

Tenían una rigidez y una precisión geométrica, nacidas seguramente bajo algún otro sol. El color de las hojas era como el dorso de un escarabajo, pero de tintes a la vez más profundos y traslúcidos. Parecía implicar la existencia de luz, en algún lugar, a una distancia inconcebible, de un espectro que habría marchitado o tal vez ennoblecido el mundo.

Nos acercamos —Agia a la cabeza seguida de mí, Dorcas e Hildegrin— y vi que cada hoja tenía la forma de una daga, rígida y puntiaguda, con los bordes bastante afilados como para satisfacer al mismísimo maestro Gurloes. Sobre estas hojas, los capullos blancos que habíamos visto desde el lago, parecían criaturas de la más pura belleza, fantasías virginales custodiadas por un centenar de cuchillos. Eran anchos y lozanos, y sus pétalos se curvaban en lo que hubiera podido parecer una red enmarañada, pero que era en verdad un ordenado remolino, que atraía la mirada como una espiral grabada en un disco giratorio.

—La formalidad requiere que tú mismo cortes la planta, Severian —dijo Agia—. Pero iré contigo y te enseñaré cómo hacerlo. El truco consiste en poner el brazo bajo las hojas inferiores y arrancar el tallo de la tierra.

Hildegrin la tomó por el hombro.

—Usted no hará eso, señora —dijo. Y luego, a mí—: Vaya usted, si es que está decidido, joven sieur. Yo llevaré a las mujeres a lugar seguro.

Ya me había adelantado unos pasos, pero me detuve un instante cuando él habló. Felizmente Dorcas gritó entonces: —¡Ten cuidado! —y fingí que había sido esta advertencia lo que me detuvo.

La verdad era otra. Desde el momento en que habíamos encontrado a Hildegrin, tuve la certeza de que lo había visto antes. Aunque el reconocimiento no había sido tan inmediato como cuando volví a ver a Racho, ahora por fin me daba cuenta, con una fuerza que me paralizó.

Como he dicho, recuerdo todo; pero a menudo sólo descubro un hecho, una cara o un sentimiento después de una larga búsqueda. Supongo que en este caso, el problema consistía en que desde el momento en que se inclinó sobre mí, tendido en el sendero de ácoros, pude verlo con claridad; mientras que anteriormente apenas lo había visto. Sólo cuando dijo Llevaré a estas mujeres a lugar seguro, mi memoria reconoció la voz.

—Las hojas son venenosas —gritó Agia—. Envuélvete el brazo con el manto; esto te protegerá, pero trata de no tocarlas. Y ten cuidado… siempre se está más cerca de los avernos de lo que uno piensa.

Asentí con la cabeza para indicarle que entendía.

No tengo modo de saber si el averno resulta mortal incluso para su propia especie: puede que no, que sólo sea peligroso para nosotros a causa de una naturaleza que por accidente es enemiga de la nuestra. Sea esto así o no, el terreno entre las plantas y por debajo de ellas estaba cubierto de una hierba corta y sumamente fina, muy diferente de la hierba gruesa que crecía en el resto del terreno; y esta hierba estaba moteada por retorcidos cuerpos de abejas y blancos huesos de pájaros.

Cuando me encontraba a más de dos pasos de las plantas, me detuve de pronto, consciente de un problema que antes no había tenido en cuenta. El averno que yo elegiría sería mi arma en la contienda por venir; no obstante, al no saber cómo se libraría la lucha, no tenía modo de juzgar qué planta sería la más conveniente. Podría haber retrocedido y preguntárselo a Agia, pero me hubiese parecido ridículo consultar a una mujer sobre esta cuestión. Por fin, decidí confiar en mi propio juicio, ya que Agia me enviaría en busca de otro averno si mi primera elección estaba equivocada.

La altura de los avernos variaba desde pimpollos de algo más de un palmo, a viejas plantas de casi tres codos de altura. Éstas tenían menos hojas, aunque de mayor tamaño, mientras que las de las plantas más pequeñas eran tan apretadas y densas que los tallos quedaban completamente ocultos; las de las más grandes eran mucho más anchas que largas, y crecían algo separadas sobre los tallos carnosos. Si (como parecía probable) el septentrión y yo fuéramos a utilizar las plantas como mazas, la más grande, de tallo más largo y hojas más fuertes, sería la mejor. Pero éstas crecían lejos de los bordes de la plantación, de modo que sería necesario derribar cierto número de plantas más pequeñas para llegar a ellas; y el método que Agia aconsejaba para arrancarlas era evidentemente imposible, porque las hojas de muchas de las plantas más pequeñas crecían casi a ras de tierra.

Por fin escogí una de alrededor de dos codos de altura. Me había arrodillado junto a ella y tendía mi mano para arrancarla cuando, como si me hubieran despojado de un velo, me di cuenta de que mi mano, que yo creía todavía a varios palmos de la punta afilada más próxima, estaba a punto de ser atravesada. La retiré de prisa; la planta parecía estar casi fuera de mi alcance; a decir verdad, no estaba seguro de que yo pudiera tocar el tallo, aun tendido boca abajo. La tentación de utilizar mi espada era muy grande, pero sentí que eso me deshonraría delante de Agia y Dorcas, y sabía que, de cualquier modo, tendría que manejar la planta durante el combate.

Con cautela, adelanté la mano otra vez, ahora manteniendo el antebrazo pegado al suelo, y descubrí que, aunque tenía que apoyar el hombro contra la hierba, para evitar que las hojas inferiores me lastimaran el brazo, podía tocar el tallo con facilidad. Una punta que parecía encontrarse a medio codo de mi cara se estremeció con mi aliento.

Hacía ya un tiempo que estaba tratando de arrancar el tallo, cuando advertí la razón por la que sólo aquella hierba corta y suave crecía bajo los avernos. Una de las hojas de la planta que yo estaba arrancando había cortado por la mitad una brizna de la rústica hierba del pantano, y la planta entera, a casi una ana de distancia, había empezado a marchitarse.

Una vez cortado, el averno resultó un enorme estorbo, como pude haberlo previsto. Así como estaba, habría sido imposible llevarlo en el bote de Hildegrin sin que matara a uno o más de nosotros, de modo que antes de embarcarnos tuve que subir por la cuesta y cortar un árbol joven. Una vez que hube podado las ramas, Agia y yo atamos el averno a un extremo del largo tronco, de modo que cuando fuimos más tarde andando por la ciudad, parecía que lleváramos un grotesco estandarte.

Luego de que Agia me explicara el empleo de la planta como arma, yo corté una segunda (con mayor riesgo que antes, me temo, pues me sentía demasiado confiado) y me ejercité según las instrucciones que ella me diera.

El averno, como yo había supuesto, es algo más que una maza con dientes viperinos. Las hojas pueden quitarse retorciéndolas entre el pulgar y el índice, de modo tal que la mano no se ponga en contacto con los bordes o la punta. La hoja se convierte entonces en una daga sin empuñadura, envenenada y afilada como una navaja, lista para ser arrojada. El combatiente toma la base del tallo con la mano izquierda y arranca las hojas inferiores, arrojándolas con la derecha. Agia me advirtió, sin embargo, que mantuviera mi planta fuera del alcance de mi contrincante, pues a medida que se arrancan las hojas, el tallo va quedando desnudo, y es fácil que a uno le arrebaten la planta.

Cuando esgrimí la segunda planta, y me ejercité en arrancar y arrojar las hojas, descubrí que mi averno era casi tan peligroso para mí como para el septentrión. Si lo mantenía cerca, corría el grave peligro de pincharme el brazo o el hombro con las largas hojas inferiores; y cada vez que yo intentaba arrancar una hoja, la flor espiriforme atraía mi mirada, y con la fría avidez de la muerte trataba de arrastrarme hacia ella. Todo esto era bastante desagradable, pero una vez que conseguí mantener la mirada apartada del capullo, a medias cerrado, pensé que mi contrincante estaría expuesto a los mismos peligros.

Arrojar las hojas era más fácil de lo que había supuesto. La superficie de las hojas era lustrosa, como la de muchas plantas que había visto en el Jardín de la Jungla, de modo que se desprendían fácilmente de los dedos, y eran bastante pesadas como para volar lejos y con precisión. Podían ser arrojadas de punta como cualquier cuchillo o girando de perfil, para que el filo mortal cortara todo aquello que se pusiera delante de ellas.

Por supuesto, yo estaba muy ansioso por preguntar a Hildegrin todo lo que supiera acerca de Vodalus; pero no pude hacerlo hasta que volvimos navegando por el lago silencioso. Como Agia se había preocupado tanto por mantener a Dorcas apartada de mí, una vez que llegamos a la orilla pude quedarme a solas con él, y le susurré que yo también era amigo de Vodalus.

—Me ha confundido con algún otro, joven sieur… ¿se refiere usted a Vodalus, el proscrito?

—Jamás olvido una voz —le dije—, ni ninguna otra cosa. —Y luego en mi ansiedad, agregué tal vez lo peor que podría haber dicho:— Usted trató de romperme la cabeza con una pala. —La cara se le convirtió de inmediato en una máscara, se subió de nuevo al bote, y se alejó remando por las aguas parduscas.

Cuando Agia y yo abandonamos el Jardín Botánico, Dorcas estaba todavía con nosotros. Agia deseaba deshacerse de ella, y durante un tiempo permití que lo intentara. Me movía en parte el temor de que con Dorcas cerca, me sería imposible persuadir a Agia de que se acostara conmigo; pero aún más la vaga apreciación del dolor que Dorcas experimentaría, perdida y afligida como estaba, si me veía morir. Sólo poco tiempo atrás había volcado ante Agia todo el dolor que la muerte de Thecla había producido en mí. Ahora estas nuevas preocupaciones habían borrado ese dolor, y descubrí que lo había volcado en verdad, como un hombre que vierte vino agrio en el suelo. Mediante el empleo del lenguaje del dolor, por el momento lo había eliminado… tan poderoso es el encantamiento de las palabras, que reducen a entidades manejables todas las pasiones que de otro modo nos enloquecerían y nos destruirían.

Cualesquiera que hubiesen sido mis motivos, o los deseos de las dos mujeres, lo cierto es que nada de lo que Agia hizo para que Dorcas no nos siguiera, consiguió algún resultado. Por fin, la amenacé con golpearla si no desistía y llamé a Dorcas, que estaba entonces a cincuenta pasos por detrás de nosotros.

Después de eso, los tres avanzamos en silencio atravesando sobre nosotros no pocas miradas sorprendidas. Yo estaba calado hasta los huesos, y ya no me importaba si el manto cubría o no mi capa fulígena de torturador. Agia, con el vestido de brocado hecho jirones, tenía que parecer tan extraña como yo. Dorcas estaba todavía cubierta de lodo. El cálido viento de la primavera que ahora envolvía la ciudad, había hecho que el lodo se secara pegándosele en los cabellos y dejándole manchas polvorientas en la piel pálida. Sobre nosotros el averno lucía como un estandarte, y despedía un perfume de mirra. La flor entreabierta refulgía aún tan blanca como un hueso, pero las hojas parecían casi negras a la luz del sol.

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