XXXV — Hethor

No sé por qué ha de ser humillante recibir a un extraño mientras uno está sentado en el suelo, pero así es. Las dos mujeres se pusieron de pie cuando la figura gris se aproximó, y lo mismo hice yo. Aun Calveros se puso de pie, no sin esfuerzo, de modo que cuando el recién llegado estuvo a una distancia en la que era posible hablar, sólo el doctor Talos, que había reocupado nuestra única silla, estaba sentado.

No obstante, difícilmente podría concebirse una figura menos imponente. Era de pequeña estatura, y como llevaba ropas demasiado grandes para él, parecía aún más pequeño. Tenía la débil barbilla mal afeitada; al acercarse, se quitó una gorra grasienta y reveló una cabeza sobre la que el pelo escaseaba a cada lado, lo que dejaba una única línea ondulante y central, como la cresta de un viejo y sucio burginot. Sabía que lo había visto en otro sitio, pero transcurrió un tiempo antes de que pudiera reconocerlo.

—Señores —dijo—. ¡Oh, señores y señoras de la creación, mujeres tocadas de seda, de cabellos de seda, y hombre que comandan imperios y los ejércitos de los e… e… enemigos de nuestra f… f… fotosfera! ¡Torre fuerte como la piedra, fuerte como el r… r… roble al que nuevas hojas le crecen después del fuego! ¡Y mi amo, amo oscuro, victoria de la muerte, virrey de lan… noche! ¡Mucho tiempo he viajado en barcos de velas de plata, de cien mástiles que llegan a las e… e… estrellas, yo, que floté entre los brillantes foques mientras las Pléyades ardían más allá del m… m… mástil verdadero! ¡Nunca he visto nada igual! He… He… Hethor soy yo, venido para servirlo, limpiarle la capa, afilar la gran espada, c… c… cargar el cesto con los ojos de las víctimas, ojos que me miran, Amo, ojos como las lunas muertas de Verthandi cuando el sol se ha puesto. ¡Cuando el sol se ha puesto! ¿Dónde están los brillantes actores? ¿Cuánto tiempo arderán las antorchas? ¡Las manos he… he… heladas las buscan a tientas, pero los cuencos de las antorchas están más fríos que el hielo, más fríos que las lunas de Verthandi, más fríos que los ojos de los muertos! ¿Dónde está, pues, la fuerza que bate el lago hasta volverlo espuma? ¿Dónde está el imperio, dónde los Ejércitos del Sol, las largas lanzas, los estandartes de oro? ¿Dónde están las mujeres de cabellos de seda que sólo a… a… anoche amamos?

—Se encontraba usted entre nuestra audiencia, según entiendo —dijo el doctor Talos—. Comprendo que desee volver a ver la función. Pero no podremos satisfacerlo hasta la noche, y para ese entonces esperamos encontrarnos a cierta distancia de aquí.

Hethor, a quien había conocido fuera de la prisión de Agilus junto con el hombre gordo, la mujer de ojos anhelantes y los demás, no pareció oírlo. Me miraba a mí y a veces, miraba también a Calveros y a Dorcas.

—Le hizo daño ¿no es cierto? Retorciéndose, retorciéndose. Vi brotar la sangre, roja como el Pentecostés. ¡Q… q… qué honor para usted! También usted lo sirvió y ese cometido es más alto que el mío.

Dorcas sacudió la cabeza y apartó los ojos. El gigante no hacía más que mirarlo. El doctor Talos dijo: —Seguramente entenderá usted que lo que vio era una representación teatral. —(Recuerdo haber pensado que si la mayor parte de la audiencia hubiera captado mejor esa idea, nos habríamos encontrado en un dilema embarazoso cuando Calveros saltó del escenario.) —E… e… entiendo más de lo que usted cree, ¡yo, el viejo capitán, el viejo teniente, el viejo c… c… cocinero en la vieja c… c… cocina, el que prepara la sopa, el que prepara el caldo para las mascotas agonizantes! Mi amo es real, pero ¿dónde están sus ejércitos? Real, pero ¿dónde están sus imperios? ¿M… m… manará sangre falsa de una herida verdadera? ¿Dónde está su fuerza una vez perdida la sangre, dónde el brillo de los cabellos de seda? L… 1… la recogeré en una copa de cristal, yo, el viejo c… capitán del viejo b… barco renqueante, con la negra silueta de la tripulación recortada sobre las velas de plata y la ch… ch… chimenea por detrás.

Quizá deba decir aquí que en aquel momento presté poca atención a la precipitación y los tropiezos de las palabras de Hethor, aunque mi indeleble memoria me permita ahora recuperarlas sobre el papel. Más que hablar, glugluteaba, y a través de los huecos de la dentadura le fluía una fina lluvia de saliva. Con la lentitud que le era habitual, Calveros tuvo que haberlo entendido. Dorcas, estoy seguro, sentía demasiada repugnancia por él como para prestar atención a lo que decía. Se volvía a un lado como se vuelve uno ante el crujir de huesos cuando un alzabo devora un cadáver; y Jolenta no escuchaba nada que no le concerniera.

—Puede ver por usted mismo que la joven no ha sufrido daño alguno. —El doctor Talos se puso de pie y guardó la caja del dinero.— Es siempre un placer hablar con alguien que haya apreciado nuestra representación, pero me temo que nos espere mucho trabajo. Tenemos que empacar. ¿Nos disculpa usted?

Ahora que sólo el doctor Talos sostenía la conversación, Hethor se hundió la gorra otra vez hasta casi cubrirse los ojos.

—¿Almacenamiento? Nadie mejor para eso que yo, el viejo s… s… sobrecargo, el viejo abacero y administrador, el viejo e… e… estibador. ¿Quién, si no, ha de volver a poner el grano en la mazorca, el pichón de nuevo en el huevo? ¿Quién ha de plegar otra vez las alas de la mariposa para devolverla al capullo abandonado corno un sarcófago? Y por amor del A… amo lo haré, para beneficio suyo. Y lo s… s… seguiré dondequiera que vaya.

Asentí con la cabeza sin saber qué decir. En ese momento, Calveros —que aparentemente había captado la referencia a empacar, aun cuando no hubiera comprendido mucho más, tomó uno de los telones del escenario y comenzó a enrollarlo. Hethor saltó con inesperada agilidad para plegar el decorado de la cámara del Inquisidor y enrollar los alambres del proyector. El doctor Talos se volvió hacia mí como diciendo: Él está bajo su responsabilidad después de todo, como Calveros lo está bajo la mía.

—Hay muchos como él —le dije—. Encuentran placer en el dolor y quieren asociarse con nosotros del mismo modo que un hombre normal querría estar cerca de Dorcas y Jolenta.

El doctor Talos asintió.

—Lo suponía. Uno puede imaginar a un sirviente ideal que sirva al maestro por puro amor, o a un campesino ideal que cave zanjas por amor a la naturaleza, o a una meretriz ideal que se abra de piernas doce veces cada noche por amor a la cópula. Pero en la realidad uno nunca encuentra a estas fabulosas criaturas.


En el término de una guardia, poco más o menos, estábamos en camino. Nuestro pequeño teatro quedó prolijamente guardado en una carretilla enorme formada con partes del escenario, y Calveros, que se encargaba de hacerla rodar, cargaba también sobre los hombros algunos otros objetos diversos. El doctor Talos abría la marcha, y Hethor seguía a Calveros a unos cien pasos.

—Él es como yo —me dijo Dorcas—. Y el doctor es como Agia, aunque no tan malo. ¿Recuerdas? No pudo conseguir que me marchara y por fin gracias a ti no siguió intentándolo.

Lo recordaba, por cierto, y le pregunté por qué nos había seguido con tanta decisión.

—Erais las únicas personas que conocía. Temía menos a Agia que a quedarme sola.

—Entonces, temías a Agia.

—Sí, mucho. Y todavía ahora. Pero… no sé dónde he estado, aunque creo que estuve siempre sola. En todas partes. No quería que eso se prolongara. Tal vez no lo entiendas, o no te guste, pero…

—Si me hubieras odiado tanto como me odiaba Agia, lo mismo os habría seguido.

—No creo que Agia te odiara.

Dorcas me miró a los ojos, y todavía puedo ver su cara cautivadora como si estuviera reflejada en un pozo sereno de tinta bermellón. Demasiado delgada e infantil, no parecía una gran belleza; pero sus ojos eran fragmentos de cielo azul de algún mundo escondido a la espera del Hombre; podría haber rivalizado con los de Jolenta.

—Me odiaba —dijo Dorcas con suavidad—. Me odia aún más ahora. ¿Recuerdas lo aturdido que estabas después de la pelea? No miraste atrás, cuando yo te guiaba, pero yo sí lo hice, y le vi la cara.

Jolenta se quejaba al doctor Talos porque tenía que ir a pie. La profunda y opaca voz de Calveros nos llegó desde atrás.

—Yo la cargaré.

Ella se volvió para mirarlo.

—¿Cómo? ¿Encima de todo eso?

Él no contestó.

—Cuando digo que quiero cabalgar, no quiero decir, como parece entenderlo usted, como una necia en un burro.

Vi en mi imaginación como el gigante decía tristemente que sí con la cabeza.

Jolenta temía parecer necia, y lo que he de escribir ahora, parecerá necio en verdad, aunque sea cierto. Tú, lector, puedes disfrutar a mis expensas. Me di cuenta entonces cuan afortunado era entonces, y cuan afortunado había sido desde que abandonara la Ciudadela. Dorcas, lo sabía, era mi amiga… más que una amante, una verdadera compañera, aunque sólo hacía unos pocos días que estábamos juntos. El retumbar de los pasos del gigante a mis espaldas, me recordó con cuánta frecuencia muchos hombres andan por Urth completamente solos. Supe entonces (o creí saberlo) por qué Calveros había decidido obedecer al doctor Talos, sometiéndose a cualquier tarea que el pelirrojo quisiera imponerle.

Una leve palmada en el hombro me despertó de mis ensoñaciones. Era Hethor, quien sin duda se había adelantado en silencio desde la posición que ocupaba detrás.

—Maestro —me dijo.

Le pedí que no me llamara así, y le expliqué que sólo era un oficial de mi gremio, y que muy probablemente nunca llegara a maestro.

Él asintió humildemente. A través de los labios entreabiertos yo podía verle los incisivos rotos.

—Maestro ¿dónde vamos?

—Saldremos por el portalón —le dije, y lo hice porque quería que siguiera al doctor Talos y no a mí; lo cierto es que estaba pensando en la belleza preternatural de la Garra y qué hermoso sería llevarla conmigo a Thrax en lugar de volver al centro de Nessus. Hice un vago ademán señalando el Muro, que ahora se levantaba a la distancia como las murallas de una vulgar fortaleza se levantan ante un ratón. Era negro como una masa de nubarrones, y había algunas nubes cautivas en la cima.

—Yo cargaré su espada, maestro.

El ofrecimiento parecía honesto, aunque recordé que el plan que Agia y su hermano habían trazado contra mí, había nacido del deseo de poseer a Términus Est. Con tanto firmeza como pude dije: —No. Ni ahora ni nunca.

—Siento pena por usted, maestro, al verlo andar con ella sobre el hombro… Tiene que ser muy pesada.

Estaba explicándole que en realidad el peso no era tan abrumador como parecía, cuando rodeamos el borde de una apacible colina y vi a media legua de distancia un camino recto que conducía a una abertura en el Muro… Estaba atestado de carros, coches, transeúntes de toda especie, todos ellos reducidos a pigmeos por las dimensiones del Muro y el imponente portalón, al punto que la gente parecía termitas y las bestias de carga hormigas tirando de migajas. El doctor se volvió hasta que estuvo andando de espaldas y saludando el Muro con la mano, tan orgulloso como si él mismo lo hubiera construido.

—Algunos de vosotros, supongo, nunca habrán visto esto. ¿Severian? ¿Señoras? ¿Habéis estado alguna vez tan cerca?

Hasta Jolenta sacudió la cabeza, y yo dije: —No. He pasado mi vida tan cerca del centro de la ciudad, que el muro no era más que una línea oscura en el horizonte septentrional, cuando mirábamos desde lo alto de nuestra torre. Estoy asombrado, lo admito.

—Los antiguos construían bien ¿no es así? Pensad… al cabo de tantos milenios, todas las zonas abiertas por las que hoy hemos pasado están aún reservadas para el desarrollo de la ciudad. Pero Calveros sacude la cabeza. ¿No te das cuenta, querido paciente, que todos estos agradables bosquecillos y prados por los que hemos pasado esta mañana serán desplazados un día por edificios y calles?

—No estaban destinados al desarrollo de Nessus —dijo Calveros.

—Claro que sí, claro que sí. Estoy seguro, estoy perfectamente enterado del asunto. — El doctor se volvió y nos guiñó un ojo.— Calveros es mayor que yo y por tanto cree que lo sabe todo. A veces.

Pronto estuvimos a unos cien pasos del camino, y la atención de Jolenta se volvió hacia el tránsito.

—Si es posible alquilar una litera, tiene usted que conseguírmela —le dijo al doctor Talos—. No podré actuar esta noche, si tengo que caminar todo el día.

Él se negó.

—Olvidas que no tengo dinero. Si ves una litera y deseas alquilarla, por supuesto, no me opondré. Si no puedes actuar esta noche, tu suplente te reemplazará.

—¿Mi suplente?

El doctor señaló a Dorcas.

—Estoy seguro de que está ansiosa por desempeñar el papel principal. Lucirá magnífica en él. ¿Por qué crees que permití que se uniera a nosotros y participara en la representación? Habrá que reescribir más si tenemos dos mujeres.

—Ella se irá con Severian, tonto. ¿Acaso no dijo él esta mañana que volvería en busca de…? —Jolenta se volvió hacia mí; la expresión de enojo la volvía más hermosa todavía.— ¿Cómo las llamaste? ¿Perigras?

—Peregrinas —dije. A todo esto un hombre que montaba un petigallo a un costado del flujo de gente y animales, frenó la minúscula montura—. Si buscáis a las peregrinas — dijo— vuestro camino es el mío: fuera del portalón, no hacia la ciudad. Pasaron por esta carretera anoche.

Apresuré el paso hasta que pude aferrar el arzón de su silla y le pregunté si estaba seguro.

—Desperté cuando los otros clientes de mi posada se precipitaron a la carretera para recibir las bendiciones —dijo el hombre montado en el petigallo—. Miré por la ventana y vi la procesión. Los sirvientes portaban de esas iluminadas de cirios, pero vueltas del revés, y las sacerdotisas llevaban desgarradas las vestiduras. —La cara del hombre, que era larga, ajada y humorística, se partió en una sonrisa de desagrado.— No sé qué habrá podido ocurrir de malo, pero creedme, la partida fue impresionante e inconfundible… pero eso es lo que dijo el oso, como sabéis, de los que habían ido de paseo al campo.

El doctor Talos le susurró a Jolenta: —Creo que el ángel de la agonía y tu sustituía se quedarán con nosotros un tiempo más.


Tal como sucedió, estaba a medias equivocado. Sin duda tú, que quizás hayas visto el Muro muchas veces y hayas pasado a menudo por uno u otro de sus portalones, te impacientarás conmigo; pero antes de continuar la historia de mi vida, siento que por mi propia paz tengo que dedicarle unas pocas palabras.

He hablado ya de la altura del Muro. Pocas especies de pájaros, me parece, son capaces de sobrevolarlo. El águila y el gran teratornis de la montaña, y tal vez los gansos salvajes; pero pocos más. Ésa era la altura que esperaba encontrar cuando llegué a la base: el Muro había sido visible desde hacía ya muchas leguas, y nadie que lo observara con las nubes moviéndose sobre él como las ondas sobre un estanque, podía equivocarse acerca de su altura. Como los muros de la Ciudadela, está hecho de metal negro, y por esta razón me parecía tal vez menos terrible; los edificios que había visto en la ciudad eran de piedra o ladrillo, y toparme ahora con el material que había conocido desde que era niño, no me resultó desagradable.

No obstante, entrar por el portalón era como entrar en una mina, y no pude evitar un escalofrío. Noté también que todos los que me rodeaban, excepto el doctor Talos y Calveros, sentían lo mismo que yo. Dorcas me apretó aún más la mano y Hethor inclinó la cabeza. Jolenta pareció considerar que el doctor, con quien había estado discutiendo un momento antes, la protegería; pero cuando al tocarle el brazo se dio cuenta de que él no le hacía ningún caso, siguió contoneándose y golpeando el pavimento con el bastón como lo venía haciendo a la luz del sol; al cabo de un momento lo dejó, y yo observé asombrado que se aferraba al estribo del hombre que montaba el petigallo.

Los costados del portalón se alzaban sobre nosotros, a grandes trechos horadados por ventanas de un material más grueso y a la vez más claro que el cristal. Tras esas ventanas veíamos moverse figuras de hombres y mujeres, y de criaturas que no eran ni lo uno ni lo otro. Supongo que serían cacógenos,. seres para quienes el averno es como una caléndula o una margarita para nosotros. Otros parecían seres cuyo aspecto era demasiado humano, de modo que cabezas con cuernos nos observaban con ojos excesivamente sensatos, y había bocas que parecían hablar, con dientes como clavos o ganchos. Le pregunté al doctor Talos qué eran aquellas criaturas.

—Soldados —dijo—. Los pándores del Autarca.

Jolenta a la que el miedo hacía que presionara uno de sus grandes pechos contra el muslo del hombre que montaba el petigallo, susurró: —Cuyo sudor es el oro de sus súbditos.

—¿Dentro del Muro mismo, doctor?

—Como ratas. Aunque es de un espesor enorme, está lleno de colmenas por todas partes… así se me ha dado a entender. En sus pasajes y galerías habita una soldadesca innumerable, lista para defenderlo como las termitas defienden sus altos nidos de tierra en las pampas del norte. Ésta es la cuarta vez que Calveros y yo lo hemos atravesado, porque en una oportunidad, como se lo hemos dicho, vinimos al sur, entrando en Nessus por este portalón y abandonándola al cabo de un año por el portalón llamado del Sufrimiento. Sólo recientemente volvimos con lo poco que habíamos ganado y entramos por el otro portalón del sur, el de la Alabanza, y siempre hemos visto el interior del Muro como lo ve usted ahora, con las caras de estos esclavos del Autarca mirándonos. No dudo de que hay algunos de entre ellos que buscan algún delincuente en particular, y que si lo vieran, saldrían y se apoderarían de él.

En ese momento, el hombre sobre el petigallo (cuyo nombre era Jonas, como me enteraría más tarde) me comentó: —Discúlpame optimate, pero no pude evitar oír lo que decía. Puedo aclarárselo con mayor exactitud, si lo desea.

El doctor me miró, con ojos centelleantes.

—Vaya, eso sería muy agradable, pero hemos de poner una condición. Hablaremos sólo del Muro y de los que en él habitan. Lo cual significa, que no haremos preguntas acerca de usted. Y usted, del mismo modo, nos devolverá la cortesía.

El desconocido se echó hacia atrás el sombrero y vi que en el sitio de la mano derecha tenía un mecanismo articulado de acero.

—Me habéis entendido mejor de lo que pretendía, como dijo el hombre al mirarse al espejo. Admito que había tenido esperanzas de preguntaros por qué viajabais con el carnificario y por qué esta señora, la más encantadora que haya visto nunca, camina por el polvo.

Jolenta soltó la correa de la espuela y dijo: —Es usted pobre, don, a juzgar por su aspecto, y ya no joven. No creo que le corresponda indagar sobre mí.

Aun a la sombra del portalón vi como un flujo de sangre encendía las mejillas del desconocido. Todo lo que ella había dicho era verdad. Aunque no tan sucias como las de Hethor, las ropas del hombre estaban gastadas y manchadas por el viaje. El viento le había arrugado y curtido la cara. Durante una docena de pasos, quizá, no replicó, pero por último empezó a hablar. Tenía una voz monótona, ni alta ni profunda, pero de un seco humor.

—En los viejos tiempos, los señores de este mundo no temían a nadie sino a su propio pueblo, y para defenderse contra él levantaron una gran fortaleza sobre la cima de una colina al norte de la ciudad. Entonces no se llamaba Nessus, ya que el río no estaba envenenado.

»Muchos de los del pueblo estaban disgustados por la construcción de la fortaleza, pues, decían, tenían derecho a matar a sus señores sin impedimentos si así lo deseaban. Pero otros se hicieron a la mar consultando con ahínco las estrellas, y volvieron con tesoros y conocimientos. Con el tiempo regresó una mujer que no traía nada más que un puñado de judías negras.

—¡Ah! —dijo el doctor Talos—. Es usted un narrador profesional. Pudo habernos informado antes, porque nosotros, como notó sin duda, somos algo parecido.

Jonas meneó la cabeza.

—No, ésta es la única historia que conozco… o casi. —Miró a Jolenta desde lo alto de la montura.— ¿Puedo continuar, la más maravillosa de las mujeres?

Mi atención se distrajo al ver la luz del día por delante de nosotros y el disturbio entre los vehículos que atestaban el camino al querer retroceder, azotando a las bestias de tiro y tratando de abrirse paso.

—… ella distribuyó las judías entre los señores de los hombres, y les dijo que a menos que la obedecieran, los arrojaría al mar y pondría fin al mundo. Ellos la capturaron y la hicieron trizas, pues tenían un dominio cien veces más completo que el del Autarca.

—Que viva hasta ver el Sol Nuevo —murmuró Jolenta.

Dorcas me apretó todavía más el brazo y preguntó: —¿Por qué tienen tanto miedo? — Luego gritó y sepultó la cara en las manos. La punta de hierro de un látigo le había rozado la mejilla. Yo dejé atrás el petigallo, agarré el tobillo del carretero que la había golpeado y lo arranqué de su asiento. En ese momento en todo el portalón resonaban vociferaciones y juramentos y los gritos de los heridos, y los bramidos de los animales asustados; y si el desconocido continuó su historia, no pude escucharla.

El conductor que arranqué del asiento tuvo que haber muerto de inmediato. Como quería impresionar a Dorcas, yo había intentado aplicarle el tormento que llamamos dos albancoques, pero el hombre había caído bajo los pies de los peatones y las pesadas ruedas de los carros. Ni siquiera sus gritos pudieron oírse.


Aquí me detengo, lector, después de haberte conducido de portalón a portalón… desde el portalón cerrado con candado y amortajado de neblina de nuestra necrópolis, hasta éste de rizadas volutas de humo, este portalón que es quizá, el más grande que exista, el más grande que haya existido jamás. Fue entrando por él que llegué a este otro. Y con seguridad, cuando entré por este segundo portalón, empecé una vez más a andar por un nuevo camino. Desde ese gran portalón en adelante, durante largo tiempo, partiría de la Ciudad Imperecedera y recorrería los bosques y los pastizales, las montañas y las junglas del norte.

Aquí me detengo. Si no quieres seguirme, lector, no puedo culparte. El camino no es fácil.

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