CAPÍTULO XI

– Está nevando, para variar -refunfuñó Cato al levantar la vista cuando los primeros copos descendieron del cielo nocturno. Un frío viento soplaba desde el mar y traía una arremolinada nube de copos blancos que caían sobre los soldados de la cuarta cohorte mientras éstos permanecían escondidos por todo el pueblo en ruinas. El clima despejado de los últimos días había secado el suelo y la nieve empezó a cuajar enseguida, moteando las oscuras capas y escudos de los legionarios que tiritaban en silencio.

– No durará mucho, optio -susurró Fígulo-. ¡Mira allí! -Señaló un pedazo de cielo despejado a un lado de los negros e imponentes nubarrones. Las estrellas, y el tenue cuarto creciente de la luna, brillaban con luz trémula en un cielo casi negro.

Daba la sensación de que había pasado mucho tiempo desde que había anochecido y la tensa expectación de los soldados aguzaba sus sentidos mientras esperaban a que los atacantes cayeran en la trampa. La sexta centuria se había ocultado entre las ruinas que rodeaban el centro de la población. Al atisbar por encima de la mampostería de una choza que llegaba a la altura de la cintura, Cato no vio a ninguno de los demás soldados de la centuria, pero su presencia era palpable. Así como lo era la presencia de los muertos apilados en el pozo cercano.

La imagen del niño muerto volvió espontáneamente a la mente de Cato y sus resentidas ansias de castigar a los Druidas con una terrible venganza volvieron a incrementarse.

– ¿Dónde diablos están esos malditos bastardos Britanos? -dijo entre dientes, y acto seguido apretó la mandíbula, furioso consigo mismo por poner de manifiesto su impaciencia delante de sus hombres. A excepción de Figulo, todos se habían sentado en silencio siguiendo sus órdenes. La mayoría de ellos eran curtidos veteranos que habían sido destinados a la segunda legión el otoño anterior para que la unidad recuperara su número de efectivos. La unidad de Vespasiano había sufrido graves pérdidas durante las primeras batallas de la campaña y había tenido la gran suerte de poder ser la primera en elegir entre los reemplazos de las reservas que se habían mandado en barco desde la Galia.

– ¿Quiere que vaya a echar un vistazo, señor? -preguntó Fígulo.

– ¡No! -respondió Cato con brusquedad-. Siéntate y estate quieto, maldita sea. No quiero oír ni una palabra más.

– Sí, señor. Lo siento, señor. Mientras el recluta se alejaba arrastrando los pies una corta distancia, Cato sacudió la cabeza con desesperación. Si dejaban que se las arreglara solo, ese idiota echaría por tierra los planes que el centurión Hortensio había hecho a toda prisa. Durante el poco tiempo disponible antes de que la columna enemiga fuera visible desde la aldea, se habían desplegado dos centurias en el mismo pueblo y las otras cuatro se habían escondido en la zanja defensiva preparadas para cerrar el círculo que atraparía a los atacantes. Los exploradores de la caballería se hallaban ocultos a lo largo del margen de un bosque cercano con órdenes de salir en cuanto se diera la señal de ataque. Entonces esperarían y darían caza a cualquier Britano que lograra escapar del poblado. Aunque Cato no tenía intención de darles demasiadas oportunidades para ello.

Los restos chamuscados de la aldea ya estaban desapareciendo bajo un fino manto de nieve. Mientras Cato permanecía a la mira del enemigo, la capa de nieve que caía le recordó la más delicada de las sedas blancas y de repente pensó en Lavinia: joven, lozana y llena de un contagioso entusiasmo por la vida. Aquella imagen se desvaneció enseguida y fue reemplazada por su asustada expresión en el momento de morir. Cato apartó la visión de su mente y trató de concentrarse en otra cosa. Cualquier otra cosa. Entonces se sorprendió al encontrarse pensando en Boadicea, su rostro estático, con la ceja arqueada en aquella expresión ligeramente burlona a la que él había tomado un especial cariño. Cato sonrió.

– ¡Señor! -exclamó Fígulo entre dientes alzándose a medias. Los demás soldados de la sección lo fulminaron con la mirada.

– ¿Qué? -Cato se volvió-. Creía haberte dicho que te callaras.

– ¡Algo pasa! -Fígulo señaló hacia el lado opuesto del poblado.

– ¡Cierra la boca! -masculló Cato con los dientes apretados al tiempo que levantaba un puño para enfatizar la orden-. ¡Agáchate!

Fígulo volvió a ponerse en cuclillas para esconderse. Entonces, con toda la cautela de la que fue capaz, Cato miró hacia el espacio abierto que había delante del pozo. Forzó la vista para percibir cualquier señal de movimiento. El suave gemido del viento frustraba sus intentos de captar algún sonido, de manera que, a pesar de la oscuridad, vio al enemigo antes de oírlo. El oscuro contorno de una de las ruinas que había enfrente cambió de forma, luego una sombra surgió de entre dos paredes de piedra. Un jinete. En el umbral del espacio abierto frenó y se quedó sentado en su montura sin moverse, como si husmeara el aire en busca de alguna señal de peligro. Finalmente el caballo relinchó, levantó una pezuña y, rascando, hizo un oscuro corte en la nieve. Entonces, con un chasquido de la lengua perfectamente audible, el Britano hizo avanzar a su bestia hacia el pozo. La negra figura atravesó lentamente el moteado remolino y Cato tuvo la sensación de que el hombre recorría las silenciosas ruinas con la mirada. Se encorvó todo lo que pudo detrás de la pared de manera que pudiera seguir mirando por encima de la ennegrecida mampostería. Cuando el jinete llegó al pozo volvió a detener su caballo y luego avanzó poco a poco por el borde para ver mejor el hueco del pozo. Cato aferró con la mano la empuñadura de su espada y por un momento la tentación de desenvainar el arma fue casi insoportable. Entonces se obligó a soltarla. A su alrededor, los hombres estaban lo bastante tensos como para entrar en acción de un salto ante el más mínimo indicio de que el jinete se estuviera preparando para lanzarse al ataque. Debían esperar a oír la trompeta. Hortensio estaba mirando desde lo alto de un túmulo funerario en el exterior del poblado y sólo daría la señal de cerrar la trampa cuando todos los jinetes hubiesen atravesado las ruinas de la puerta principal. Las órdenes eran claras: nadie debía dar un solo paso hasta que se diera la señal. Cato se volvió hacia sus soldados y en silencio les hizo señas para que se agacharan. por la manera en que estaban agazapados, sostenían sus escudos y aferraban sus jabalinas, se dio cuenta de que estaban listos para entrar en acción.

El jinete que estaba junto al pozo se inclinó tranquilamente a un lado, carraspeó y escupió por el hueco. Las frías ansias de venganza que Cato sentía en su interior se avivaron momentáneamente para convertirse en una ardiente y terrible ira que hizo que la sangre le palpitara en las venas. Trató de reprimir el impulso y apretó tanto los puños que sintió cómo las uñas se le clavaban dolorosamente en las palmas. El Durotrige pareció convencerse de que ni a él ni a sus compañeros los amenazaba ningún peligro, dio la vuelta a su caballo y se alejó al trote del centro del pueblo hacia la puerta principal. Cato miró a sus hombres.

– Pronto darán la señal -les dijo en voz baja--. En cuanto ese explorador les diga que no hay peligro, los Druidas y sus amigos entrarán por la puerta. Van a recuperar su botín y es probable que tengan la intención de pasar aquí la noche. Estarán cansados y deseando reposar un poco. Eso hará que se descuiden. -Cato desenvainó la espada y la apuntó hacia sus soldados-. Recordad, muchachos…

Algunos de los veteranos no pudieron evitar reírse entre dientes por el hecho de que el joven optio los llamara muchachos, pero respetaban el rango y rápidamente acallaron su regocijo. Cato respiró hondo para disimular su fastidio.

– Recordad, atacaremos con todas nuestras fuerzas. Tenemos órdenes de hacer prisioneros, pero no corráis riesgos innecesarios para capturarlos. Ya sabéis lo poco que le gusta al centurión tener que escribir mensajes de condolencia para las familias que están en casa. No es probable que os perdone así como así si os matan.

Las palabras de Cato produjeron el efecto deseado y la horrible tensión de la espera del combate disminuyó cuando los soldados volvieron a soltar unas risitas.

– Muy bien. Poneos en pie, los escudos en alto y las jabalinas preparadas.

Las oscuras siluetas de los soldados se alzaron y, en medio de aquella lluvia de grandes copos de nieve, aguzaron el oído para percibir la señal de la trompeta por encima del leve gemido del viento. Pero antes de que llegara la señal, el primer Britano apareció por la puerta principal. Hombres a pie que conducían sus caballos y hablaban en tonos contenidos ahora que la marcha del día había llegado a su fin. Poco a poco fueron surgiendo de entre la oscuridad aún mayor de los edificios incendiados y se reunieron en el espacio abierto que había antes de llegar al pozo. Mientras Cato los observaba con nerviosismo, los jinetes fueron aumentando en número hasta que hubo más de una veintena allí arremolinados y aún aparecían más saliendo pesadamente de la oscuridad de la noche. El mascar y piafar de los caballos se mezclaba con los alegres tonos de los Britanos y el sonido parecía insoportablemente fuerte tras el largo período de forzoso silencio. Cato temió que sus hombres no oyeran la señal de la trompeta por encima del ruido. A pesar de la inmovilidad de todos ellos, era plenamente consciente de que su ansiedad iba en aumento. Si no se daba pronto la señal, los desperdigados hombres de la sexta centuria podrían verse superados en número por aquellos a los que querían emboscar.

De repente se oyó un sonido discordante que provenía del centro de la concentración de apiñados jinetes. Un hombre a caballo se abrió camino a la fuerza y dio una serie de órdenes.

Los Britanos guardaron silencio e inmediatamente la desordenada muchedumbre se convirtió en un grupo de soldados listos para actuar en cuanto se lo ordenaran. Un puñado de hombres a los que habían designado para ocuparse de los caballos empezó a realizar la tarea encomendada mientras que los demás formaban frente al jinete. Con un sentimiento intenso de frustración, Cato se dio cuenta de que estaba pasando el mejor momento para lanzar un ataque. A menos que Hortensio diera la señal inmediatamente, el enemigo aún podría organizarse lo suficiente como para ofrecer una resistencia efectiva.

En el mismo momento en que maldecía el retraso, Cato vio que un hombre caminaba directamente hacia él. El optio se agachó sin hacer ruido y sin dejar de mirar con preocupación hacia el contorno de la mampostería por encima de su cabeza, en tanto que el Britano se acercaba, se detenía y hurgaba en su capa. Hubo una pausa antes de que un apagado sonido de agua al caer llegara a oídos del optio. El Britano dejó escapar un largo suspiro de satisfacción mientras orinaba contra la pared de piedra. Alguien lo llamó y Cato oyó que el hombre reía al tiempo que se volvía para responder y torpemente hacía caer las piedras sueltas de lo alto de la pared en ruinas.

Un enorme pedrusco cayó hacia adentro y se precipitó sobre la cabeza de Cato. Instintivamente él se agachó y la piedra rebotó en un lado de su casco con un sordo sonido metálico. La cabeza del jinete apareció por encima de la pared, buscando la fuente del inesperado ruido. Cato contuvo el aliento con la esperanza de que no le vieran ni a él ni a sus hombres. El guerrero Durotrige tomó aire y les lanzó un grito de advertencia a sus compañeros que hendió la oscuridad y que se oyó por encima de los demás sonidos con una claridad asombrosa.

– ¡En pie! -bramó Cato-. ¡A por ellos! Levantándose de un salto, hincó su espada corta en la oscura forma del rostro del Britano y notó que la sacudida del impacto le bajaba por el brazo al tiempo que el agudo chillido del jinete le resonaba en los oídos.

– ¡Usad las jabalinas! -gritó la voz de Macro desde ahí cerca-. ¡las jabalinas primero!

Las negras siluetas de los legionarios se alzaron por entre las ruinas alrededor de los jinetes Durotriges.

– ¡Lanzad las jabalinas! -bramó Macro. Con un resoplido de esfuerzo los soldados en torno a Cato propulsaron sus brazos armados hacia delante, con un ángulo bajo para lanzar el arma a una distancia muy cercana, y las largas y mortíferas astas salieron volando para caer contra la densa concentración del enemigo. Inmediatamente el ruido sordo y el repiqueteo del impacto dieron paso a los gritos de los heridos y el más agudo relincho de los aterrorizados caballos alcanzados por las despiadadas puntas de hierro de las jabalinas.

Cato y sus hombres se abrieron paso con dificultad por encima de la pared, con las espadas desenvainadas y listos para atacar.

– ¡No os separéis de mí! -gritó Cato, ansioso por mantener a sus hombres bien diferenciados de los Britanos. Hortensio les había inculcado a sus subordinados que debían mantener a sus hombres bajo un control riguroso durante la emboscada. El ejército Romano tenía una saludable aversión a llevar a cabo acciones nocturnas, pero aquella oportunidad de tender una trampa y matar al enemigo era una oportunidad demasiado providencial para que ni siquiera un centurión como Hortensio, que siempre seguía el reglamento, pudiera resistirse a ello.

– ¡Cierren filas! -exclamó Macro a una corta distancia, y la orden fue repetida por todos los jefes de sección mientras que pequeños grupos de legionarios se acercaban a los Britanos. Tras sus grandes escudos rectangulares los ojos de los Romanos iban mirando rápidamente a todos lados, buscando el expuesto cuerpo enemigo más próximo para clavar en él sus espadas cortas. Cato parpadeó cuando una ráfaga de viento le arrojó un montón de enormes copos en la cara que le obstaculizaron momentáneamente la visión. Una sombra grande se alzó frente a él. Unos dedos se cerraron sobre la parte superior del borde de su escudo, a poca distancia de su cara, y tiraron de él a un lado. Instintivamente Cato lanzó el brazo hacia delante, cargando todo su peso tras él. El Britano seguía firmemente agarrado al escudo y la parte inferior del mismo se alzó de manera que le propinó un aplastante golpe entre las piernas. El Britano dio un quejido, soltó la mano y empezó a encorvarse. Cato estrelló el pomo de su espada contra la parte posterior de la cabeza del hombre para ayudarlo en su movimiento. Pasó por encima de aquella figura tendida boca abajo al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor para asegurarse de que su sección seguía con él. Detrás de sus oscuros escudos rectangulares los legionarios se abrieron paso por todos lados, combatiendo codo con codo mientras arremetían contra la concentración de Britanos que se defendían. Éstos no ofrecían una resistencia organizada a la emboscada, sino que simplemente luchaban por librarse de sus muertos y heridos y de la maraña de equipo y astas de jabalina dobladas que les estorbaban. Los que habían conseguido escapar de aquel caos trataban desesperadamente de abrirse camino a golpes a través del anillo de escudos que se cerraba y de las mortíferas hojas centelleantes de las espadas cortas de los Romanos. Pero muy pocos escaparon, y con una eficacia fría e implacable los legionarios siguieron avanzando y matando a todo lo que encontraban por delante.

Entonces, por encima de los gritos y los chillidos de los hombres y el traqueteo y choque de las armas, un estridente toque de trompeta recorrió la población cuando, con retraso, Hortensio dio la señal de ataque. Para aprovechar mejor lo que quedaba del factor sorpresa, Hortensio lanzó a sus soldados contra la oscura columna de guerreros Britanos que estaba entrando en el poblado. El fuerte rugido del grito de guerra de la cohorte se alzó por todas partes y el grupo de jinetes Durotriges se paró en seco, pues por un momento quedaron demasiado atónitos para reaccionar. Las centurias restantes salieron de las zanjas defensivas de la aldea y como un enjambre se dirigieron hacia su enemigo por encima del brillo de la nieve recién caída. Los jefes Druidas trataron de volver a concentrar a sus hombres y hacerlos formar para enfrentarse a la amenaza, pero en un abrir y cerrar de ojos los legionarios cayeron sobre ellos y rápidamente hicieron pedazos a los miembros de la tribu.

Con renovado fervor, la sexta centuria se ocupó de los pocos Britanos que quedaban vivos entre la carnicería que había alrededor del pozo del poblado. La hoja de Cato se había quedado atascada en las costillas de uno de los jinetes y con un gruñido de frustración clavó una bota en el estómago del hombre y liberó la espada de un tirón. Al levantar la vista apenas tuvo tiempo para dar un salto atrás cuando la cabeza de un caballo empinado se dirigió repentinamente hacia él, resoplando, con los ojos muy abiertos, aterrorizado por los chillidos y el choque de las armas que inundaban la noche. Por encima de la cabeza del caballo se alzaba la silueta del guerrero que había intentado en vano formar a sus hombres y luchar contra los Romanos. Con una mano blandía una larga espada que sujetaba en alto, apartada de su asustado caballo. Clavó la mirada en Cato e hizo descender la hoja con todas sus fuerzas. Cato se dejó caer de rodillas y alzó su escudo para interceptar la trayectoria de la espada. El golpe cayó con un terrible estruendo justo por encima del tachón del escudo y lo hubiera atravesado limpiamente de no haber dado en el borde reforzado con metal por el lado que estaba más cerca del caballo. En cambio, la hoja se quedó clavada y, cuando el guerrero trató de sacarla de un tirón, se llevó el escudo con ella. Con un gruñido de rabiosa frustración, el hombre la emprendió a patadas contra Cato, arremetiendo con su bota contra un lado del casco del optio. Cato se quedó aturdido sólo un momento, tras el cual clavó la espada en los leotardos por encima de la bota. El Britano lanzó un aullido de enojo y furia y espoleó a su caballo para pisotear al Romano. Nada acostumbrado a los caballos en su vida civil y con el respeto de un soldado de infantería hacia los peligros que representaba la caballería, Cato, acobardado, se apartó de los mortíferos cascos. Pero el agolpamiento de legionarios que había a su espalda no le dejaba sitio para retirarse. Entonces Cato tiró con todas sus fuerzas para arrancarle su escudo al Britano y, con un chasquido, espada y escudo se separaron. El Britano clavó los talones y dio una salvaje sacudida a las riendas, provocando con ello que su bestia se pusiera sobre dos patas sacudiendo los cascos peligrosamente. Cato rodó para situarse bajo el vientre del caballo al tiempo que se protegía el cuerpo con el escudo, terriblemente dañado, e hincó su espada en las tripas del animal.

El caballo forcejeó como un loco para librarse de la hoja y se empinó tanto que cayó sobre el lomo y aplastó a su jinete. Antes de que el Britano pudiera intentar sacarse de encima la bestia mortalmente herida, un legionario avanzó de un salto y de una rápida cuchillada en la garganta acabó con él.

– ¡Fígulo! ¡Encárgate también del caballo! -ordenó Cato mientras se arrastraba para alejarse del zarandeo de los cascos del caballo lacerado. El joven legionario se acercó a la cabeza y le abrió una arteria con un presto tajo de su espada. Cato ya estaba de nuevo en pie y mirando a su alrededor en busca de un nuevo enemigo, pero no había ninguno. La mayor parte de los Britanos estaban muertos. Unos cuantos de los heridos gritaban, pero no les harían caso hasta que fuera hora de poner fin a su sufrimiento con una estocada misericordiosa. El resto había huido, corriendo en tropel a través de los restos del poblado en un intento por escapar de las siniestras hojas de sus atacantes.

Los legionarios se quedaron sorprendidos ante la rapidez con la que habían arrollado al enemigo y por un momento permanecieron en tensión y agazapados, listos para la lucha.

– ¡ Sexta centuria! ¡ En formación! ¡ Esto no es un jodido ejercicio! ¡Moveos!

Los bien disciplinados soldados respondieron al instante: se acercaron a toda prisa a su centurión y formaron una pequeña columna en el terreno nevado. Macro no vio huecos en las filas y movió la cabeza satisfecho. El enemigo sólo había tenido tiempo de herir a no más de un puñado de hombres de su centuria. Saludó a Cato con un gesto de la cabeza cuando éste ocupó su posición al frente de los soldados.

– ¿Estás bien, optio? Cato asintió, jadeando. -¡Pues volvamos a la puerta, muchachos! -gritó Macro. Le dio una palmada en el hombro a Fígulo- ¡Y no tengáis ningún miramiento con los caballos!

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