CAPÍTULO XXXIV

Mucho antes del alba, el terreno ante la puerta principal del poblado fortificado se llenó con los sonidos de la actividad que allí tenía lugar: el rítmico golpear de los macizos pisones que compactaban la tierra y nivelaban el suelo para formar las plataformas de las máquinas de proyectiles, el incesante avance de las ruedas al acercarse los carros de maquinaria para descargar las ballestas y las catapultas. Los soldados hacían grandes esfuerzos y resoplaban al colocar los pesados mecanismos de madera en sus cureñas. La munición se descargó y se amontonó junto a las armas; luego los servidores empezaron una sistemática comprobación de las cuerdas tensoras y los trinquetes y engrasaron cuidadosamente los mecanismos de suelta.

Los Durotriges se habían alineado en las paredes de las defensas de la puerta y se esforzaban para ver lo que ocurría más abajo en la oscuridad. Probaron a lanzar flechas en llamas que describían unos relucientes y altos arcos hacia las líneas Romanas con la esperanza de llegar a ver la naturaleza de los preparativos Romanos. Pero dado el escaso alcance de sus arcos ni una sola de las flechas llegó más allá del terraplén exterior y se quedaron sin saber los planes del enemigo. La avanzadilla Romana se había abierto camino al amparo de la oscuridad y entabló unos breves y feroces combates con las patrullas Durotriges situadas en las proximidades de la puerta principal, por lo que finalmente los nativos se cansaron de tratar de atravesar la barrera enemiga y volvieron a retirarse todos al interior de la empalizada para aguardar a que amaneciera.

Con el primer atisbo de luz en el cielo, Vespasiano dio la orden para que la primera cohorte se situara en su punto de partida y se preparara para avanzar. Los acompañaban pequeños grupos de ingenieros que llevaban escaleras y un ariete. En una de las centurias se distribuyeron arcos compuestos para que proporcionaran apoyo a la cohorte cuando estuviera lista para forzar la puerta principal. Todos ellos estaban preparados, unas borrosas filas de hombres silenciosos bien protegidos con las corazas, las armas afiladas y los corazones llenos de las habituales tensiones y dudas sobre un asalto tan peligroso como aquél. Una batalla campal no era nada comparado con aquello, y hasta el recluta más novato lo sabía.

Desde el momento en que las ballestas dejaran de disparar contra la empalizada, la primera cohorte se vería sumida en una lluvia de flechas, proyectiles de honda y rocas. Debido a las vueltas y giros de las rampas de acercamiento, uno o dos de sus flancos quedarían expuestos a los disparos del enemigo antes de que pudieran alcanzar siquiera la entrada principal. Luego tendrían que soportar más de lo mismo mientras trataban de abrir una brecha en la puerta. Sólo entonces podrían enfrentarse al adversario. Era natural que los soldados que habían aguantado semejante maltrato quisieran infligir un sangriento castigo a los Durotriges en cuanto éstos se hallaran frente a sus espadas. Por consiguiente, Vespasiano había dado instrucciones uno por uno a todos los oficiales de la cohorte para que buscaran a Cato y a su grupo y para que intentaran por todos los medios hacer prisioneros. Les dijo que le hacían falta esclavos vivos si algún día podía permitirse renovar su casa en el monte Quirinal, en Roma. Ellos se habían reído, tal como él sabía que harían, y Vespasiano esperó que eso bastara para evitar que Cato y sus hombres cayeran asesinados en medio del caos cuando los legionarios finalmente irrumpieran en la planicie.

– Todo listo, señor -informó el tribuno Plinio. -Muy bien. -Vespasiano saludó y miró por encima del hombro.

Al este el horizonte se iba iluminando de forma cada vez más perceptible. Se volvió de nuevo y contempló la imponente inmensidad del poblado fortificado. El hombre de mimbre se alzaba por encima de la empalizada y poco a poco las retorcidas cañas y ramas de color caoba se fueron haciendo visibles a medida que la mañana tomaba fuerza y desvanecía los tonos monocromos de la noche. Los soldados que servían en la plataforma de proyectiles permanecían inmóviles, observando al legado, esperando la orden de empezar a disparar. Vespasiano había logrado obtener más de un centenar de ballestas en perfecto estado y todas ellas se encontraban entonces preparadas para echar hacia atrás las palancas de torsión. Las flechas con punta de hierro ya estaban colocadas en los canales y sus cabezas de oscuro reborde apuntaban a las defensas situadas en torno a la puerta principal. Los primeros rayos de sol cayeron sobre los relucientes cascos de bronce de los Durotriges alineados en la empalizada, observados por los legionarios desde la fresca penumbra que reinaba más abajo. La luz fue descendiendo paulatinamente por las pendientes de los terraplenes.

Vespasiano le hizo una señal con la cabeza a Plinio.

– ¡Ballestas! -rugió Plinio haciendo bocina con las manos--. ¡Preparadas!

El aire del alba se inundó con el sonido del traqueteo de las palancas y el esfuerzo de los soldados mientras los brazos tensores acerrojaban las armas y las cuerdas bloqueaban los proyectiles. En cuanto hubo terminado el último grupo de servidores de ballesta, el sonido cesó y una peculiar quietud dominó la escena.

– ¡Disparad! -gritó Plinio. Los capitanes de las ballestas empujaron los disparadores y a Vespasiano le retumbaron los oídos con el fuerte chasquido de los brazos tensores al volver a soltarse. Un fino velo de oscuras líneas se dirigió, rápido como un rayo, hacia la empalizada. Como siempre sucedía, hubo unas cuantas que no alcanzaron el objetivo y se clavaron en las pendientes. Otras pasaron de largo y desaparecieron por encima de la empalizada, donde aún podían suponer un peligro. Los soldados que servían las ballestas tendrían en cuenta la caída de sus proyectiles y ajustarían la elevación en consecuencia. Sin embargo, la inmensa mayoría alcanzó el objetivo en la primera carga. Vespasiano ya había sido testigo en algunas ocasiones anteriores del impacto de semejante descarga, pero aun así se maravilló de la destrucción que causó aquélla. Las pesadas saetas de punta de hierro astillaron troncos enteros de la empalizada, cuyos fragmentos saltaron por los aires. La barrera pronto tuvo el aspecto de una boca llena de dientes cariados.

La segunda descarga fue más irregular que la primera, puesto que los servidores más eficientes dispararon antes y la disparidad de los tiempos de carga enseguida produjo un estrépito prácticamente continuo causado por los mecanismos de suelta al destensarse. La empalizada fue brutalmente derribada y la mayor parte de aquellos guerreros Durotriges lo bastante imprudentes como para subirse al terraplén de detrás a proferir sus gritos desafiantes lo pagaron caro. Vespasiano observó con despreocupación a un hombre fornido que empuñaba una lanza hasta que una flecha lo alcanzó en el pecho y sencillamente lo quitó de en medio en un abrir y cerrar de ojos. Otro fue alcanzado en la cara y el golpe le rebanó la cabeza por completo. El torso del hombre permaneció derecho un momento y luego se desplomó.

Menos de una hora después las defensas en torno a la puerta principal se habían convertido en una completa ruina, y las estacas que formaban la empalizada eran un montón de astillas con manchas carmesíes. Vespasiano le hizo una señal a su tribuno superior.

– Manda a la cohorte, Plinio. El tribuno se volvió hacia el trompeta y le ordenó que diera el toque de avance. El hombre se llevó la boquilla a los labios e hizo sonar una aguda serie de notas a un volumen creciente. Cuando el primer toque resonó en los terraplenes los centuriones de la primera cohorte dieron la orden de avanzar y los soldados empezaron a marchar hacia las rampas de acercamiento formados en dos anchas columnas. El sol aún estaba bajo en el cielo y las partes traseras de los cascos de los soldados mandaban miles de reflejos a los ojos de sus compañeros que observaban el combate desde el campamento fortificado de la legión. Una considerable reserva de hombres estaba preparada para reforzar a la primera cohorte en caso de que ésta fuera muy castigada por los Durotriges. Durante la noche la mayor parte de los soldados habían sido enviados alrededor del fuerte con la orden de que se mantuvieran a distancia, listos para interceptar cualquier intento por parte del enemigo de huir por el otro extremo de la fortaleza si la puerta era derribada. No se había dejado nada al azar.

La primera cohorte, acompañada por su destacamento de ingenieros, ascendió por la primera rampa de acercamiento e inmediatamente tuvieron que girar en paralelo al poblado fortificado y seguir subiendo en diagonal hacia la primera curva pronunciada. Los más valientes de entre los defensores ya asomaban la cabeza a lo largo de las ruinas de su empalizada y lanzaban flechas o proyectiles de honda contra las concentradas tropas de legionarios con cota de malla y las bajas Romanas empezaron a romper filas. Algunos de ellos murieron en el acto y yacieron inmóviles, tendidos en el sendero que subía el terraplén.

Por encima de las cabezas de la primera cohorte, la descarga de flechas continuaba barriendo las defensas, pero pronto las descargas de las ballestas podrían alcanzar a los propios Romanos. Vespasiano postergó la orden de detener los disparos, dispuesto a correr el riesgo de que una saeta se quedara corta antes que permitir que el enemigo irrumpiera por encima de los restos de sus defensas y descargara una lluvia de proyectiles mucho más dañina sobre los legionarios.

La cohorte llegó a la primera curva y torció la esquina, doblándose sobre sí misma al tiempo que se dirigía hacia la puerta principal. En aquellos momentos las flechas ya pasaban zumbando a menos de quince metros por encima de sus cabezas y los oficiales del Estado Mayor en torno a Vespasiano se estaban poniendo nerviosos.

– Sólo un poco más -dijo el legado entre dientes. Se oyó un ruido de astillas proveniente de la plataforma de ballestas y Vespasiano se dio la vuelta rápidamente. El brazo de una de las ballestas se había partido debido a la presión. Los oficiales del Estado Mayor dejaron escapar un fuerte coro de gruñidos. En el segundo terraplén, el proyectil de la máquina rota se había quedado corto y atravesó a una fila de legionarios, que fueron arrojados a un lado del camino en un desordenado montón. Las filas de legionarios que iban detrás flaquearon un momento hasta que un enojado centurión arremetió contra ellos con su vara de vid y el avance continuó.

– ¡Dejen de disparar! -les gritó Vespasiano a los soldados que servían las ballestas-. ¡DEJEN DE DISPARAR!

Las últimas flechas pasaron por encima de las cabezas de la primera cohorte, afortunadamente, y luego se hizo un extraño e inquietante silencio antes de que los defensores se dieran cuenta de que ya no había peligro. Rugiendo su grito de batalla salieron corriendo al descubierto y cruzaron en tropel los restos de sus defensas, por encima y alrededor de la puerta principal. Inmediatamente, una lluvia de flechas, piedras y rocas acribilló a los soldados de la primera cohorte. Su comandante, el centurión más antiguo y experimentado de la legión, dio la orden de formar en testudo y en un momento una pared de escudos rodeó a la cohorte y la cubrió por arriba. Acto seguido el ritmo del avance se hizo más lento, pero entonces los hombres estaban protegidos de los misiles que llovían sobre ellos y que golpeteaban sin causar daño sobre las anchas curvas de sus escudos. El repiqueteo de los impactos era perfectamente audible desde el lugar donde se encontraban Vespasiano y su Estado Mayor.

La primera cohorte dobló el recodo de la última curva y empezó a avanzar entre un bastión y la puerta principal. Aquél era el momento más peligroso del asalto. Los soldados se hallaban bajo los disparos provenientes de dos lados y no podían empezar a utilizar el ariete contra la puerta hasta que no se hubiera tomado el bastión. El centurión superior conocía bien su trabajo y en tonos calmados y comedidos dio la orden para que la primera centuria de la cohorte se separara del testudo. Los soldados se dieron la vuelta bruscamente y subieron por la empinada cuesta hacia el bastión. Los Durotriges que habían sobrevivido al aluvión de proyectiles se lanzaron contra sus atacantes, sacando el mayor provecho posible de la ventaja que les proporcionaba la altura. Varios legionarios esgrimieron sus armas, cayendo y deslizándose cuesta abajo. Pero los enemigos eran demasiado pocos para resistir mucho tiempo el ataque Romano y las espadas de los legionarios, con sus despiadadas arremetidas, los hicieron trizas.

En cuanto se hubo desalojado el bastión, los soldados armados con arcos compuestos subieron a él rápidamente y empezaron a disparar a los defensores de la puerta principal, agachándose para colocar la siguiente flecha tras los escudos de la centuria que había tomado el bastión. Los Durotriges cambiaron la dirección de sus disparos y los lanzaron contra la nueva amenaza, lo que disminuyó la presión sobre el testudo situado al pie de la puerta. Entonces los ingenieros subieron con el ariete y, bajo la protección del testudo, iniciaron un lento y rítmico ataque contra las sólidas vigas de madera de la puerta principal.

Los sordos golpes del ariete llegaron a oídos de Vespasiano, que pensó entonces en Cato y su pequeño grupo al otro lado del poblado fortificado. Ellos también oirían el ariete y empezarían a actuar.

Bajo el barranco de desagüe al otro lado de la fortaleza, el montón de desperdicios y aguas residuales cobró vida de repente. De haber habido un centinela en la empalizada de más arriba, tal vez le hubiera costado creer lo que veían sus ojos cuando un pequeño grupo de lo que parecían guerreros celtas salieron de entre la hedionda pila de residuos y silenciosamente subieron por las vertientes del ribazo en dirección a la abertura de madera de la empalizada.

Mientras los ingenieros estaban atareados nivelando el terreno, un pequeño grupo de legionarios, los mejores hombres de la antigua sexta centuria de la cuarta cohorte, habían rodeado sigilosamente la fortaleza bajo las órdenes de su optio y del alto guerrero Iceni que les habían presentado aquella misma noche. Desnudos y pintarrajeados con los dibujos celtas hechos con tintura azul, iban equipados con espadas largas de caballería que a simple vista podrían pasar por armas nativas.

Prasutago los había guiado por los terraplenes y a través de las zanjas llenas de estacas hacia el maloliente montón de residuos. Allí, con silenciosas expresiones de asco, se habían ocultado entre los excrementos y líquidos de desecho y esperaron, inmóviles, a que amaneciera y el ariete atacara la puerta principal.

Al oír el primer golpe distante del ariete, Cato empujó a un lado los restos en descomposición de un ciervo bajo los que se había escondido y trepó a cuatro patas hacia la estructura de madera. Con una agilidad natural, Prasutago subió por el extremo más alejado del barranco y a Cato le recordó a un mono que había visto una vez en los juegos en Roma. En torno a ellos se hallaba el resto de soldados que Cato había seleccionado, fuertes y de extracción gala en su mayoría, para que así tuvieran más posibilidades de pasar por Britanos.

Cuando llegaron a lo alto del barranco, el ruido sordo del ariete se había convertido en un golpeteo regular que anunciaba la sentencia de muerte del fuerte y de sus defensores. Cato señaló el espacio bajo la abertura e, igual que en la ocasión anterior, Prasutago colocó su robusto cuerpo en posición. Cato trepó y miró con cautela por encima del borde hacia el interior del poblado fortificado, aquella vez bajo la luz del día. La planicie situada justo frente a él se hallaba desierta. A la derecha, tras la gigantesca figura del hombre de mimbre, había una oscura concentración de cuerpos que se apiñaban en torno a la puerta principal, esperando a lanzarse contra la primera cohorte en cuanto el ariete atravesara los gruesos troncos de la entrada. Entre ellos había algunas capas negras de los Druidas y Cato sonrió con satisfacción; las pocas probabilidades con las que contaban él y su pequeño grupo habían aumentado un poco.

Se encaramó al borde, salió del agujero y bajó el brazo para agarrar la mano del próximo soldado. Uno a uno treparon a través de la abertura y a gatas avanzaron hasta situarse junto al redil más próximo. Al final ya sólo quedó Prasutago y Cato se afirmó bien contra el armazón de madera de la plataforma antes de alargar sus manos hacia Prasutago. El guerrero Iceni agarró a Cato por los antebrazos, hizo fuerza para levantarse del suelo y en cuanto pudo pasó a asirse del borde de la abertura.

– ¿Todos los Iceni pesan tanto como tú? -preguntó Cato, jadeando.

– No. Mi padre… más grande que yo.

– Pues me alegro un montón de que estéis de nuestro lado. Avanzaron con sigilo para reunirse con los demás soldados y entonces Cato los llevó siguiendo los corrales hacia el recinto de los Druidas. Cuando llegó al último de los rediles les hizo señas a sus hombres para que se quedaran quietos y luego asomó lentamente la cabeza por el panel de adobe y cañas, maldiciendo en Voz baja al ver que aún había dos Druidas vigilando la entrada al recinto. Estaban en cuclillas y masticaban unos pedazos de pan, nada preocupados al parecer por la desesperada lucha que tenía lugar en la puerta. Cato retiró la cabeza e hizo una señal a sus hombres para que siguieran agachados. Debían mantenerse ocultos hasta que la puerta cayera y rezar para que los Druidas no hubieran ejecutado ya a sus rehenes.

– Esto no va demasiado bien -refunfuñó Vespasiano al tiempo que observaba la distante batalla frente a la puerta. La mayoría de los soldados del bastión habían sido abatidos y los disparos Britanos se concentraban en los legionarios agrupados junto a la puerta. El suelo ya estaba lleno de los escudos rojos y las armaduras grises de los Romanos.

– Podríamos decirles que regresaran, señor -sugirió Plinio-. Lanzar una nueva descarga e intentarlo de nuevo.

– No -repuso Vespasiano de manera cortante. Plinio lo miró, a la espera de una explicación, pero el legado no dijo nada. Cualquier relajación de la presión en la puerta principal pondría en peligro a Cato y a sus hombres. Por lo que el legado sabía, podría ser que ya estuvieran muertos, pero él tenía que suponer que ellos estaban llevando a cabo su parte del plan.

En aquellos momentos Cato era el único que podía salvar a los rehenes. Debían darle una oportunidad. Lo cual significaba que la primera cohorte tenía que permanecer en el mortífero campo de batalla junto a la puerta de la plaza fuerte. Había otro motivo para mantenerlos allí. Si ordenaba que volvieran a descender los terraplenes iban a perder más soldados por el camino. Luego, mientras los ballesteros renovaban sus descargas, los supervivientes del primer asalto tendrían que esperar sabiendo que debían enfrentarse a los peligros del ataque una vez más. Vespasiano podía imaginarse muy bien lo que aquello supondría para el espíritu de lucha de los soldados. Lo que entonces necesitaban allí arriba era ánimo, algo que intensificara su determinación.

– Trae mi caballo y consigue otro para el portaestandarte.

– ¿No irá a subir allí arriba, señor? -Plinio se horrorizó.

– Trae los caballos.

Mientras iban a por los caballos, Vespasiano se apretó las ataduras de su casco. Miró al portaestandarte y se sintió más tranquilo ante la calmada compostura de aquel hombre, una de las principales cualidades que se buscaba en los soldados escogidos para tener el honor de llevar el águila en combate. Unos esclavos les llevaron los caballos a todo correr y les cedieron las riendas. Vespasiano y el portaestandarte montaron.

– ¡Señor! -le gritó Plinio-. Si le ocurre cualquier cosa, ¿cuáles son sus órdenes?

– ¿Cuáles van a ser? ¡Tomar el fuerte, por supuesto! Con un rápido golpe de talones Vespasiano espoleó a su caballo hacia el pie de la rampa, y atravesó retumbando el terreno abierto con el portaestandarte tras él, sujetando las riendas con una mano y el asta del estandarte con la otra. Galoparon cuesta arriba, dando un brusco viraje en la primera curva pronunciada y continuando el ascenso por la segunda rampa. Allí yacían los primeros Romanos muertos, atravesados por flechas o aplastados por piedras, cuya sangre se encharcaba en el sendero entre las flechas con plumas que parecían haber brotado del suelo. Los heridos, al ver acercarse a los jinetes, se arrastraron con dolor hacia un lado del camino y algunos de ellos lograron lanzar una ovación para el legado cuando pasó por allí con gran estruendo.

Torcieron por la segunda curva y rápidamente frenaron los caballos al toparse con la última centuria de la primera cohorte.

– ¡A pie! -le gritó Vespasiano por encima del hombro al portaestandarte, y descabalgó de un salto. Enseguida fueron divisados por los defensores situados por encima de ellos y al cabo de un instante el caballo de Vespasiano soltó un relincho cuando una flecha lo alcanzó en el flanco. El caballo se empinó, agitando las patas delanteras, antes de dar la vuelta desesperadamente y volver a bajar corriendo por la rampa. Más flechas y proyectiles de honda alcanzaron sus objetivos con un ruido sordo en torno al legado. Éste miró a su alrededor y agarró un escudo del suelo allí donde había caído junto a su propietario muerto. El portaestandarte encontró otro. Ambos se abrieron camino a empujones y se adentraron en las apiñadas filas de soldados que tenían delante.

– ¡Abrid paso! ¡Abrid paso! -gritó Vespasiano. Los legionarios se apartaron al oír su voz, algunos de ellos con miradas de perplejidad en sus rostros.

– ¿Qué carajo está haciendo aquí arriba? -se preguntó un atemorizado joven.

– ¿No pensarías que ibas a tener al enemigo para ti solito, verdad, hijo? -le gritó Vespasiano al pasar junto a él-. ¡Vamos, muchachos, un último esfuerzo y acabaremos con todos esos cabrones!

Una irregular oleada de ovaciones recorrió las tropas a medida que Vespasiano y el portaestandarte avanzaban hacia la puerta y las flechas y proyectiles de honda chocaban contra sus escudos. Cuando llegaron al terreno plano situado ante la fortificada puerta de madera, Vespasiano trató de ocultar su desesperación ante la escena que presenciaron sus ojos. La mayor parte de los ingenieros estaban muertos, amontonados junto a sus escaleras a un lado del ariete. Éste era manejado entonces por legionarios que habían tenido que dejar sus escudos para tomar posiciones en la barra de roble rematada con una gruesa capa de hierro. Mientras observaba otro hombre cayó cuando un proyectil le alcanzó en la parte del cuello no protegida por el casco o la cota de malla. El centurión superior mandó a un sustituto, pero el legionario vaciló, mirando con preocupación los salvajes rostros que le gritaban desde lo alto de la puerta.

Vespasiano avanzó corriendo. -¡Apártate, hijo! Soltó el escudo, agarró el asa de cuerda y se sumó al rítmico balanceo de los demás en el ariete. Cuando éste chocó contra la puerta con un tremendo estrépito, Vespasiano vio que los grandes troncos empezaban a ceder.

– ¡Vamos, soldados! -les gritó a los que estaban en el ariete-. ¡No se nos paga por horas!

En cuanto los Durotriges vieron al legado soltaron un enorme rugido de desafío y apuntaron sus armas contra el comandante enemigo y el hombre que llevaba el temido símbolo del águila. Los soldados de la primera cohorte respondieron con unos ensordecedores gritos de entusiasmo y renovado esfuerzo, y lanzaron las jabalinas que les quedaban contra las maltrechas filas de los Durotriges. Otros agarraron los proyectiles de honda que había en el suelo para arrojárselos a los defensores.

Cayó otro hombre junto al ariete. En esa ocasión el centurión superior tiró su escudo y ocupó el puesto libre. Una vez más el ariete golpeó hacia delante. La viga central de la puerta se rompió en dos con un crujido y los troncos que la rodeaban se desencajaron. Por entre las brechas los Romanos podían ver los rostros amenazantes de los Durotriges y los Druidas concentrados al otro lado. A través de un estrecho hueco Vespasiano divisó la tranca.

– ¡Allí! -alzó una mano para señalar el lugar-. ¡Dirigid la cabeza hacia allí!

Se rectificó el ángulo del ariete y volvieron a balancearlo, con lo que el hueco se abrió aún más. La tranca de la puerta tembló en sus soportes.

– ¡Más fuerte! -gritó Vespasiano por encima del estruendo-. ¡Más fuerte!

Cada golpe hizo saltar más astillas de los troncos hasta que, con una última y salvaje arremetida, la tranca se partió. Inmediatamente las puertas cedieron.

– ¡Dejemos el ariete más atrás! Retrocedieron unos cuantos pasos y lo dejaron en el suelo. Alguien le pasó un escudo a Vespasiano. Éste deslizó el brazo izquierdo por las correas y desenvainó la espada, sujetándola en posición horizontal a la altura de la cadera. Respiró hondo, listo para conducir a sus hombres a través de la entrada.

– ¡Portaestandarte! -¡Señor! -No te separes de mí, muchacho. -¡Sí, señor! -¡Primera cohorte! -bramó el legado a voz en cuello-. ¡Adelante!

Con un profundo rugido de cientos de gargantas, los escudos escarlata cargaron contra las puertas y cargaron contra las filas de los miembros tribales que gritaban al otro lado. Metido en la primera fila de la primera cohorte, Vespasiano mantuvo en alto el escudo y arremetió contra la densa concentración de humanidad que tenía delante, hundiendo la espada en la carne, retorciéndola después y tirando de ella para recuperarla antes de atacar de nuevo. En torno a él los hombres gritaban, proferían sus bramidos de guerra, gruñían con el esfuerzo de cada embestida y cuchillada, y soltaban alaridos de agonía cuando resultaban heridos. Los muertos y heridos caían al suelo y los que aún vivían luchaban por protegerse bajo los escudos y evitar que los pisotearan hasta matarlos.

Al principio la densa concentración de Romanos y Durotriges era compacta y ninguno de los dos bandos cedía ni un centímetro de terreno. Pero a medida que los hombres iban cayendo, los miembros de la tribu empezaron a ceder terreno, empujados por la pared de escudos de los Romanos. Bajo las botas de Vespasiano el suelo estaba resbaladizo debido al barro revuelto y a la sangre caliente. En aquel momento su mayor temor era perder el equilibrio y resbalar.

La primera cohorte siguió avanzando poco a poco, abriéndose paso a cuchilladas entre los Durotriges. Los defensores, alentados por los Druidas que había entre sus filas, luchaban con desesperado coraje. En aquel apiñamiento, les era imposible utilizar eficazmente sus largas espadas y lanzas de guerra. Algunos de ellos soltaron sus armas principales y en su lugar utilizaron las dagas, tratando de echar a un lado los escudos Romanos y acuchillar a los soldados que se resguardaban detrás. Pero había pocos Durotriges que llevaran coraza y su carne expuesta podía ser alcanzada fácilmente por las espadas letales de los legionarios.

Poco a poco los Durotriges se vinieron abajo y se fueron replegando en la retaguardia de aquel agolpamiento de uno en uno y de dos en dos, y los hombres lanzaban miradas aterrorizadas a la implacable aproximación del águila dorada. Una hilera de Druidas se hallaba detrás de los defensores y con desdén intentaban que los menos valientes de entre sus aliados volvieran a la batalla. Pero al cabo de poco tiempo ya había demasiados miembros de la tribu que huían ante la terrible máquina de matar Romana y los Druidas no pudieron hacer nada para detenerlos. Las poderosas defensas en las que tanto habían confiado los Durotriges habían fallado, igual que lo habían hecho las promesas de los Druidas que aquel día Cruach los protegería y castigaría a los Romanos. Todo estaba perdido y los Druidas también lo sabían.

De pie tras la hilera de Druidas, una alta y oscura figura que portaba unas astas en la cabeza gritó una orden. Los Druidas se giraron al oírlo y vieron que su jefe señalaba hacia el recinto al otro extremo del poblado fortificado. Cerraron filas y empezaron a correr hacia su última línea de defensa.

– ¡Ya está! -les dijo Cato a sus hombres en voz baja-. Se están viniendo abajo. ¡Ahora nos toca a nosotros!

Se puso en pie al tiempo que les indicaba por señas a sus hombres que lo siguieran. Los miembros de la tribu corrían por la planicie, alejándose de la puerta principal y de los legionarios. La mayoría eran mujeres y niños que huían del desastre que estaba a punto de ocurrirles a sus hombres. Tenían la esperanza de escapar de la fortaleza escalando los terraplenes y desapareciendo en la campiña circundante. La primera de aquellas personas había llegado a los corrales no demasiado lejos de donde estaba Cato cuando éste decidió hacer su movimiento.

Con Prasutago a su lado y sus hombres pintados con tintura azul agrupados tras él, no demasiado juntos, Cato corrió hacia la entrada del recinto. Los dos guardias se habían puesto de pie para observar la acción que tenía lugar en la puerta principal y sólo les dirigieron a los miembros de la tribu que se acercaban una mirada desdeñosa. Cuando Cato se acercó, uno de los guardias se burló de él. Cato alzó su espada de caballería.

– ¡A por ellos! -les gritó a sus hombres, y empezó a correr hacia el druida. La sorpresa fue total y antes de que el horrorizado druida pudiera reaccionar Cato ya había apartado su lanza de un golpe y arremetido con la espada contra su cabeza. Se abrió la carne, crujió el hueso y el druida se desplomó.

Prasutago se encargó del otro guardia y a continuación abrió la puerta de una patada. Era una puerta delgada, pensada únicamente para evitar el acceso más que para resistir un asalto denodado. La puerta se abrió hacia adentro con estrépito y los pocos Druidas que aún había en el interior del recinto se dieron la vuelta al oír el ruido, sobresaltados por la repentina invasión de su suelo sagrado por aquellos hombres pintados, sus antiguos aliados. La confusión momentánea tuvo el efecto que Cato había esperado y todos sus hombres atravesaron la estrecha entrada antes de que los Druidas reaccionasen. Agarraron las lanzas y se dispusieron a defenderse contra las furias salvajes que se abalanzaban sobre ellos blandiendo las espadas. Cato no hizo caso de los sonidos de la lucha. Echó a correr a toda velocidad hacia la jaula. Un druida salió del interior de una choza por delante de él, lanza en ristre. Echó un vistazo a la refriega y luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la jaula al tiempo que levantaba su lanza.

Sus intenciones estaban claras y Cato siguió adelante, corriendo todo lo que podía y con los dientes apretados debido al esfuerzo. Pero el druida estaba más cerca y Cato se dio cuenta de que iba a conseguir lo que se proponía. Cuando el druida llegó a la jaula y echó su lanza hacia atrás para arrojarla, un chillido surgió del interior.

– ¡Eh! -gritó Cato, a unos veinte pasos de distancia. El druida miró por encima del hombro y Cato lanzó su espada con todas sus fuerzas. Mientras la hoja giraba en el aire, el druida se dio la vuelta rápidamente y la desvió con el extremo de su lanza. Cato siguió corriendo hacia la jaula. El druida hizo descender la punta de su arma y apuntó al estómago de Cato. En el último instante, cuando casi estaba a punto de alcanzarle la punta siniestramente afilada de la lanza, Cato se arrojó al suelo y rodó hasta chocar con las piernas del druida. Ambos chocaron estrepitosamente contra los barrotes de madera de la jaula. El impacto fue peor para Cato que para el druida, por lo que, antes de que aquél pudiera recuperar el aliento, el hombre saltó sobre su pecho y rodeó fuertemente el cuello del optio con sus manos. El dolor fue instantáneo e intenso. Cato se agarró a las manos del hombre y tiró con todas sus fuerzas para zafarse de ellas, pero el druida era de complexión fuerte y robusta. Sonreía y mostraba unos dientes amarillentos mientras le exprimía la vida a su enemigo. Unas sombras negras mancharon los bordes del campo de visión de Cato que, vanamente, la emprendió a rodillazos con la espalda del hombre.

Un par de esbeltas' manos salieron de entre los barrotes de la jaula y le arañaron la cara al druida, los dedos buscando sus ojos. Por instinto, el hombre alzó las manos para protegerse la vista al tiempo que lanzaba un aullido de dolor y Cato le pegó un puñetazo en la barbilla que le echó la cabeza hacia atrás. Cato le golpeó de nuevo y con esfuerzo lo empujó a un lado. Mientras el druida yacía inconsciente en el suelo, Cato se puso en pie apresuradamente, recuperó la espada y se la clavó al druida en la garganta.

Se dio la vuelta hacia la jaula. -¡Mi señora Pomponia! Su rostro apareció entre las manos sujetas a los barrotes; la esposa del general miró a la figura pintada con aire vacilante.

– He venido a rescatarla. Póngase en la parte de atrás de la jaula.

– ¡Te conozco! ¡Eres el del carro! -Sí. ¡Y ahora, atrás! Ella se dio la vuelta y se arrastró hacia el otro extremo de la jaula, situándose frente a su hijo para protegerlo. Cato levantó la espada y empezó a dar cuchilladas a las cuerdas que ataban la puerta de barrotes al resto de la estructura. A cada golpe saltaban astillas de madera y ramales cortados, hasta que la puerta se soltó de un lado. Cato bajó la espada y tiró de los barrotes para apartarlos.

– ¡Fuera! ¡Venga, vámonos! La mujer salió de allí a gatas arrastrando a su hijo de una mano. El niño llevaba la otra muy vendada. Elio tenía los ojos abiertos de par en par a causa del terror y un débil sonido agudo salía de su garganta. Pomponia tuvo dificultades para ponerse en pie; tras muchos días de permanecer confinada en cuclillas en la jaula, tenía las piernas agarrotadas y doloridas. Cato echó un vistazo por el recinto; había cuerpos desparramados por todas partes. La mayoría de ellos vestían la túnica negra de los Druidas, pero media docena de sus propios hombres yacía entre ellos. El resto se estaba reuniendo junto a Prasutago, muchos de ellos con heridas sangrantes.

– Por aquí -le dijo Cato a Pomponia, medio arrastrándola hacia sus hombres-. No hay peligro. Están conmigo.

– Nunca pensé que volvería a verte -le dijo ella con calmado asombro.

– Le di mi palabra. Ella esbozó una sonrisa.

– Sí, lo hiciste. Se reunieron con los demás soldados y se dirigieron de nuevo hacia la puerta.

– Ahora sólo tenemos que abrirnos paso hasta la primera cohorte -dijo Cato, a quien el corazón le latía desaforadamente en el pecho, en parte debido al esfuerzo y en parte por pura excitación y orgullo al haber conseguido su propósito-. ¡Vamos!

Dio un paso en dirección a la puerta y se detuvo. Por ella apareció una alta figura vestida de negro que llevaba una brillante hoz en una mano. El jefe druida captó la escena en un instante y se echó a un lado al tiempo que gritaba una orden. El resto de sus hombres entraron en tropel al recinto, con los ojos encendidos y las lanzas bajas apuntando a Cato y a su pequeño grupo. Sin esperar ninguna orden, Prasutago rugió su grito de guerra y cargó contra los Druidas, inmediatamente seguido de Cato y sus soldados. Pomponia volvió el rostro de su hijo contra su túnica y se agachó con él, incapaz de mirar el combate.

En aquella ocasión la contienda entre Romanos y Druidas estaba más igualada. Los Druidas no habían sido sorprendidos y su espíritu de lucha ya estaba enervado tras sus experiencias en la puerta principal. Tuvo lugar una desordenada refriega, las espadas golpeaban las astas de las lanzas o resonaban al echarse a un lado para parar un golpe de forma desesperada. Como en aquella limitada lucha no podían acuchillar de manera eficaz con sus lanzas, los Druidas las utilizaron como si fueran picas, intentando golpear con ellas a los Romanos y bloqueando las arremetidas de sus espadas. Cato se encontró luchando contra un druida alto y delgado con una barba oscura. El hombre no era idiota y paró hábilmente las primeras estocadas de Cato, para luego amagar hacia la izquierda e hincar la punta de la lanza en su objetivo. Cato se apartó de un salto, aunque demasiado tarde para evitar que le rajara el muslo. Mientras el hombre recuperaba la lanza, Cato echó a un lado el asta con la mano que tenía libre, avanzó como un rayo y hundió el extremo de su hoja en el vientre de su rival. Soltó la espada de un tirón y se dio la vuelta buscando al jefe druida. Se encontraba junto a la puerta, observando la batalla con una fría mirada en sus ojos.

Vio que Cato se le acercaba y se agachó, sujetando en alto la hoz a un lado, listo para lanzarse hacia delante y decapitar o desmembrar a su atacante. Cato atacó con su espada sin perder de vista la reluciente hoz. El jefe druida retrocedió tambaleándose y se dio contra el poste con un ruido sordo y discordante. Cato volvió a atacar y esa vez la hoz lo amenazó con una cuchillada dirigida a su cuello. Cato se precipitó hacia delante, al alcance del arma, y con el pomo de la espada golpeó el rostro del jefe druida con toda la fuerza de la que fue capaz. La cabeza del hombre se estrelló contra el poste y se desplomó, inconsciente. La hoz cayó al suelo a su lado.

En cuanto se dieron cuenta de que habían derribado a su cabecilla, los demás Druidas dejaron las armas y se rindieron. Algunos de ellos no fueron lo bastante rápidos y murieron antes de que los legionarios fueran conscientes de que se habían rendido. -¡Se acabó! -les gritó Cato a sus hombres-. ¡Están acabados!

Los soldados apaciguaron su furia de combate y se quedaron de pie junto a los Druidas, con sus pintados pechos agitándose mientras trataban de recuperar el aliento. Cato le hizo una señal a Prasutago para que se acercara y juntos se quedaron en la puerta, espadas en ristre, para disuadir a cualquiera de los Durotriges que escapaban de tratar de entrar en el recinto en su desesperada huida de los Romanos. En la puerta principal el combate también había terminado, los rojos escudos de los legionarios se desplegaban en abanico por la planicie y mataban a todo aquel que aún osara resistirse. Por encima de las ruinas de la puerta estaba el portaestandarte, y el águila dorada relucía bajo la luz del sol.

Una pequeña formación de legionarios cruzó la planicie a paso rápido en dirección al recinto y Cato vio la roja cimera del legado que sobresalía por encima de los otros cascos. Se volvió hacia Prasutago.

– Cuida de la señora y de su hijo. Voy a presentar mi informe.

El guerrero Iceni asintió con la cabeza y enfundó la espada, y fue andando hacia la esposa del general tratando de no parecer demasiado amedrentador. Cato seguía empuñando la espada cuando salió por la puerta y alzó su mano libre para saludar al legado, que en aquellos momentos ya era perfectamente visible y sonreía alegremente. Cato sintió que lo invadía una cálida oleada de satisfacción. Había cumplido su palabra y el hombre de mimbre que se alzaba por encima de la fortaleza no reclamaría sus víctimas después de todo. Notó que su cuerpo temblaba, aunque no sabía si era por los nervios o por el cansancio.

Tras él, Pomponia lanzó un chillido. -¡Cato! -gritó Prasutago. Pero antes de que Cato pudiera reaccionar, algo le golpeó con fuerza en la espalda. Soltó una explosiva bocanada de aire, se quedó sin respiración y cayó de rodillas. Sintió algo como un puño en lo más profundo de su pecho. Se sacudió cuando el objeto fue arrancado de un tirón. Una mano lo agarró del pelo, le echó la cabeza hacia atrás y Cato vio el cielo azul y luego la expresión desdeñosa y triunfante en el rostro del jefe druida cuando éste alzaba su hoz ensangrentada en el aire. Cato se dio cuenta de que aquella era su sangre, cerró los ojos y aguardó a que le llegara la muerte.

Oyó débilmente a Prasutago lanzar un grito furioso y luego la mano del jefe druida dio una sacudida que le tiró del pelo. Una cálida lluvia cayó sobre él. ¿Cálida lluvia? El jefe druida aflojó la mano. Cato abrió los ojos en el mismo instante en el que el cuerpo del jefe druida se derrumbaba junto a él. Un poco más allá la cabeza del druida se alejaba rodando, todavía con su casco astado puesto. Luego Cato cayó de bruces. Fue consciente de la dureza del suelo contra su mejilla y de que alguien lo agarraba del hombro. Luego oyó vagamente a Prasutago que gritaba:

– ¡Romano! ¡No te mueras, Romano! Y el mundo se quedó a oscuras.

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