CAPÍTULO IX

Al cabo de tres días la nieve casi se había derretido y sólo seguía brillando en algún que otro punto, en las hondonadas y grietas donde los rayos del bajo sol invernal no llegaban. Los primeros días del mes de marzo dieron un poco más de calidez a la atmósfera y el camino lleno de surcos se volvió resbaladizo con el barro acumulado bajo los pies enfundados en botas de la cuarta cohorte. Marchaban hacia el sur desde Calleva, patrullando por la frontera con los Durotriges en un intento de evitar más ataques. La misión era más un gesto de apoyo de los Romanos hacia los atrebates que una tentativa realista de poner freno a los Durotriges y a sus siniestros aliados Druidas. Los informes que le llegaban a Verica sobre la devastación que se extendía sobre las pequeñas aldeas lo habían puesto tan nervioso que le había rogado a Vespasiano que actuara. Así pues, la cuarta cohorte y un escuadrón de exploradores, acompañados de un guía, fueron enviados a recorrer los pueblos y asentamientos fronterizos para demostrar que la amenaza de los Durotriges se estaba tomando muy en serio.

Al principio los aldeanos tenían miedo de los extraños uniformes y los idiomas extranjeros de los legionarios, pero la cohorte había recibido órdenes de comportarse de un modo ejemplar. El alojamiento y los víveres fueron pagados con monedas de oro y los Romanos respetaron las costumbres locales que el guía de Verica, Diomedes, les explicaba. Este último era un agente comercial que representaba a un mercader de la Galia y que había vivido muchos años entre los atrebates. Hablaba su dialecto celta con fluidez. Hasta se había casado con una mujer de un clan guerrero que había sido lo bastante liberal como para tolerar que una de sus hijas menos preciadas se convirtiera en la esposa de aquel pulcro hombrecillo griego. Con su tez olivácea, sus aceitados rizos de cabello oscuro, la barba recortada con esmero y su excelente guardarropa continental, Diomedes no podía parecerse menos a los rudos nativos entre los cuales había elegido vivir tanto tiempo. Sin embargo, lo tenían en gran estima y era calurosamente bienvenido en todas las poblaciones por las que pasaba la cohorte.

– ¿De qué le sirve el dinero a esta gente? -refunfuñó Macro mientras el centurión superior de la cohorte contaba unas monedas que iba a entregar al cacique de un pueblo para pagar varios paquetes de ternera en salazón (unas oscuras y mustias tiras de carne atadas con unos trozos de correa de cuero). Los centuriones de la cohorte se habían reunido para ser presentados al cacique y en aquellos momentos se encontraban de pie, a un lado con el guía griego, mientras se cerraba el negocio.

– ¡Te sorprenderías! -le dijo Diomedes con una amplia sonrisa que reveló su pequeña y manchada dentadura-. Beben todo el vino que pueden comprar. Les gusta mucho el de la Galia, por lo que he hecho una pequeña fortuna a lo largo de los años.

– ¿Vino? ¿Beben vino? -Macro se giró para mirar la heterogénea dispersión de chozas redondas y pequeños rediles en el interior de una empalizada endeble cuyo único propósito era servir de protección contra los animales salvajes.

– Por supuesto. Ya has probado sus brebajes locales. Están bien si quieres emborracharte, pero si no es así no es muy divertido beberlos.

– En eso tienes razón.

– Y no solamente es el vino -continuó diciendo Diomedes-. Está la ropa, la cerámica, los utensilios de cocina, etcétera. Se han aficionado grandemente a las exportaciones del imperio. Unos cuantos años más y los atrebates estarán ya en el primer peldaño de la civilización-. Diomedes parecía nostálgico.

– ¿Y por qué estás tan apesadumbrado?

– Porque entonces habrá llegado el momento de seguir adelante.

– ¿Seguir adelante? Creí que te habías establecido aquí.

– Sólo mientras se pueda ganar dinero. En cuanto este lugar pase a formar parte del Imperio se llenará de comerciantes y mis márgenes de beneficios desaparecerán. Tendré que irme a otro sitio. Tal vez más al norte. He oído que la reina de los brigantes le ha tomado el gusto a esto de vivir de forma civilizada. -Al griego le brillaron los ojos de entusiasmo ante aquella perspectiva.

Macro miró a Diomedes con el desagrado especial que reservaba para los vendedores. Entonces se le ocurrió una cosa.

– ¿Cómo pueden permitirse todo eso que importas? -No pueden. Eso es lo bueno del asunto. Aquí no hay un sistema monetario, sólo un puñado de estas tribus han empezado a acuñar sus propias monedas. De modo que les permito hacer trueques. Salgo ganando con ello. A cambio de mi mercancía obtengo pieles, perros de caza y joyas, cualquier cosa que hoy en día alcance un alto precio en Roma. -Miró el torques que Macro llevaba en el cuello-. Ésta baratija, por ejemplo. Podría sacar una buena suma por ella.

– No está en venta -repuso Macro con firmeza, y automáticamente se llevó la mano al torques de oro. El pesado ornamento había rodeado anteriormente el cuello de Togodumno, un jefe de los catuvelanio y hermano de Carataco. Macro lo había matado en combate singular poco después de que la segunda legión desembarcara en Britania.

– Te haré un buen precio. Macro dio un resoplido.

– Lo dudo. Me estafarías con la misma facilidad con la que lo haces con estos nativos.

– ¡Me avergüenzas! -protestó Diomedes-. Nunca se me ocurriría hacer eso. Por tratarse de ti, centurión, pagaría un buen precio.

– No. No voy a venderlo. Diomedes apretó los labios y se encogió de hombros. -Ahora no. Tal vez más adelante. Consúltalo con la almohada.

Macro sacudió la cabeza y cruzó la mirada con otro de los centuriones, que alzó los ojos al cielo con empatía. Los mercaderes griegos se habían diseminado por todo el Imperio y mucho más allá de sus fronteras, y no obstante eran todos iguales, unos oportunistas que andaban a la caza de beneficios económicos. Veían a todo el mundo en términos de lo que podían sacarles. De repente Macro se sintió rechazado.

– No me hace falta consultarlo con la almohada. No voy a venderlo, y menos a ti.

Diomedes frunció el ceño y entrecerró los ojos un instante. Luego movió la cabeza lentamente y sonrió de nuevo con su sonrisa de vendedor.

– Vosotros los tipos del ejército Romano os creéis realmente mejores que el resto de nosotros, ¿verdad?

Macro no respondió, se limitó a alzar un poco el mentón, lo cual provocó que el griego se echara a reír a carcajadas. Los demás centuriones interrumpieron su quedo parloteo y se volvieron a mirar a Macro y a Diomedes. El griego levantó las manos para apaciguar las cosas.

– Lo siento, de verdad. Es que me resulta tan familiar esta actitud… Vosotros los soldados creéis que sois los únicos responsables de la expansión del Imperio, de añadir más provincias al inventario de tierras del emperador.

– Cierto -asintió Macro-. Tú lo has dicho, así es.

– ¿En serio? Dime pues, ¿dónde estaríais ahora mismo de no ser por nosotros? ¿Cómo se las arreglaría tu superior para comprar provisiones? Y eso no es todo. ¿Por qué crees que los atrebates están tan dispuestos a colaborar?

– No lo sé. La verdad es que no me importa. Pero supongo que me lo vas a explicar de todos modos.

– Con mucho gusto, centurión. Mucho antes de que el primer legionario Romano aparezca en el rincón más incivilizado de este mundo, algún mercader griego como yo ha estado viajando y comerciando con los nativos. Aprendemos sus idiomas y sus costumbres y les presentamos los productos del Imperio. La mayoría de las veces muestran un interés patético por hacerse con los accesorios de la civilización. Cosas que nosotros consideramos usuales son para ellos objetos de categoría. Le toman el gusto al asunto. Nosotros lo avivamos hasta que empiezan a depender de ello. Cuando aparecisteis vosotros estos bárbaros ya formaban parte de la economía imperial. Unas cuantas generaciones más y os hubieran rogado que les dejarais convertirse en una provincia.

– ¡Y una mierda! Todo eso no son más que gilipolleces -replicó Macro al tiempo que le daba con el dedo al griego, y los demás centuriones movieron la cabeza en señal de asentimiento-. La expansión del imperio depende de la espada y de tener agallas para blandirla. La gente como tú sólo les vende porquerías a estos bobos ignorantes para sacar provecho. Eso es todo.

– ¡Pues claro que lo hacemos para sacar provecho! ¿Por qué si no iba uno a arriesgarse a todos los peligros y privaciones de semejante tipo de vida? -Diomedes sonrió en un intento por dar un tono menos grave a la discusión-. Yo sólo quería señalar los beneficios que nuestros negocios con los nativos le suponen a Roma. Si, de alguna modesta manera, las personas como yo hemos contribuido a allanarles el camino a las avasalladoras legiones de Roma, entonces eso nos complacerá inmensamente. Te ruego que me disculpes si esta humilde ambición te ofende de algún modo, centurión. No era ésa mi intención.

Macro asintió con la cabeza. -Muy bien. Acepto tus disculpas. Diomedes esbozó una radiante sonrisa.

– Y si cambias de opinión sobre el torques…

– Mira, griego, si vuelves a mencionar el torques, te…

– ¡Centurión Macro! -lo llamó el centurión superior, Hortensio.

Al instante Macro se apartó de Diomedes y se puso en rígida posición de firmes.

– ¿Señor? -Basta ya de cháchara y haz formar a tus hombres. Eso también va por el resto de vosotros, nos vamos.

Mientras los centuriones se apresuraban a volver a sus unidades y se desgañitaban dando las órdenes, los habitantes del lugar cargaron rápidamente la carne salada en la parte trasera de uno de los carros de suministros. En cuanto hubo formado la columna, Hortensio les hizo una señal con la mano a los exploradores de caballería para que se adelantaran y luego dio la orden de avanzar a la infantería. Los angustiados rostros de los aldeanos atrebates eran un elocuente testimonio del terror que sentían al quedarse otra vez indefensos, y el cacique le suplicó a Diomedes que convenciera a la cohorte para que se quedara. Pero el griego cumplía órdenes y, firme pero educadamente, se disculpó y salió corriendo tras Hortensio. En tanto que la sexta centuria, que tenía el servicio de retaguardia detrás del último de los carros, salía por las puertas de la ciudad, a Cato le dio vergüenza abandonarlos cuando los Druidas y sus secuaces Durotriges seguían realizando ataques a lo largo de la frontera.

– ¿Señor? -Sí, Cato. -Debe de haber algo que podamos hacer por esta gente.

Macro negó con la cabeza. -Nada. ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué quieres que hagamos? -Dejar aquí a algunos hombres. Dejar atrás a una de las centurias para que los proteja.

– Una centuria menos debilita a la cohorte en la misma medida. Y luego, ¿cuándo pones fin a eso? No podemos dejar una centuria en cada aldea por la que pasemos. No somos suficientes.

– Bueno, pues armas entonces -sugirió Cato-. Podríamos dejarles algunas de las que tenemos de repuesto en los carros.

– No, no podemos, muchacho. Tal vez las necesitemos. En cualquier caso, no les han enseñado a utilizarlas. No serviría de nada. Vamos, no hablemos más de eso. Hoy tenemos una larga marcha por delante. Resérvate las fuerzas.

– Sí, señor -respondió Cato en voz baja al tiempo que sus ojos evitaban las acusadoras miradas de los lugareños que estaban junto a la puerta del pueblo.

Durante el resto del día la cuarta cohorte marchó pesadamente a lo largo del lodoso camino que llevaba al sur, al mar y a una pequeña población comercial enclavada junto a uno de los canales que desembocaban en un enorme puerto natural. Diomedes conocía bien dicha población, pues había ayudado a su construcción la primera vez que había desembarcado en Britania hacía muchos años. Entonces era su hogar. Noviomago, nombre por el que se la conocía, había crecido rápidamente y acogido a una mezcla de comerciantes, sus representantes y sus familias. Los que venían de fuera y sus vecinos nativos habían convivido en relativa armonía durante años, según Diomedes. Pero ahora los Durotriges estaban atacando su territorio y los atrebates culpaban a los extranjeros de provocar a los Druidas de la Luna Oscura y a sus seguidores. Diomedes tenía muchos amigos en Noviomago, además de a su familia, y estaba preocupado por su seguridad.

Mientras la cohorte marchaba, el pálido sol se abría camino por el cielo plomizo y gris describiendo un arco bajo. Cuando la penumbra de las últimas horas del día empezaba a crecer envolviendo a la cohorte, sonó un grito repentino que provenía de la cabeza de la columna. Los soldados apartaron los ojos del sendero en el que habían fijado su mirada mientras el cansancio y el peso de sus mochilas les curvaba las espaldas. Un puñado de exploradores a caballo bajó galopando hasta el camino desde la cima de una colina. La voz del centurión Hortensio llegó claramente al extremo de la columna cuando dio la orden para que la cohorte se detuviera.

– Hay problemas -dijo Macro en voz baja mientras observaba a los exploradores que informaban a Hortensio. El comandante de la cohorte asintió con la cabeza y volvió a mandar a los exploradores en avanzada. Se volvió hacia la columna, haciendo bocina con una mano.

– ¡Oficiales al frente! Cato se quitó la carga del hombro, la dejó al lado del camino y al salir trotando detrás de Macro sintió un estremecimiento de expectativa recorriéndole la espalda.

En cuanto estuvieron presentes todos los centuriones y optios, Hortensio resumió rápidamente la situación.

– Noviomago ha sido atacada. Lo que queda de ella está justo al otro lado de esa colina. -Movió el pulgar hacia atrás por encima del hombro-. Los exploradores dicen que no han visto ningún movimiento, por lo que parece que no hay supervivientes.

Cato miró a Diomedes, que estaba algo apartado de los oficiales Romanos, y vio que el griego tenía la mirada clavada en el suelo y una profunda arruga en la frente. De pronto apretó con fuerza la mandíbula y Cato se dio cuenta de que el hombre estaba al borde de las lágrimas. Con una mezcla de compasión e incomodidad por presenciar el dolor privado de otra persona, volvió su mirada hacia Hortensio mientras el comandante de la cohorte daba sus órdenes.

– La cohorte formará una línea debajo de la cima de la colina, avanzaremos hacia el otro lado y bajaremos por la ladera hacia la población. Daré el alto a una corta distancia de Noviomago y entonces la sexta centuria entrará en ella. -se volvió hacia Macro- Echad un vistazo por encima y luego informáis.

– Sí, señor. -Pronto anochecerá, muchachos. No tenemos tiempo de levantar un campamento de marcha, así que tendremos que reparar las defensas de la población lo mejor que podamos y acampar allí para pasar la noche. Bien, en marcha.

Los oficiales volvieron con sus centurias y dieron la voz de atención a sus tropas. En cuanto los soldados estuvieron formalmente alineados, Hortensio gritó la orden para que se dispusieran en línea. La primera centuria dio media vuelta a la derecha y luego giró con soltura sobre sus talones para formar una línea de dos en fondo. Las siguientes centurias hicieron lo mismo y extendieron la línea hacia la izquierda. La centuria de Macro fue la última que se colocó en posición y éste dio el alto en cuanto su indicador del flanco derecho llegó a la altura de la quinta centuria. La cohorte se mantuvo quieta un momento para que los soldados afirmaran la posición y luego se dio la orden de avanzar. Las dobles filas ascendieron ondulantes por la poco empinada ladera hacia el otro lado de la cima. Ante ellos y a lo lejos se extendía el mar, agitado y gris. Más cerca había un gran puerto natural desde el que un ancho canal se adentraba en el terreno donde había estado emplazada la población. Una brisa fría rizaba la superficie del canal. No había barcos anclados, tan sólo un puñado de pequeñas embarcaciones arrimadas a la orilla. Todos los soldados se pusieron tensos al intuir lo que iban a encontrar al otro lado de la colina y, cuando el suelo empezó a descender, los restos de Noviomago aparecieron ante sus ojos.

Los atacantes habían llevado a cabo una destrucción tan concienzuda como les había permitido el tiempo del que disponían. Sólo se veían las meras líneas ennegrecidas de los armazones de madera que aún quedaban en pie allí donde habían estado las chozas y casas de la población. En torno a éstos yacían los restos chamuscados de las paredes y los tejados de paja. Gran parte de la empalizada circundante había sido arrojada a la zanja de debajo. La ausencia de humo indicaba que ya habían pasado unos cuantos días desde que los Durotriges arrasaran el lugar. No se movía nada entre las ruinas, ni siquiera un animal.

Lo único que rompía el silencio eran los desgarrados chillidos de los cuervos que provenían de un bosquecillo cercano. Los exploradores de la caballería se abrieron en abanico a ambos flancos de la cohorte en busca de cualquier señal del enemigo.

El tintineo del equipo de los legionarios parecía sonar anormalmente alto a oídos de Cato mientras bajaba marchando hacia el pueblo. Al tiempo que se concentraba para mantener el paso de los demás, lo cual no era moco de pavo teniendo en cuenta su desgarbado modo de andar, recorrió con la mirada los alrededores de Noviomago, buscando cualquier indicio de una posible trampa. Bajo aquella luz cada vez más apagada, el paisaje del frío invierno se llenó de lúgubres sombras y él agarró más fuerte el asa del escudo.

– ¡Alto! -Hortensio tuvo que forzar la voz para que se oyera claramente por encima del sonido del viento. Se formó la doble línea y los soldados se quedaron quietos un instante antes de que se gritara la segunda orden-. ¡Dejad las mochilas!

Los legionarios depositaron sus cargas en el suelo y avanzaron cinco pasos para alejarse de su equipo de marcha. En su mano derecha sólo sostenían entonces una jabalina y estaban listos para combatir.

– ¡Sexta centuria, marchen! -¡Marchen! -Macro transmitió la orden y sus hombres avanzaron separándose de la línea y se acercaron a la población desde un ángulo oblicuo. Cato notó que el corazón se le aceleraba a medida que se aproximaban a las ennegrecidas ruinas y una débil oleada de energía nerviosa fluyó por su cuerpo mientras se preparaba para un encuentro repentino. Macro hizo detenerse a la centuria al otro lado de la zanja.

– ¡Cato! sí, señor! -Tú llévate las cinco primeras secciones y entra por la puerta principal. Yo con el resto entraré por el lado que da al mar. Nos veremos en el centro del pueblo.

– Sí, señor -respondió Cato, y un súbito escalofrío de miedo le hizo añadir-: Tenga cuidado, señor.

Macro hizo una pausa y lo miró desdeñosamente. -Trataré de no torcerme el tobillo, optio. Este lugar es como una tumba. Lo único que se mueve ahí dentro son los espíritus de los muertos. Y ahora vamos, en marcha.

Cato saludó y se volvió hacia las filas de legionarios. -¡Las cinco primeras secciones! ¡Seguidme! Acto seguido se dirigió a grandes zancadas hacia lo que quedaba de la puerta principal y sus hombres tuvieron que apresurarse para no quedarse atrás. Un sendero lleno de rodadas con una ligera pendiente conducía a las enormes vigas de madera que formaban la puerta principal y el adarve fortificado que antes protegían la entrada. Pero las puertas ya no estaban, las habían arrancado salvajemente de sus goznes de cuerda y las habían hecho pedazos. Cato avanzó con cuidado por encima de los fragmentos astillados. A ambos lados, las zanjas defensivas describían una curva alrededor del bajo terraplén y la empalizada destrozada. Los legionarios lo seguían en silencio, aguzando la vista y el oído ante cualquier señal de peligro en la tensa atmósfera que los envolvía.

Al otro lado de la estropeada puerta se hizo evidente todo el alcance de la destrucción de los Durotriges. Había cacharros hechos añicos desparramados por todas partes, ropa hecha jirones y los restos de lo que habían constituido las posesiones materiales de la gente que vivía allí. Mientras sus hombres se desplegaban a un lado y a otro de él, Cato miró a su alrededor y se sorprendió de no ver ni rastro de ningún cadáver; ni siquiera restos animales. Aparte de pequeños remolinos de cenizas que levantaba la brisa, nada se movía en aquel silencio extraño e inquietante.

– ¡Dispersaos! -ordenó Cato al tiempo que se volvía hacia sus hombres--. Registrad el lugar a conciencia. Buscamos supervivientes. ¡Volved a informarme en cuanto lleguemos al centro de la población!

Con las armas en ristre, los legionarios avanzaron con cuidado por las viviendas destruidas y utilizaban la punta de sus jabalinas para examinar cualquier montón de escombros que encontraban. Cato se quedó un momento observando su avance antes de ponerse a caminar lentamente por el camino cubierto de cenizas que desde la puerta conducía al corazón de Noviomago. La ausencia de cadáveres lo llenaba de inquietud. Él se había preparado para los horrores que pudiera ver y el hecho de que no hubiera ni rastro de la gente y los animales del lugar era casi peor, puesto que su imaginación tomó el relevo e hizo que lo embargara una terrible aprensión. Se maldijo a sí mismo, enojado. Era posible que los atacantes hubieran sorprendido a la población, la hubieran tomado sin encontrar resistencia y se hubieran llevado a la gente y a sus animales como botín. Era la respuesta más probable, se convenció.

– ¡Optio! -Una voz lo llamó desde no muy lejos--. ¡Aquí! Cato corrió hacia la voz. Cerca de los restos de un establo de piedra el legionario se encontraba junto a un gran hoyo tapado con una cubierta de piel. Había retrocedido a un lado y señalaba hacia abajo con la jabalina.

– Ahí, señor. Eche un vistazo a esto.

Cato se puso a su lado y miró dentro del hoyo. Tenía unos tres metros de ancho y su profundidad era de la altura de un hombre. La tierra de los bordes estaba suelta. En la penumbra vio una pila de perniles de carne seca, montones de cestos de grano, unas cuantos utensilios de plata griegos y algunos arcones pequeños. Estaba claro que la fosa había sido abierta recientemente, sin duda para almacenar el botín que los atacantes habían seleccionado. Habían tapado el hoyo con la lona para protegerlo de los animales salvajes. Cato se despojó del escudo y descendió hasta los arcones. Rápidamente abrió la tapa del que tenía más cerca. Dentro encontró un surtido de ornamentos celtas hechos de plata y bronce. Cogió un espejo y lo abrió al tiempo que admiraba el magnífico trabajo de motivos acaracolados del reverso. Volvió a dejarlo en el cofre y contempló toda aquella colección de torques, collares, copas y otros recipientes, todas ellas piezas de excelente artesanía. De aquel conjunto de cosas, muy pocas habrían sido usadas por los habitantes de Noviomago. Debían de haberlas obtenido mediante el comercio con tribus nativas y almacenado durante el invierno para mandarlas por barco a la Galia, donde los representantes o tratantes de Roma las venderían a un alto precio. Ahora los Durotriges se habían hecho con ellas y las habían escondido, sin duda con la intención de recogerlas cuando volvieran de sus incursiones por el interior del territorio de los atrebates.

Cato tembló cuando se dio cuenta de todo lo que aquello implicaba. Bajó de golpe la tapa del arcón y salió apresuradamente del hoyo.

– Busca a los demás y reúnelos en el centro del pueblo lo más rápido posible. Yo voy a ver si encuentro al centurión. ¡Vamos, deprisa!

Cato cruzó a toda prisa por los quebradizos restos de los edificios quemados donde tan sólo quedaban en pie las vigas más resistentes y las ennegrecidas paredes de piedra. Oyó a Macro dar órdenes a gritos y se dirigió al lugar de donde provenía la voz de su centurión. Al salir de entre las paredes de dos de las construcciones más sólidas que rodeaban el centro de Noviomago vio a Macro y a unos cuantos de sus hombres Junto a lo que parecía un pozo cubierto de unos tres metros de diámetro. Lo circundaba un parapeto de piedra que llegaba a la altura de la cintura y todo él estaba cubierto por un tejado cónico de cuero. Curiosamente, los atacantes habían dejado el tejado intacto; al parecer era lo único que no habían tratado de destruir.

– ¡Señor! -Llamó Cato al tiempo que corría hacia ellos. Macro levantó la vista del pozo con una expresión trastornada en su rostro. Al ver a Cato, se irguió y se encaminó hacia él a grandes zancadas.

– ¿Habéis encontrado algo?

– ¡Sí, señor! -Cato no pudo contener su nerviosismo al informar-. Hay un hoyo en el que pusieron el botín cerca de la puerta principal. Deben de tener intención de volver por aquí. ¡Señor, tal vez tengamos la oportunidad de tenderles una trampa!

Macro asintió moviendo la cabeza con aire grave, por lo visto indiferente a la posibilidad de acechar a los atacantes.

– Entiendo -dijo. Las ganas de Cato de seguir hablando de su descubrimiento se apaciguaron ante la extraña falta de vida del rostro de su superior.

– ¿Qué ocurre, señor? Macro tragó saliva. -¿Encontrasteis algún cadáver? -¿Cadáveres? No, señor. Es una cosa muy curiosa. -Sí. -Macro frunció los labios y movió el pulgar señalando el pozo-. Entonces me imagino que deben de estar todos ahí dentro.

Загрузка...