CAPÍTULO XXXIII

La segunda legión llegó al día siguiente, al mediodía. Desde el árbol que habían estado utilizando como torre de vigilancia, Cato vio una delgada línea de jinetes que se aproximaba a la Gran Fortaleza por el este. Aunque desde aquella distancia no había forma de estar seguro de su identidad, la dispersión era característica de los exploradores que se mandaban en avanzada por delante del ejército Romano. Cato sonrió encantado y dio unos golpes de júbilo contra el tronco del árbol. Después de tantos días espantosos merodeando por las tierras de los Durotriges y durmiendo al aire libre, siempre con el miedo a ser descubierto, la idea de que la segunda legión se encontrara tan cerca lo llenó de una cálida y reconfortante añoranza. Era casi como la perspectiva inminente de reunirse con los familiares cercanos y lo conmovió mucho más de lo que se había esperado. Tuvo que vencer un doloroso y emotivo nudo en la garganta antes de poder llamar a Prasutago. La copa del árbol se balanceó de manera alarmante cuando el guerrero Iceni trepó para unirse a él.

– Ten cuidado, hombre -gruñó Cato al tiempo que se agarraba más fuerte-. ¿Quieres que todo el mundo sepa que estamos aquí?

Prasutago se detuvo unas pocas ramas por debajo de Cato y señaló hacia el poblado fortificado. El enemigo también había visto a los exploradores de la legión y la última de las patrullas Durotriges se encaminaba a la puerta principal. Pronto todos los nativos se hallarían concentrados en su refugio, seguros de que iban a desafiar el intento de los Romanos de apoderarse de la Gran Fortaleza. Prasutago y Cato ya no corrían peligro; los habían liberado de la carga que suponía mantenerse ocultos y Cato se atemperó.

– Está bien. Pero-ten cuidado de no romper el tronco.

– ¿Eh? -Prasutago miró hacia arriba con un atónito ceño fruncido.

Cato señaló la fina anchura del tronco.

– Ten cuidado. Prasutago, en broma, sacudió el tronco para ponerlo a prueba, con lo que estuvo a punto de hacer caer a Cato, y luego asintió con la cabeza.

Cato apretó los dientes con irritación. Miró hacia el este, más allá de los exploradores, forzando la vista para ver si divisaba los primeros indicios de la llegada del cuerpo principal de la segunda legión.

Pasó casi una hora antes de que la vanguardia apareciera por entre la lejana neblina de las ondulantes colinas y bosques. Un débil destello ondeante señaló la presencia de las primeras cohortes cuando el sol cayó sobre los bruñidos cascos y armas. Lentamente, la cabecera de la distante legión se concretó en una larga columna, como una serpiente de múltiples escamas que se deslizara lánguidamente por el paisaje. Los oficiales de Estado Mayor a caballo subían y bajaban a medio galope a lo largo de los dos lados de la columna, para cerciorarse de que nada retrasara el disciplinado y regular ritmo del avance. En cada uno de los flancos, a cierta distancia de la legión, más exploradores prevenían cualquier ataque sorpresa por parte del enemigo. Más atrás avanzaba lenta y pesadamente la oscura concentración de los trenes de bagaje y maquinaria de guerra y, tras ellos, finalmente, la cohorte de retaguardia. Cato se sorprendió ante la gran cantidad de máquinas de asedio. Eran muchas más que la dotación que habitualmente acompañaba a una legión. De alguna forma el legado se las debía de haber arreglado para conseguir refuerzos. Eso estaba bien, pensó Cato, al tiempo que dirigía la mirada hacia el poblado fortificado. Iban a hacer muchísima falta.

– Es hora de que hablemos con Vespasiano -dijo Cato entre dientes, y acto seguido le dio unos golpecitos en la cabeza a Prasutago con la bota-. ¡Abajo, chico!

Bajaron a toda prisa de la cima de la colina para ir en busca de Boadicea y Cato le contó las noticias. Luego, salieron con cautela del bosque y se dirigieron al este, hacia la legión que se aproximaba. Pasaron junto a un puñado de pequeñas casuchas en las que, en épocas más pacíficas, los granjeros y campesinos se ganaban la vida a duras penas trabajando la tierra y criando ovejas y cerdos, tal vez incluso reses. Entonces estaban vacías, todos los granjeros, sus familias y sus animales se habían refugiado en el interior de la Gran Fortaleza para protegerse de los horrendos invasores que marchaban bajo las alas de sus águilas doradas.

Cato y sus compañeros pasaron por el lugar donde habían asaltado el carro de los Druidas pocos días antes y vieron que aún había sangre, seca y oscura, incrustada en las rodadas de la carreta. Una vez más Cato pensó en Macro y se inquietó ante la posibilidad que tendría de descubrir la suerte que había corrido el centurión cuando se reencontrara con la legión. Parecía imposible que Macro pudiera morir. El entramado de cicatrices que el centurión tenía en la piel y su ilimitada confianza en su propia indestructibilidad daban testimonio de una vida que, aunque llena de peligros, gozaba de una peculiar buena fortuna. No era difícil imaginarse a un Macro anciano y encorvado, en alguna colonia de veteranos dentro de muchos años, contando sin parar las historias de sus días en el ejército, aunque no demasiado viejo para emborracharse y disfrutar de una pelea de carcamales. Era casi imposible imaginárselo frío y sin vida. Sin embargo, la herida que tenía en la cabeza, con toda su terrible gravedad, hacía presagiar lo peor. Cato lo iba a averiguar muy pronto, y eso lo aterraba.

Los exploradores aparecieron al cruzar el puente de caballete. Un decurión con aspecto de gallito, que lucía un flamante penacho y unas botas de cuero blando que le llegaban a la rodilla, descendió por la cuesta a medio galope y se dirigió hacia ellos flanqueado por la mitad de su escuadrón. El decurión desenvainó su espada y bramó la orden de atacar.

Cato se puso delante de Boadicea y agitó los brazos. A su lado, Prasutago pareció perplejo y se dio la vuelta para ver contra quién podía estar cargando la caballería. Muy cerca del puente el centurión frenó su caballo y levantó la espada para que sus hombres, claramente desilusionados al ver que los tres vagabundos harapientos no iban a oponer resistencia, aflojaran el paso.

– ¡Soy Romano! -gritó Cato-. ¡Romano! El caballo del decurión se detuvo a unos centímetros del rostro de Cato y el aliento del animal le revolvió el pelo.

– ¿Romano? -El decurión frunció el ceño al tiempo que examinaba a Cato-. ¡No me lo creo!

Cato bajó la mirada y vio los arremolinados dibujos de Prasutago a través de la abertura frontal de su capa, luego se llevó la mano a la cara y se dio cuenta de que también debía de conservar todavía los restos del disfraz de la noche anterior.

– Ah, entiendo. No haga caso de todo esto, señor. Soy el optio de la sexta centuria, cuarta cohorte. En una misión para el legado. Necesito hablar con él enseguida.

– ¿Ah, sí? -El decurión aún distaba mucho de estar convencido pero era demasiado joven como para cargar con la responsabilidad de tomar una decisión respecto a aquel infeliz de aspecto miserable y sus dos compañeros-. Y supongo que estos dos también serán Romanos, ¿no?

– No, son exploradores Iceni, trabajan conmigo.

– ¡Hum!

– Necesito hablar urgentemente con el legado -le insistió Cato.

– Eso ya lo veremos cuando lleguemos a la legión. De momento montaréis con mis hombres.

Tres exploradores bastante descontentos se destacaron para la tarea y de mala gana ayudaron a Cato y a los demás a subir tras ellos en los caballos. El optio alargó los brazos para rodear con ellos a su jinete y el hombre soltó un gruñido.

– Pon las manos en el arzón de la silla si sabes lo que te conviene.

Cato obedeció y el decurión hizo girar a la pequeña columna y los volvió a conducir al trote cuesta arriba. Al llegar a la cima de la colina, Cato sonrió al ver lo mucho que había avanzado ya la legión a pesar de haber llegado allí tan solo una hora antes. Por delante de ellos, a una milla de distancia por lo menos, vio la línea habitual formada por los soldados de avanzada. Tras ellos, el cuerpo principal de la legión trabajaba sin descanso para construir un campamento de marcha y ya estaban apilando la tierra del foso exterior dentro del perímetro, donde se apisonaba para levantar un terraplén de defensa. Más allá del campamento los vehículos seguían avanzando lentamente para ocupar sus posiciones. Pero no había agrimensores marcando el terreno en torno a la plaza fuerte. -¿No hay circunvalación? -preguntó Cato-. ¿Por qué?

– Pregúntaselo a tu amigo el legado cuando hables con él -respondió el explorador con un gruñido.

Durante el resto del corto trayecto Cato permaneció en silencio y mantuvo también, aunque con más dificultad, el equilibrio. El decurión detuvo a la patrulla de exploradores dentro de la zona señalada para una de las cuatro puertas principales de la legión. El centurión de guardia se levantó de su escritorio de campaña y se acercó a ellos a grandes zancadas. Cato lo conocía de vista, pero no sabía cómo se llamaba.

– ¿Qué demonios traes ahí, Manlio? -Los encontré dirigiéndose al poblado fortificado, señor. Este joven dice ser Romano.

– ¿Ah, sí? -El centurión de guardia sonrió.

– Al menos habla un buen latín, señor.

– Entonces será un esclavo valioso-. El centurión le dirigió una sonrisa burlona a Cato-. Me temo que se te ha terminado eso de la tintura azul, majo.

Los soldados de la patrulla de caballería rezongaron. Cato saludó.

– Se presenta el optio Quinto Licinio Cato, señor. De regreso de una misión para el legado.

El centurión miró a Cato con más detenimiento y luego chasqueó los dedos cuando lo identificó.

– Tú sirves a las órdenes de ese chiflado, Macro, ¿no es así?

– Macro es mi centurión, sí, señor.

– Pobre desgraciado. Cato sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, pero antes de que pudiera preguntar por Macro el centurión de guardia ordenó al decurión que se presentara directamente en el cuartel general y despidió a la patrulla con un gesto de la mano.

Trotaron por la ancha avenida entre las hileras de indicadores que los legionarios habían dispuesto para montar sus tiendas de piel de cabra en cuanto se terminaran el foso y el terraplén del campamento. La tienda del cuartel general del legado ya estaba en pie en el centro del emplazamiento y varios caballos pertenecientes a los oficiales del Estado Mayor estaban amarrados a una improvisada baranda. El decurión dio el alto a su patrulla, desmontó y le indicó por señas a Cato y los demás que hicieran lo mismo.

– Esta gente quiere ver al legado -le anunció al comandante de la guardia personal de Vespasiano-. El centurión de guardia dijo que pasaran directamente por aquí.

– Esperad.

Momentos después, el secretario personal de Vespasiano hizo entrar a los agotados Cato, Boadicea y Prasutago. Al principio Cato parpadeó. Tras las penurias de los últimos días, no era fácil adaptarse al lujo del alojamiento del que disponía el comandante de la segunda legión. Se habían colocado unas planchas de madera en el suelo y, sobre ellas, en medio de la tienda, se hallaba la gran mesa de campaña de Vespasiano, rodeada por unos taburetes acolchados. En todas las esquinas brillaba un pequeño brasero que proporcionaba un agradable calor al interior de la tienda. Sobre una mesa baja situada a un lado había una bandeja de carnes frías y una jarra de cristal medio llena de vino. Detrás de su escritorio, Vespasiano terminó de firmar un formulario que entregó a un administrativo, al que ordenó retirarse rápidamente. Luego levantó la vista, saludó con una sonrisa y con un gesto de la mano señaló los taburetes dispuestos al otro lado de la mesa.

– Yo que tú arreglaría mi aspecto lo antes posible, optio. No querrás que algún estúpido recluta te confunda con un habitante del lugar y te clave la lanza.

– No, señor.

– Supongo que te irá bien una buena comida y alguna otra comodidad hogareña.

– Sí, señor. -Cato señaló a Prasutago y a Boadicea-. Nos irá bien a todos.

– En cuanto me rindas el informe de tu misión -replicó Vespasiano de manera cortante-. Boadicea me proporcionó algunos detalles hace unos días. Supongo que ella te ha relatado los acontecimientos sucedidos en el más ancho mundo. ¿Alguna novedad por tu parte?

– Los Druidas aún tienen a la mujer y al hijo del general en el poblado fortificado, señor. Anoche los vi.

– ¿Anoche? ¿Cómo?

– Entré ahí dentro. Por eso voy de esta guisa, señor.

– ¿Entraste dentro? ¿Estás loco, optio? ¿Sabes lo que hubiera ocurrido si te llegan a descubrir?

– Tengo una idea bastante aproximada de ello, señor. -Cato arrugó la frente al recordar la suerte que había corrido Diomedes-. Pero le prometí a mi señora Pomponia que la rescataría. Le di mi palabra, señor.

– Pues ahí te precipitaste un poco, ¿no crees?

– Sí, señor.

– No importa. Tengo intención de tomar el fuerte al asalto lo antes posible. De ese modo los rescataremos.

– Perdone, legado -interrumpió Boadicea-. Prasutago conoce a los Druidas. Me dice que no los dejarán con vida. Si ven que la legión está a punto de tomar el lugar, no tendrán ningún motivo para hacerlo.

– Es posible, pero morirán de todos modos si Plautio confirma su orden de ejecutar a nuestros prisioneros Druidas. Al menos podríamos tratar de salvarlos en medio de la confusión de un ataque.

– ¿Señor?

– ¿Sí, optio?

– Yo he visto la distribución del interior del poblado fortificado. ¿Va a realizar el asalto por la puerta principal?

– Por supuesto. -Vespasiano sonrió-. Supongo que cuento con tu aprobación.

– Señor, el complejo de los Druidas se encuentra en el otro extremo del fuerte. Descubrirían nuestras intenciones con el tiempo suficiente para regresar al recinto y matar a los rehenes. En cuanto tomemos la puerta principal estarán muertos.

– Entiendo. -Vespasiano se quedó pensando un momento-. Entonces no me queda otra elección. Tengo que esperar la respuesta de Plautio. Si ha revocado la orden de ejecución, tal vez aún podríamos negociar algún tipo de acuerdo con los Druidas.

– Yo no pondría mis esperanzas en ello -dijo Boadicea. Vespasiano la miró con el ceño fruncido y luego se volvió hacia Cato.

– Pues no pintan muy bien las cosas, ¿no?

– No, señor.

– ¿Qué puedes decirme de las condiciones dentro de la fortaleza? ¿A cuántos hombres nos enfrentamos? ¿Cómo están armados?

Cato había previsto el interrogatorio y tenía las respuestas preparadas.

– No hay más de ochocientos guerreros. El doble de no combatientes y unos ochenta Druidas, quizá. Estaban trabajando en algo que parecía ser armazones de catapulta, de modo que podría ser que tuviéramos que hacer frente a una lluvia de proyectiles bastante intensa cuando entremos, señor.

– Estaremos a su altura y más -dijo Vespasiano con satisfacción-. El general me transfirió la maquinaria de la vigésima legión. Podremos lanzar sobre sus cabezas una descarga suficiente para contenerlos mientras las cohortes de asalto se acercan a la puerta.

– Eso espero, señor -replicó Cato-. La puerta es la única opción. Las zanjas están plagadas de estacas.

– Ya me lo imaginaba. -Vespasiano se puso en pie-. No hay nada más que decir. Ordenaré que os preparen un baño y un poco de comida caliente. Es lo menos que puedo ofreceros como recompensa por el trabajo que habéis realizado.

– Gracias, señor.

– Y mi más profundo agradecimiento a ti y a tu primo. -El legado se inclinó ante Boadicea-. Los Iceni veréis que Roma no dejará de recompensar vuestra ayuda en este asunto.

– ¿Para qué están si no los aliados? -Boadicea sonrió cansinamente-. Yo esperaría que Roma hiciera lo mismo por mí si alguna vez tengo hijos y se encuentran en peligro.

– Sí, claro -asintió Vespasiano-. Por supuesto.

Los acompañó hasta la salida de la tienda y les apartó la lona de la entrada gentilmente. Cato se detuvo al salir, con una expresión preocupada en el rostro.

– Señor, una última cosa, si puede ser.

– Claro, tu centurión. Cato movió la cabeza afirmativamente.

– ¿Ha… ha sobrevivido?

– Lo último que oí es que estaba vivo. -¿Está aquí, señor? -No. Mandé a nuestro enfermo de vuelta a Calleva en un convoy hace dos días. Hemos montado un hospital allí. Tu centurión recibirá los mejores cuidados posibles.

– Ah. -La renovada incertidumbre acongojó a Cato-. Supongo que es lo mejor.

– Lo es. Tendrás que perdonarme. -Vespasiano estaba a punto de darse la vuelta y volver a su escritorio cuando se apercibió de unas voces subidas de tono que provenían del exterior de su tienda de mando.

– ¿Qué demonios pasa ahí fuera? Apartó a Cato, atravesó los anchos faldones de la entrada a grandes zancadas y se fue chapoteando por el barro del exterior. Cato y los demás se apresuraron a salir tras él. No hacía falta preguntar cuál era el motivo del alboroto, todos los soldados de la segunda legión podían verlo. En la planicie de la Gran Fortaleza, algún tipo de estructura se estaba levantando lentamente por encima de la empalizada. Al oeste, el sol estaba bajo sobre el horizonte y perfilaba la enorme mole del poblado fortificado, así como aquel extraño artilugio, con un ardiente resplandor anaranjado. Se iba alzando poco a poco, maniobrado por unas manos invisibles que tiraban de una serie de cuerdas. Mientras observaba, la terrible comprensión de lo que estaba presenciando cayó sobre Cato como un golpe y se le helaron las entrañas.

La construcción estaba alcanzando la posición vertical y todo el mundo vio claramente lo que era: un inmenso hombre de mimbre, de burda forma pero inconfundible, negro en contraste con el naranja de la puesta de sol excepto allí donde lo atravesaban unos haces de luz mortecina.

El legado se volvió hacia Boadicea y le habló en voz baja.

– Pregúntale a tu hombre cuándo cree que van a prenderle fuego a esa cosa.

– Mañana por la noche -tradujo ella-. Durante la fiesta de la Primera Floración. Será entonces cuando la esposa y el hijo de tu general morirán.

Cato se fue arrimando al legado.

– Ya no creo que importe el mensaje del general, señor.

– No… Atacaremos a primera hora de la mañana. Cato sabía muy bien que todo ataque debía de ir precedido por una prolongada descarga de proyectiles contra las defensas. Sólo entonces los legionarios podrían tratar de abrir una brecha. ¿Y si los defensores demostraban la suficiente determinación como para hacer retroceder a los Romanos?

A Cato se le ocurrió una idea desesperada; los pensamientos se agolparon en su cabeza mientras trazaba rápidamente un peligroso plan, lleno de terribles riesgos, pero que acaso les proporcionara una última oportunidad de salvar a Pomponia y a Elio de las llamas del hombre de mimbre.

– Señor, puede que aún haya una manera de rescatarlos -dijo Cato en voz baja-. Si es que puede cederme a veinte buenos soldados y a Prasutago.

Загрузка...