CAPÍTULO XXIII

Durante los cinco días siguientes se adentraron más aún en territorio Durotrige , cabalgando con cautela por los senderos durante la noche y buscando algún lugar en el que ocultarse y descansar de día. Prasutago parecía incansable, nunca dormía más que unas pocas horas. Planeaba cada etapa de su viaje de manera que los llevara cerca de un pueblo. Descansaba hasta el mediodía y luego entraba sigilosamente en cada una de esas aldeas en busca de alguna señal de rehenes Romanos. Regresaba al atardecer con carne para los demás, que cocinaban en una pequeña hoguera alrededor de la cual se acurrucaban para que las llamas les proporcionaran todo el calor posible en la glacial atmósfera nocturna. En cuanto acababan de comer apagaban el fuego y seguían a Prasutago mientras él avanzaba con mucha cautela por los hollados senderos. Tenían cuidado de evitar todas las granjas y pequeños poblados y hacían frecuentes paradas durante las cuales el guerrero Iceni se cercioraba de que el camino que tenían delante estuviera despejado antes de proseguir. Antes de amanecer los apartaba de los caminos y los conducía hacia el bosque más próximo, y no dejaba que se detuvieran hasta que descubría una hondonada en el fondo de la espesura en la que el grupo pudiera descansar durante el día sin ser visto.

Se cubrían con las capas y las mantas de sus monturas y dormían lo mejor que podían en condiciones tan incómodas.

Se montaba guardia durante todo el día y los cuatro hacían su turno, permaneciendo entre las sombras del bosque sin hacer ruido, a poca distancia del campamento.

Cato, más joven y delgado que los demás, sufría más el frío y dormía de manera irregular, despertándose cada dos por tres. El segundo día la temperatura había descendido muchísimo y el frío penetrante de la tierra helada le entumeció tanto las articulaciones de la cadera que al despertar apenas podía mover las piernas.

En el quinto día una neblina se cernió sobre ellos. Prasutago los dejó solos como de costumbre para ir a explorar el próximo pueblo. Mientras esperaban ávidamente a que reapareciera con la ración de carne diaria, Boadicea y los dos Romanos prepararon una pequeña fogata. Por el bosque soplaba una pequeña brisa y tuvieron que construir un parapeto de turba alrededor de la hoguera para protegerla del viento. Cato recogió unas cuantas ramas caídas de debajo de los árboles más cercanos, parándose de vez en cuando para frotarse las caderas y aliviar el agarrotamiento de sus articulaciones. Cuando hubo reunido bastante combustible para mantener el fuego durante las pocas horas necesarias, se dejó caer entre Boadicea y su centurión, que se hallaban sentados uno frente a otro a ambos lados de la hoguera. Al principio nadie dijo nada. El viento se iba intensificando paulatinamente y se arrebujaron aún más en sus capas para protegerse de aquel frío cortante. A pocos pasos de distancia los caballos y ponis permanecían en un hosco silencio y sus lacias crines se alzaban y se agitaban con cada ráfaga. Faltaban entonces tan sólo quince días para que se cumpliera el plazo dado por los Druidas. Cato dudaba que encontraran a tiempo a la familia del general. No tenía sentido que estuvieran allí. No había nada que ellos pudieran hacer para evitar que los Druidas asesinaran a sus rehenes. Nada. Las cinco tensas noches abriéndose paso por territorio enemigo manifestaban sus efectos y Cato no creía que pudiera aguantar mucho más. Sucio y muerto de frío, con la mente y el cuerpo exhaustos, no se encontraba en condiciones de seguir buscando a los rehenes, y mucho menos de rescatarlos. Era una misión estúpida, y las hostiles miradas que Macro le lanzaba cada vez con más frecuencia convencieron a Cato de que nunca le iba a perdonar su estupidez… suponiendo que consiguieran regresar a la segunda legión.

Por encima de las entrelazadas ramas que se agitaban, el cielo se iba oscureciendo y aún no había señales de Prasutago. Al final Boadicea se puso en pie y estiró los brazos por detrás de la espalda con un profundo gruñido.

– Seguiré un poco el camino -dijo-. A ver si lo veo.

– No -replicó Macro con firmeza-. Siéntate y no te muevas. No podemos arriesgarnos.

– ¿Arriesgarnos? ¿Quién en su sano juicio saldría en un día así?

– ¿Aparte de nosotros? -se rió Macro entre dientes-. No quiero ni pensarlo.

– Bueno, de todos modos voy a ir.

– No, no vas a hacerlo. Siéntate.

Boadicea se quedó de pie y habló en voz baja.

– De verdad que pensaba que eras mejor persona, Macro. Cato se revolvió, hundiéndose más en su capa, y se quedó mirando fijamente la hoguera aún sin encender, deseando poder desaparecer.

– Sólo estoy siendo prudente -explicó Macro-. Espero que tu hombre vuelva pronto. No tienes que preocuparte por él. Así que siéntate y no te muevas.

– Lo siento, tengo que cagar. No puedo esperar más. De modo que si no dejas que vaya a un lugar más discreto tendré que hacerlo aquí.

Macro se puso rojo de vergüenza e ira, consciente de que sería una estupidez acusarla de mentir. Apretó los puños con frustración.

– ¡Entonces ve! Pero no te alejes demasiado y vuelve enseguida.

– Tardaré lo que haga falta -replicó ella con brusquedad y, pisando fuerte, se adentró en las sombras del bosque.

– ¡Condenadas mujeres! -masculló Macro-. No son más que un maldito incordio, todas ellas. ¿Quieres un consejo, muchacho? No tengas nada que ver con ellas. No causan más que problemas.

– Sí, señor. ¿Quiere que encienda el fuego? -¿Qué? Sí, es una buena idea. Mientras Cato golpeaba el pedernal en su yesquero, Macro continuó esperando el regreso de Boadicea y Prasutago. Una pequeña llama anaranjada prendió en los trozos de helecho del recipiente y Cato la trasladó con cuidado a la hoguera, procurando protegerla del viento con su cuerpo. Las astillas prendieron enseguida y poco después Cato pudo calentarse las manos frente a una crepitante hoguera mientras el fuego seguía atacando los trozos de madera más grandes con los que había alimentado las llamas. Un débil brillo azafranado tembló en los árboles circundantes al tiempo que empezaba a caer la noche.

Boadicea no volvía y Cato empezó a preguntarse si les habría pasado algo a los dos Britanos. Aunque no hubiese ocurrido nada, ¿sería capaz Boadicea de encontrar el camino de vuelta en la oscuridad? ¿Y si los habían capturado los Durotriges? ¿Los torturarían para sonsacarles información sobre sus cómplices? ¿Acaso los Durotriges estarían ya buscándoles a él y a su centurión?

– ¿Señor? Macro se volvió, apartando la mirada del oscuro bosque.

– ¿Qué?

– ¿Cree que les ha ocurrido algo?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -respondió Macro con brusquedad-. Por lo que sé puede que hayan ido a negociar con los lugareños el precio de nuestras cabezas.

Era una estupidez y casi inmediatamente Macro lamentó haberlo dicho. Era la inquietud por Boadicea lo que le había hecho hablar así, y la preocupación por lo que les sucedería si Prasutago no regresaba. Las perspectivas no eran muy esperanzadoras para dos legionarios abandonados en un bosque oscuro en medio de territorio enemigo.

– A mí me pareció una persona bastante de fiar -dijo Cato, angustiado-. ¿Usted no confía en él, señor?

– Es Britano. Esos Durotriges puede que sean de una tribu distinta a la suya, pero tienen muchas más cosas en común con ellos que con nosotros. -Macro hizo una pausa-. He visto a gente que vendía a sus compatriotas a Roma en casi todas las fronteras en las que he estado de servicio. Te lo digo yo, Cato, no has visto nada hasta que no has servido en Judea. Aquellos venderían a sus propias madres si creyeran que eso podría ayudarles a superar en lo más mínimo a otro rival. Éstos no son mucho mejores. Mira cuántos de esos nobles Britanos exiliados han hecho un trato con Roma para recuperar sus reinos. Se prostituirían con cualquiera a cambio de un poco de poder e influencia. Prasutago y Boadicea no son distintos. Permanecerán leales a Roma siempre y cuando les interese hacerlo. Entonces te darás cuenta de su verdadero valor como amigos y aliados. Ya lo verás.

Cato frunció el ceño.

– ¿De verdad lo piensa?

– Quizá. -De pronto el curtido rostro de Macro rompió en una sonrisa jovial-. ¡Pero me alegraría mucho estar equivocado!

Una ramita se rompió por allí cerca. En un instante los Romanos se pusieron en pie con las espadas desenvainadas.

– ¿Quién anda ahí? -dijo Macro-. ¿Boadicea? Con un susurro de hojas muertas y más crujidos de las chascas, dos figuras salieron de las negras sombras al titilante resplandor ámbar de la hoguera. Macro se relajó y bajó la espada.

– ¿Dónde diablos habéis estado?

Prasutago sonreía y hablaba con excitación al tiempo que se acercaba al fuego a grandes zancadas y le daba una palmada en el hombro a Macro. Como siempre, había traído consigo un poco de carne, un lechón ya abierto colgaba de una correa de su cinturón. Prasutago dejó el cuerpo del animal junto al fuego y continuó hablando. Boadicea lo tradujo lo más rápidamente que pudo.

– ¡Dice que los ha encontrado… a la familia del general!

– ¿Cómo? ¿Está seguro? Ella asintió con la cabeza.

– Ha estado hablando con el cabecilla local. Se encuentran retenidos en otro pueblo a unas pocas millas de distancia. El jefe de esa aldea es uno de los seguidores más leales de los Druidas. Es él quien adiestra a su escolta personal. Recluta a los jóvenes más prometedores de todos los poblados de la periferia y los forma para que sean fanáticamente fieles a sus nuevos señores. Cuando terminan su instrucción prefieren morir antes que decepcionar al jefe. Hace unos cuantos días estuvo en la aldea que Prasutago acaba de visitar. Vino a reclamar su cupo de nuevos reclutas. Estaba bebiendo con los guerreros del pueblo y fue entonces cuando se le escapó que tenía bajo custodia a unos rehenes importantes.

Prasutago movió la cabeza en señal de asentimiento y los ojos le brillaban de entusiasmo ante la perspectiva de entrar en acción. Puso una de sus anchas manos en el hombro de Macro.

– ¡Es estupendo, Romano! ¿Sí? Macro se quedó mirando un momento el rostro radiante del guerrero Iceni y todo el desasosiego de los últimos días desapareció bajo una oleada de alivio, pues su misión había alcanzado su primer objetivo. El próximo paso sería mucho más peligroso. Pero por el momento Macro estaba satisfecho y correspondió a la excitada expresión de Prasutago con una afectuosa sonrisa.

– ¡Es estupendo!

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