CAPÍTULO XXI

Cuando el sol ya había salido por encima del lechoso horizonte en un cielo de un apagado color gris, ellos ya se habían adentrado en lo más profundo del bosque. Cabalgaban por un sendero muy hollado que serpenteaba por entre los nudosos troncos de unos ancianos robles cuyas ramas retorcidas se veían más desnudas a medida que aumentaba la luz. Algunas de las ramas más altas tenían nidos y el áspero graznido de los cuervos se oía por todas partes mientras aquellos pájaros negros observaban al pequeño grupo que pasaba por debajo con ojos rapaces. El suelo del bosque estaba cubierto de oscuras hojas muertas. La nieve casi había desaparecido y el aire era frío y húmedo. La sombría atmósfera era opresiva y Cato miraba de un lado a otro con inquietud, atento a cualquier señal de presencia enemiga. Iba el último, con tan sólo un poni de carga tras él, avanzando sobre las hojas mojadas con un susurro. justo delante caminaba el poni que iba atado a la silla de Macro. El centurión, con la cabeza descubierta y balanceándose incómodamente encima de su montura, parecía indiferente al lúgubre entorno. Tenía mucho más interés en la mujer que tenía delante. Boadicea llevaba la capucha puesta y, que Cato supiera, no había mirado hacia atrás desde que habían abandonado el campamento.

Aquello lo desconcertaba; había dado por supuesto que Boadicea tendría muchas ganas de volver a ver a Macro. Pero en la reunión de la noche anterior, su actitud hacia ambos había sido de clara frialdad. Y ahora aquel prolongado silencio desde que habían salido del campamento. Al frente iba Prasutago, más alto que nunca en la silla del caballo más grande que se pudo encontrar para él. Encabezaba la marcha a un paso tranquilo y pausado, contemplando con aire despreocupado el camino que tenía enfrente de él. En la reunión no les había hecho ni caso, se había limitado a escuchar y a hablar con el legado a través de Boadicea.

Cato miró la abundante mata de pelo que Prasutago tenía en la cabeza y se preguntó cuánto recordaría el gigante de aquella noche en Camuloduno cuando, borracho y enojado, había encontrado a su prima bebiendo en una taberna llena de Romanos. Fuera lo que fuera lo que hubiera pasado después de esa noche, parecía haber causado un cambio en Boadicea y haber vuelto tensa su amistad con Macro. Tal vez Nessa estaba en lo cierto. Quizá Boadicea y Prasutago eran algo más que primos.

De entre todos los Britanos que podían haberse ofrecido para ayudar al general, el hecho de que hubieran resultado ser Prasutago y Boadicea parecía algo típico de las perversas parcas que gobernaban la vida de Cato. Aquella misión ya era bastante peligrosa, reflexionó Cato, sin las posibles tensiones que pudieran surgir a raíz de la aventura de Macro y Boadicea y la consiguiente afrenta al orgullo aristocrático que Prasutago experimentaba por todos y cada uno de los miembros de su familia.

Luego estaban los particulares conocimientos de Prasutago acerca de los Durotriges y los Druidas de la Luna Oscura. Casi todos los niños Romanos se criaban escuchando exageradas historias sobre los Druidas y su misteriosa magia, sus sacrificios humanos y las arboledas sagradas empapadas de sangre. Cato no era ninguna excepción y había visto con sus propios ojos una de esas arboledas el verano anterior. La terrible atmósfera de aquel lugar aún perduraba, con vívido detalle, en su memoria. Si ése era el mundo en el que Prasutago había estado inmerso una vez, entonces, ¿en qué proporción aquel hombre seguía siendo druida y no completamente humano? ¿Qué lealtades podía seguir albergando Prasutago hacia sus antiguos maestros y compañeros iniciados? Su entusiasmo por ayudar al general, ¿no sería simplemente una traicionera estratagema para entregar dos Romanos a los Druidas?

Cato refrenó su imaginación. El enemigo difícilmente llegara a esos elaborados extremos para capturar a un simple centurión y a su optio. Se reprendió por pensar como un colegial paranoico e inflar de forma monstruosa su propia importancia.

Eso le recordó otros tiempos en el palacio imperial, muchos años atrás, cuando apenas era más que un niño y se había encaprichado de una cucharilla de marfil tallado que había visto en la mesa de un banquete. Le había resultado fácil hacerse con ella y esconderla luego entre los pliegues de su túnica. En un lugar tranquilo del jardín la había examinado, maravillado ante el elaborado trabajo del mango con sus delfines y ninfas sinuosamente retorcidos. De pronto oyó gritos y el sonido de pasos apresurados. Se arriesgó a atisbar desde detrás de un arbusto y vio a un pelotón de la guardia pretoriana que salía corriendo de las puertas de palacio hacia el jardín y empezaba a buscar entre los setos y arbustos. Cato quedó aterrorizado al ver que se había descubierto el robo de la cuchara y que los hombres del Emperador trataban entonces de dar caza al ladrón. Lo atraparían de un momento a otro, con la prueba en la mano, y lo tirarían al suelo ante la fría mirada de Sejano, el comandante de la guardia pretoriana. Si sólo una pequeña parte de lo que los esclavos de palacio se susurraban unos a otros era verdad, Sejano haría que le cortaran el cuello y arrojaran su cuerpo a los lobos.

Los pretorianos se fueron acercando cada vez más al escondite donde Cato temblaba y se mordía el labio para evitar que su gimoteo atrajera la atención. Entonces, en el preciso momento en que un brazo grueso y musculoso buscaba a tientas por el arbusto en el que estaba agachado, se oyó una exclamación distante.

– ¡Cayo! ¡Lo han encontrado! Vamos. La mano se retiró y unos pesados pasos se alejaron por las losas de mármol. Cato estuvo a punto de desmayarse de alivio. Haciendo el menor ruido posible, volvió a entrar en palacio sin que lo vieran y devolvió la cuchara. Luego regresó a la pequeña habitación que compartía con su padre y esperó, rezando para que no tardaran en darse cuenta de la reaparición de la cuchara y así cesara el revuelo y el mundo pudiera volver a la segura normalidad.

No fue hasta última hora de la tarde que su padre regresó de las oficinas de la secretaría imperial. Bajo el débil resplandor de una lámpara de aceite Cato vio la preocupada expresión en su rostro surcado de arrugas. Sus ojos grises se volvieron parpadeando hacia su hijo y denotaron su sorpresa por el hecho de que el chiquillo estuviera aún despierto.

– Deberías estar durmiendo -le susurró. -No podía dormir, papá. Hay demasiado ruido. ¿Qué ha pasado? -preguntó Cato con toda la inocencia de la que fue capaz-. La guardia pretoriana corría por todo el palacio. ¿Es que Sejano ha atrapado a otro traidor?

Su padre le respondió con una triste sonrisa.

– No. Sejano ya nunca volverá a atrapar a más traidores.

Se ha ido.

– ¿Se ha ido? ¿Ha abandonado el palacio? -Una súbita preocupación asaltó a Cato-. ¿Eso significa que ya no podré volver a jugar con el pequeño Marco?

– Sí… sí, así es. Marco… y su hermana… -El rostro de su padre se retorció en una mueca por la espantosa atrocidad de la que habían sido víctimas los inocentes hijos de Sejano durante el derramamiento de sangre de aquel día. Luego se inclinó sobre su hijo y le dio un beso en la frente-. Se han ido con su padre. Me temo que no volverás a verlos.

– ¿Por qué? -Ya te lo contaré. Dentro de unos cuantos días, quizá. Pero su padre nunca se lo explicó. En cambio, Cato se enteró de todo por boca de los demás esclavos de la cocina de palacio a la mañana siguiente. Al conocer la muerte de Sejano, la primera reacción de Cato fue de alivio, pues se dio cuenta de que los acontecimientos del día anterior no tenían nada que ver con el robo de la cuchara. Todo el peso de la inquietud y de la terrible expectativa de ser capturado y castigado desapareció de sus hombros infantiles. Eso fue lo único importante para él aquella mañana.

En aquellos momentos, más de diez años después, su rostro ardía de vergüenza al acordarse. Aquel momento, y otros semejantes, volvían a él para atormentarlo con un inevitable odio hacia sí mismo. Del mismo modo en que lo hacía, y sin duda volvería a hacerlo en el futuro, su actual miedo engreído. Parecía incapaz de evitar aquellas sesiones de severo auto análisis que lo sacaban de quicio y se preguntaba si algún día llegaría a poder vivir en paz consigo mismo.

El cielo permaneció de un deprimente color gris durante el resto del día y no corría ni un soplo de brisa en el bosque. Los quietos y silenciosos árboles provocaban un inquietante nerviosismo en los jinetes. Cato se convenció a sí mismo de que en unas circunstancias menos peligrosas la cruda estética del invierno le daría al bosque una especie de belleza. Pero de momento, cualquier susurro de la maleza o crujido de una rama le hacían dar un salto en la silla y escudriñar las sombras con preocupación.

Siguieron una curva en el sendero y empezaron a pasar junto a la maraña de pinchos de una zarzamora. De repente, de su interior surgió un fuerte chasquido y ruido de golpes. Cato y Macro se echaron la capa hacia atrás y desenvainaron las espadas. Los caballos y los ponis, con los ollares ensanchados y los ojos muy abiertos a causa del miedo, se empinaron y retrocedieron, alejándose de la zarza. El matorral se agitó y se abultó y un ciervo salió al camino. Con numerosos rasguños ensangrentados y resoplando un vaporoso aliento que empañaba la húmeda atmósfera, el ciervo bajó su cornamenta hacia el caballo más próximo y la sacudió de modo amenazador.

– ¡Dejadle paso! -gritó Macro con los ojos clavados en los afilados extremos blancos de las astas-. ¡Apartaos de su camino!

El ciervo vio un hueco en medio del alboroto de caballos y ponis que giraban y lo atravesó de un salto. Mientras los jinetes se esforzaban en controlar sus monturas, el ciervo se adentró en las profundidades del bosque por el lado opuesto del camino, levantando grandes montones de hojas caídas a su paso.

Prasutago fue el primero en dominar a su caballo; luego miró a los Romanos y se echó a reír. Macro le puso mala cara, pero se dio cuenta de que todavía empuñaba su espada corta, lista para clavarla. Con una súbita liberación de la tensión, le devolvió la risa al guerrero Iceni y enfundó la espada. Cato siguió su ejemplo.

Prasutago murmuró algo, dio un tirón a las riendas del caballo y siguió avanzando por el camino.

– ¿Qué ha dicho? -le preguntó Macro a Boadicea.

– No está seguro de quién se sobresaltó más, si tú o el ciervo.

– Muy divertido. Dile que él tampoco lo hizo nada mal. -Mejor que no lo haga -le advirtió Boadicea-. Es un poco quisquilloso en cuestiones de orgullo.

– ¿Ah, sí? Entonces tenemos algo en común al fin y al cabo. Y ahora tradúcele lo que he dicho. -La mirada de Macro no vaciló al retar a Boadicea a que fuera en contra de su voluntad-. Bien, adelante, tradúcele lo que he dicho.

Prasutago miró hacia atrás por encima del hombro. -¡Venga! ¡Vamos! -gritó, y luego continuó en su propia lengua, pues había agotado sus conocimientos de latín.

– Señor -intervino Cato en voz baja--. Por favor, no insista. Él es el único que sabe el camino. Sígale la corriente.

– ¡Que le siga la corriente! -bramó Macro-. Ese cabrón está pidiendo pelea.

– Una pelea que no nos podemos permitir -dijo Boadicea-. Cato tiene razón. No debemos dejar que se arme un lío por una nimia rivalidad si tenemos que rescatar a la familia de tu general. Tranquilízate.

Macro apretó los labios y le lanzó una mirada fulminante a Boadicea. Ella se limitó a encogerse de hombros e hizo girar a su caballo para seguir a Prasutago. Como conocía muy bien la rapidez con la que Macro cambiaba de humor, Cato guardó silencio y se quedó mirando distraídamente hacia un lado hasta que, con un juramento hecho entre dientes, Macro clavó los talones para hacer avanzar a su caballo y el pequeño grupo siguió su camino.

Salieron del bosque al caer la noche. Las sombras y los oscuros árboles centenarios quedaron atrás y Cato se animó un poco. Ante ellos el suelo descendía suavemente hacia una franja de terreno pantanoso junto a un río que serpenteaba hacia el horizonte a ambos lados. Había unas cuantas ovejas desperdigadas por los prados que se alimentaban afanosamente de los verdes brotes que la nieve dejaba al descubierto al derretirse. El sendero descendía sinuosamente y se alejaba hacia la derecha. A eso de un kilómetro y medio de distancia una delgada columna de humo salía de una gran choza redonda construida detrás de una empalizada. Prasutago la señaló y le dirigió unas pocas palabras a Boadicea.

– Allí es donde pernoctaremos. Hay un vado no mucho más adelante por el que podremos cruzar el río por la mañana. Debería ser un lugar seguro donde estar a salvo durante la noche. Prasutago conoció al granjero hace unos cuantos años.

– ¿Hace unos cuantos años? -dijo Macro-. Las cosas pueden cambiar en unos cuantos años.

– Tal vez. Pero yo no quiero pasar la noche a la intemperie hasta que no me quede más remedio.

Cuando la montura de Boadicea empezaba a avanzar, Macro se inclinó en la silla y la agarró del hombro.

– Espera un momento. Algún día tendremos que hablar.

– Algún día -respondió Boadicea-. Pero ahora no.

– ¿Cuándo entonces?

– No lo sé. Cuando sea el momento oportuno. Ahora suéltame, por favor, me estás haciendo daño.

Macro buscó en su mirada algún indicio del afecto y el buen carácter que había conocido, pero la expresión de Boadicea era de cansancio y estaba vacía de toda emoción. Él dejó caer la mano y, con un rápido golpe de talones, Boadicea hizo avanzar a su caballo.

– Malditas mujeres -refunfuñó Macro-. Cato, un consejo. No tengas nunca una relación demasiado estrecha con ellas.

Pueden hacer cosas raras con el corazón de un hombre.

– Sé que pueden, señor.

– Claro. Perdona, lo olvidé. Con pocas ganas de dedicar mucho tiempo al recuerdo de Lavinia, Cato dio un tirón a las riendas de su poni y bajó siguiendo el sendero que conducía a la distante granja. El cielo plomizo se oscureció más aún con la menguante luz y el paisaje se desdibujaba con unos borrosos tonos grisáceos. La empalizada y la choza se volvieron indistintas, excepto por un diminuto fulgor anaranjado que se veía a través del marco de la puerta de la cabaña y que los atraía con una promesa de calor y cobijo contra el frío de la noche.

Cuando se acercaron, las puertas del cercado se cerraron rápidamente y una cabeza que surgió de entre las sombras por encima de las afiladas estacas les dio el alto. Prasutago bramó una respuesta y, cuando estuvieron lo bastante cerca como para que se confirmara su identidad, las puertas se abrieron de nuevo y el pequeño grupo espoleó a las bestias para que avanzaran. Prasutago desmontó y se dirigió a grandes zancadas hacia un hombre bajo y fornido que no tenía aspecto de ser mucho mayor que Cato. Se agarraron el uno al otro por el antebrazo en un saludo formal pero amistoso. Salió a relucir que el granjero al que Prasutago conocía había muerto hacía tres años y había sido enterrado en un pequeño huerto detrás de la empalizada. Su hijo mayor había muerto el verano anterior luchando con los Romanos en la batalla para cruzar el río Medway. El hijo menor, Vellocato, dirigía entonces la granja y recordaba perfectamente a Prasutago. Echó una ojeada a los compañeros de este último y dijo algo en voz baja. Prasutago se rió y respondió con una rápida sacudida de la cabeza en dirección a Boadicea y los demás. Vellocato se los quedó mirando fijamente un momento antes de asentir.

Con un gesto para indicarles a los demás que lo siguieran, encabezó la marcha por el embarrado interior de la empalizada hacia una hilera de rediles de factura rudimentaria. Otros dos hombres, mucho mayores, estaban atareados con las horcas metiendo el alimento del invierno en los establos del ganado e hicieron una pausa en su trabajo para observar a los recién llegados mientras éstos conducían sus monturas al interior de una pequeña cuadra. Dentro, los jinetes desensillaron cansinamente los caballos, teniendo cuidado de dejar las mantas sujetas con correas sobre la marca de la legión. En cuanto los arreos, las provisiones y el equipo se hubieron guardado cuidadosamente a un lado del establo, su anfitrión les proporcionó un poco de grano y pronto los caballos estuvieron mascando con satisfacción, con la cabeza envuelta en el vaho que su aliento formaba en la fría atmósfera.

Ya había anochecido del todo cuando, andando con mucho cuidado, se dirigieron a la gran choza redonda hecha con la gruesa y aislante mezcla de paja y juncos. El granjero los hizo entrar y luego corrió una pesada cubierta de cuero que tapaba la entrada. En contraste con el cortante frescor del aire del exterior, la humeante fetidez del interior hizo toser a Cato.

Pero al menos allí se estaba caliente. El suelo de la choza se inclinaba hacia el hogar donde la madera silbaba y crujía entre las parpadeantes llamas anaranjadas que se alzaban del tembloroso resplandor de la base de la hoguera. Por encima de las llamas, un caldero ennegrecido colgaba de un trébede de hierro. Inclinada sobre el vapor que emanaba del caldero había una mujer en avanzado estado de gestación. Se sujetaba la espalda con la mano que le quedaba libre al tiempo que removía el contenido con un largo cucharón de madera. Cuando ellos se acercaron levantó la mirada y le dirigió una sonrisa a su marido a modo de saludo antes de que sus ojos se posaran en los invitados y su expresión se volviera recelosa.

Vellocato señaló los anchos y confortables taburetes dispuestos a un lado de la chimenea e invitó a sus huéspedes a que se sentaran. Prasutago le dio las gracias y los cuatro viajeros, agradecidos, acomodaron sus entumecidos y doloridos miembros. En tanto que Prasutago hablaba con el granjero, los demás se quedaron mirando las llamas con satisfacción y absorbiendo el calor. El rico aroma a carne guisada que salía del caldero hizo que Macro se sintiera desesperadamente hambriento y se relamió. La mujer se dio cuenta y alzó el cucharón. Hizo un gesto con la cabeza hacia él y dijo algo.

– ¿Qué dice? -le preguntó él a Boadicea.

– ¿Cómo pretendes que yo lo sepa? Ella es atrebate. Yo soy Iceni.

– Pero las dos sois celtas, ¿no?

– El hecho de que seamos de la misma isla no significa que hablemos todos el mismo idioma, ¿sabes?

– ¿En serio? -Macro puso cara de ingenua sorpresa.

– En serio. ¿En el imperio todo el mundo habla latín?

– No, claro que no.

– ¿Y cómo os hacéis entender los Romanos?

– Gritamos más al hablar. -Macro se encogió de hombros-. Por regla general la gente capta la idea esencial de lo que estás diciendo. Si eso no funciona, empezamos a repartir golpes.

– No lo dudo, pero, en nombre de Lud, aquí no intentes esa forma de aproximación. -Boadicea movió y sacudió la cabeza-. Y luego hablan de la sagacidad de la raza superior… Da la casualidad de que conozco bastante bien este dialecto. Te está ofreciendo comida.

– ¡Comida! Vaya, ¿por qué no lo decías antes? -Macro miró a la mujer y movió vigorosamente la cabeza en señal de asentimiento. Ella se rió, metió la mano en un gran cesto de mimbre que había junto a la chimenea y sacó algunos cuencos que depositó en el duro suelo de tierra. Sirvió el humeante caldo en los cuencos y los repartió, primero a los invitados, como dictaba la costumbre. Del cesto de mimbre salieron también unas pequeñas cucharas de madera y momentos después se hizo el silencio en la choza cuando todos se pusieron a comer.

El caldo estaba hirviendo y Cato tuvo que soplar cada cucharada antes de llevársela a la boca. Al mirar el cuenco con más detenimiento se dio cuenta de que era de cerámica de Samos, esa loza barata fabricada en la Galia y exportada a gran parte del Imperio occidental. Y más allá, por lo visto.

– Boadicea, ¿puedes preguntarle de dónde ha sacado estos cuencos?

Las dos mujeres conversaron con dificultad unos momentos antes de que la pregunta se comprendiera del todo y obtuviera una respuesta.

– Se los cambió a un mercader griego. -¿Griego? -Cato codeó ligeramente a Macro-. ¿Eh?

– Señor, la mujer dice que consiguió estos cuencos de un mercader griego.

– Ya lo he oído, ¿y bien?

– ¿El mercader se llamaba Diomedes?

La mujer asintió con la cabeza y sonrió, luego le dirigió unas rápidas palabras a Boadicea con el tono cadencioso de la lengua celta.

– Diomedes le cae muy bien. Dice que es una persona encantadora. Siempre tiene a punto un pequeño obsequio para las mujeres y una aguda ocurrencia para apaciguar después a sus maridos.

– Hay que tener cuidado con los griegos que traen regalos, puede haber gato encerrado -masculló Macro-. Esa gente es capaz de saltar sobre cualquier cosa que se mueva, ya sea hombre o mujer.

Boadicea sonrió.

– Según mi propia experiencia yo diría que vosotros los Romanos sois tan sólo un poquito más refinados. Debe de ser a causa de algo que le ponen a todo ese vino que a las razas del sur os gusta tanto beber.

– ¿Es un reproche? -preguntó Macro mirando atentamente a Boadicea.

– Digamos que fue instructivo. -Y supongo que ya te has enterado de todo lo que te hacía falta saber sobre los hombres de Roma.

– Algo parecido. Macro miró a Boadicea con un brillo enojado en sus ojos antes de volver a su caldo y continuar comiendo en silencio.

Una incómoda tirantez embargó el ambiente. Cato removió el caldo y desvió la conversación de nuevo al tema, menos delicado, de Diomedes.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio? -Hace tan sólo dos días.

Cato dejó de remover.

– Llegó a pie -continuó diciendo Boadicea--. Sólo se quedó a comer y siguió su camino, rumbo al oeste, hacia territorio Durotrige. Dudo que allí haga mucho negocio.

– No va en busca de negocio -dijo Cato en voz baja-. Ya no. ¿Lo ha oído, señor?

– Pues claro que lo he oído. Esta maldita misión ya es bastante peligrosa de por sí sin ese griego complicando las cosas. Esperemos que lo encuentren y lo maten pronto, antes de que nos cause algún problema.

Continuaron comiendo en silencio y Cato no hizo ningún intento más por mantener la conversación. Reflexionó sobre las implicaciones de la información acerca de Diomedes.

Por lo visto al griego no le bastaba con haber matado a los prisioneros Druidas. Su sed de venganza lo estaba llevando al corazón del territorio de los Druidas de la Luna Oscura. Él solo tenía muy pocas posibilidades de salir airoso, podría alertar a los Durotriges y que éstos anduvieran a la caza de forasteros. Eso sólo podía aumentar el riesgo al que ellos cuatro se enfrentaban ya. Con pesimismo, Cato tomó otra cucharada de caldo y masticó con fuerza un trozo de cartílago.

La hospitalidad de Vellocato y de su esposa se amplió a una bandeja de plata llena de bizcochos de miel en cuanto se hubieron terminado el cuenco de caldo. Cato cogió un bizcocho y se fijó en el diseño geométrico de la bandeja que había debajo. Bajó la cabeza para observarlo más de cerca.

– Otro de los artículos del griego, me imagino -dijo Boadicea al tiempo que tomaba un bizcocho para ella--. Debe de ganarse bien la vida con ello.

– Apuesto a que sí -dijo Macro, y mordió el bizcocho. Sus Ojos se iluminaron al instante y miró a su anfitriona moviendo la cabeza en señal de aprobación-. ¡Buenísimo!

Ella sonrió encantada y le ofreció otro. -Mujer, no te diría que no -aceptó Macro mientras unas migas caían sobre su túnica-. ¡Venga, Cato! ¡Hártate, muchacho!

Pero Cato estaba sumido en la reflexión, mirando fijamente la bandeja de plata hasta que la retiraron y la volvieron a meter en el cesto de mimbre. Estaba seguro de haberla visto antes y le había impresionado mucho volverla a ver. Allí, donde su presencia resultaba extraña. Mientras los demás se comían alegremente los bizcochos, él tuvo que obligarse a mordisquear el suyo. Observó a Vellocato y a su mujer con una creciente sensación de inquietud y desasosiego.

– ¿Estás segura de que están dormidos? -susurró Macro.

Boadicea echó un último vistazo a las quietas formas acurrucadas bajo sus pieles en los bajos lechos y asintió con un movimiento de cabeza.

– Bien, será mejor que dejes que Prasutago diga lo que tiene que decir.

Antes, el guerrero Iceni le había pedido en voz baja a Boadicea que les comunicara a los demás su intención de hablar con ellos antes de que al día siguiente penetraran en territorio Durotrige. Su anfitrión se había empeñado en espitar un barril de cerveza y había realizado suficientes brindis para asegurarse una alegre embriaguez antes de acercarse a su mujer haciendo eses y caer dormido. Ahora respiraba con el ritmo profundo y regular de alguien que no iba a despertarse en las próximas horas. Con el fondo de los esporádicos ronquidos que surgían de entre las sombras, Prasutago informó al resto del grupo en un tono de voz bajo y serio. Observó detenidamente a los demás mientras Boadicea traducía, para asegurarse de que se comprendía del todo la gravedad de sus palabras.

– Dice que, una vez crucemos el río, debemos dejarnos ver lo menos posible. Ésta podría ser muy bien la última noche que podamos disfrutar de cobijo. De noche no haremos fuego si existe el más mínimo riesgo de que pueda ser visto por el enemigo, y mantendremos el menor contacto posible con los Durotriges. Buscaremos durante veinte días más, hasta que la fecha límite de los Druidas se haya cumplido. Prasutago dice que si para entonces no hemos encontrado nada volveremos atrás. Sería peligroso quedarnos más tiempo dado que vuestra legión marchará contra los Durotriges al cabo de pocos días. En cuanto el primer legionario pise suelo Durotrige, cualquier extranjero que viaje por sus tierras será considerado un espía en potencia.

– Ése no era el trato -protestó Macro sin levantar la voz-.

Las órdenes eran encontrar a la familia del general, vivos o muertos.

– No si la fecha límite se ha cumplido, dice él.

– El acatará las órdenes como el resto de nosotros. -Habla por ti, Macro -replicó Boadicea-. Si Prasutago se va, yo me voy y tú te quedas solo. Nosotros no hemos aceptado el suicidio.

Macro lanzó una mirada furiosa a Boadicea. -¿Nosotros? ¿A quién te refieres cuando dices «nosotros», Boadicea? La última vez que estuvimos juntos éste no era más que un pariente bruto que no podía resistirse a hacer el papel de figura paterna con tu amiga y tú. ¿Qué es lo que ha cambiado?

– Todo -respondió rápidamente Boadicea-. Lo pasado, pasado está, y el pasado no debe empañar el porvenir.

– ¿Empañar? -Macro arqueó las cejas-. ¿Empañar? ¿Es todo lo que signifiqué para ti?

– Es todo lo que significas para mí ahora. Prasutago siseó. Señaló a sus anfitriones con la cabeza y le hizo un gesto admonitorio con el dedo a Macro, advirtiéndole que bajara la voz. Luego le habló en voz queda a Boadicea, que repitió sus palabras.

– Prasutago dice que la ruta que ha planeado nos llevará por el corazón del territorio de los Durotriges. Allí es donde encontraremos las aldeas y poblados más grandes, donde es más probable que la familia del general esté cautiva.

– ¿Y si nos descubren?

– En caso de que nos descubran y nos entreguen a los Druidas, a vosotros dos os quemarán vivos. Él tendrá que enfrentarse a una muerte mucho peor.

– ¿Peor? -terció Macro con un resoplido-. ¿Qué podría ser peor?

– Dice que lo desollarían vivo y luego, mientras aún respirara, lo irían cortando a trozos que darían a comer a sus perros de caza. La piel y la cabeza las clavarían en un roble junto al más sagrado de sus claros, como advertencia para los Druidas de todos los niveles de lo que le sucederá a todo aquel que traicione la hermandad.

– Ah… Se hizo un breve silencio. Luego Prasutago les dijo que durmieran un poco. Al día siguiente iban a encontrarse en territorio enemigo y tendrían que andar lo más alerta que les fuera posible.

– Hay una cosa más -dijo Cato en voz baja. Prasutago había empezado a ponerse en pie y le dijo que no con la cabeza al optio.

– Na! ¡A dormir! -Todavía no -insistió Cato, y Prasutago volvió a sentarse dando un bufido de enojo-. ¿Cómo podemos estar seguros de que este granjero es de fiar? -susurró Cato.

Prasutago se lo explicó con impaciencia y le indicó a Boadicea que lo tradujera.

– Dice que conoce a Vellocato desde que era un niño. Prasutago confía en él y se atendrá a dicha confianza.

– ¡Vaya, eso es muy tranquilizador! -terció Macro. -Pero no entiendo cómo Vellocato puede vivir aquí, justo a las puertas de los Durotriges y no tener miedo a los ataques fronterizos -insistió Cato-. Me refiero a que, si destruyen un poblado entero en el interior del territorio de Verica, ¿por qué dejan en paz este sitio?

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Boadicea cansinamente. -Simplemente esto. -Cato metió la mano en el cesto de mimbre que estaba junto a la chimenea y sin hacer ruido sacó la bandeja de plata, con cuidado de no tocar la loza. Le mostró la fuente a Macro-. Estoy casi seguro de haberla visto antes, en el hoyo de almacenamiento en Noviomago. Si lo recuerda, dejamos el botín allí, señor. No había sitio en los carros.

– Lo recuerdo -suspiró Macro con pesar-. Pero si se trata de la misma bandeja, ¿cómo vino a parar aquí?

Cato se encogió de hombros, reacio a expresar sus sospechas. Si acusaba a Vellocato de colaborar con el enemigo, podría ser que Prasutago no reaccionara demasiado bien.

– Supongo que tal vez Diomedes se la cambió. Pero si es la misma, Vellocato sólo puede haberla recibido de manos del grupo asaltante. Imagino que, en cuanto nos fuimos, los Durotriges supervivientes volvieron a por el botín.

– O tal vez el mismo Vellocato estuviera en ese grupo -añadió Macro.

Cuando Boadicea tradujo del latín, Prasutago miró atentamente la bandeja y de pronto se puso de pie, se volvió hacia Vellocato y empezó a desenvainar la espada.

– ¡No! -Cato se levantó de un salto y agarró la mano con la que Prasutago blandía la espada-. No tenemos pruebas. Tal vez estemos equivocados. Matarlos no sirve de nada. Sólo alertará a los Durotriges de nuestra presencia si los encuentran muertos.

Boadicea lo tradujo y Prasutago frunció el ceño al tiempo que profería una sarta de juramentos en voz baja. Soltó la empuñadura de su arma y se cruzó de brazos.

– Pero si estás en lo cierto en cuanto a Vellocato -señaló Macro-, no podemos dejarlo con vida para que le cuente al primero que pase que nos ha visto. Tendremos que matarlo tanto a él como al resto antes del amanecer.

Cato se quedó horrorizado. -Señor, no tenemos por qué hacer eso.

– ¿Tienes alguna idea mejor? El joven optio se puso a pensar con rapidez bajo la fría mirada de los demás.

– Si Vellocato colabora- con los Durotriges, aún podríamos sacar partido de ello cerciorándonos de que lo que le cuente a cualquier otra persona sirva para nuestros propios fines.

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