CAPÍTULO VII

A la sexta centuria le había tocado la segunda guardia del día. Después de un apresurado desayuno de gachas humeantes, relevaron a la centuria que patrullaba las defensas del campamento fortificado. El centurión que acabó el turno informó a Cato de la llegada de los jinetes provenientes de Calleva. La luz del sol de media mañana caía a raudales sobre los terraplenes. Cato había trepado hasta allí tras salir de las frías sombras que rodeaban las ordenadas hileras de tiendas y entrecerró los ojos. Se vio obligado a protegerse de la luz unos momentos.

– ¡Una mañana estupenda, optio! -le dijo un legionario a modo de saludo-. Puede que hoy incluso entremos en calor.

Cato se volvió hacia él; era un joven corpulento y cargado de espaldas, con un rostro alegre y unos cuantos dientes torcidos que parecían los restos de uno de los círculos de piedra junto a los que había pasado la legión durante su marcha el verano anterior. Al ser una persona delgada y con poca grasa gracias a su disposición nerviosa, a Cato le costaba mucho mantener el calor y todavía temblaba bajo su capa de lana, que se había abrochado bien ceñida al cuerpo. Se limitó a saludar al legionario con un gesto de la cabeza porque no quería que el hombre viera que le castañeteaban los dientes. El legionario era uno de los últimos reemplazos, un galo que se llamaba Horacio Fígulo. Fígulo era un soldado bastante competente y el carácter jovial del joven lo había hecho popular entre los miembros de la centuria.

Con un repentino sobresalto de la conciencia, Cato recordó que Fígulo tenía la misma edad que él. La misma edad y, sin embargo, los pocos meses más que había servido con las águilas le hacían considerar a aquel recluta con la fría mirada de un veterano. No había duda de que un espectador ocasional bien podría imaginar que el optio era un veterano: las cicatrices de las terribles quemaduras que había sufrido el verano anterior eran claramente visibles. No obstante, el vello de sus mejillas era aún tan ralo que sería hilarante el plantearse siquiera afeitarlo. Por el contrario, Fígulo compartía la peluda fisonomía de sus antepasados celtas; la fina barba de suave pelo que le cubría las mejillas y la barbilla requería la atención casi diaria de una hoja cuidadosamente afilada.

– ¡Mira esto, optio! -Fígulo apoyó su jabalina contra el muro y rebuscó un momento en el interior de su capa antes de sacar una nuez-. Llevo toda la semana practicándolo.

Cato reprimió un gruñido. Desde que un prestidigitador ambulante fenicio había entretenido a la centuria hacía varias semanas, el joven Fígulo había intentado imitar el repertorio de trucos del mago… con escaso éxito. El aspirante a mago le tendió la nuez para que la examinara.

– ¿Qué es esto?

Cato se lo quedó mirando fijamente un momento y luego alzó los ojos al cielo con una leve sacudida de la cabeza.

– Es una nuez normal y corriente, ¿no es así, optio? -Si tú lo dices -replicó Cato con los dientes apretados. -Pues bien, como sabemos, las nueces no tienen la costumbre de desaparecer de pronto. ¿Tengo razón?

Cato asintió con la cabeza, una vez. -¡Pues ahora mira! -Fígulo cerró las manos y las movió entre los dos haciendo un floreo al tiempo que salmodiaba el sonido que más se aproximaba a los hechizos del fenicio-.

– Ozwarzfarevah! -Con un amplio movimiento final abrió las manos de golpe frente al rostro del optio. Por el rabillo del ojo Cato vio que la nuez se elevaba describiendo un arco antes de caer al otro lado del terraplén.

– ¿Dónde te imaginas que ha ido a parar la nuez? -Fígulo hizo un guiño-. ¡Bien, deja que te lo enseñe!

Le puso la mano detrás de la oreja a Cato y frunció el ceño.

– Un momento, se supone que esa maldita cosa tiene que estar ahí.

Cato le apartó el brazo de un manotazo. -Sigue con la guardia, Fígulo. Ya has perdido demasiado el tiempo.

Con una última mirada confusa a la oreja de Cato, el legionario volvió a coger su jabalina y se situó frente a los blancos páramos del territorio atrebate. Aunque el hielo había adornado el mundo con su centelleante encaje, la nieve que había debajo se estaba derritiendo lentamente y empezaba a verse el suelo despejado en las laderas encaradas al sur de las colinas de alrededor. El rostro del recluta mostraba una mezcla de vergüenza y confusión y Cato se sintió impulsado a compadecerse de él.

– Ha sido un buen intento, Fígulo. Lo único que necesitas es practicar un poco más.

– Sí, optio. -Fígulo sonrió y al momento Cato lamentó que lo hubiera hecho… puramente por una cuestión estética-. Más práctica, me ocuparé de ello.

– Bien, estupendo. Pero déjalo para más tarde. Mientras tanto mantente alerta por si se acerca el enemigo.

– ¡Sí, señor! Cato lo dejó y continuó su ronda por el sector del fuerte que le habían encomendado. Al otro lado, el centurión Macro supervisaba el resto de la centuria. Más allá de las filas de caballetes de las tiendas que gozaban del resplandor del sol naciente, Cato vio su baja y poderosa figura paseándose ufana por el terraplén de enfrente, con las manos entrelazadas a la espalda, la cabeza girada hacia el lejano Támesis, con Camuloduno mucho más allá. Cato esbozó una sonrisa al imaginar dónde tenía el pensamiento su centurión. A pesar de su naturaleza juvenil, bebedora y mujeriega, Macro había dejado que la escultural Boadicea lo volviera loco. Al centurión nunca se le había ocurrido pensar que una mujer pudiera ser una compañera tan completa, una que, lo igualara en casi todas las esferas del comportamiento masculino, y el afecto que sentía por ella le resultaba más que evidente a su optio, y también a aquellos que lo conocían bien. Mientras que los demás centuriones y optios se guiñaban el ojo unos a otros y bromeaban en voz baja sobre qué tal sería vivir dentro del puño de una mujer como aquélla, Cato se alegraba en silencio por su centurión.

– ¡Llamad a la guardia! -exclamó una voz.

Cato se volvió al instante en la dirección del grito y vio que Fígulo señalaba al oeste, allí donde un bosque trepaba por el extremo más alejado de la colina. La inclinación del terraplén le obstaculizaba la visión a Cato. Soltó una maldición y fue corriendo por el adarve hacia donde se encontraba Fígulo.

– ¿Qué pasa? -¡Hombres, señor! ¡Allí! -Fígulo señaló con el dedo a lo largo de la cima de la colina en dirección al bosque. Cato no vio nada fuera de lo habitual mientras sus ojos recorrían el paisaje.

– ¡Utiliza la instrucción que has recibido! -le gritó-. ¡Indícame la dirección como es debido!

El recluta alzó su jabalina y miró detenidamente a lo largo de ella en dirección al bosque.

– Allí, señor. Cato se colocó detrás de Fígulo y miró a lo largo de la jabalina. Más allá de la oscilante punta, entre los árboles del extremo del bosque, unas oscuras figuras a caballo surgieron lentamente de las nemorosas sombras de su interior y avanzaron con mucho cuidado hasta el terreno abierto, cubierto de nieve a trozos, situado frente a las murallas de la legión. Allí se detuvieron; diez hombres a caballo, vestidos de negro, las cabezas ocultas debajo de unas enormes capuchas.

En torno a Cato, el resto de las centurias de la alertada cohorte se amontonó en el terraplén y se dispersó a lo largo de aquel lado del campamento fortificado, todos armados y dispuestos a enfrentarse a cualquier ataque repentino. Una trompeta tocaba la señal para la cohorte y Macro recorrió el adarve a la carrera para unirse a ellos.

Los distantes jinetes se separaron y de en medio del grupo un hombre que iba a pie avanzó tambaleándose con los brazos firmemente atados a la espalda. Una cuerda describía una curva desde un cabestro que llevaba alrededor del cuello hasta llegar a la mano del jinete que, junto a él, llevaba su bestia al paso. El hombre que iba montado, al igual que sus compañeros, iba muy envuelto en unas negras vestiduras y llevaba un extraño casco con un elaborado par de cuernos que le daban el aspecto de un árbol joven despojado de hojas en invierno.

Las dos figuras se acercaron al fuerte; el hombre que iba a pie avanzaba a trompicones para mantener el equilibrio sin ahogarse con la soga que su captor sujetaba con fuerza.

– ¿Qué ocurre? -Macro había llegado, respirando con dificultad-. ¿Quiénes son?

– No lo sé, señor. -¿Quién llamó a la guardia?

– Fígulo, señor. Macro se dio la vuelta y buscó al recluta con la mirada. -¡Fígulo! ¡Ven aquí! ¡A paso rápido, muchacho! Figulo anduvo a paso ligero por el terraplén, se situó frente a su centurión y con un ruido sordo descansó la jabalina en el suelo y se cuadró con rigidez. Macro lo contempló con una dura expresión.

– ¿Llamaste a la cohorte de guardia?

– Sí, señor. -El legionario se armó de valor para recibir una fuerte bronca de su centurión-. Lo lamento, señor.

– ¿Que lo lamentas? ¿Qué diablos es lo que lamentas, muchacho? Has hecho bien. Ahora vuelve a tu posición.

El joven, corto de entendederas, tardó un momento en comprender que lo habían elogiado y una amplia sonrisa desdentada dividió su rostro.

– ¡Es para hoy, Fígulo! ¡Es para hoy!

– ¡Oh, sí, señor! -Se dio la vuelta y se alejó al trote en tanto que su centurión se quedaba meneando la cabeza con los labios apretados, maravillado ante la calidad de algunos de los soldados que se había visto obligado a admitir en su centuria para que ésta recuperara su número de efectivos. Más allá de Fígulo divisó la roja cimera de un tribuno que asomaba por encima del grupo de cascos que emitían un resplandor dorado bajo la luz del sol. Plinio se abrió camino a empujones a través de la muchedumbre que abarrotaba el terraplén y se apoyó en la empalizada para observar las dos figuras que se encontraban ya a poco menos de ochocientos metros de la zanja exterior. El hombre que iba a pie llevaba los andrajosos restos de una túnica roja ribeteada con hilo dorado. Plinio se volvió y vio a Macro.

– ¡El hombre que va delante es Romano! Pasa la orden para que los exploradores de la caballería monten y se preparen para una persecución. Yo voy a buscar al legado.

– ¡Sí, señor! -Macro se dirigió a Cato-. Ya lo has oído. Ve a buscar al centurión de los exploradores y transmítele sus órdenes. Yo me haré cargo de los soldados que hay aquí arriba. No podemos dejar que se comporten como un atado de patanes en una carrera de cuadrigas.

Mientras Macro empezaba a gritarles órdenes y maldiciones a los hombres que se arremolinaban a lo largo del terraplén, Cato se dirigió a los establos, más allá de la tienda del legado. Cuando volvió, los soldados se habían distribuido uniformemente por las defensas y observaban a las lejanas figuras que avanzaban por la nieve hacia el fuerte. El legado y el jadeante tribuno superior habían llegado hacía un momento y contemplaban el espectáculo en silencio.

– ¿Qué diablos lleva ese hombre en la cabeza? -rezongó Vespasiano.

– Cuernos, señor.

– Ya veo que son unos malditos cuernos. ¿Pero por qué los lleva en la cabeza? Debe de ser incómodo.

– Sí, señor. Será algún tipo de instrumento religioso. -Plinio se echó atrás ante la fulminante mirada que le lanzó su superior-. Probablemente…

justo a una distancia que quedaba fuera del alcance de una honda el jinete dio un fuerte tirón al cabestro y los que estaban en la muralla pudieron oír claramente el agudo grito de dolor del prisionero. El jinete bajó de su caballo y tiró el ronzal a un lado. El Romano cayó de rodillas. No había duda de que estaba exhausto y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Pero su descanso fue momentáneo. El jinete le propinó un golpe en la cabeza y señaló el fuerte. Los soldados del terraplén oyeron las palabras pronunciadas a gritos, pero no entendieron nada. El Romano alzó la cabeza, recuperó el equilibrio y se dirigió a voz en cuello a los que estaban en el muro.

– ¡Oídme!… Tengo un mensaje para el comandante de esta legión… ¿Está ahí?

Vespasiano hizo bocina con las manos y le respondió. -¡Habla! ¿Quién eres? -Valerio Maxentio… prefecto del escuadrón de la armada en Gesoriaco.

En las defensas, los soldados dieron un grito ahogado de sorpresa al oír que un oficial de tan alto rango estuviera en manos de los Druidas y el murmullo del intercambio de palabras recorrió la empalizada.

– ¡Silencio! -rugió Vespasiano-. ¡El próximo que hable será azotado! ¡Centurión, asegúrese de anotar sus nombres!

– Sí, señor. Al otro lado del muro, Maxentio les habló de nuevo, con una voz débil y forzada, amortiguada por la nieve que cubría el suelo.

– Me han dicho que hable en nombre de los Druidas de la Luna Oscura… Mi barco naufragó en la costa y los supervivientes, una mujer, sus hijos y yo mismo, fuimos hechos prisioneros por un grupo de asalto de los Durotriges… Nos entregaron a los Druidas. A cambio de la libertad de estos prisioneros, los Druidas quieren que les sean entregados unos compañeros suyos. Cinco Druidas del círculo principal fueron apresados por el general el pasado verano… Este hombre, el sumo sacerdote de la Luna Oscura, es su líder. Os concede de plazo hasta el día de la Primera Floración, treinta días a partir de hoy, para responder a su demanda… Si cuando llegue ese día los Druidas no han sido liberados, quemarán vivos a sus prisioneros como sacrificio a Cruach.

Vespasiano recordó las palabras del centurión Albino y se estremeció. Le vino a la cabeza la imagen de su propia esposa e hijo gritando en medio del chisporroteo de las llamas y sus dedos se aferraron con fuerza a la empalizada mientras trataba de desprenderse de aquella terrible visión.

El jinete se agachó, acercó la cabeza a Maxentio y pareció que le decía algo. Luego retrocedió y se abrió la negra capa. Maxentio volvió a gritarles una vez más.

– ¡El druida desea que tengáis una… prueba de su determinación en este asunto! -A sus espaldas, algo brilló con la luz del sol. El druida había sacado una enorme hoz de hoja ancha de entre los pliegues de su capa. La asió con ambas manos, afirmó los pies en el suelo, bien separados, y echó la hoz hacia atrás.

En el último momento Maxentio intuyó el terrible final que el druida tenía pensado para él y empezó a darse la vuelta. La hoz emitió un destello al hender el aire, penetrar y atravesar el cuello del prefecto. Fue todo tan rápido que, por un instante, algunos de los que miraban desde las murallas creyeron que el druida debía de haber fallado. Luego la cabeza del prefecto rodó a un lado y cayó en la nieve. Un chorro de sangre de una arteria salió a borbotones del muñón de su cuello y salpicó el blanco suelo. El druida limpió la ensangrentada hoja sobre la nieve. Después, al tiempo que volvía a enfundarla bajo la capa, tumbó el torso del prefecto de una patada, volvió a montar en su caballo con toda tranquilidad y lo espoleó para regresar con sus compañeros, que lo esperaban en la linde del bosque.

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