CAPÍTULO XV

– Volved a vuestras unidades. -Hortensio dio la orden en voz baja-. Decidles que se preparen para avanzar En cuanto yo dé la señal.

Los oficiales se dirigieron a paso rápido hacia sus centurias. Cato echó un vistazo a los Druidas que esperaban la respuesta de Hortensio a su oferta. Muy pronto obtendrían contestación, reflexionó él, y se encontró esperando con desesperación que la cohorte pudiera arreglárselas para matarlos antes de que pudieran dar la vuelta a sus monturas y escapar.

Los hombres de la sexta centuria se habían olvidado de su agotamiento y escucharon atentamente cuando Macro y su optio recorrieron la columna, preparando en voz baja a los soldados para la orden de avance. Incluso con aquella luz mortecina Cato pudo ver un destello de determinación en los ojos de los legionarios mientras comprobaban las correas de los cascos y se aseguraban de tener bien sujetos los escudos y jabalinas. Aquél iba a ser un combate directo, distinto al demencial ataque de la trampa que habían tendido en la aldea destruida.

Ninguno de los dos bandos contaría con la ventaja de la sorpresa. Tampoco influiría para nada la habilidad táctica. Sólo el entrenamiento, el equipo y el mero coraje determinarían el resultado. La cuarta cohorte se abriría camino a cuchilladas entre los Britanos o quedaría hecha pedazos en el intento.

La sexta centuria formaba el lado izquierdo de la cara frontal de la formación de cuadro. A su derecha se encontraba la primera centuria y otras tres formaban los flancos y la retaguardia del cuadro. La última centuria actuaba como reserva y la mitad de sus efectivos vigilaban a los prisioneros. Macro y Cato se dirigieron al centro de la primera línea de su centuria y esperaron a que-Hortensio diera la orden. En el camino, por delante de ellos, los Druidas ya se habían dado cuenta de que algo pasaba. Estiraban el cuello para atisbar por encima de la pared de escudos en busca de sus compañeros. El cabecilla clavó los talones y espoleó a su montura para acercarse a los legionarios. Levantó una mano que se llevó a la boca para que se le oyera mejor.

– ¡Romanos! ¡Dadnos vuestra respuesta! ¡Ahora, o moriréis!

– ¡Cuarta cohorte! -rugió Hortensio-. ¡Adelante! La cohorte avanzó y sus botas hicieron crujir la nieve helada mientras se acercaban a la silenciosa concentración de Durotriges que los aguardaba. Cuando la pared de escudos empezó a avanzar, los Druidas hicieron girar sus monturas y volvieron al galope junto a sus seguidores para ponerse a salvo. Tras el brocal de su escudo, los ojos de Cato escudriñaron las oscuras figuras que bloqueaban el paso de la cohorte y después miraron con ansia más allá, hacia el lugar donde el sendero conducía a la seguridad del campamento de la segunda legión. Su mano izquierda se había asido con más fuerza a la empuñadura de la espada y la hoja se elevó hasta quedar en posición horizontal.

En tanto que la distancia entre los dos bandos iba disminuyendo, los Druidas bramaron unas órdenes a los guerreros Durotriges. Con un chasquido de riendas y el griterío de las instrucciones y el ánimo dirigidos a sus caballos, los aurigas de los flancos empezaron a desplazarse hacia el exterior, dispuestos a lanzarse como una exhalación contra cualquier hueco que se abriera en la formación Romana. Los ejes chirriaron y las pesadas ruedas retumbaron mientras los carros se movían bajo la ansiosa mirada de los legionarios. Cato intentó tranquilizarse diciéndose que poco tenían que temer de aquellas anticuadas armas. Siempre y cuando las líneas Romanas se mantuvieran firmes, las cuadrigas podían considerarse poco más que una desagradable distracción.

Siempre y cuando la formación se mantuviera firme.

– ¡Mantened la alineación! -gritó Macro cuando algunos de los soldados más nerviosos de la centuria empezaron a dejar atrás a sus compañeros. Al ser aleccionados, los hombres ajustaron el paso y las líneas se nivelaron para ofrecer al enemigo una pared de escudos continua. Los Durotriges se encontraban ya a no más de unos cien pasos de distancia y Cato pudo distinguir las facciones individuales de aquellos a los que mataría o a manos de quienes moriría en los momentos siguientes. La mayor parte de la infantería pesada enemiga llevaba puestas cotas de malla encima de sus túnicas y leotardos de vivos colores. Las barbas greñudas y las colas de caballo salían por debajo de los cascos bruñidos y cada uno de aquellos hombres llevaba una lanza de guerra o una espada larga. Aunque estaban organizados en una pequeña unidad, la desigualdad de su línea de escudos dejaba claro que era muy poca la instrucción que habían recibido.

Cato percibió un extraño zumbido que iba subiendo de tono por encima del crujido de la nieve y el tintineo del equipo y dirigió una rápida mirada a la infantería ligera a ambos lados del centro enemigo.

– ¡Honderos! -exclamó no se supo quién, por entre las filas Romanas.

El centurión Hortensio reaccionó enseguida. -¡Las primeras dos filas! ¡Los escudos en alto y agachados! Cato cambió la forma en que agarraba el escudo y se agachó un poco de manera que el borde inferior le protegiera las espinillas. El legionario que tenía justo detrás alzó su escudo por encima de Cato. Dicha acción se repitió a todo lo largo de las primeras dos filas de manera que el frente de la formación Romana quedó resguardado de la descarga que se avecinaba.

Al cabo de un momento el zumbido subió bruscamente de tono y fue acompañado de un sonido semejante al de un látigo. Un golpeteo ensordecedor inundó el aire cuando la mortífera descarga de proyectiles alcanzó los escudos Romanos. Cato se estremeció cuando uno de aquellos proyectiles de plomo golpeó contra una esquina de su escudo. Pero la línea Romana no flaqueó y avanzó implacablemente mientras los disparos de honda continuaban rebotando estrepitosamente en los escudos con un sonido igual al de mil martillazos. No obstante, unos cuantos gritos pusieron de manifiesto que algunos proyectiles habían alcanzado su objetivo. Aquellos que cayeron y rompieron la formación fueron rápidamente reemplazados por los legionarios de la siguiente fila y sus retorcidas figuras quedaron atrás para ser recogidas por un puñado de soldados que se encargaban de transportar las bajas y depositarlas en una de las carretas de la cohorte que también iba avanzando entre traqueteos en el interior del cuadro.

A poca distancia del hormiguero de la línea enemiga, Hortensio ordenó a la cohorte que se detuviera.

– ¡Filas delanteras! Jabalinas en ristre! -Aquellos que todavía tenían una jabalina que lanzar después del combate en la aldea echaron los brazos hacia atrás al tiempo que plantaban los pies separados en el suelo y se preparaban para la próxima orden-. ¡Lanzad las jabalinas!

Bajo la luz mortecina pareció como si un fino velo negro se lanzara de las filas Romanas y describiera un arco para descender sobre el remolino de Durotriges. Un traqueteo y estrépito tremendos fueron rápidamente seguidos de gritos cuando las pesadas puntas de hierro de las jabalinas atravesaron escudos, armaduras y carne.

– ¡Desenvainad las espadas! -bramó Hortensio por encima de aquel estruendo. Un áspero ruido metálico resonó en todos los lados del cuadro cuando los legionarios desenfundaron sus cortos estoques y mostraron sus puntas al enemigo. Casi al instante el discordante fragor de los cuernos de guerra sonó por detrás de los Durotriges que, con un enorme rugido de bélica furia, se precipitaron hacia delante.

– ¡Al ataque! -gritó Hortensio y, con los escudos firmemente sujetos al frente y las espadas a la altura de la cintura, las primeras líneas Romanas se lanzaron contra el enemigo. Cato sintió su corazón golpeando contra las costillas y el tiempo pareció ralentizarse, lo suficiente para que pudiera imaginarse que lo mataban o que caía gravemente herido a manos de uno de los hombres cuyos salvajes rostros se encontraban a tan sólo unos pasos de distancia. Una gélida sensación le recorrió las tripas antes de que se llenara de aire los pulmones y diera salida a un desaforado grito, decidido a destruir todo lo que encontrara a su paso.

Las dos líneas se precipitaron una contra otra con un vibrante traqueteo de lanzas, espadas y escudos que sonó como si una ola enorme batiera una orilla pedregosa. Cato notó la sacudida del escudo al golpear la carne. Un hombre dejó escapar un jadeo al quedarse sin aire en los pulmones y luego un estertor cuando el legionario que había junto a Cato le clavó la espada en la axila al Britano. Cuando se desplomó, Cato lo echó a un lado de un puntapié al tiempo que arremetía a su vez contra el pecho desprotegido de un Britano que empuñaba su hacha por encima de la cabeza de Macro. El Britano vio venir el golpe y retrocedió para apartarse de la punta de la espada de Cato que únicamente le rajó el hombro en lugar de causarle una puñalada mortal. No gritó cuando la sangre empezó a caerle por el pecho. Ni tampoco cuando Macro hincó su espada con tanta ferocidad que ésta atravesó al Britano y le salió, ensangrentada, por la parte baja de la espalda. Una expresión asustada cruzó su rostro desencajado y luego cayó entre los demás muertos y heridos que había tirados en la nieve revuelta y manchada de sangre.

– ¡Seguid avanzando, muchachos! -gritó Cato-. ¡No os separéis y dadles duro!

A su lado, Macro sonrió con aprobación. Por fin el optio se comportaba como un soldado en batalla. Ya no le turbaba dar voces de ánimo a unos hombres mayores y con más experiencia que él, y se mantenía lo bastante sereno para saber cómo tenía que luchar la cohorte para poder sobrevivir.

Los fuertemente armados Britanos se lanzaron contra la pared de escudos Romanos con una violencia fanática que horrorizó a Cato. A cada lado de la formación de cuadro, los nativos más ligeramente armados se fueron aproximando a los flancos, profiriendo sus gritos de guerra y siendo alentados por los Druidas. Los sacerdotes de la Luna Oscura permanecían un poco más atrás de la línea de combate, dejando caer una lluvia de maldiciones sobre los invasores y exhortando a los miembros de la tribu a expulsar a aquel puñado de Romanos del suelo Britano profanado por sus estandartes del águila. Pero el fervor religioso y el valor ciego no les proporcionaban ninguna protección a sus pechos desprovistos de armadura. Muchos sucumbieron a las mortíferas arremetidas de unas espadas diseñadas para acabar en un santiamén con los actos heroicos estúpidos como aquél.

Finalmente la infantería pesada britana se dio cuenta de la gran cantidad de bajas que se apilaban frente al cuadro acorazado, mientras que la línea Romana seguía intacta y firme. Los Durotriges empezaron a retroceder ante las terribles hojas que los acuchillaban por entre los escudos que casi no les dejaban ver a sus enemigos.

– ¡Ya los tenemos! -bramó Macro-. ¡Adelante! ¡Obligadlos a retroceder!

Los Durotriges, valientes como eran, nunca se habían topado con un rival tan implacable y eficiente. Era como luchar contra una enorme máquina de hierro, diseñada y construida únicamente para la guerra. Avanzaba sin piedad, demostrando a todo el que se encontraba a su paso que sólo podía haber un único desenlace para aquellos que osaran desafiarla.

Un grito de angustia y miedo se formó en las gargantas de los Durotriges y recorrió sus arremolinadas filas cuando se dieron cuenta de que los Romanos se estaban imponiendo. Los hombres ya no estaban dispuestos a lanzarse inútilmente contra aquel cuadro de escudos en movimiento que se abría camino a través de las hileras de espadas y lanzas. Cuando los Durotriges que había al frente retrocedieron, los hombres situados en la retaguardia empezaron también a echarse atrás, al principio sólo para mantener el equilibrio, pero luego sus pies fueron adquiriendo más velocidad, como si tuvieran voluntad propia y los quisieran alejar del enemigo. Les siguieron más hombres, veintenas y luego cientos de Britanos que se separaron de la densa concentración de sus compañeros y se dieron a la fuga camino abajo.

– ¡No os detengáis, maldita sea! -rugió Hortensio desde la primera fila de la primera centuria-. Seguid avanzando. ¡Si nos detenemos estamos muertos! ¡Adelante!

Un ejército menos experimentado se hubiese parado justo allí, exaltado por haber superado al enemigo, temblando con la emoción de haber sobrevivido y sobrecogido por la carnicería que había llevado a cabo. Pero los soldados de las legiones continuaron su avance tras una sólida pared de escudos, con las espadas preparadas y listas para atacar. Casi todos ellos habían llegado a adultos bajo la férrea voluntad de una disciplina militar que los había despojado del blando y maleable material de la humanidad y los había convertido en luchadores mortíferos, totalmente subordinados a los deseos y las palabras de mando. Tras una mínima pausa necesaria para alinearse, los hombres de la cuarta cohorte siguieron avanzando por el camino que atravesaba el valle.

El sol se había ocultado al otro lado del horizonte y la nieve iba adquiriendo un tono azulado a medida que caía la noche. A ambos lados, las filas desmembradas de los Durotriges se extendían de forma desordenada por las laderas y observaban en silencio cómo el cuadro progresaba pesadamente. Aquí y allá sus cabecillas, y los Druidas, se habían puesto a reagrupar a sus hombres a la fuerza y les propinaban crueles golpes con la carial de la hoja de las espadas. Los cuernos de guerra dejaban escapar las estridentes notas que los instaban a volver a la formación y los guerreros empezaron a recuperarse paulatinamente.

– ¡No aflojéis! -ordenó Macro-. ¡Mantened el paso! Las primeras unidades enemigas que volvieron a formar empezaron a marchar tras la cohorte. La formación de cuadro estaba pensada para proporcionar protección, no velocidad, y las unidades más ligeramente armadas dejaron atrás a los Romanos sin problemas. Mientras caía la noche, los soldados de la cuarta cohorte vieron, alarmados, la oscura concentración de hombres que los iban adelantando por las laderas en un intento por volverles a cortar el paso a los legionarios. Y en esa ocasión, reflexionó Cato, los Durotriges habrían preparado una línea de ataque más efectiva.

Las marchas nocturnas son difíciles aun en las mejores circunstancias. El suelo es prácticamente invisible y tiene muchas trampas para un pie desprevenido: una madriguera de conejos oculta o la entrada de una tronera pueden torcer un tobillo o quebrar un hueso con facilidad. La desigualdad del terreno enseguida amenaza con romper una formación y sus oficiales tienen que hacer subir y bajar las filas incansablemente para asegurarse de que se mantiene un ritmo regular y de que no aparecen huecos en la unidad. Aparte de estas dificultades inmediatas existe el más grave problema de encontrar el camino.

Sin la luz del sol para guiar a los hombres y, cuando está nublado, sin estrellas, poca cosa más que la fe puede servir para fijar la línea de marcha. Para los soldados de la cuarta cohorte las dificultades para la marcha nocturna eran especialmente grandes. La nieve había enterrado el sendero que llevaban varios días siguiendo en dirección sur y Hortensio no podía hacer otra cosa que seguir el curso del valle, evaluando cautelosamente todas las elevaciones y hondonadas por si la cohorte se equivocaba de camino. A ambos lados, los sonidos de los Britanos ocultos acababan con los agotados nervios de los soldados que seguían adelante arrastrando los pies.

Cato estaba más cansado de lo que nunca lo había estado en toda su vida. Hasta la última fibra de su cuerpo le pedía reposo a gritos. Le pesaban tanto los párpados que apenas podía mantenerlos abiertos y el frío ya no era aquella entumecedora distracción del comienzo del día. En aquel momento acrecentaba el deseo de sumirse en un profundo y cálido sueño. De manera insidiosa, su mente consideró la idea y poco a poco consumió la determinación de luchar contra la exigencia de descanso de todos sus doloridos músculos. Desvió la atención del mundo que lo rodeaba y dejó de vigilar las filas de legionarios y el peligro del enemigo que, sin dejarse ver, merodeaba más allá. El ritmo monótono del avance contribuyó al proceso y al final sucumbió al deseo de cerrar los ojos, sólo un momento, lo justo para librarse un instante de la sensación de escozor. Los abrió con un parpadeo para cerciorarse de por dónde iba y luego volvieron a cerrarse casi por propia voluntad. Lentamente la barbilla le fue bajando hacia el pecho…

– ¡Tente en pie, maldita sea! Cato abrió los ojos de golpe; por su cuerpo corría el frío temblor que se siente cuando a uno lo arrancan por la fuerza de su sueño. Alguien le sujetaba el brazo con una firmeza que le hacía daño.

– ¿Qué? -Te estabas quedando dormido -susurró Macro, que no quería que sus hombres le oyeran. Arrastró a Cato hacia delante-. Casi te me echas encima. Si vuelve a ocurrir te cortaré las pelotas. Venga, espabila.

– Sí, señor. Cato sacudió la cabeza, alargó la mano para coger un puñado de nieve y se la frotó Por la cara, agradeciendo el efecto reconstituyente de su gélido ardor. Volvió a colocarse junto a su centurión, lleno de vergüenza por su debilidad física. Aunque estuviera al límite de su resistencia no debía demostrarlo, no delante de los hombres. Nunca más, se prometió a sí mismo.

Cato se obligó a centrar su atención en los soldados mientras la cohorte seguía adelante penosamente. Recorrió las oscuras líneas de sus hombres arriba y abajo con más frecuencia que antes, dando bruscas órdenes a aquellos que daban muestras de rezagarse.

Varias horas después del anochecer, Cato se dio cuenta de que el valle se estrechaba. A ambos lados, las sombrías laderas, sólo levemente más oscuras que el cielo, empezaban a elevarse más abruptamente.

– ¿Qué es eso que hay allí delante? -preguntó de pronto Macro-. Allí. Tú tienes mejor vista que yo. ¿A ti qué te parece?

Al otro lado de la nieve que se extendía frente a la cohorte, una línea poco definida cruzaba el valle. Allí se percibía cierto movimiento y, cuando Cato forzó la vista para tratar de distinguir más detalles, un suave zumbido llenó el frío aire nocturno.

– ¡Arriba los escudos! La advertencia de Cato llegó momentos antes de que la descarga de las hondas saliera volando de la oscuridad y cayera sobre la cohorte con un estrepitoso traqueteo. Comprensiblemente, la puntería no fue muy buena y la mayor parte de los proyectiles pasaron de largo por encima de los legionarios o impactaron contra el suelo a poca distancia del objetivo. Aun así, se oyeron muchos gritos y un alarido por encima del estruendo.

– ¡Cohorte, alto! -exclamó el centurión Hortensio. La cohorte se detuvo y todos los soldados se encogieron bajo la protección de sus escudos cuando el zumbido empezó de nuevo. La siguiente descarga fue tan desigual como la primera y en esa ocasión las únicas bajas se produjeron en el grupo de prisioneros bajo vigilancia situados en el centro de la formación.

– ¡Espadas preparadas! La orden fue coreada por un áspero fragor proveniente de las oscuras filas de legionarios. Luego la cohorte volvió a quedar en silencio.

– ¡Adelante! La formación avanzó ondulante un momento antes de adaptarse a un paso más acompasado. Desde la primera línea de la sexta centuria, Cato pudo ver entonces con más detalle lo que había delante. Los Durotriges habían construido una tosca barrera con ramas y árboles caídos que se extendía a lo largo del estrecho suelo del valle y que se prolongaba ascendiendo un poco a ambos lados. Detrás de aquella ligera protección se aglomeraba una siniestra horda. Los honderos ya no disparaban a descargas, con lo que el zumbido de las hondas y el seco chasquido de los proyectiles era casi constante. Cato se estremeció ante aquel sonido y agachó la cabeza bajo el borde del escudo mientras la cohorte avanzaba hacia la barrera. Hubo más gritos en las filas de legionarios a medida que éstos se iban poniendo cada vez más cerca del alcance del enemigo y los honderos podían apuntar con más precisión. El hueco entre la cohorte y los árboles caídos se fue haciendo cada vez más pequeño hasta que al final los hombres de la primera fila se toparon con la maraña de ramas. Al otro lado, el enemigo había dejado de utilizar las hondas y ahora blandían lanzas y espadas al tiempo que proferían sus gritos de guerra en las mismísimas narices de los Romanos.

– ,Alto! ¡Levantad las barricadas! ¡Pasad la orden! -gritó Macro, consciente de que sus instrucciones apenas se oirían por encima del alboroto.

Los legionarios envainaron rápidamente las espadas y empezaron a arrancar -las ramas, dando desesperados tirones y sacudidas para deshacer aquella maraña. Cuando los soldados se lanzaron contra las improvisadas defensas de los Durotriges, un salvaje rugido de voces proveniente de detrás de la centuria resonó por todo el valle. Cato volvió la vista atrás y vio un oscuro remolino de hombres que avanzaba por la nieve en dirección a las dos centurias situadas en la retaguardia del cuadro. A voz en cuello Hortensio les dio la orden a aquellas dos centurias de que se dieran la vuelta y se enfrentaran a la amenaza.

– ¡Bonita trampa! -exclamó Macro con un resoplido al tiempo que tiraba de una gruesa rama para desprenderla de la barricada y se la pasaba a los hombres que tenía detrás-. ¡Deshaceos de esto cuanto antes!

Mientras los Durotriges se lanzaban contra la retaguardia de la formación, los legionarios del frente desmontaban la barrera con desesperación, sabiendo que, a menos que la cohorte pudiera continuar su avance, quedaría atrapada y sería aniquilada. Lentamente se logró romper la barrera y se abrieron unos pequeños huecos por los que podía pasar una persona. Macro enseguida hizo correr la voz de que nadie debía enfrentarse solo al enemigo. Tenían que esperar a que él diera la orden. No obstante, algunos Durotriges no fueron tan prudentes y salieron disparados a por los Romanos en cuanto apareció una abertura. Pagaron muy cara su impetuosidad y fueron abatidos en el mismo instante en que alcanzaron a los soldados. Pero con su muerte consiguieron al menos retrasar el trabajo de los legionarios. Finalmente hubo unas cuantas aberturas lo bastante grandes para que pudieran pasar varios hombres y Macro gritó la orden de desenvainar las espadas y formar junto a los huecos.

– ¡Cato! Ve al flanco izquierdo y encárgate de él. En cuanto dé la orden pasa al otro lado y vuelve a formar en línea a los hombres enseguida. ¿Entendido?

– ¡Sí, señor! -¡Vete! El optio se abrió camino por entre las filas de la centuria y luego corrió hacia el flanco izquierdo de la formación.

– ¡Dejad paso ahí! ¡Dejad paso! -gritó Cato al tiempo que avanzaba a empujones hacia el frente. Vio una abertura en la barricada, a no mucha distancia de donde se encontraba-. ¡Pegaos a mí! ¡Cuando el centurión dé la orden pasaremos todos juntos al otro lado!

Los legionarios se agruparon a ambos lados de su optio y juntaron los escudos para que el enemigo tuviera pocas probabilidades de alcanzarlos mientras se abrían paso hacia el otro lado. Entonces aguardaron, con las espadas preparadas y aguzando el oído a la espera de oír la orden de Macro por encima de los gritos de guerra y los alaridos de los Durotriges.

– ¡Sexta centuria! -A Cato le dio la impresión de que el centurión estaba muy lejos-. ¡Adelante!

– ¡Ahora! -gritó Cato-. ¡No os separéis de mí! Empujando un poco su escudo para absorber cualquier posible impacto, Cato inició la marcha asegurándose de que los demás no se separaran y conservaran la integridad de la pared de escudos. Aunque se habían quitado las ramas más grandes, el suelo estaba lleno de restos retorcidos de madera y cada paso debía darse con cuidado. En cuanto los Durotriges se percataron de la ofensiva Romana, sus gritos alcanzaron un nuevo tono de furia y se lanzaron contra los legionarios. Cato notó que alguien chocaba con su escudo y rápidamente clavó la espada, sintiendo que había herido de forma superficial a su enemigo antes de retirar la hoja a toda prisa y prepararse para asestar el próximo golpe. En ambos flancos y en la parte de atrás, los soldados de la centuria se abrían paso entre la oscura concentración de Britanos que había al otro lado de la barricada.

Estaba claro que los Druidas confiaban en que las descargas de las hondas y la barricada detendrían el avance de los Romanos, y habían guarnecido esta última con su infantería ligera en tanto que lo que quedaba de su infantería pesada atacaba la retaguardia del cuadro Romano. A los bien acorazados legionarios no les costó mucho abrir brechas en las filas enemigas y, a medida que más soldados iban atravesando la barricada, se fueron desplegando a ambos lados. Los ligeramente armados Durotriges se vieron totalmente superados. Ni siquiera su temeraria valentía podía hacer nada para alterar el resultado de aquel enfrentamiento. Al cabo de poco tiempo, las centurias que iban en cabeza del cuadro Romano habían formado una línea continua al otro lado de la barricada destrozada.

Los Britanos ya se habían enfrentado en otra ocasión a la implacable máquina de matar Romana y una vez más rompieron filas ante ella y se alejaron en tropel para ocultarse en la oscuridad de la noche. Mientras observaba cómo huían, Cato bajó la espada y se dio cuenta de que estaba temblando. Ya no sabía si era de miedo o de agotamiento. Era extraño pero tenía la mano que manejaba la espada tan apretada alrededor de la empuñadura que le dolía de una manera casi insoportable. No obstante, necesitó toda la fuerza de voluntad que pudo reunir para hacer que su mano se aflojara. Entonces, tuvo más conciencia de lo que le rodeaba y vio la línea de cuerpos que yacían a lo largo de toda la barricada, muchos de ellos aún retorciéndose y gritando a causa de las heridas.

– ¡Primera y sexta centurias! -vociferaba Hortensio-. ¡Seguid adelante! ¡Avanzad cien pasos y deteneos!

La línea Romana avanzó y lentamente las centurias de los flancos y las carretas de suministros se deslizaron por los huecos y volvieron a ocupar sus puestos en la formación de cuadro, llevando con ellos a los prisioneros supervivientes. Sólo permanecieron al otro lado de la barricada las dos centurias de retaguardia que poco a poco iban cediendo terreno bajo la arremetida de los mejores guerreros Durotriges. Mientras su centuria estaba detenida, Macro ordenó a Cato que realizara un rápido recuento de sus efectivos.

– ¿Y bien? -Si no me equivoco hemos perdido a catorce, señor. -De acuerdo. -Macro movió la cabeza en señal de satisfacción. Había temido que las bajas fueran más numerosas-. Ve e informa de ello al centurión Hortensio.

– Sí, señor. Hortensio no fue difícil de localizar; un torrente de órdenes y gritos de ánimo se oía por encima de los sonidos de la batalla, aunque entonces la voz tenía la aspereza del agotamiento extremo. Hortensio escuchó el informe de efectivos e hizo un rápido cálculo mental.

– Eso quiere decir que tenemos más de cincuenta bajas, y todavía quedan por contar las cohortes de retaguardia. ¿Cuánto crees que falta para que amanezca?

Cato se obligó a concentrarse.

– Calculo que unas cuatro o quizá cinco horas.

– Demasiado tiempo. Vamos a necesitar a todos y cada uno de los hombres de la formación. No puedo prescindir de más soldados para utilizarlos de guardianes… -El centurión superior se dio cuenta de que no tenía alternativa-. Vamos a tener que perder a los prisioneros -dijo con una amargura inequívoca. -¿Señor?

– Vuelve con Macro. Dile que reúna a algunos hombres y que mate a los prisioneros. Que se cerciore de que se dejan los cadáveres junto a los Britanos que acabamos de matar al otro lado de la barricada. No tiene sentido proporcionarle al enemigo mas motivos de queja. ¿A qué estás esperando? ¡Vete!

Cato saludó y regresó corriendo a su centuria. Unas náuseas le subieron de la boca del estómago cuando pasó junto a las figuras arrodilladas de los prisioneros. Se maldijo por ser un débil idiota sentimental. ¿Acaso aquellos mismos hombres no habían matado a todos sus prisioneros? Y no tan sólo los habían matado, sino que además los habían torturado, violado y mutilado. La imagen del rostro del niño de rubísimos cabellos que miraba inerte desde el montón de cadáveres del pozo empezó a girar ante sus ojos, de los que brotaron unas amargas lágrimas de confusa ira al tiempo que lo invadía un sentimiento de injusticia. Por mucho que hubiera deseado la muerte de todos y cada uno de los Durotriges, llegado el momento de matar a esos prisioneros una extraña reserva de moralidad hacía que le pareciera mal.

Macro también vaciló al oír la orden.

– ¿Matar a los prisioneros?

– Sí, señor. Ahora mismo.

– Entiendo. -Macro estudió la ensombrecida expresión del joven optio y tomó una rápida decisión-. Pues ya me encargo yo. Tú quédate aquí. Mantén a los hombres formados y dispuestos, no vaya a ser que a esos tipos se les meta en sus cabezotas britanas volver a atacar.

Cato clavó la mirada en la nieve revuelta que se extendía por delante de la cohorte. Aun cuando los gritos y chillidos lastimeros se alzaron desde una corta distancia a sus espaldas, se negó a darse la vuelta e hizo ver que no los oía.

– ¡La vista al frente! -les bramó a los hombres más próximos a él, que se habían vuelto para ver de dónde provenía aquel horrible alboroto.

Finalmente éste se fue apagando y los últimos gritos quedaron ahogados por los sonidos del combate que tenía lugar en la retaguardia de la formación. Cato aguardó nuevas órdenes, entumecido a causa del frío, y el agotamiento, abrumado su espíritu por el acto sangriento que el centurión Hortensio había mandado llevar a cabo. No importaba lo mucho que intentara justificar la ejecución de los prisioneros en términos de la supervivencia de la cohorte, o del bien merecido castigo por la masacre de los atrebates habitantes de Noviomago: no le parecía bien matar a sus cautivos a sangre fría.

Macro se abrió paso lentamente entre sus hombres para volver a ocupar su puesto en la primera fila de su centuria.

Se situó al lado de Cato, con una expresión adusta en el rostro y en silencio. Cato miró a su superior, un hombre al que había llegado a conocer bien durante el último año y medio. Enseguida había aprendido a respetar a Macro por sus cualidades como soldado y, lo que era más importante, por su integridad como ser humano. Si bien dudaría en llamar amigo al centurión directamente, sí que entre ellos se había creado una cierta intimidad. No exactamente como la del padre y el hijo, sino más bien como la que podía darse entre un hermano bastante mayor y de mucho mundo y su hermano menor. Macro, Cato lo sabía, sentía por él cierto orgullo y se alegraba de sus logros.

Para Cato, Macro personificaba todas aquellas cualidades a las que él aspiraba. El centurión vivía a gusto consigo mismo. Era soldado hasta la médula y no tenía otra ambición en la vida. El tortuoso auto análisis que Cato se infligía a sí mismo no iba con él. Las actividades intelectuales que le habían animado a ser indulgente consigo mismo cuando lo educaron como miembro del servicio imperial no servían de preparación para la vida en las legiones. No servían de preparación en absoluto. El noble idealismo que Virgilio prodigaba en su visión del destino de Roma como civilizadora del mundo no guardaba relación con el terror manifiesto del combate de aquella noche, ni con el sangriento horror de la necesidad militar que había obligado a matar a los prisioneros.

– Estas cosas pasan, muchacho -dijo Macro entre dientes-. Estas cosas pasan. Hacemos lo que tenemos que hacer para ganar. Hacemos lo que debemos hacer para ver la luz al día siguiente. Pero eso no lo hace más fácil.

Cato observó durante un momento a su centurión antes de asentir sombríamente con un movimiento de cabeza.

– ¡Cohorte! -bramó Hortensio desde la retaguardia de la formación-. ¡Adelante!

Las últimas centurias habían atravesado la barricada y habían vuelto a formar al otro lado sin dejar de rechazar el asalto, cada vez más desesperado, de la infantería pesada de los Durotriges. Pero en cuanto quedó claro que el intento de atrapar y destruir a la cohorte había fallado, la lucha de los Durotriges decayó de ese modo extraño e indefinible con el que un sentimiento análogo se extiende en una multitud. Con cautela, se separaron de los Romanos y simplemente se quedaron quietos en silencio mientras la cohorte se alejaba de ellos marchando lentamente. Las desafiantes líneas de los legionarios permanecían intactas y habían dejado un rastro de cadáveres nativos a su paso. Pero la noche estaba lejos de terminarse. Aún quedaban largas horas antes de que el alba extendiera sus primeros y débiles dedos por encima del horizonte. Las suficientes para ajustar cuentas con los Romanos.

La cohorte siguió adelante en la oscuridad, con la formación de cuadro bien compactada alrededor de los carros de suministros que cargaban con las bajas. Los gemidos y gritos de los heridos coreaban cualquier sacudida y les crispaban los nervios a los compañeros que aún estaban en condiciones de marchar. Éstos aguzaban el oído, atentos a cualquier señal de que el enemigo se acercaba, y maldecían a los heridos y el chirrido y estruendo de las ruedas de las carretas. Los Durotriges continuaban ahí, siguiendo a la cohorte. Los disparos de honda salían zumbando de la oscuridad y la mayoría de ellos repiqueteaba contra los escudos, pero a veces daban en el blanco e iban reduciendo los efectivos de la cohorte uno a uno. Las filas se cerraban y la formación iba mermando paulatinamente a medida que transcurría la noche. Las hondas no eran el único peligro. Los carros de guerra que la cohorte había visto por última vez antes de anochecer avanzaban entonces con gran estruendo por las laderas y de vez en cuando se abalanzaban contra los legionarios profiriendo unos gritos de guerra que helaban la sangre. Luego, en el último momento, viraban y se alejaban, después de haber arrojado sus lanzas contra las filas Romanas. Algunas de ellas causaron entre los legionarios unas heridas aún más terribles que las de los proyectiles de honda.

Mientras duró todo aquello el centurión Hortensio siguió dando órdenes a gritos y amenazaba con terribles castigos a aquellos a los que motivaba más el miedo, en tanto que animaba al resto. Cuando los Durotriges les lanzaban improperios desde la oscuridad, Hortensio les respondía a un volumen propio de un campo de desfiles.

Por fin el cielo empezó a iluminarse por el este y lentamente fue adquiriendo una pálida luminiscencia hasta que no quedó ninguna duda de la proximidad del alba. A Cato le dio la sensación de que la mañana era atraída al horizonte casi únicamente por la fuerza de voluntad de los legionarios en tanto que todos y cada uno de los soldados miraba con ansia hacia la luz creciente. Poco a poco la oscura geografía que los rodeaba se descompuso en tenues sombras grisáceas y los Romanos al fin pudieron ver de nuevo al enemigo, unas débiles figuras que se extendían a ambos flancos y que seguían de cerca a la cohorte mientras ésta continuaba avanzando como podía, agotada y maltrecha pero aún intacta y dispuesta a reunir fuerzas suficientes para resistir un último ataque.

Más adelante el terreno se elevaba suavemente formando una loma baja, y cuando las primeras filas de la centuria llegaron a la cima Cato levantó la mirada y vio, a no más de tres millas de distancia, el bien definido contorno de los terraplenes del campamento fortificado de la segunda legión. Por encima de la fina y oscura línea de la empalizada pendía una nube de humo de leña de un sucio color castaño y Cato se dio cuenta de lo hambriento que estaba.

– ¡Ya falta poco, muchachos! -exclamó Macro-. ¡Llegaremos a tiempo para el desayuno!

Pero en el preciso momento en que el centurión hablaba, Cato vio que los Durotriges se estaban concentrando para realizar otro ataque. Un último intento de destruir al enemigo que durante toda la noche se las había arreglado para evitar su destrucción. Un último esfuerzo para vengarse de forma sangrienta de sus compañeros, cuyos cuerpos yacían desparramados a lo largo de la línea de marcha de la cuarta cohorte.

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