CAPÍTULO XIX

– ¡Vamos, bellezas soñolientas! -rugió el centurión Hortensio al tiempo que metía la cabeza en la tienda de Macro. Éste se hallaba profundamente dormido en su catre de campaña y roncaba con un profundo y grave retumbo. A un lado estaba Cato, desplomado sobre un escritorio en el que había estado recopilando los efectivos de la sexta centuria que habían regresado cuando la irresistible necesidad de descansar finalmente lo había vencido., Fuera, en la hilera de tiendas de la centuria, los soldados también estaban profundamente dormidos, y lo mismo ocurría con el resto de la cuarta cohorte; A excepción del centurión superior Hortensio. Tras ocuparse de los heridos y dar órdenes de que se preparara una comida caliente para la cohorte, se había ido a presentar su informe.

Estar en presencia no tan sólo del legado, sino también del comandante de todas las fuerzas Romanas en Britania, le sorprendió un poco. Cansado como estaba, Hortensio se cuadró y se quedó mirando rígidamente al frente mientras resumía la corta historia de la patrulla de la cuarta cohorte. Aportando los detalles estrictamente necesarios, sin aderezos, Hortensio dio el parte con la formal monotonía de un profesional con muchos años de servicio. Contestó a las preguntas con el mismo estilo.

Mientras rendía su informe, Hortensio tuvo la sensación de que, al parecer, el general quería mucho más de sus respuestas de lo que él podía proporcionar con ellas. El hombre parecía estar obsesionado hasta con los más pequeños detalles concernientes a los Druidas y se horrorizó cuando le contaron el asesinato de los prisioneros Druidas a manos de Diomedes.

– ¿Los mató a todos?

– Sí, señor.

– ¿Qué hicisteis con los cadáveres? -preguntó Vespasiano.

– Los arrojamos al pozo, señor, y luego lo rellenamos. No quería darles más excusas a sus amigos para que nos lo hicieran pasar mal.

– No, supongo que no -repuso Vespasiano al tiempo que le dirigía una rápida mirada al general. Las preguntas continuaron un rato más antes de que el general cediera y le señalara la puerta con un gesto brusco. A Vespasiano lo enojó el despreocupado modo en que el general había despedido al veterano centurión.

– Una última cosa, centurión -lo llamó Vespasiano. Hortensio se detuvo y se dio la vuelta.

– ¿Señor? -Hiciste un excelente trabajo. Dudo que haya muchos hombres que hubiesen podido dirigir la cohorte como tú lo hiciste.

El centurión inclinó levemente la cabeza como señal de reconocimiento ante aquel halago. Pero Vespasiano no estaba dispuesto a que el asunto quedara ahí. Puso mucho énfasis en sus siguientes palabras.

– Imagino que habrá algún tipo de distinción o galardón por tu comportamiento…

El general Plautio levantó la vista.

– Esto, sí… sí, por supuesto. Algún tipo de galardón.

– Muchas gracias, señor. -Hortensio dirigió la respuesta a su legado.

– En absoluto. Es algo bien merecido -dijo resueltamente Vespasiano-. Y ahora, una última cosa: ¿tendrías la gentileza de decirles al centurión Macro y a su optio que vengan a vernos? Enseguida, si eres tan amable.

Cato había sumergido la cabeza en un barril de agua helada para intentar estar más despierto frente a su legado y, cuando Macro y él entraron en la tienda de mando, ofrecía un aspecto lamentable. Tenía el cabello oscuro pegado a la frente y unas gotas de agua le bajaban por los lados de la nariz y goteaban dejando oscuras salpicaduras en su túnica. Macro lo miró de reojo y frunció el ceño, ajeno en gran medida a su propio aspecto. Desde que había regresado al campamento sólo se había quitado los correajes y la armadura y todavía llevaba puestas las mismas túnicas sucias, rotas y ensangrentadas de los tres últimos días de marcha y combate. Sus cortes superficiales y rasguños tampoco se habían vendado en absoluto; la sangre seca aún formaba una costra en sus brazos y piernas. El jefe administrativo del legado frunció el labio al verlos cuando se aproximaron a su escritorio situado en el exterior de la tienda de día del general; era muy poco probable que, a ojos de Plautio, esos dos hicieran mucho bien a la reputación de la legión. El administrativo añadió una nariz arrugada a su expresión de desagrado cuando los dos soldados se detuvieron ante él.

– ¿Centurión Macro? ¿No podía haberse presentado en condiciones más respetables, señor?

– Nos dijeron que viniéramos lo antes posible. -Sí, pero aun así… -El administrativo jefe miró con desaprobación a Cato, del que caían gotas peligrosamente cerca de sus papeles-. Al menos podrías haber dejado que primero se secara tu optio.

– Estamos aquí -dijo Macro, demasiado cansado para enfadarse con el administrativo-. Será mejor que se lo digas al legado.

El administrativo se levantó de su taburete.

– Esperen. -Se deslizó por la lona de la tienda y la volvió a cerrar a sus espaldas.

– ¿Tiene alguna idea de qué va todo esto, señor? -Cato se frotó los ojos; ya casi se le había pasado la refrescante impresión del agua fría.

Macro negó con la cabeza.

– Lo siento, muchacho. -Trató de pensar en alguna falta que él o sus hombres pudieran haber cometido de forma involuntaria. Probablemente habían vuelto a sorprender a alguno de los reclutas haciendo sus necesidades en la letrina de los tribunos, pensó para sus adentros-. Dudo que estemos metidos en ningún problema serio, así que tranquilízate.

– Sí, señor.

El administrativo reapareció. Se quedó de pie a un lado de la lona de la tienda y la mantuvo abierta para que pasaran.

– De todos modos, muy pronto lo vamos a averiguar -masculló Macro al tiempo que se adelantaba. Una vez dentro arqueó las cejas al ver al general, igual que Hortensio había hecho antes que él. Luego se acercó a los oficiales superiores y se puso en posición de firmes. Cato, que al ser más joven carecía de la resistencia del veterano centurión, avanzó arrastrando los pies hasta situarse a su lado y se puso rígido, adoptando la postura apropiada como pudo. Macro saludó a su legado.

– El centurión Macro y el optio Cato a sus órdenes, señor. -Descansen -ordenó Plautio. El general les lanzó una mirada de desaprobación antes de volverse hacia Vespasiano-. ¿Éstos son los hombres de los que estábamos hablando?

– Sí, señor. Acaban de volver de patrulla. No los ha pillado en su mejor momento.

– Eso parece. Pero, ¿son tan de fiar como dices? Vespasiano movió la cabeza afirmativamente, incómodo por estar hablando de los dos soldados como si ellos no estuvieran presentes. Había notado que las personas de ascendencia aristocrática, como Aulo Plautio, tenían tendencia a considerar a las clases bajas como parte del decorado sin pararse a pensar ni por un momento lo humillante que era ser tratado de esa manera. El abuelo de Vespasiano había sido un centurión, igual que aquel hombre que estaba ante ellos, y fue únicamente gracias a las reformas sociales del emperador Augusto que las personas de más humilde linaje pudieron ascender hasta los más altos cargos de Roma. A su debido tiempo, Vespasiano y su hermano mayor, Sabino, tal vez se convirtieran en cónsules, la posición más elevada que podía alcanzar un senador. Pero los senadores de las familias más antiguas seguirían mirando a los Flavios por encima de sus distinguidos hombros y mascullando comentarios maliciosos entre ellos acerca de la falta de refinamiento de los arribistas.

– ¿Confías en ellos? -insistió Plautio.

– Sí, señor. Absolutamente. Si alguien puede hacer el trabajo son estos dos.

A pesar de su agotamiento, a Cato le picó la curiosidad y eso agudizó su concentración. Apenas pudo contener una mirada hacia su centurión. Fuera cual fuera ese «trabajo», provenía directamente de las altas esferas y tenía que ser una oportunidad para distinguirse y demostrarles a los demás soldados de la legión y, lo que era más importante, a sí mismo, que era digno del galón blanco de optio que llevaba en el hombro.

– Muy bien -dijo el general-. Entonces será mejor que los informes.

– Sí, señor. -Vespasiano puso en orden sus pensamientos rápidamente. Tal como estaban las cosas, la segunda tenía que desviar su ofensiva hacia el corazón del territorio de los Durotriges en lugar de apoyar la campaña principal al norte del Támesis. La preocupada mente de Vespasiano se veía atormentada por los peligros que aquello representaba para sí mismo y para sus hombres, a dos de los cuales debía mandar entonces a una muerte casi certera. Una muerte, además, a manos de los Druidas, que se asegurarían de causar el mayor tormento posible durante el proceso.

– Centurión, recordarás la muerte del prefecto de la flota, Valerio Maxentio, hace unos días.

– Sí, señor. -Quizá te acuerdes de las peticiones que le obligaron a hacer antes de asesinarlo.

– Sí, señor -repitió Macro, y Cato asintió con la cabeza, rememorando vívidamente la escena.

– Los rehenes que mencionó, los que se ofrecieron a cambio de los Druidas que capturamos en Camuloduno, son la esposa y los hijos del general Plautio.

Tanto Macro como Cato se quedaron estupefactos y no pudieron evitar dirigir la mirada al general. Estaba sentado con los ojos clavados en su regazo, completamente inmóvil. Cato vio los hombros caídos de cansancio y el rostro atribulado de aquel hombre. Por un momento sintió lástima del general hasta que lo vergonzoso de tal sentimiento lo incomodó. Cuando Aulo Plautio levantó la mirada y la cruzó con él fue como si intuyera que había revelado más cosas de sí mismo de las que debería. El general enderezó los hombros y se concentró en la elucidación del legado con una expresión severa y atenta.

– El general Plautio me ha autorizado para que mande a un pequeño grupo al territorio de los Durotriges para que busquen y, si se presenta la oportunidad, para que rescaten a su familia, a Pomponia y los dos niños, Julia y Elio. Se acuerda de la discreción con la que vosotros dos recuperasteis el arcón de la paga de César el año pasado y yo estoy de acuerdo con su elección para la tarea. -Vespasiano dejó que sus palabras hicieran mella-. Centurión, conozco tu valía, y el optio aquí presente no tiene necesidad de demostrarme nada más. No os voy a engañar, esta misión es más peligrosa que cualquier otra que os hayan podido encomendar hasta ahora. No os ordenaré que vayáis, pero no se me ocurren otros dos miembros de la legión con más probabilidades de realizar con éxito este cometido. La decisión es vuestra. Pero si lo lográis, el general y yo nos aseguraremos de recompensaros generosamente. ¿No es así, señor?

El general movió la cabeza afirmativamente. Macro frunció el ceño.

– Igual que nos recompensaron cuando recuperamos ese arcón…

– Ha mencionado un grupo pequeño, señor -lo interrumpió rápidamente Cato-. Imagino que el centurión y yo no vamos a estar solos en esto.

– No. Hay dos personas más, dos Britanos que conocen la zona. Os servirán de guías.

– Entiendo.

– Uno de ellos es una mujer -intervino el general-. Ella será vuestra intérprete. El otro fue un iniciado a druida, de la orden de la Luna Oscura.

– Igual que esos cabrones con los que nos tropezamos -dijo Macro-. ¿Cómo podemos estar seguros de que se puede confiar en él, señor?

– No sé si podemos fiarnos de él. Pero es la única persona que he encontrado que conoce bien la zona y que estaba dispuesta a guiar a los Romanos por territorio Durotrige. Es consciente de los riesgos. Si a él o a la mujer los descubren actuando al servicio de Roma, seguramente los matarán.

– A menos que quieran hacernos caer en una trampa, señor. Entregarles a los Druidas dos rehenes más para negociar.

Plautio se dirigió al centurión con una sonrisa forzada.

– Si estaban dispuestos a asesinar a un prefecto de la armada para reafirmar su postura, dudo que se molesten en tomar como rehenes a dos soldados de la tropa. Centurión, no te equivoques con esto, si el enemigo os captura lo mejor que podéis esperar es una muerte rápida.

– Si me lo plantea de esta forma, señor, no estoy seguro de que el muchacho y yo queramos presentarnos voluntarios para esta misión suya. Sería una completa locura.

Plautio no dijo nada, pero Cato se fijó en que agarraba los brazos de la silla con tanta fuerza que los tendones del brazo le sobresalían como nudosas varas de madera. Cuando se aplacó su furia, habló con voz forzada.

– Esto no es fácil para mí, centurión. Los Druidas retienen a mi familia… ¿Tú tienes familia?

– No, señor. La familia es un estorbo para un soldado.

– Comprendo. Entonces no puedes hacerte a la idea de lo mucho que me atormenta este asunto y lo degradante que es para mí tener que pediros a ti y al optio que los encontréis.

Macro apretó fuertemente los labios para contener su respuesta instintiva. Luego su habitual calma bajo presión se reafirmó.

– ¿Permiso para hablar con franqueza, señor? El general entrecerró los ojos. -Depende de lo que quieras decir.

– Bien, señor. -Macro alzó la barbilla, se cuadró y permaneció quieto y en silencio.

– De acuerdo, centurión. Habla sin tapujos. -Gracias, señor. Comprendo perfectamente lo que nos está diciendo. -Su tono era crispado debido a la fatiga y al mal disimulado desprecio-. Está en un aprieto y quiere que yo y mi optio arriesguemos el pellejo por usted. Y como somos plebeyos somos prescindibles. ¿Qué posibilidades tenemos si vamos deambulando por territorio enemigo con una condenada mujer y uno de esos magos charlatanes? Nos está enviando a la muerte y usted lo sabe. Pero al menos habrá intentado hacer algo, y eso hará que se sienta mejor. Mientras tanto, al muchacho y a mí nos habrán cortado la cabeza o nos habrán quemado vivos. ¿Resume esto la situación… señor?

Cato palideció ante aquel inusitado arrebato y contempló con preocupación a los oficiales superiores. La expresión indignada del rostro de Vespasiano era mucho menos alarmante que el siniestro brillo que centelleaba en los ojos del general.

– ¡Yo me ofrezco voluntario, señor! -espetó Cato. Los otros tres se lo quedaron mirando sorprendidos, y su atención se desvió instantáneamente de la tensa confrontación que sólo podía haber terminado en un desastre para Macro. Cato se pasó rápidamente la lengua por los labios y asintió con la cabeza para confirmar sus palabras.

– ¿Tú? -el general arqueó las cejas. -Sí, señor. Déjeme ir. Lo haré lo mejor que pueda. -Optio -dijo Vespasiano-. No dudo de tu coraje y de tu inteligencia. Y tienes cierta inventiva. Eso no puedo negarlo. Pero creo que es demasiado pedir para una sola persona, -Que apenas es un hombre, además -añadió el general-. No voy a mandar a un niño a hacer el trabajo de un hombre.

– No soy ningún crío -replicó Cato con frialdad-. Hace más de un año que soy soldado. Ya me han condecorado una vez y he demostrado que se puede confiar en mí. Señor, si realmente piensa que casi no hay posibilidades de tener éxito en esta misión, entonces seguro que la pérdida de un solo soldado es mejor que la pérdida de dos o más, ¿no?

– No tienes que hacerlo -dijo Macro entre dientes.

– Señor, estoy decidido. Voy a ir.

Macro fulminó a Cato con la mirada. El chico estaba loco, completamente loco; sin duda fracasaría estrepitosamente al primer obstáculo. Imaginarse a Cato, sin lugar a dudas inteligente y valeroso pero que aún estaba un poco verde y pecaba de ingenuo, en manos de algún taimado Britano y su mujer llenó de consternación a Macro. ¡Maldito fuera el muchacho! ¡Maldito fuera! De ninguna manera podía dejar que el chico se las arreglara solo.

– ¡Muy bien, de acuerdo! -Macro se volvió de nuevo hacia el general-. Iré. Si tenemos que hacerlo, será mejor que lo hagamos como es debido.

– Gracias, centurión -dijo el general en voz baja--. Ya verás que no soy un desagradecido.

– Si es que regresamos. Plautio se limitó a encogerse de hombros. Antes de que la situación pudiera volver a degenerar, Vespasiano se puso en pie y gritó una orden para que trajeran más vino. Luego se situó entre su general y los dos soldados y señaló unos asientos que había a un lado de la tienda.

– Debéis de estar cansados. Sentaos y beberemos algo mientras mando avisar a nuestros exploradores Britanos. Ahora que habéis aceptado ir es mejor que los conozcáis. Queda poco tiempo, tan sólo faltan veintidós días para que se cumpla el plazo de los Druidas. Partiréis mañana al amanecer.

Macro y Cato fueron andando hasta los asientos y descansaron sus agotados cuerpos sobre los cómodos almohadones.

– ¿A qué demonios ha venido todo eso? -susurró Macro con enojo.

– ¿Señor?

– ¿Qué te he dicho yo sobre presentarse voluntario? ¿Es que no escuchas ni una puta palabra de lo que digo?

– ¿Y qué me dice del arcón de la paga, señor? Nos presentamos voluntarios para eso.

– ¡No, yo no lo hice, maldita sea! El maldito legado me dijo que lo hiciera. Pero ni siquiera él hubiera sido capaz de ordenarle hacer esto a nadie. ¿En qué jodida mierda nos has metido?

– Usted no tenía que presentarse voluntario, señor. Dije que iría solo. -Macro dio un resoplido de desprecio ante semejante idea y movió la cabeza con desesperación por la presteza con que su optio parecía aceptar la oportunidad de morir de forma macabra y solitaria en algún sombrío rincón de un campo bárbaro. Cato, por su parte, se preguntaba qué otra cosa habría podido hacer en tales circunstancias. El ejército Romano no toleraba la clase de insubordinación que Macro había manifestado… y nada menos que a un general. ¿Qué demonios le había pasado? Cato maldijo a su centurión y a sí mismo por igual. Él había dicho lo primero que se le había pasado por la cabeza y ahora sentía náuseas ante la perspectiva de aventurarse en el territorio de los Druidas, ante la certeza de su propia muerte. Aparte de eso sólo había una fría rabia dirigida a esa parte de él que había querido salvar al centurión de la ira de su general.

Un suave ruido áspero de cuero hizo que Cato levantara la vista. Un esclavo había entrado en la tienda con una bandeja de bronce en la que había seis copas y una jarra angosta, también de bronce, llena de vino tinto. El esclavo dejó la bandeja y, cuando Vespasiano le hizo una señal con la cabeza, llenó las copas sin derramar ni una gota. Cato lo estaba observando y por eso no vio entrar a los Britanos hasta que casi llegaron a la mesa. El antiguo iniciado druida era un individuo enorme y descollaba sobre los oficiales Romanos. A su lado había una mujer alta envuelta en una capa oscura cuya capucha echada hacia atrás revelaba un cabello pelirrojo peinado en apretadas trenzas. El general saludó con la cabeza y Vespasiano irguió los hombros de forma inconsciente al tiempo que miraba a la mujer con apreciación.

– ¡Me cago en la mar! -susurró Macro cuando la mujer se volvió un poco y le vieron la cara-. ¡Boadicea!

Ella oyó su nombre y los miró, poniendo unos ojos como platos a causa de la sorpresa. Su compañero también volvió la vista en la misma dirección.

– ¡Oh, no! -Cato retrocedió ante la fulminante mirada de aquel gigante-. ¡Prasutago!

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