20. Lynn

Maureen bajó del autobús delante de una farmacia enorme del centro de la ciudad. Tenía tres plantas y vendía de todo, desde cremas faciales hasta máquinas para depilarse en casa. Maureen tenía debilidad por los cosméticos, incluso por las cremas faciales pseudocientíficas que provocaban reclamaciones furiosas. Sabía que la cirugía no venía en un tarro, que las cremas se venderían como medicinas si hicieran algún efecto aparte de hidratar la piel, pero aun así, cuando se sentía mal, una buena solución temporal era ponerse una mascarilla facial y una crema milagrosa para el cutis o teñirse el pelo.

Recorrió los pasillos, parándose en todos los expositores y leyendo las cajitas, y al final se decidió por un tinte oscuro que acondicionaba e hidrataba el pelo y una mascarilla facial que ya había usado antes. Era demasiado fuerte para su cutis, se lo dejaba rojo y dolorido, pero cuando la crema salía del tubo era negra y se volvía de un color naranja brillante a medida que se secaba. Siempre le producía una excitación agradable.

Cuando llegó a casa vio que Benny había dejado una nota en la mesita del café del comedor. Decía que tenía que participar en una reunión de Alcohólicos Anónimos y que volvería a las ocho. Maureen abrió los grifos de la bañera, cogió dos toallas blancas del armario de la ropa limpia y cerró con llave la puerta del baño. Se desnudó, se recogió el pelo y se puso la mascarilla, extendiéndose uniformemente la crema negra por la cara y el cuello. Tenía una textura pegajosa y agradable. Se sentó en el váter mientras esperaba a que se llenara la bañera, se frotó los dedos para hacer una bolita viscosa con los restos de la mascarilla e hizo rodar la masa caliente por la palma de su mano.

Pensó en Douglas; no en el Douglas deshonesto y mentiroso, sino en el hombre amable y compasivo que había estado intentando olvidar. Entendía que le hubiera dado dinero a Siobhain por lo sucedido en el Hospital Northern pero a Maureen no la habían violado cuando estuvo allí. Aparte del episodio con Winnie, no le había pasado nada malo durante su internamiento. Pensó en lo que le había insinuado Shirley: que Douglas se había estado follando a alguien en su despacho de la Clínica Rainbow. No parecía propio del carácter de Douglas en absoluto. Se preocupaba mucho por establecer una diferencia en su relación y no verla como la de un psiquiatra que se folla a su paciente. Hablaba mucho de ese tema. Pero últimamente no había mencionado el asunto, así que pudo haber sido él. La bañera estaba llena. Cerró los grifos.

Tenía la cara pegajosa y naranja. Pasándose las puntas de los dedos por el cuello, cogió el extremo de la mascarilla y se la quitó. Sentía un hormigueo en cada poro de su cutis. Cuando se deslizó dentro de la bañera honda, el cuarto de baño estaba lleno de vaho. Se hundió hasta que sólo la nariz y las tetas le sobresalieron del agua y pensó en la pobre Ofelia. Los rasguños de la nuca le escocieron al entrar en contacto con el agua.

Salió de la bañera y se secó con la toalla limpia y fresca. El tinte para el pelo era el más oscuro que había utilizado hasta ahora: no era el negro típico de los Siniestros pero no iba a quedarle mal. Cuando estaba agitando el bote se dio cuenta de que estropearía las toallas blancas si las usaba.

Se puso algo de ropa encima y salió al recibidor para buscar una toalla vieja en el armario de la caldera pero no había ninguna. Benny tenía algunas roñosas, Maureen las había visto. Entró en su dormitorio, se arrodilló junto a la cómoda, abrió el cajón de abajo y hurgó en su interior en busca del tacto de una toalla. El cajón estaba lleno de jerseys de invierno y calcetines desparejados. Su mano aterrizó sobre un papel satinado. Estaba a punto de sacarlo cuando se dio cuenta de que era una revista pornográfica. La metió en el cajón, roja de vergüenza, y la empujó hasta el fondo. Notó algo duro y plano, de plástico, en la base del cajón. Retiró un jersey y miró dentro. Era un CD: estaba en un rincón del cajón, en la base, para que no se perdiera entre el caos. Lo sacó y reconoció la esquina de dos colores antes de ver la carátula. Era el CD de los grandes éxitos de Selector. Era el CD que había dejado en el suelo de su habitación de Garnethill; incluso tenía la esquina de la tapa de plástico rota.

Lo dejó donde lo había encontrado, lo cubrió con el jersey y los calcetines desparejados y volvió al cuarto de baño.

Se peinó, se hizo una cola de caballo y se la cortó con unas tijeras.

Eran las siete y media.

Se quedó escuchando desde la puerta del baño. El piso estaba en silencio. Dejó una nota en la mesa de la cocina que decía que se iba a quedar en casa de Leslie esa noche y se dirigió a la Great Western Road por una ruta de calles secundarias por las que sabía que Benny nunca pasaba.


Liam había vivido unos tres años allí, así que Maureen se acordaba del número de teléfono. Lynn se había mudado. El tipo que contestó le dio un número de Anderston.

– ¿Lynn?

– Sí -dijo ella con cautela.

– Lynn, soy yo, Maureen O'Donnell.

– ¡Mauri! Joder, ¿cómo estás?

Quedaron en verse, con la condición de que el encuentro fuera secreto, en un café grande y concurrido cerca de casa de Lynn.

Lynn la saludó alegremente con la mano cuando la vio aparecer por la puerta. Era morena natural y tenía la piel aterciopelada y de un rosado impecable, pero eran los ojos su rasgo más preciado. Los tenía negros con un matiz azul que hacía que parecieran dos piedras semipreciosas pulidas. Era delgada pero fuerte y, si había que hacer caso a Liam, inusualmente ágil. Tenía una voz ronca y profunda, el resultado de llevar fumando veinte cigarrillos al día desde los doce años. Estaba comiendo unos espaguetis a la carbonara con trocitos de jamón. Cuando Maureen se acercó a la mesa, los estaba enrollando con gran pericia en el tenedor.

– Bueno, ¿por qué tanto secretismo, ardillita? ¿Y qué te has hecho en el pelo?

– Me lo he cortado yo misma -dijo Maureen y se sentó.

– Lo tienes desigualado. Iremos a casa después de comer y te lo arreglaré.

– Lo llevo bien -dijo Maureen distraídamente.

– No, no lo llevas bien. Tienes mechones más largos por detrás. Parece el coño de una loca.

Se quedaron calladas un momento mientras Lynn masticaba un bocado de pasta. La salsa cremosa se le acumulaba en las comisuras de los labios; parecía espuma. Maureen pasó la mirada por el local. En las paredes había pegados pósters de Italia: de detrás de la cabeza de Lynn surgía una fotografía aérea de Florencia. Las imágenes estaban rodeadas de dibujos de las banderas de varios países.

– Venga -dijo Lynn-, vamos a saltarnos los formalismos.

– Sí -dijo Maureen.

Lynn la examinó con la mirada.

– Sé lo de tu novio, Maureen. ¿Por eso llevas nuestro encuentro con tanto secretismo?

– ¿Es lo que parece?

– Sí.

– No le digas a nadie que nos hemos visto, ¿vale? -dijo Maureen.

– Todavía no estoy segura de que lo hayamos hecho -dijo Lynn.

Se quedaron calladas hasta que Lynn acabó de comer. Pagó la cuenta.

– Vamos -dijo e hizo que Maureen se levantara y le dio el brazo-. Iremos a mi casa y te arreglaré el pelo.

Lynn vivía en un piso grande de Argyle Street. Al otro lado de la calle había una tienda de ultramarinos abierta las veinticuatro horas. La casa debía de haber pertenecido a gente distinguida: tenía cinco dormitorios grandes y una cocina enorme con despensa. El techo tenía unos cuatro metros de altura y estaba rematado con vistosas molduras. Uno de sus compañeros de piso tenía una pandilla de gatos enormes y cariñosísimos. Nada más entrar por la puerta, empezaron a restregarse contra sus piernas y cuando Maureen se sentó en una de las sillas de la cocina, tres de los gatos se arañaron y soltaron bufidos para defender su derecho a sentarse en su regazo.

– Si te sientas allí -dijo Lynn señalando el pequeño sofá verde de dos plazas junto al televisor-, podrán quererte todos a la vez.

Maureen se sentó en él y al instante su falda quedó cubierta por una alfombra de animales ronroneantes. Lynn se colocó detrás de ella y le mojó el pelo con un pulverizador lleno de agua. Le peinó el pelo hacia un lado y hacia el otro y le cortó las puntas con unas tijeras afiladas.

– Oh, Maureen -dijo Lynn-. Te has hecho daño en la nuca.

– Sí.

– Parecen rasguños o algo así.

Maureen no contestó. Los gatos se movieron en su regazo, ronroneando y clavándole las uñas en las piernas, acurrucándose como si ella fuera una manta.

– Me parece que no se te han curado -dijo Lynn con prudencia- ¿Quieres que te ponga una crema cicatrizante?

– Sí, gracias.

Lynn salió de la cocina y volvió con un tarro enorme.

– Lo he mangado de la consulta -dijo cuando vio que Maureen la miraba. Le frotó con suavidad la piel desgarrada de la nuca con la crema apestosa-. ¿Qué tal?

– Pica.

– Tendrías que ponerte maquillaje encima, cielo, o una bufanda o algo así. Da un poco de miedo -dijo Lynn, y tapó el bote, se lavó las manos en la pila, cogió las tijeras y siguió arreglándole el pelo-. Bueno -dijo Lynn-, cuéntame por qué me has llamado.

– Necesito que me hagas un favor -dijo Maureen.

– ¿Uno grande? ¿Uno pequeño?

– Sólo es una pregunta. De todas formas, tampoco sé si lo sabrás. Quiero descubrir algo del historial médico de alguien.

– ¿De un paciente de mi consulta?

– No. Lynn, no se lo digas ni a Liam ni a nadie, ¿vale?

– Vale.

– Creo que Benny ha estado en mi casa.

– ¿Benny? Por supuesto que ha estado en tu casa.

– Pero creo que ha estado hace poco, ahora que la policía no me deja ir a mí. Creo que ha hablado con ellos o algo. No lo sé. No puedo encajar todas las piezas.

Le habría contado a Lynn lo del CD errante pero sabía que parecería que estaba un poco loca, Lynn pensaría que Maureen había devuelto el CD y luego se había olvidado.

– Creo que es posible que Benny conociera a Douglas. La policía me dijo que hace unos años le habían detenido en Inverness. No llevaron el caso a juicio sino que le mandaron que se pusiera bajo tratamiento psiquiátrico.

Lynn dejó de cortarle el pelo.

– No lo sabía -dijo.

– Yo tampoco.

– ¿Hizo el tratamiento en Inverness?

– No -contestó Maureen-. Debió seguirlo en Glasgow. Nunca ha estado fuera mucho tiempo.

– Maureen, puede que Benny esté un poco loco a veces pero no creo que le hablara de ti a la policía.

– Yo ya no sé qué pensar.

Lynn se puso a cortarle el pelo otra vez.

– ¿Y qué es lo que quieres que haga?

– Necesito saber cómo puedo tener acceso a su historial médico. Quiero descubrir quién era su psiquiatra. Creo que es posible que fuera Douglas.

– Maureen, no puedes tener acceso al historial de nadie sin su permiso. Es ilegal. Casi no puedes ni ver el tuyo.

– ¿De verdad?

– Sí, tía.

Lynn acabó de cortarle el pelo y le dio un espejo mientras ella sujetaba otro por detrás para que Maureen pudiera ver lo que Lynn había hecho.

– Ahí lo tienes -dijo Lynn-. Eso es un pelo bien cortado.

Maureen se miró en el espejo. Hacía tiempo que no llevaba el pelo tan corto. Parecía más joven. Lynn se puso a bailar a su alrededor, como si fuera una peluquera, y le mostró su imagen desde los dos lados, sujetando el espejo desde un ángulo que no dejaba que Maureen se viera los arañazos de la nuca.

– No me queda mal, ¿verdad?

– Creo que estás estupenda -dijo Lynn.

– ¿Conoces a un tío que se llama Paulsa?

– ¿Paulsa, el del ácido chungo?

– El tipo que confirmó la coartada de Liam.

– Sí, lo conozco. Una vez nos pasamos por su casa.

– ¿Dónde vive?

– ¿Conoces ese pub a la altura de Saltmarket? Está en el portal de al lado.

– Ya sé.

De repente Maureen se dio cuenta de que había estado hablando de ella desde que se habían encontrado y que casi no le había preguntado a Lynn cómo estaba. Lynn esbozó una sonrisa ancha e insegura.

– Entonces, ¿tú y Liam estáis juntos otra vez?

Lynn parecía incómoda.

– Sí, un poquito. ¿Cómo es esa tal Maggie?

– Está bien. Aunque no es muy divertida. ¿Volvéis a salir juntos?

– No -dijo Lynn, y se puso a limpiar el respaldo del sofá, que tenía mechones de pelo-. Y no creo que lo hagamos.

– ¿Porqué?

Lynn le contestó con reserva una desgana educada:

– Ya sabes, Mauri, solía mirarle y todo lo que veía era maravilloso. Ahora ya no. Tiene demasiado malhumor para mí.

– Sí. -Maureen estaba de acuerdo-. Tiene malhumor.

Lynn le dio un golpecito en la barbilla.

– Como el resto de la familia.

Maureen se puso el abrigo.

– Gracias por haber quedado conmigo -dijo Maureen-. Creo que por unos momentos he perdido la razón.

– Eso nos pasa a todos -dijo Lynn-. Me llamarás, ¿vale?

– Sí, Lynn, te llamaré.

Maureen fue a pie hasta la casa de acogida y sintió el aliento de su padre en la nuca durante todo el camino.

Se encontró con Leslie en el vestíbulo. Ésta la sacó deprisa de la casa y hablaron en las escaleras de la entrada. Todavía no podía irse a casa, le dijo. Su turno no acababa hasta dentro de tres horas.

– La policía ha venido a verme otra vez. Me preguntaron por la noche en que fuimos a la pizzería. Les dije las horas que pasamos juntas. ¿Hice bien?

– Sí.

– ¿Te recojo en casa de Benny?

– No, no -dijo Maureen-. Volveré más tarde.

Leslie notó que algo le pasaba a Maureen: estaba pálida y tenía los ojos desenfocados.

– ¿Dónde irás?

– Pasearé un rato.

Leslie le frotó el brazo.

– Oye -dijo intentando mirarla a los ojos-, ve al cine o algo así, ¿vale? No te quedes paseando por ahí.

– No, estoy bien -susurró Maureen y casi se cayó al bajar el último escalón. Se fue caminando, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo.

Habían ido allí de picnic una vez. Benny los llevó a ella y a Liam; solía jugar allí de pequeño. Era una senda junto al margen del río.

Daba a Govan y al astillero y estaba rodeada de almacenes en mal estado. Probablemente era un sitio peligroso para visitar de noche, pero Maureen estaba harta de tener que estar siempre preocupándose y llevaba el peine-navaja en el bolsillo. Levantó el alambre de la valla, se agachó y pasó por debajo. Se subió encima de un bloque de hormigón de unos tres metros que surgía del margen del río y se sentó en él. Al otro lado del río, a través de una puerta abierta, podía ver el interior del astillero. Las chispas que salían de los sopletes formaban arcos rojos. Se abrochó bien el abrigo para resguardarse del viento cortante procedente del río y encendió un pitillo.

Había oscurecido mucho. La marea estaba subiendo y la corriente del río volvía hacia atrás, chocando contra el margen muy lejano a sus pies. Pensó en los barcos que habían navegado por el río hacía años, cargados de emigrantes hacia América, familias enteras de escoceses que habían perdido el contacto con su pueblo para siempre; que se habían perdido la llovizna y una recesión de cincuenta años; la violencia doméstica endémica y los ejércitos de hombres borrachos gritando en los campos de fútbol.

Cuando bajó de la roca y se puso bien el abrigo se sintió más alta de algún modo, como si, sin intentarlo, hubiera cruzado flotando la línea divisoria entre el miedo y la rabia.

Llegó a la casa de acogida justo en el momento en que Leslie salía de su turno. No se había dado cuenta antes pero Leslie había estado llorando. Esa mañana el comité de apelación les había notificado que no les permitirían exponer alegatos adicionales. Por la tarde, un marido había encontrado la dirección de la casa, había ido para allá y había convencido a su mujer de que volviera a casa.

– La última vez le rompió la pelvis -dijo Leslie-. Sólo hace un mes que le quitaron los clavos.

– ¿Cómo coño se la rompió?

– Le pegó con un bate de béisbol.

– Supongo que si la apelación no prospera todas volverán a sus casas -dijo Maureen.

– Ni se te ocurra pensar en eso -dijo Leslie y le pasó el casco a Maureen.

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