3. Marie, Una y Liam

Maureen era la más pequeña de los cuatro. El parecido entre ellos era sorprendente: cabello castaño oscuro, mandíbula cuadrada y nariz pequeña pero ancha. También tenían la misma constitución: todos eran bajos y delgados. Cuando eran niños, la gente a menudo pensaba que Liam y Maureen eran gemelos: se llevaban diez meses de diferencia, ambos tenían los ojos azul claro y pasaban tanto tiempo juntos que incluso se movían igual. Cuando llegaron a la pubertad, Liam dejó de querer ir con Maureen. Ella no lo entendía. Le seguía a todas partes como un perrito hasta que él la amenazó con pegarle y dejó de hablarle. Su parecido fue desapareciendo poco a poco.

Marie era la mayor. Se mudó a Londres a principios de los ochenta para escapar del problema con la bebida que tenía su madre, se instaló allí y se convirtió en una ingenua incondicional de Margaret Thatcher. Consiguió un trabajo en un banco y fue ascendiendo. Al principio parecía que sólo había sufrido un cambio superficial: empezó a describir a sus amigos por las cuotas de sus hipotecas y por el tipo de coche que tenían. A la familia le costó darse cuenta de que Marie era muy distinta a ellos. No hablaban del tema. Podían hablar del alcoholismo de Winnie, de los problemas psicológicos de Maureen y, en menor medida, de los trapícheos con las drogas de Liam, pero no podían hablar del thatcherismo de Marie. No había nada bueno que decir al respecto. Maureen siempre había supuesto que Marie era de izquierdas porque era buena persona. El distanciamiento definitivo entre ellas llegó la última vez que Marie fue a visitarles. Hablaban de los sin techo y Maureen había estropeado la cena al perder los papeles y gritarle a su hermana: «¡Adopta un sistema de valores, joder!».

Sucedió seis meses antes de que internaran a Maureen en el psiquiátrico pero, como dijo Marie, lo ocurrido entre un incidente y el otro era cuestión de semanas. Y eso lo explicaba todo. Maureen estaba loca y Marie la perdonó.

Marie estaba casada con Robert, que trabajaba en un banco de la City. Se habían casado en secreto en el juzgado de Chelsea dos años atrás, pero Robert no había encontrado el momento de ir a Glasgow y presentarle sus respetos a la familia. Era una pena porque ahora no podían permitírselo: Robert había entrado a formar parte de la comunidad de aseguradores de la Lloyd's en un mal momento y en la sociedad equivocada, y vivían en un estudio en Bromley.

El marido de Una, Alistair, era uno más de la familia. Era fontanero y no podía creer la suerte que había tenido cuando Una aceptó casarse con él. Era un hombre tranquilo y honrado y, para alegría infinita de Una, había demostrado ser sumamente moldeable. Había empezado por cambiar su forma de vestir, luego siguió con su acento y ahora estaba intentando que cambiara de trabajo.

Una era ingeniera de caminos, canales y puertos y había ganado algún dinero. Había programado crear una familia para 1995 e incluso había estado a punto de reservar la baja por maternidad, pero no se quedó embarazada. Había puesto al mal tiempo buena cara, pero hacía poco les había confesado a todos, individualmente y en confianza, que se estaba desesperando. Maureen la acompañó a la clínica cuando le hicieron las pruebas preliminares. Resultó que el número de espermatozoides de Alistair era un poco bajo y lo pusieron en tratamiento. Una era feliz y, por lo tanto, Alistair también.

Cuando a Liam le había tocado empezar la secundaria, Michael, su padre, perdió su empleo de periodista por culpa de la bebida, toda una proeza en esos días. No podían permitirse que Liam fuera al mismo colegio privado que Marie y Una, así que fue al instituto de secundaria Hillhead y Maureen siguió sus pasos un año más tarde. Era un buen colegio pero ninguno de los dos estudió demasiado.

El alcoholismo de Winnie se acentuó rápidamente después de que Michael les abandonara. Al cabo de cuatro años se volvió a casar y el padrastro, George, se convirtió en el compañero silencioso de fuertes y brutales discusiones. A pesar del ambiente familiar, Liam dio una alegría a su madre al entrar en la Facultad de Derecho de la Universidad de Glasgow. Lo dejó a los seis meses y empezó a vender hachís a sus amigos de vez en cuando, hasta que descubrió que tenía talento para ello y se hizo profesional. Se compró una casa grande. Le dijeron a Winnie que hacía de mánager de grupos musicales. Maureen solía darle la lata porque no creía que fuera seguro dirigir el negocio desde su propia casa, pero él le dijo que si empezaba a preocuparse por esas cosas se volvería paranoico.

Su novia actual, Maggie, era algo misteriosa. Era modelo, pero nunca la habían visto trabajar de modelo en nada. También era cantante, pero jamás la habían oído cantar. Era muy guapa y tenía el culo más redondo que Maureen había visto. No parecía que tuviera amigos propios. La pobre Maggie lo tenía difícil para estar a la altura de Lynn, la primera y última novia de Liam. Trabajaba de recepcionista en la consulta de un médico y sus modales eran toscos, pero era tan ingeniosa que incluso Winnie dejaba de lado su esnobismo cuando Lynn contaba una historia.

Maureen sacó buenas notas en el colegio y estudió historia del arte en la Universidad de Glasgow. En su último año en la facultad empezó a pensar que era esquizofrénica. Los miedos nocturnos que siempre había sufrido fueron empeorando progresivamente y empezó a tener visiones de etapas anteriores de su vida cuando estaba despierta. Al principio eran moderadas, pero se fueron haciendo más graves y frecuentes. Como no situaba esas imágenes entre sus recuerdos de infancia, pensó que eran alucinaciones sin importancia. En sus momentos de mayor lucidez se daba cuenta de que algo iba mal. Nunca había tomado ácidos, así que no podía ser eso. Empezó a leer sobre enfermedades mentales y descubrió que estaba en el grupo de edad idóneo para sufrir su primer ataque de esquizofrenia. No le sorprendió: como mucha gente de familias desestructuradas nunca había imaginado que le aguardara un futuro apasionante. No se lo contó a nadie, consiguió un trabajo en el Teatro Apolo y se compró el pequeño apartamento en Garnethill para que cuando cayera en el gran agujero negro de los servicios sociales, éstos no la hicieran vivir con Winnie.

La crisis nerviosa tardó en presentarse un año y medio de pánico paciente.

Estaba en el piso de arriba de un autobús. Un hombre gordo sentado detrás de ella le echaba su respiración mucosa en la oreja. El ruido se hizo más fuerte, más cercano, más áspero hasta que se volvió ensordecedor. Esperó a que el hombre le diera un golpe en la cabeza. Pero al ver que eso no ocurría, Maureen se puso a gritar un rato y vomitó. El conductor fue a ver qué sucedía y la encontró sollozando e intentando limpiar aquel desastre con un pañuelo de papel. Le dijo que lo dejara. Salió corriendo del autobús. Ninguno de los pasajeros fue tras ella.

La familia se preocupó cuando el señor Scobie, el director del Apolo, llamó a Winnie. Era el último recurso que le quedaba. Maureen llevaba tres días sin ir a trabajar y no había llamado. Liam salió a buscarla y la encontró escondida en el armario del recibidor del apartamento de Garnethill. Llevaba allí dos días y había orinado y defecado en una esquina. Recordaba a Liam arropándola con una manta y bajándola hasta el coche. Le cubrió la cara con la manta y durante todo el trayecto hasta el hospital le susurró que ya estaba a salvo, segura al fin, que fuera valiente.

Un mes después de que la admitieran en el Hospital Psiquiátrico Northern, Alistair, el marido de Una, fue solo a visitarla. Pidió hablar con ella y con su psiquiatra, los tres juntos, y acabó con la confianza de Una al contarles que eso ya había sucedido antes. Cuando Maureen tenía diez años, la habían encontrado escondida en el armario que había bajo las escaleras. Se había pasado allí todo el día. Tenía un lado de la cara amoratado y cuando la bañaron vieron que tenía sangre seca entre las piernas. Nadie sabía qué había ocurrido porque Maureen no podía decir palabra. Michael hizo las maletas, cogió el talonario y desapareció para siempre. Winnie dijo a los niños que Maureen se había caído de culo y había recibido un golpe muy fuerte. No se mencionó el suceso nunca más.

Winnie no perdonó a Alistair por revelar lo ocurrido. A veces, cuando estaba borracha, lo llamaba. Él no iba a contarle jamás a Maureen lo que su madre decía.

Leslie iba al hospital cada día. Combinaba las visitas con sus turnos en la casa de acogida, y se tomó el ingreso de Maureen en el hospital como si fuera algo que les estuviera sucediendo a las dos. Leslie tuvo miedo al principio y luego se adaptó a la rutina. Se enfadaba por la intolerancia de las normas del hospital y se hizo amiga de los otros pacientes. Los demás se comportaban como si fueran a examinarla. Maureen sabía que había sido su amistad con Leslie lo que la había empujado a enfadarse consigo misma y mejorar. Su relación cambió después de su estancia en el hospital: Maureen no podía resignarse a contar con Leslie ni para las cosas más insignificantes. Siempre se mostraba poco dispuesta a llamarla cuando tenía algún problema. Leslie se ocupaba cada día de las crisis emocionales de otras personas en la casa de acogida y Maureen sabía que la balanza se podía inclinar fácilmente y pasar de ser amiga de Leslie a paciente suya. Había veces en las que deseaba que Leslie tuviera algún problema, algo nimio y de fácil solución, para que Maureen pudiera salvarla y reequilibrar la balanza de su relación de una vez por todas.


El Bigotes les esperaba en la entrada del aparcamiento de la comisaría. La llevaron a una pequeña recepción y le pidieron que firmara en un libro para indicar que había ido a la comisaría de forma voluntaria. También le pidieron permiso antes de tomarle las huellas dactilares.

Todavía estaba mareada, le dolía el estómago debido a los esfuerzos al vomitar y tenía dificultades para ver bien. Su agudeza visual cambiaba de repente, acercándola los objetos o alejándolos. Cerraba los ojos, apretando con fuerza las pestañas para recuperar la visión. Sabía que debía parecer que estaba loca pero nadie la miraba porque estaban ansiosos por llevarla arriba.

La mujer policía y el Bigotes la llevaron dos pisos más arriba. pasaron a través de varias puertas cortafuegos y por un pasillo color beige sin ventanas e iluminado por tubos fluorescentes que parpadeaban imperceptiblemente. El estampado de linóleo era demasiado grande para un espacio tan pequeño. Hubiera sido un sitio desorientador incluso en el mejor de los momentos y éste no lo era.

– ¿Este pasillo no es un poco estrecho? -preguntó Maureen al Bigotes.

– Un poco -dijo, preocupado por la pregunta-. ¿Va a vomitar otra vez?

Negó con la cabeza. El hombre se detuvo ante una de las puertas, la abrió y le indicó con la mano que entrara primero. Era una sala deprimente. Las paredes estaban recubiertas de pintura esmalte color blanquecino, el tipo de pintura que resulta más fácil de limpiar. Atornillada al suelo había una mesa de metal gris. Una grabadora negra grande y aparatosa descansaba sobre la mesa junto a la pared. Había una ventana muy pequeña con barrotes de hierro forjado cerca del techo. Todo en aquella sala invitaba a la desconfianza.

Un hombre alto de cabello rubio ondulado estaba sentado en el lado más cercano de la mesa, de espaldas a la puerta. Se levantó cuando entraron, dijo que era el inspector jefe Joe McEwan y le pidió que se sentara, desplazándose al lado más alejado de la mesa, el que más lejos estaba de la puerta. Maureen se había fijado en él en su casa. Mientras ella estaba en el rellano, lo había visto en el salón, hablando con un hombre del equipo forense que llevaba un traje especial blanco. Le había dirigido una mirada demasiado larga para ser casual. Lucía un bronceado de hacía tiempo que ya empezaba a desaparecer: era la prueba de que solía pasar las vacaciones en el extranjero. Tenía unos cuarenta años e iba tan bien vestido con unos pantalones de franela y una camisa azul de algodón cara, que o bien era gay o soltero. Una rápida mirada a la marca cada vez menos blanca en el tercer dedo de su mano izquierda le indicó que se había desprendido de su anillo de casado hacía sólo uno o dos veranos. Daba la impresión de que era un hombre ambicioso camino de un futuro brillante. La camiseta del Celtic que llevaba Maureen cogió un tono raro, verde barato, bajo el brillo de la luz fluorescente.

Se sentó y Joe McEwan presentó al Bigotes como el inspector Steven Inness. A la mujer policía no la presentaron. Ésta captó la indirecta, se marchó y cerró la puerta tras ella con cuidado.

McEwan apretó un botón y puso en marcha la grabadora. Dijo la hora y el nombre de los presentes. Se volvió hacia Maureen y le preguntó con mucha formalidad si le habían leído sus derechos antes del interrogatorio. Ella dijo que sí. Sin mirarle, McEwan dio un leve codazo a Inness con lo que le indicó que procediera.

Inness le hizo las mismas preguntas que ya le había hecho en su casa y otra vez asentía y negaba con la cabeza mientras Maureen respondía. Les contó quién era Douglas, les habló de Elsbeth y que la madre de éste era eurodiputada. Los dos policías se miraron nerviosos. Inness le preguntó qué número de zapato usaba y por qué no había informado del asesinato la noche anterior. Maureen contestó que no había mirado dentro del salón, ya que estaba a la derecha de la puerta de entrada y su dormitorio a la izquierda, así que no tenía por qué pasar por delante a menos que quisiera ir al baño. Se había ido directa a la cama porque estaba borracha.

Inness dejaba largas pausas entre sus preguntas y las respuestas de Maureen. Esperaba que esos silencios hicieran que le entrase el pánico y que, al intentar llenarlos, les diese pistas importantes. Maureen había visto actuar a muchos psiquiatras y sabía lo que Inness pretendía. Le resultaba familiar y tranquilizador, como si, en medio de toda esa confusión, se hubiera tropezado con un conjunto de normas que entendía. Hizo lo que siempre había hecho con la técnica de las pausas prolongadas: se quedaba sentada mirando a la persona que la interrogaba, con una mirada inexpresiva, a la espera de que el interrogador se diera cuenta de que su técnica no funcionaría. Lo que él debía hacer como profesional era devolverle la mirada, encajar el golpe e intentar otra cosa, pero Inness no pudo. Tendió la vista por toda la sala. Sus ojos iban de un lado a otro, de Maureen a la pared, de su cabeza a la grabadora. Se dio por vencido y hojeó su libreta pasando las páginas hacia adelante y hacia atrás. Cada vez parecía más confuso.

McEwan tomó el control.

– Señorita O'Donnell, ¿quién más aparte de usted tiene llaves de su casa?

– Mi hermano Liam, Douglas y nadie más. Bueno, supongo que el administrador debe de tener una copia.

– ¿Cómo se llama?

Se lo dijo y le dio un número de teléfono al azar. McEwan lo anotó en una libreta.

– No estoy segura de que el número sea el correcto -dijo.

– No pasa nada -dijo, complacido por su voluntad de colaborar-. Podemos buscarlo. ¿Dónde podemos encontrar a su hermano?

No podía dejar que aparecieran en casa de Liam sin avisar. Sabía que siempre dejaba material por todas partes. Se cagaría de miedo o algo peor. Nunca había tenido ningún altercado con la ley.

– Bueno -dijo-, ahora vive con unos amigos, pero le puedo traer aquí si quieren hablar con él.

McEwan no estaba satisfecho.

– ¿Podemos ponernos en contacto con él?

– Bueno, la gente con la que vive no tiene teléfono. Es difícil contactar con ellos. Yo me ocuparé de que venga.

– Está bien -dijo McEwan, levantando las cejas repetidamente, frunciendo el ceño de modo que la frente se le arrugaba y se le formaban tres pliegues profundos. Maureen pensó que debía de poner esa cara a menudo-. Pero tenemos que verle hoy.

– Lo traeré, lo prometo. ¿Por qué hacía tanto calor en la casa?

McEwan la miró.

– ¿Qué quiere decir?

– Normalmente no hace tanto calor.

Le indicó a Inness con el codo que anotara eso y se volvió hacia Maureen.

– ¿Así que Douglas tenía llaves? -preguntó con timidez.

– Sí.

– ¿Le invitó ayer a su casa?

– No. La última vez que le vi fue el lunes. Se quedó a dormir y se marchó por la mañana, antes de que yo me levantara.

– ¿Le mencionó si alguien le estaba amenazando, si se había peleado con alguien, si le seguían, o algo parecido?

Maureen pensó en la conversación de aquella noche. Estaba cansado cuando llegó y ni le dio un beso al entrar. Se quitó los zapatos y se sentó en el sofá. Le contó los cotilleos habituales, las quejas de siempre acerca de la gente que trabajaba con él. Nada fuera de lo normal. No hicieron el amor. Douglas se durmió un minuto después de meterse en la cama y Maureen se quedó tumbada muy despierta a su lado observando cómo la saliva le caía en la almohada. Llevaban cinco semanas sin hacer el amor. Douglas había empezado a rechazarla cuando ella le tocaba. Ya casi nunca la besaba.

– No, que yo recuerde-dijo.

McEwan garabateó algo en un bloc de notas.

– ¿Y ésa fue la última vez que le vio? -dijo sin levantar la vista.

– Sí.

– Exceptuando esta mañana -observó Inness innecesariamente.

– Sí -dijo Maureen, desconcertada por su estúpida desconsideración-. Exceptuando esta mañana.

– Bien -dijo McEwan-, cuando ha encontrado el cuerpo esta mañana, ¿ha tocado algo?

Maureen pensó en ello.

– No -contestó.

– ¿Ha entrado en el salón antes de llamarnos?

– No.

– ¿Se ha metido en el armario del recibidor?

– ¿El de los zapatos?

– Sí -dijo McEwan-. El armario pequeño del recibidor, el que tiene cajas de zapatos dentro.

– No, no me he metido en él. He visto el cuerpo y les he llamado inmediatamente.

– ¿Inmediatamente? En la escena del crimen le ha dicho al inspector Inness que se había sentado un rato en el recibidor.

– Bueno, sí. He visto el cuerpo y me he sentado un rato porque me ha impresionado mucho y tan pronto como he sido capaz de levantarme, he cogido el teléfono y les he llamado.

– ¿Cuánto tiempo se ha quedado sentada en el recibidor?

– No lo sé, he sufrido un shock.

– ¿Una hora? ¿Dos?

– Diez minutos, quizá. Veinte, como mucho.

– ¿Y en qué parte del recibidor se ha sentado?

– ¿Qué importa eso? -dijo con impaciencia.

– Conteste a la pregunta, señorita O'Donnell.

– Estaba sentada justo enfrente del armario del recibidor.

– ¿Y la puerta del armario estaba…?

Joe McEwan parecía intentar inducirla a que hiciera alguna declaración significativa acerca del estado del armario pero Maureen no estaba segura de cuál. Se encogió de hombros.

– No lo sé. ¿Qué? ¿Rota?

– ¿Estaba abierta? -preguntó McEwan-. ¿Estaba cerrada?

– Entiendo. No, estaba cerrada.

– ¿Veía el interior del salón desde donde estaba?

– He visto algunas pisadas.

– ¿Cuántas pisadas ha visto desde allí?

Lo pensó un momento.

– Dos -dijo-. He visto dos, pero en total había siete.

McEwan la miró con recelo.

– Parece estar muy segura de ello.

– Lo recuerdo porque me han parecido raras. No habían arrastrado los pies, no había manchas de sangre en los tacones, pero las pisadas estaban demasiado juntas. Me han parecido raras. Como si alguien hubiera caminado de una forma rara.

– ¿Como si las hubieran hecho a propósito? -preguntó Inness en voz baja, mirando sus notas.

El comentario molestó a McEwan por alguna razón. Se volvió y miró a Inness. Éste se dio cuenta de su error y dirigió a McEwan una mirada de disculpa, como buen subordinado que era.

– ¿Por qué le interesa tanto el armario del recibidor? -preguntó Maureen-. ¿Había algo ahí dentro?

McEwan contestó de manera evasiva.

– No se preocupe por lo que había dentro.

Maureen se pasó los dedos por el pelo grasiento.

– ¿Pueden darme un cigarrillo? -preguntó.

Hacía unos minutos que había salido de su estado de shock y se moría por fumarse un pitillo. Tenía una cajetilla en el bolso, en el suelo de su habitación.

Inness resopló y miró a McEwan como diciendo que la petición de Maureen era muy oportuna. McEwan no respondió. Con evidente desgana, Inness sacó un paquete de Silk Cut de su bolsillo y le alargó un cigarrillo a Maureen. Encendió una cerilla y la sostuvo por encima de la mesa. Maureen se inclinó y posó el cigarrillo en la llama. Se oyó un crepitar suave. Le dio una calada y sintió cómo el humo penetraba cálidamente en sus pulmones. Sintió un hormigueo en los dedos. De repente, McEwan alargó la mano y sacó un cigarrillo de la cajetilla de Inness y se inclinó hacia adelante para encenderlo con la misma llama. Inness pareció sorprenderse. McEwan dio una calada e hizo una mueca.

– Bien -dijo y lanzó al cigarrillo una mirada acusadora-. Me temo que no podremos permitirle que viva en su casa durante algún tiempo. ¿Puede quedarse con alguien?

– Sí -dijo Maureen-, tengo un montón de sitios donde quedarme.

– Quiero decir que necesitaremos la dirección donde va a estar para localizarla si queremos hablar con usted.

– Puede que me quede con un amigo que vive en Maryhill pero tendré que consultárselo primero.

– Estaría bien -asintió Inness con la cabeza-. Está justo subiendo la carretera.

– Sí -dijo Maureen, que deseaba con todas sus fuerzas ver a Liam o a Benny o a Leslie, o a cualquier persona amiga y que estuviera viva-. ¿Puedo acercarme a su casa y preguntárselo?

McEwan le clavó una mirada severa y enérgica.

– No -dijo-. Preferiría que se quedara aquí.

– Me gustaría mucho salir un rato y volver más tarde.

– Quiero que se quede. Iremos recibiendo más información y puede que necesitemos contrastarla con usted.

– Quiero irme -dijo con firmeza-. Quiero comprar tabaco, comer algo y pensar.

– Podemos traerle comida y cigarrillos.

– Quiero pensar.

– ¿Qué es lo que tiene que pensar?

– Sólo quiero largarme de este edificio un rato -dijo, inquietándose-. Estas luces me hacen daño en los ojos y estoy cansada, ¿vale?

– Quiero que se quede -dijo, apoyándose en la mesa y sacando humo despacio por la nariz-. Podemos retenerla aquí hasta seis horas si tenemos alguna razón para sospechar que ha infringido la ley.

Maureen se inclinó hacia adelante. Estaban sentados cara a cara, ambos reticentes a recostarse en su asiento y cederle espacio al otro.

– ¿Estoy detenida?

– No hace falta que la detenga para retenerla aquí.

– No he hecho nada.

– No es tan sencillo.

Joe McEwan empezaba a estar bastante enfadado. Entornaba los ojos y fruncía el ceño con indignación. No estaría demasiado acostumbrado a que le desafiasen. Maureen pensó en su ex mujer y deseó que le fuera bien. McEwan se levantó y desplazó ruidosamente la silla con la parte posterior de las rodillas. Se inclinó y abrió la puerta. La agente de policía estaba fuera. La hizo pasar a la sala de interrogatorios y salió dando un portazo.

– ¿Tenemos que esperar a que vuelva? -preguntó Maureen.

– Sí -dijo Inness, jugueteando con el bolígrafo, golpeándolo con suavidad contraía mesa.

– ¿Cómo es que siempre sois dos? -preguntó Maureen.

Inness levantó la vista.

– Para corroborar.

– ¿Qué significa eso?

– No podemos utilizar ninguna información que sólo pueda confirmar una persona. Siempre tiene que haber dos agentes presentes por si oímos algo importante.

– Entiendo.

Al cabo de una eternidad, McEwan volvió.

– Puede marcharse -dijo, y parecía estar enfadado o al menos fastidiado-. Pero la quiero de vuelta dentro de dos horas, ¿está claro?

– Sí -dijo Maureen, contenta de poder salir de allí.

McEwan se inclinó sobre la grabadora y dijo que eran las once y treinta y tres, que se suspendía la entrevista y que iba a apagar el aparato. Apretó el botón y se volvió hacia Maureen.

– ¿Sabe? -le espetó con un tono de voz más elevado del necesario-. Creo que si de verdad quisiera que encontráramos a la persona que mató a su novio, colaboraría más.

– Lo comprendo -dijo de forma condescendiente por la pequeña victoria conseguida-. Haré todo lo posible por ayudarles, pero ahora necesito un descanso.

McEwan la miró con desconfianza y le indicó que lo siguiera al salir de la sala.

Al bajar las escaleras hacia la puerta de entrada vio a Liam sentado en una silla de plástico en el vestíbulo. Alzó la vista e hizo una mueca cuando la vio, arrugando la nariz. Maureen sacudió la cabeza suavemente y apartó la vista para advertirle que no hablara con ella. Si McEwan veía a Liam, sabría que era su hermano e insistiría en interrogarle en ese mismo momento.

– Volveré a la una y media -dijo para distraer la atención de McEwan-. Se lo prometo.

McEwan pasó por delante de Liam. Se detuvo en la recepción y dio unas palmaditas sobre el mostrador, para indicarle a Maureen con firmeza que ahí era donde tendría que informar de su presencia cuando volviera para su cita. Maureen le miró con insolencia y se fue. McEwan la observó cruzar las puertas de cristal y vio que un joven con la misma constitución y el mismo color de pelo seguía a Maureen O'Donnell hacia la calle. Liam la alcanzó en la calle.

– Debe de estar acostumbrado a tratar con gente estúpida -le dijo a Maureen.

– No. Creo que intentaba hacerse el importante. Está cabreado porque insistí en salir un rato.

El Triumph Herald de Liam estaba aparcado al final de la calle. Maureen vio los remiendos oxidados a doscientos metros de distancia. El coche estaba en muy mal estado. Se averiaba al menos una vez al mes, pero Liam decía que era un buen coche para su negocio: la policía tendía más a parar a jóvenes en Mercedes que a desgraciados en coches de mierda.

Maureen le cogió del brazo, algo que no había hecho en años.

– Así que mamá te contó lo de Douglas -dijo.

– Sí -dijo Liam, con la vista fija en la carretera y estrechándole el brazo con fuerza.

– ¿Cuánto tiempo llevabas esperando?-preguntó.

– Sólo unos tres cuartos de hora. No demasiado.

– Liam, van a tener que hablar contigo. No lo pensé y les dije que tenías llaves de mi casa.

Le entró miedo.

– Mierda.

– Lo siento -dijo-. ¿Averiguarán lo de tu negocio?

– No sé, quizá -dijo-. Va, de hecho no lo creo. Bueno, ¿adonde vamos?

– Bueno, quiero preguntarle a Benny si puedo quedarme en su casa un tiempo. No me dejan volver al piso hasta que hayan acabado de inspeccionarlo todo y obviamente no puedo quedarme contigo. ¿Cómo está mamá?

Liam le dirigió una mirada llena de desconfianza.

– Bueno, Una está con ella.

– ¿Quieres decir que está borracha?

– Sí… Puede ser -dijo en voz baja-. Está muy angustiada. Una la está consolando.

– Por el amor de Dios. Va a convertirla en algo que le ha sucedido a ella, ¿no?

– Ya conoces a mamá. Durante un eclipse, querría ser ella la protagonista.

Liam abrió la puerta del pasajero para que su hermana entrara y vio que Maureen se había puesto muy nerviosa.

– Cabrearte no te servirá de nada. A estas alturas ya tendrías que saberlo.

Maureen subió al coche. Los cristales estaban empañados por el frío. Maggie estaba en el asiento trasero.

– Maggie -dijo Maureen-, ¿has estado aquí todo el rato?

Maggie sonrió con educación y asintió.

– ¿Por qué no has entrado? Debes de haberte quedado helada.

– No quería -dijo distraídamente.

Liam arrancó el coche.

– Vamos a ver a Benito -dijo y cogió Maryhill Road-. Benito Finito.

Un coche de policía camuflado siguió al Herald a una distancia prudente.


Al Instituto de Secundaria Hillhead asistían alumnos de un barrio de clase media y de uno marginal. Benny creció en este último. Le expulsaron en su tercer año por prender fuego a los servicios pero Maureen y Liam mantenían el contacto con él porque estaba loco y era divertido.

Benny bebía, como su padre. Por consiguiente, su vida había sido un cúmulo de aventuras surrealistas: se había despertado en un matadero; se había prometido con una mujer cuyo nombre no recordaba; y se había caído en una cantera un sábado por la noche y no había podido salir hasta que llegaron los trabajadores el lunes por la mañana. Cuando cumplió los veinte dijo que estaba harto de meterse en líos, así que empezó a asistir a Alcohólicos Anónimos y dejó la bebida. En aquella época Benny no tenía casa y Maureen le dejaba dormir en el suelo de su habitación. Durante dos meses no hizo más que exaltar las maravillas de las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Winnie llegó a odiarle.

La familia alcohólica de Benny le repudió cuando se fue a vivir con la familia de Maureen y dejó de beber. Se presentó a algunos exámenes y estudió derecho en la Universidad de Glasgow. Entonces su familia le aceptó de nuevo, se estaba especializando en Derecho Mercantil y tenía una serie de entrevistas para hacer prácticas en empresas de primera fila. El director de su banco le escribía para preguntarle si necesitaba algún crédito.

Se dirigieron a Scaramouch Street. Era una callejuela, con sólo cuatro bocacalles y con postes para la electricidad que bloqueaban la esquina con Maryhill Road. Antes de que instalaran las luces, la calle servía de atajo. Cuando pusieron los postes varios conductores, pensando que eran más listos que nadie y que se ahorrarían un par de minutos, chocaron contra ellos y dejaron los coches destrozados.

Subieron las escaleras hasta el primer piso y llamaron a la puerta. Benny abrió. No era feo: tenía el pelo oscuro, las pestañas largas y los ojos grisáceos. Medía uno ochenta y pico y era de complexión robusta, pero su relación con Liam y el resto de la familia era tan estrecha que a Maureen le repelía la posibilidad de sentirse atraída por él. Benny la miró de arriba abajo y se echó a reír.

– ¿Cómo coño vas vestida? -chilló-. ¡Pareces una desgraciada!

Maureen entró dándole un empujón.

– He tenido un día accidentado -dijo, y fue a la cocina para calentar agua.

Benny era un guarro. La cocina estaba hecha un asco. Había platos, restos de comida y de envoltorios en la encimera y en la mesa. El fregadero estaba lleno y olía ligeramente a moho.

Podía oírles en el recibidor. Liam le contaba en voz baja lo sucedido y Benny exclamaba su estupor entre susurros. Liam le dijo a Maureen que iba a llevar a Maggie a casa y que volvería al cabo de media hora.

Benny se quedó en el salón unos minutos antes de entrar en la cocina. Estaba pálido.

– Dios mío, Mauri -dijo-. Dios mío. No sé qué decir.

Maureen se dejó caer en una silla y se tapó la cara con las manos. Quería llorar pero nada de lo ocurrido parecía real. Benny se sentó a su lado, la rodeó con sus brazos, acercándola a él, y la besó en el pelo. Benny estaba temblando.

– Oh, Mauri -susurró-. Dios mío, Mauri. Es espantoso.

Maureen se incorporó y le pidió un pitillo.

– ¿No tienes?-le preguntó Benny.

Le contó lo que había sucedido con los suyos y él insistió en que se quedara con su paquete.

Benny le dio una limonada y un cenicero, y se sentó a la mesa. Se inclinó hacia ella y la escuchó con atención. Maureen le contó lo del impermeable y los zapatos y la cuerda. No dejaba de preguntarse cómo habrían entrado en la casa, cómo habrían abierto la puerta sin hacer ruido.

– ¿Douglas tenía llaves? -preguntó Benny.

– Sí.

– ¿Y no había señales de que hubieran forzado la puerta?

– Al menos yo no las he visto.

– Bueno, Douglas debió de entrar y, o bien en ese momento o después, dejó entrar a la persona que lo hizo. A menos que forzaran la cerradura. ¿Qué tipo de cerradura tienes?

Maureen la describió.

– Sabían lo que se hacían -dijo-. Es probable que él les dejara entrar, por lo que se deduce que los conocía.

– Sí -le impresionaba la lógica de su deducción-. Sí, eso lo explicaría. Se te da bien.

– Es horrible. Supongo que creen que fue uno de sus pacientes. O pudo hacerlo la mujer que vivía con él.

– ¿Elsbeth?

– Sí, Elsbeth. Es un tanto poético eso de matar a tu compañero infiel en casa de la otra.

– El espectáculo no era muy poético -dijo Maureen.

– Vaya, joder, no tendría que haberlo dicho, lo siento. Es difícil de entender.

– Lo sé -dijo Maureen-. Es tan espantoso que no parece real.

Tenía el trasero dormido otra vez. Se levantó y se lo frotó con las palmas de las manos.

– He tenido un día la hostia de raro -dijo, como si lo sucedido sólo le afectara a ella.

– ¿Cómo vas de pasta? ¿También te dejaste la cartera en casa?

Sacó un billete de diez libras y se lo puso en la mano.

– No necesito dinero, Benny. La policía me dará la cartera.

– Cógelo por si acaso, ¿vale?

– Te lo devolveré en cuanto me den la cartera.

Benny levantó una ceja de un modo juguetón.

– Hazlo cuando me devuelvas el CD de Selector.

Maureen entornó los ojos.

– Dios mío, otra vez no, Benny. Te lo devolví hace meses.

– No es verdad.

– Benny Gardner, te compraré otro, pero cuando encuentres el CD en esta pocilga de casa, tendrás que humillarte y pedirme perdón.

– Vamos a dejarlo, Mauri, pero cuando tú encuentres el CD en tu pocilga de casa, serás tú quien tendrá que humillarse y pedirme perdón.

Maureen se acabó la limonada.

– Benny, ¿se te ocurre algo más sobre Douglas? ¿Otra idea elemental, mi querido Watson?

Benny sonrió, contento de que le preguntara.

– No se me ocurre nada, no.

Maureen se dejó caer sobre la mesa.

– Me preocupa que piensen que lo hice yo.

– Oh, no -le cogió la mano y se la apretó con fuerza-, no lo pensarán. Ya verás. Cualquiera que te conozca puede decirles que no fuiste tú. Cuando has entrado en el salón, ¿has visto el arma homicida?

Maureen repasó mentalmente la sala, censurando la imagen del cuerpo de Douglas de su recuerdo.

– No lo sé, creo que no. Pero no he mirado muy bien.

Cerró los ojos y vio un mechón de pelo rizado empapado de sangre detrás de la oreja de Douglas y, debajo, su cuello cortado, como un pedazo de carne cruda. Se levantó, se lavó las manos en el fregadero lleno de platos sucios y trató de borrar esa imagen de su mente.

– Lo pregunto porque sería bueno que no la encontraran -dijo Benny.

Maureen se echó agua fría en la cara.

– ¿Que no encontraran qué? -preguntó.

– El arma homicida.

– ¿Porqué?

– Bueno, si estuviste en casa todo el tiempo y encuentran el arma en otro sitio, eso significaría que alguien entró, lo hizo y luego se marchó. Eso sería bueno para ti.

– Bien -dijo Maureen, a quien le costaba imaginar que algo de lo sucedido pudiera ser bueno para ella. Se sentó otra vez a la mesa.

– Después de todo, resulta que estaban casados. Me siento muy estúpida.

– ¿Douglas estaba casado con Elsbeth?

– Sí.

Le tocó el brazo y le habló con dulzura.

– Creí que habías decidido que era un capullo de todas formas.

– Sí -dijo con tristeza-, pero era mi capullo.

Benny se rascó la cabeza y miró la camiseta de Maureen.

– Pareces una loca. Vamos a ver si encontramos algo que ponerte.

Entraron en el dormitorio y Benny sacó una camiseta con la leyenda «C.F. Dinamo Anticapitalista de Extrema-izquierda» impresa en el pecho. El Dinamo Anticapitalista era el equipo de fútbol en el que jugaba Benny. Hacía años que Maureen codiciaba abiertamente esa camiseta y agradeció el gesto de Benny. El medía más de metro ochenta y Maureen sólo uno sesenta, así que no encontraron unos pantalones que le fueran bien.

– Tendrás que quedarte con el pantalón de chándal.

– Odio esta ropa -dijo-. Siempre me hace pensar en tíos gordos con los huevos colgando.

Benny le dio las llaves de su casa. Maureen dormiría en el sofá cama de la habitación delantera hasta que quisiera irse a casa. El plan era perfecto: Winnie jamás iría allí.

– ¿Puedo preguntarte una cosa más, Mauri?

– Dios mío, Benny, cualquier cosa que se te ocurra…

Se mordió el labio y la miró.

– Es algo un poco duro.

– Lo soportaré.

– ¿Seguro?

– Segurísimo.

– ¿Has visto si tenía varios cortes o sólo uno?

– ¿Dónde? ¿En el cuello?

– Sí. ¿Había varios cortes y luego uno más profundo?

Cerró los ojos.

– No. Por lo que vi, sólo había uno profundo.

Resopló despacio.

– Chiflado de mierda -murmuró.

Maureen le preguntó qué quería decir con eso.

– Quiero decir que quienquiera que haya matado a Douglas le ató y lo hizo. Sin amenazas, sin avisos. Quiero decir que no le tembló el pulso.

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