37. Hugh

Estaba en las escaleras de la iglesia e intentaba averiguar dónde estaba la entrada. Él le había dicho que estaba en Thurso Street pero St. Francis estaba en Lorne Street. Bajó la colina hasta Thurso Street y dobló la esquina. Una verja alta de barras de hierro separaba la parte trasera de la iglesia de la carretera. Subió las escaleras y echó un vistazo a través de las puertas abiertas. Habían levantado una pared de cristal un metro y medio dentro de la capilla con puertas a cada uno de los lados para resguardar el interior del frío e insonorizarlo de los niños escandalosos.

El altar mayor tenía un retablo blanco de santos tallados con colgaduras pseudogóticas detrás. Los primeros dos bancos estaban llenos de penitentes sentados esperando la confesión o arrodillados al otro lado del pasillo de los confesonarios con las cabezas agachadas inmóviles, haciendo penitencia. Justo al otro lado de la pared de cristal, en el último banco, estaba arrodillada una mujer de pelo blanco que llevaba una mantilla negra a la antigua. Rezaba el rosario y sus dedos agrietados y artríticos pasaban las cuentas de azabache envueltas en su mano y sus labios temblaban mientras recitaba el gloriapatri con la devota cabeza muy inclinada.

Maureen miró a los lados. A la derecha de la entrada había una pequeña puerta de madera oscura que estaba entreabierta. Se dirigió hacia allí, la abrió y echó un vistazo al interior. Era un pasillo largo y estrecho que corría paralelo a la capilla. Cuando llegó a la mitad se dio cuenta de adonde conducía. «No pueden estar en la puta sacristía», susurró para sí misma, maldiciéndose con insultos por estar en una iglesia y no pertenecer a ella.

Prefirió no llamar a la puerta de la casa parroquial y preguntar dónde se celebraba la reunión y decidió dar la vuelta a la iglesia y encontrar la entrada. Descubrió una callejuela oscura entre la escuela de primaria que había junto a la iglesia y la parte trasera de la capilla. Se metió la mano en el bolsillo y agarró el peine-navaja antes de adentrarse en la oscuridad. A medida que atravesaba la callejuela zigzagueante, fueron encendiéndose luces brillantes de las farolas. Fue a parar a lo alto de unas escaleras. Justo delante de ella había una portezuela vieja de madera recubierta con pintura esmalte marrón. Había luz debajo de la puerta. Bajó las escaleras y escuchó tras ella. Alguien hablaba: una mujer contaba una historia divertida o algo parecido. Otra voz la interrumpió, la voz de un hombre. Maureen llamó. Las voces callaron y la puerta se abrió. Una mujer rubia y alta que llevaba un elegante traje chaqueta negro la miró y le sonrió educadamente.

– ¿Qué desea? -le preguntó con un acento alegre de inglés de clase alta.

La habitación que había tras ella estaba en muy mal estado. El suelo de hormigón estaba desnudo y el armario de debajo del fregadero no tenía puertas. La pared tenía manchas de yeso y parecía que se sostenía gracias a la gruesa capa de pintura azul. Maureen se sintió como si hubiera tropezado con un aquelarre.

– Busco a un hombre que se llama Hugh McAskill.

La mujer sonrió amablemente y se echó hacia atrás para mirar dentro de la habitación.

– Hugh, querido, es para ti.

Hugh McAskill fue hacia la puerta y sonrió alegremente cuando la vio. Maureen le devolvió la sonrisa, contentísima de verle a él, a sus dientes separados y a su pelo de oro y plata.

– ¿Ha venido a la reunión? -le preguntó.

– No -contestó ella intentando ocultar su alegría-. Sólo he venido a verle.

– Pase y tómese una taza de té -le dijo, y Hugh entró en la habitación sombría. La mujer inglesa puso mala cara-. No pasa nada -dijo él-. Es una de las nuestras. Lo que pasa es que todavía no quiere asistir a las reuniones, eso es todo.

Maureen entró y cerró la puerta. El suelo estaba ligeramente inclinado y bajaba hacia un desagüe en el centro de la habitación; sintió que sus gemelos llevaban la carga de la pendiente. Encima de una mesa coja había varias tazas de cristal ahumado, una bandeja de galletas de chocolate caras y una tetera humeante. Otras cuatro mujeres de mediana edad estaban de pie en grupo al fondo de la habitación y miraban a Maureen con una curiosidad benigna. Dieron un paso al frente de una en una y se presentaron por sus nombres de pila.

La puerta de detrás de Maureen se abrió y entró un hombre ridiculamente alto de unos veinte años que tuvo que agachar la cabeza para pasar por el marco bajo de la puerta.

– Hola a todos :-dijo, y pasó la mirada por la habitación hasta que encontró la bandeja de galletas. Se fue directo a ellas, cogió tres y se las comió a la vez. Miró a Maureen-. ¿Quién eres?

– Me llamo Maureen O'Donnell.

– ¿Has sido víctima de incesto?

– Mm, sí -contestó ella frunciendo el ceño y deseando que el chico no se metiera donde no le llamaban. Su conducta era tan insistente y alegre que Maureen sospechó que se encontraba frente a un hombre terriblemente infeliz.

– Aquí no tienes por qué sentirte incómoda por eso -le dijo él, sonriendo con la boca llena de migajas de galletas de chocolate-. A todos nos ha follado nuestra familia.

El chico la miró, esperando algún tipo de respuesta, pero a Maureen no se le ocurrió nada que decir.

– Genial -dijo ella.

McAskill la llevó aparte, haciendo que quedara de espaldas al hombre contento y triste.

– ¿Por qué quería verme? -le preguntó dulcemente.

Maureen habló en voz baja.

– Me preguntaba si Joe McEwan habría recibido alguna llamada… de algún destino turístico exótico, quizá.

McAskill echó la cabeza hacia atrás y se rió. Maureen le vio los dientes empastados.

– No se rinde, ¿verdad? ¿Sabía que Joe McEwan quiere estrangularla? Tenemos un caso que llama la atención y a un chiflado que grita que se está quemando.

– Entonces, ¿las huellas de Angus coinciden con las que encontraron en el cuerpo de Martin?

– Sí, completamente. Incluso llevaba uno de esos enormes cuchillos.

– ¿Dónde?

– En la cartera de piel.

Maureen miró hacia arriba y soltó un suspiro.

– Joder.

McAskill suspiró con ella.

– Ha tenido mucha suerte, ¿lo sabía?

Maureen asintió con la cabeza.

– Ya lo creo. ¿Por qué sabe McEwan que fui yo?

– Bueno, despistó a los policías que la vigilaban y sus huellas estaban por toda la nota. Aunque estaban bastante borrosas. La enfermera del hospital local cogió la nota de unas cincuenta formas distintas antes de llamarnos.

McAskill le sonrió y Maureen pensó que quizá podía arriesgarse.

– ¿Puedo preguntarle algo, Hugh? ¿Algo sobre el caso?

Estaba indeciso.

– Depende.

– ¿Por qué dejaron de buscar a alguien que no tuviera coartada para el día? ¿Por qué empezaron a pensar que había ocurrido por la noche?

McAskill se quedó perplejo.

– ¿Cómo sabe todo eso?

– Bueno, simplemente lo sé.

Parecía ofendido.

– ¿Ha hablado con alguien más?

– No, es sólo que… advertí que primero preguntaron por el día y luego, la segunda vez que McEwan interrogó a Liam, empezaron a hacer preguntas sobre la noche.

– Oh -dijo McAskill, estudiando sus palabras-. Tiene razón. -Parecía abatido-. ¿Se acuerda de lo que había en el armario?

– Sí.

– Se estaba descomponiendo a un ritmo distinto del resto del cuerpo. Había un desarreglo en las horas.

– Oh -dijo Maureen, y deseó no haber hecho la puta pregunta-. Entiendo.

– De todas formas -dijo Hugh-, McEwan cree que usted lo hizo para tomarle el pelo.

– Sí. Todo lo que hago tiene que ver con Joe McEwan.

McAskill le dirigió una mirada de seria admiración.

– Lo hizo por ella, ¿verdad? ¿Por su amiga?

A Maureen no le apetecía hablar de sus motivos en ese instante. Lo había hecho por Siobhain y por las otras mujeres hasta el momento en que había corrido hacia él y le había pateado la cabeza.

– Sí. Un poco. Bueno -dijo rascándose la cabeza, clavándose las uñas en el cuero cabelludo-, Joe está enfadado pero no va a ir a por mí ni nada, ¿no?

– No, no tenemos pruebas. El tío está hecho un lío, tiene LSD por toda la boca y por la garganta. No podemos decir que no lo tomase por voluntad propia. Lo único que tenemos es a un borracho de una cafetería que dice haber visto a tres mujeres que no eran de allí. Las huellas de las notas no nos sirven. No podemos hacer nada.

– Dios mío, he tenido suerte -dijo Maureen casi para sí misma.

– Sí, así es -dijo Hugh-. Por cierto, se cayó y se rompió la nariz.

Una ola de calor le subió por la nuca.

– Siento oír eso -dijo Maureen con indiferencia.

– ¿Quiere una galleta? -le preguntó McAskill, y se inclinó para arrebatarle la bandeja al chico y le ofreció las galletas a Maureen. El chocolate negro era amargo y tan grueso que cuando sus dientes se hundieron en él causaron un vacío.

– Virgen santísima -dijo Maureen-. Están buenísimas.

– Sí -dijo McAskill mirando tiernamente su galleta-. Las comemos cada semana.

– ¿Dónde está ahora?

– ¿Quién? ¿Joe?

– No, el tipo del destino turístico exótico.

– En Sunnyfield.

– ¿El hospital psiquiátrico?

McAskill sacudió la cabeza con solemnidad.

– No es un hospital psiquiátrico. Es un hospital psiquiátrico penitenciario.

– ¿Qué diferencia hay?

– Que las personas que están en un psiquiátrico normal tienen quien se preocupe por ellas.

– No pensaba que los efectos durarían tanto. Ya han pasado cinco días.

– Sí -dijo McAskill-. Nunca se sabe cuánto tardarán en pasar los efectos del LSD. De todas formas, está detenido, así que no va a ir a ninguna parte.

La mujer inglesa del traje chaqueta negro abrió una pequeña puerta de la pared que conducía a una escalera de caracol de madera.

– Es nuestro turno -dijo-. Son las ocho.

El grupo de personas que esperaba cogió sus tazas y subieron las escaleras en fila india.

– ¿Seguro que no quiere venir?

– No, Hugh. Otro día.

– Quizá lo pasaría bien.

– Ya. Tengo problemas con mi familia… Si subo, tendré que pensar en ello y me estallará la cabeza.

McAskill la miró respetuosamente.

– No sé por qué, pero lo dudo. Vuelva, ¿vale? Aunque sólo sea por las galletas.

Maureen le dio un golpecito en las costillas.

– Volveré para verle.

McAskill sonrió.

– Hágalo.

La miró mientras Maureen salía al callejón bien iluminado y cerraba la puerta tras ella.

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