19. Martin

Llamó antes de ir para asegurarse de que Martin trabajaba ese día. Le horrorizaba la idea de aparecer en el hospital y que no la recibiera una cara amable. El jefe de los porteros le dijo que Martin había vuelto a su turno anterior, así que Maureen no se puso en camino hasta la tarde.

La fachada victoriana del Hospital Psiquiátrico Northern parecía rara por lo mal proporcinada que estaba. Las columnas dóricas eran demasiado gruesas y el frontón demasiado bajo. En otras circunstancias, Maureen estaba segura de que la hubiera encontrado, bonita pero no podía verla así. Parecía sacada de una pesadilla horrible. No recordaba haber visto la parte delantera del edificio hasta el día en que salió del hospital para volver a casa: estaba dentro del taxi y le decía adiós efusivamente a Pauline, su amiga anoréxica de las clases de terapia ocupacional, que le devolvía los gestos de despedida. La esquelética Pauline estaba en la entrada ancha mientras el taxi daba la vuelta. Maureen no vio que Pauline lloraba hasta que pasaron delante de ella por segunda vez.

Hasta la sesión conjunta con su madre, cuando Maureen empezó a volver poco a poco a la confusa oscuridad, pensar en Pauline fue lo que la hizo dejar de jugar en serio con la idea del suicidio. Las dos habían sufrido abusos sexuales por parte de sus padres. A Pauline la habían violado su padre y su hermano, pero su reacción fue muy distinta: ella no podía enfadarse y Maureen no podía hacer otra cosa. Pauline no tenía la fuerza suficiente para contarlo: decía que destrozaría a su madre y que eso sería más difícil de soportar que los abusos. Cuando Maureen la conoció, Pauline estaba recuperando peso. Hacían cerámica juntas; Pauline la ayudó a esmaltar el cenicero con la diana que Winnie tenía en el recibidor. Era la mejor de la clase de cerámica, había repetido el curso tres veces y, de todos los alumnos, era la que más tiempo llevaba en el hospital.

Maureen no tenía el ánimo suficiente para ir a visitar a Pauline pero la llamaba. No tenían mucho que decirse, su estrecha relación había surgido por proximidad y no por afinidad, pero a Pauline siempre le gustaba que Maureen la llamara y alargaba las llamadas, contándole cómo iba su solicitud para alquilar una casa, repitiendo los chismes del hospital, o contándole a quién dejaban marchar y qué hacía el personal. Maureen fue perdiendo las ganas de llamarla. Dejó de hacerle preguntas en un intento de acortar la conversación y fue espaciando cada vez más las llamadas.

Dejaron salir a Pauline unos meses después de que Maureen se fuera. No le dieron una casa: por lo visto le habían dicho que tendría que esperar otros tres meses. Le ofrecieron una habitación en un barrio de mala muerte y la rechazó. A la semana de haber vuelto al domicilio familiar se fue al bosque que había cerca de su casa y se tornó una sobredosis de pastillas. Llevaba tres días desaparecida cuando una mujer que había sacado a su perro a pasear tropezó con el cuerpo. Estaba tendida sobre el costado, hecha una bola debajo de un árbol. El viento le había subido la falda, que le tapaba la cara. En el entierro una enfermera le contó a Maureen que, hasta que encontraron la nota en su cuarto, la policía creía que la habían asesinado porque habían encontrado semen seco en su espalda. Alguien se había corrido sobre ella cuando ya estaba muerta o mientras se moría. Meses más tarde Maureen fue a las afueras para visitar el bosque. Era una extensión rala de árboles que bajaba desde la colina hasta la carretera principal, limitada a un lado por un parque y al otro por un camino privado. Los vecinos estaban orgullosos del viejo bosque pero siempre y cuando no creciera hacia los límites de sus propiedades privadas. Los árboles eran delgados y estaban enfermos, se podía ver a la gente que paseaba desde cualquiera de los lados. Plásticos quemados y colillas revelaban que los niños de casa bien iban allí las noches de verano a beber sidra, a meterse mano y a quemar cosas. Maureen se tumbó entre los restos de basura y miró las copas de los árboles. Lágrimas inútiles se precipitaban hacia sus cabellos mientras se disculpaba con mucho retraso por haber dejado sola a Pauline.

Durante la incineración, la madre de Pauline, amable y aturdida, lloró con tanto desconsuelo que se le reventaron algunos vasos del ojo derecho. El padre estaba sentado a su lado, rodeándola con el brazo, y le daba palmaditas en el hombro cuando sollozaba demasiado alto. Había dos hermanos. Nadie sabía cuál de ellos había violado a Pauline. Ella nunca lo había dicho. En su sermón, el cura dijo que Pauline era una hija obediente y muy querida. Su ataúd se deslizó sin hacer ruido en una cinta transportadora detrás de una cortina roja.

Los asistentes al funeral que no pertenecían a la familia habían conocido a Pauline en el hospital y sabían lo que había sufrido. Evitaron hacer los comentarios habituales que acompañan la muerte de una persona joven. Sólo su madre pensó que no eran necesarios. Estaba demasiado afligida para preparar una merienda en memoria de Pauline y, como ésta era la única hija, no había nadie más en la familia que pudiera hacerlo. Se disculpó ante todo el mundo por romper el protocolo y los asistentes se dirigieron en fila india por el puente de la autopista hacia un bar de mala muerte.

Liam invitó al padre a una jarra de cerveza. Liam conocía a Pauline y le gustaba. Sabía lo que le había pasado.

– ¿Por qué coño has hecho eso? -le dijo Maureen en voz baja.

– Tranquila, cálmate -dijo Liam y sacó a Maureen del bar-. Le he echado dos ácidos. Le va a estallar la cabeza.

Maureen le dijo a Liam que tendría que aprender a controlarse.

– Y lo hice -dijo Liam-. Quería echarle ocho.

Unas semanas después, a Maureen le llegaron rumores de que el padre de Pauline había sufrido una especie de ataque esquizoide y que habían tenido que hospitalizarle por un breve período de tiempo.

Sintió que la sonrisa triste de Pauline le alegraba el corazón mientras iba por el camino de gravilla hasta la puerta lateral del hospital.

Encontró a Martin en la cantina del personal. Estaba de espaldas pero Maureen lo reconoció por los hombros anchos y los brazos musculosos. Tenía la piel de la nuca arrugada y castigada corno si hubiera estado trabajando al aire libre durante mucho tiempo. Comía una empanada grasienta y patatas fritas.

– Esa mierda te matará -dijo Maureen. Martin levantó la vista y le sonrió. Tenía el pelo rapado y canoso, lo que hacía que pareciera que tenía una aureola diminuta alrededor de la cara morena. Tenía los ojos rodeados de arrugas que le habían salido a fuerza de reírse.

– Hola, preciosa -le dijo.

Había empezado a envejecer en los dos años que hacía que Maureen no le veía: las orejas y la nariz parecían mayores; Alargó la mano por encima de la mesa para coger el bote de salsa y Maureen vio que tenía las muñecas hinchadas y que llevaba un brazalete de cobre. En las mejillas se le dibujaban venas rotas y de los lóbulos de las orejas le salían pelos blancos cuidadosamente peinados.

– ¿Cuánto tiempo tienes de descanso? -le preguntó Maureen.

– Todavía me queda media hora.

– ¿Puedo sentarme contigo?

– Me enfadaría si no lo hicieras.

Maureen fue a por una taza de té.

– Esta mañana me telefoneó una mujer llamada Louisa Wishart del Hospital Albert -dijo Martin cuando Maureen se sentó.

– ¿Sí?

– Llamó al despacho principal y tuvieron que avisarme por los altavoces. Me dijo que vendrías para visitar el hospital y que cuidara de ti.

– Espero que no te importe.

– No -dijo masticando su última ración de empanada y patatas fritas-. Me dieron un rato libre para hacerlo. ¿Es tu psiquiatra?

– Sí. Me dijo que había trabajado aquí. Pensé que la recordarías.

– Bueno -dijo Martin limpiándose la boca con una servilleta de papel-, eso explica por qué estuvo tan simpática. Todos han trabajado aquí en alguna ocasión. Debía de ser muy joven. Uno no se fija demasiado en los jóvenes.

– Lleva una gafas grandes que le cubren la mitad de la cara y hace esto… -Maureen juntó las manos y miró a Martin fijamente mientras le hacía una imitación exagerada de Louisa-. Tiene un poco de cara de pez.

– No, preciosa. No la recuerdo.

– Bueno, no vale mucho la pena recordarla.

– Pues no lo parece.

Martin no era un hombre afectuoso pero su tranquilidad natural era tan agradable que parecía afecto. Hoy no parecía estar muy colmado. No dejaba de mirar a su alrededor como si estuviera buscando a alguien. Maureen bebió un sorbo de té con una sensación creciente de inquietud. Martin la miró.

– Te vi en el periódico -le dijo.

Maureen se sonrojó.

– ¿Sí?

– Por eso has venido, ¿verdad?

– Sí.

– No tiene nada que ver con el tratamiento, ¿no?

– No.

– ¿Por qué lo cree ella?

– Le miento. Sobre casi todo.

– ¿Por qué?

– No quiero contarle nada. Es imbécil.

De repente, Martin se interesó por Louisa.

– ¿Es morena?

– Sí, y tiene mucho pelo.

– Ya me acuerdo. Estuvo aquí hace un par de años, sólo seis meses. Tienes razón. Era imbécil.

Se sonrieron.

– ¿Por qué sigues con ella?

– Mi familia se preocupa por mí, ya sabes, si no voy a algún psiquiatra.

– Voy a por una taza de té, preciosa. ¿Quieres otra?

Ella le dijo que no. Martin volvió con una pasta de té para Maureen. Era una galleta de malva recubierta de chocolate con leche.

Era el tipo de galletas que se da a los niños. Martin debía de pensar que era muy joven, pensó Maureen. Ella no sabía si estaba casado ni si tenía hijos. No daba información sobre sí mismo. No porque fuera reservado, simplemente no tenía la necesidad de crearse un contexto para justificar su vida. Maureen esperó que estuviera casado con una buena mujer, y que ésta le peinara las orejas velludas cada noche, y también esperó que tuviera hijos. Si los tenía, Maureen pensó que debía de-ser un buen padre.

– Sólo puedo contarte algunas cosas, preciosa -dijo-. De hecho, sólo te contaré lo que sé. No me interesan las habladurías, así que no sé lo que dicen los demás. ¿De acuerdo?

– Sí.

– Está ocurriendo algo muy malo y no quiero verme involucrado en ello, ¿vale?

– ¿Qué es eso tan malo?

– Ahora te lo diré pero tienes que prometerme que no se lo contarás a nadie.

– Prometido.

Martin la miró fijamente.

– Escucha, esto es muy importante, así que no lo digas por decir. No se lo cuentes a nadie.

– Sí, Martin, te prometo que no lo haré.

Pasó la mirada nervioso por la cantina.

– No sé quién está metido en todo esto. Podría ser que estuvieran aquí ahora mismo, observándonos.

– Entonces compórtate con naturalidad. Sólo he venido a visitar el hospital otra vez y tú eres un portero amable a quien le han pedido que me acompañe en mi visita. Yo no he pedido verte, mi psiquiatra te llamó, ¿recuerdas?

La expresión de Martin se relajó.

– Sí -dijo-, es verdad.

– Y si te avisaron por los altavoces y hablaste desde el despacho, hay mucha gente que lo sabe.

– Sí. Entonces vamos. Fingiremos visitar el hospital. Te enseñaré otra vez la parte antigua.

Martin dejó la bandeja en su sitio y las mujeres de la cantina se lo agradecieron.

La llevó a la sala Jorge III. Su mente estaba tan absorta en lo que Martin le había dicho que no le impresionó demasiado entrar allí otra vez.

– Te acordabas de la sala donde estuve -le dijo Maureen.

– Claro que sí -dijo Martin sin darle importancia.

Cuando estaban en el ascensor Maureen le preguntó si sabía en qué sala estaba Siobhain McCloud.

– En la Jorge I -contestó rápido, como si ya supiera que Maureen iba a preguntárselo-. Todas estaban en la Jorge I.

Visitaron la sala de lectura y la cantina de los pacientes. De camino hacia las salas de terapia prefabricadas, pasaron por los jardines. Ahora los parterres estaban vacíos. Eran parcelas hundidas en el césped bien cuidado llenas de terrones desnudos de barro helado, como si fueran cicatrices de sarampión. A Liam le gustaba sentarse allí con ella. Sacaban a Pauline y le daban cigarrillos. No le permitían fumar porque decían que le quitaba el apetito pero Maureen sospechaba que más bien era un castigo. La causa por la que Pauline se dejaba morir de inanición no era que no tuviera suficiente hambre.

Pasaron por las salas prefabricadas donde había tenido lugar la sesión con Winnie y volvieron a entrar en el edificio principal. Martin la llevó al montacargas. Era tan grande como para que entraran cómodamente tres camillas y sus ocupantes. Maureen repasó con la mirada el espacio de acero inoxidable.

– Nunca había subido en uno de éstos.

– No deberíamos utilizarlos pero siempre están libres.

Se cerraron las puertas y Martin apretó el botón del sótano. La iba a llevar a una parte del hospital donde no había estado. El ascensor bajó lentamente y las puertas se abrieron a un vestíbulo de techos bajos. Salieron, giraron a la derecha, cruzaron varias puertas cortafuegos y llegaron a una bifurcación. A la derecha, subía una rampa en un pasillo sin ventanas; a la izquierda, el corredor seguía bajando. Se dirigieron a la izquierda por un pasillo paralelo a la cocina. Uno de los fluorescentes funcionaba mal y parpadeaba nerviosamente. Una corriente de calor que olía a carne recocida y a salsa de bote llenaba el pasillo. A Maureen se le hacía la boca agua. Martin abrió una puerta vieja de madera a la izquierda del corredor.

– Pasa -le dijo Martin.

Entraron en un cuarto con forma de L. Uno de los lados estaba oscuro porque había una montaña polvorienta de bolsas con mantas de hospital. Martin la llevó detrás del montículo hasta una puerta pequeña. La abrió y pulsó un interruptor. Una bombilla iluminó la habitación diminuta. El techo bajo se inclinaba pronunciadamente hacia la izquierda y las paredes desnudas eran de piedra quebradiza. Detrás de una de ellas, Maureen oía un ruido bajo y continuo parecido al del motor de un barco.

En la habitación hacía calor, quizá porque estaba cerca de la cocina. En las paredes colgaban pósters de los años sesenta del club de fútbol Patrick Thistle. Al final del cuarto había un lavabo sólo con un grifo de agua fría. Delante, había una silla de hospital de metal con el asiento tapizado, que ocupaba una tercera parte del espacio del suelo. Junto a la pared había una pila de viejos periódicos sensacionalistas mal amontonados. Encima de una preciosa cajonera pequeña color caoba había unas bolsas de té, una tetera grande y una radio. Cada cajón tenía una placa de latón pulido para colocar una etiqueta. Martin vio que Maureen miraba la cajonera.

– -En los viejos tiempos, guardaban las medicinas ahí.

– ¿Éste es tu refugio?

– Sí. Nadie sabe que existe excepto yo. Aquí es donde me escapo a hacer el vago.

Maureen señaló los pósters del Thistle.

– No sabía que eras un fanático del fútbol.

Martin esbozó una sonrisa ancha y bonachona.

– Oh, sí. Soy socio, para mi desgracia.

El C. F. Partick Thistle, cuyos aficionados son conocidos como los Jags, es uno de los pocos equipos de fútbol de Glasgow que no está asociado a ninguno de los bandos sectarios de protestantes y católicos. A nivel local, sus seguidores son conocidos por su excentricidad pasiva pero excepcional y a nivel nacional el equipo es conocido por ser malísimo.

Martin le indicó con un gesto que se sentara en la silla, quitó las cosas del té que había sobre la cajonera caoba, las puso en el suelo y se agachó para sentarse encima. Parecía estar incómodo sentado tan bajo con sus grandes rodillas debajo de la barbilla. Sólo los separaban unos centímetros.

Martin empezó a hablar. Dijo que hacía algunos años había habido un problema en la sala Jorge I. Las mujeres que estaban ingresadas allí empeoraron. Resultó que alguien abusaba sexualmente de ellas. Sustituyeron a todo el personal y el problema desapareció, pero muchas de las pacientes no se recuperaron nunca. Martin había bajado tanto la voz que Maureen tuvo que inclinarse para escucharle por encima del fuerte ruido del motor al otro lado de la pared.

– Nunca había oído nada -dijo Maureen-. ¿Procesaron a alguien?

– ¿Has estado en la sala Jorge I?

– No.

– Dios mío, las pobres casi no pueden ni hablar. No podían llevarlas ante un juez. La mitad ni sabe cómo se llama.

– Entonces, ¿cómo lo descubrieron?

Martin fijó la mirada en algún punto distante más allá de la pared y se abrazó las piernas contra el pecho.

– Por las marcas. Las habían atado o algo así. Tenían heridas de cuerdas en el cuerpo. Y les hicieron daño… -Martin señaló hacia abajo.

– ¿Dónde?

– En la vagina… tenían cortes en la vagina.

– ¿Se los hicieron con un cuchillo?

– No lo sé. A uno no le gusta hacer preguntas sobre esas cosas. Siempre pensé que quizá sólo tenían miedo y que por eso estaban tan calladas.

Martin estaba llorando. Su rostro permanecía imperturbable.

– ¿No pensaron en hacer pruebas de ADN con el semen y compararlo con el de los posibles sospechosos?

– No había semen -dijo Martin-. Se ponía condón. Sabía perfectamente lo que hacía. -Su voz adquirió un tono peculiar, a medio camino entre un grito de desesperación y un gruñido-. Yo estuve allí cada día mientras sucedió. Ni me enteré. Ahora tengo los ojos bien abiertos.

– Vamos, Martin, ¿quién podría imaginar algo así?

Martin tosió y se secó la cara con las manos. Maureen quería tocarle. Podría alargar la mano sólo un poco y tocarle la mejilla morena, pero creyó que a Martin no le gustaría. Sería un gesto para consolarse a sí misma y no a él. Se abrazó con más fuerza a sus rodillas y fijó la mirada más allá de la pared.

– Si alguno de nosotros hubiera notado algo, podríamos haberlo evitado.

Maureen alargó el brazo y le tocó la mano con la yema de los dedos. Martin levantó la vista, desconcertado por la intromisión, y se soltó las rodillas. No tendría que haberle tocado.

– De todas formas -dijo Martin estirando las piernas-, no importa demasiado lo que yo sienta al respecto.

– ¿Saben quién lo hizo?

– No, pero a tu novio lo ataron, ¿verdad? -Maureen asintió con la cabeza-. ¿Con una cuerda? -Ella volvió a asentir-. ¿Sabías que estuvo aquí? -preguntó Martin.

– ¿Douglas estuvo aquí?

– ¿No lo sabías? Pensé que por eso habías vuelto. Hace dos semanas le pidió a Frank, el de recepción, que le diera una lista de las pacientes de la sala Jorge I. Dijo que estaba realizando un estudio para saber cómo evolucionaban. Frank es estúpido. Le contó a un montón de gente que el doctor Brady había venido. Frank ni siquiera está autorizado a dar ese tipo de información, así que él mismo se delató. Brady me parecía un hombre listo. Me sorprende que no tuviera el sentido común suficiente como para utilizar un nombre falso.

– Bueno…

– De todas formas, todos los que llevamos un tiempo trabajando aquí sabíamos qué era lo que buscaba porque sólo preguntó por las pacientes que estuvieron en la sala Jorge I en esa época. ¿Era estúpido?

– La verdad es que no, pero no se le daba muy bien mantener las cosas en secreto. Crees que le mataron porque tenía esa lista, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Se lo has contado a la policía?

– No.

– ¿Por qué no?

– No lo sé. -Martin se miró los pies-. No, es mentira, sí que lo sé. No quiero verme involucrado en este asunto. Ahora ya ha pasado y me asusta verme implicado en todo esto. -No intentó excusarse, pero su disculpa flotaba en el aire entre ellos-. ¿Douglas Brady estaba casado?-le preguntó.

– Sí.

– ¿Qué hacías saliendo con un hombre casado?

– Dios mío, Martin, ya ni me acuerdo. -Maureen había ocupado su tiempo, le había hecho recordar unos momentos dolorosos y le había tocado la mano. Se levantó-. Será mejor que me vaya -dijo Maureen.

Martin tuvo que pegarse a la pared para dejarla pasar. Salió después de ella, apagó la luz y cerró la puerta.

– Es un refugio muy agradable. ¿Cuánto hace que lo tienes?

– Hace años -contestó y la llevó a través del cuarto en forma de L y del pasillo de la cocina-. Hace muchísimos años. No se lo digas a nadie. Es mi secreto.

Fue con ella por el camino de gravilla hasta la carretera y la acompañó hasta la parada del autobús. Maureen sabía perfectamente dónde estaba la parada y le dijo que no hacía falta que fuera con ella, pero Martin le dijo que no tenía nada que hacer mientras ella estuviera allí y que se callara. Las hojas de los árboles del jardín del hospital cubrían la acera. Eran pequeñas hojas muertas incapaces de defenderse de los remolinos de viento provocados por los coches que pasaban a toda velocidad.

– Creo que es muy amable de tu parte que sigas con esa psiquiatra estúpida para que tu familia no se preocupe por ti -dijo Martin.

– Sólo lo hago para que no me agobien.

– Sí, bueno, hay mucha gente que hace cosas buenas por razones equivocadas. Pero aun así está bien.

Martin esperó con ella hasta que llegó el autobús y le ordenó que se cuidara.

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