30. Paulsa

Maureen llamó a casa de Leslie por si había llevado allí a Siobhain. Leslie contestó casi de inmediato. Le contó que habían intentado forzar la cerradura pero que el hombre no había entrado y que el niño le había dicho que le había asustado con sus gritos.

– Dios mío -dijo Maureen-. Creía que se trataba de un recuerdo.

– No, estuvo allí, a no ser que el niño sea un pequeño timador.

– Entonces, ¿parecía que habían intentado forzar la cerradura?

– Sí -contestó Leslie-. Y a juzgar por el estado en que se encuentra Siobhain, estoy segura de que él ha estado en el piso. No habla y no sé si es capaz de ver bien. Iría a buscarte pero me da miedo dejarla sola.

– No te preocupes. Estaré en tu casa dentro de un par de horas.

– De acuerdo, y trae algo de beber.

– ¿Qué?

– Algo barato y fuerte.

De camino a casa de Paulsa, Maureen se detuvo en un cajero automático e insertó su tarjeta. Sacó doscientas libras del dinero de Douglas y se las metió en el bolsillo de atrás de los pantalones para guardarlas aparte. No tenía la sensación de que ese dinero fuera suyo en absoluto. Todavía no sabía por qué se lo había dado.

Paulsa vivía en Saltmarket. El piso estaba al lado de un pub unionista que tenía la bandera inglesa pintada en una de las ventanas. Maureen nunca había estado en casa de Paulsa, ni en casa de cualquier otro camello aparte de la de Liam, y no sabía qué esperar. Pero la gente entraba y salía de las casas de los camellos continuamente, se dijo a sí misma, y no la mataban o violaban en el umbral. Y, de todas formas, era la hermana pequeña de Liam y Paulsa necesitaba aliados.

El piso tenía portero automático. Supuso que el timbre más sucio sería el de Paulsa y lo pulsó. El altavoz hizo un ruido y oyó una voz distante.

– ¿Sí? -contestó la voz.

– ¿Está Paulsa? -dijo Maureen, bajando el tono e intentando poner una voz áspera.

– ¿Paulsa? ¿Quién es Paulsa?

– Soy la hermana pequeña de Liam O'Donnell.

La puerta soltó un zumbido emocionado. Maureen la abrió de un empujón y subió al primer piso. Cuando estaba en el rellano, una de las puertas se abrió despacio. Paulsa la miró de arriba abajo. Tenía la cara de un color amarillo pálido, incluso el blanco de los ojos tenía un matiz amarillento. Llevaba unos vaqueros azul oscuro, unas zapatillas Nike último modelo y una camiseta Adidas naranja con una mancha marrón de comida. Tenía el aspecto de ser la última persona en el mundo que necesitara llevar ropa deportiva: no parecía que fuera a estar mucho tiempo entre los mortales. Sonrió despacio con la mandíbula abierta y Maureen le vio los dientes, los cuales, por cierto, estaban en muy mal estado: tenía el esmalte picado con manchas negras a intervalos regulares. Maureen se sintió como una de esas mujeres bienintencionadas de las parroquias que van a ayudar a los pobres.

– Eres la hermana pequeña de Liam -dijo Paulsa arrastrando las palabras.

– Sí.

– Te vi en el periódico. La camiseta que llevabas era muy elegante.

Paulsa volvió a sonreír a cámara lenta y su cabeza describió un círculo pequeño. Probablemente intentaba asentir. A este paso iban a pasarse toda la noche en el rellano. Maureen se acercó y él retrocedió despacio para dejarla entrar en el piso.

El salón tenía las paredes pintadas de un bonito color verde claro y un sofá y dos sillas marrones que parecerían nuevos, si no fuera por las quemaduras de cigarrillos que tenían en los brazos. Había una mesita de cristal llena de paquetes de papel de fumar, trozos de papel de aluminio, cerillas y cajetillas de tabaco vacías y rasgadas. En medio de aquel caos, como si fuera un centro de flores, había un encendedor de mesa de ónice cursi y absurdo. En el suelo y junto a un inmenso y llenísimo cenicero, había un par de cajas de pizza.

Paulsa entró en el salón cautelosamente de puntillas como si fuera un enfermo de Parkinson. Se dejó caer en el sofá, levantó la cabeza y le sonrió.

– Te vi en el periódico -repitió-. Tu hermano es un buen tío.

– Sí -dijo Maureen-. Lo es. Te la jugaste por él, Paulsa. Gracias, tío.

– De nada, colega.

Maureen no sabía si decírselo pero pensó que quizá no lo haría nadie más.

– ¿Te encuentras bien, Paulsa? No lo parece. Estás súper amarillo.

Paulsa hizo una mueca cómica y soltó una risita contagiosa.

– Me estoy volviendo japonés -dijo cantando-. Creo que me estoy volviendo japonés, sí, lo creo de verdad…

Levantó las manos y movió los dedos mientras cantaba la vieja canción de los Vapor y dirigía una mirada angelical hacia el techo. Se confundió y se puso a recitar la letra de «Echo Beach» de Martha and the Muffins. Estuvo cantando demasiado rato, se saltó la estrofa divertida, cantó la parte triste y se detuvo de repente justo antes de que llegara otra vez la estrofa divertida. Volvió a soltar una risita y se tapó la boca con la mano.

– Bueno -le dijo-, ¿en qué puedo ayudarte?

– Quiero comprar algo.

Paulsa lo meditó. Le llevó un rato.

– ¿Por qué no se lo pides a Liam?

Maureen se sonrojó.

– La verdad es que no puedo -dijo en voz baja-. Es para algo nefario.

– ¿Para algo nefario? -repitió Paulsa, disfrutando de cómo sonaba esa palabra desconocida-. ¿Qué es lo que quieres?

Maureen se lo dijo.

– ¿Qué vas a hacer con eso?-le preguntó él.

Ella empezó a contárselo pero Paulsa la interrumpió tras haber entendido de qué iba el asunto.

– No me cuentes más -le dijo, y parecía inquieto.

Se fue de puntillas a la cocina y volvió con una bolsa de plástico con lo que Maureen le había pedido.

– Puede que tarde una hora en hacer efecto.

Maureen le dio tres billetes de veinte del dinero de Douglas.

– No tengo cambio -dijo Paulsa, preocupado por si quizás ella quería quedarse allí hasta que lo tuviera.

– Tranquilo, Paulsa -le dijo Maureen, y se dirigió hacia la puerta-. Ya me lo darás otro día.

Paulsa la adelantó deprisa de puntillas y abrió la puerta, ansioso por que Maureen se marchara de su casa.

– Siento haberte asustado, Paulsa.

– Ojalá no me lo hubieras contado.

– Lo siento.

Maureen salió al rellano y Paulsa cerró la puerta deprisa. No tendría que habérselo dicho: había supuesto que a Paulsa no le afectaba nada. Se metió la bolsa de plástico en el bolsillo interno del abrigo y se lo abotonó.

Mientras subía en dirección a Argyle Street, donde paraban los autobuses hacia Drum, pasó por delante de una cabina y decidió llamar a Liz sólo para ver cómo le iba.

Contestó Garry

– Voy a buscarla -le contestó cuando Maureen le dijo que era ella.

Liz no se molestó en decirle hola ni en preguntarle cómo estaba.

– ¿Has recibido la carta que te ha enviado? -le preguntó.

– No.

– Quizás aún no te ha llegado. Te ha echado, Maureen.

– Mierda.

– ¿Has enviado la Baja?

– No -contestó Maureen-. No sé ni dónde la dejé. Bueno, ¿tú cómo estás, Lizbo?

– Bien.

Maureen quería tener una conversación reconfortante y normal, pero Liz notaba que la voz de Maureen estaba algo tensa y no quería hablar de cosas triviales con ella. A la mañana siguiente se iba a Tenerife y todavía tenía que preparar las maletas. Quedaron que irían a comer juntas algún día en un futuro incierto. Se despidieron con un adiós más diplomático que definitivo.

Maureen se paró en una tienda de bebidas alcohólicas y compró una botella de licor de melocotón. Hasta que sacó el dinero para pagar no reparó en que ya no tenía trabajo y que el viernes no cobraría su sueldo. No le parecía bien coger el dinero de Douglas. «A la mierda, -pensó-, ya me preocuparé luego», y también compró tabaco.

Mientras se dirigía a la parada del autobús, la imagen de los huevos de Douglas hizo que le doliera la garganta. Se quedó fuera de la marquesina, apoyada en el cristal de plástico, y encendió un cigarrillo. Apretó con fuerza los labios contra el filtro al darle una calada, empujando el dolor hacia su estómago, dejándolo para más tarde.


Leslie estaba sentada sola en el salón viendo la televisión. Estaba nerviosa y tenía una risa tonta.

– ¿Por qué estás tan alegre? -le preguntó Maureen.

– Bueno -sonrió Leslie-. Acabo de pasar todo el día con la Reina de la Tristeza. Ahora mismo me pegaría un tiro en el pie con tal de poder reírme un rato.

– Sí -dijo Maureen-. ¿Dónde está?

– En mi cama -contestó Leslie-. Tendremos que volver a dormir en el suelo -dijo, e intentó hurgar en el bolso de Maureen-. Un trago -le dijo-. Dame un trago.

– Espera, tranquila -dijo Maureen. Hizo que Leslie se sentara en el sofá y le contó que iba a llevar a Siobhain a Millport a pasar un par de días-. ¿Puedes venir con nosotras?

– No vamos allí a divertirnos, ¿verdad, Mauri?

– No -le contestó Maureen-. Voy a intentar hacer que salga, que nos siga, y arreglar este asunto de una vez por todas. ¿Vendrás?

– Te dije que estaría contigo -dijo convencida-. Iré.

Maureen encendió un cigarrillo.

– Al final me han echado -dijo-. Me tiene que llegar una carta a casa.

– ¿Por lo de la Baja?

– Sí. No me importa estar sin trabajo y puedo tirar del dinero de Douglas si las cosas se ponen difíciles, pero no puedo quedarme todo el día en casa pensando. Me volvería loca.

– ¿Por qué no haces de voluntaria un tiempo en la Casa de Acogida? Necesitamos ayuda extra con urgencia. Bueno, el comité tendría que aprobarte y todo ese rollo pero no creo que hubiera ningún problema.

– Sería genial -dijo Maureen.

– Puede que no trabajemos los mismos turnos y quizá sólo dure un par de meses más, ya lo sabes, ¿no?

– Sí. Quería decir que sería genial hacer algo importante.

Leslie la miró pensativa.

– He estado pensando -dijo-. Los miembros del comité presupuestario se reunirán dentro de un par de semanas. Si consiguiéramos que la gente escribiera cartas de protesta, quizá cambiarían su decisión.

– Sí, ¿y?

– Que me acordé de lo que hicieron las Guerrilla Girls en Nueva York.

Maureen esbozó una sonrisa larga y pedante.

– ¿Quieres organizar una campaña y pegar carteles?

Leslie levantó una ceja.

– Quizá funcione. ¿Tú qué crees?

– Podría pagarla con el dinero de Douglas: Me gustaría hacerlo. No sé en qué otra cosa podría gastármelo.

Cuando Maureen sacó del bolso la botella de licor de melocotón, Leslie salió corriendo hacia la cocina y trajo una botella de dos litros de limonada y un par de vasos. Se acomodaron en el salón para ver la tele y cogerse una buena cogorza. La programación no era muy buena así que Leslie puso una copia antigua de Enemigo público en el vídeo. La vieron mientras se bebían los dulces chupitos y se reían del peinado acartonado de Jean Harlow y de la actitud de machito de James Cagney. Cuando éste le pegó un puñetazo en la barbilla a su madre, Leslie se echó a reír tanto que se cayó del sofá. Fue hasta el baño a cuatro patas.

– Joder, tía -se rió-, estoy hecha polvo.

– ¿Quieres que le dé a la pausa?

– No, no quiero seguir viéndola.

Volvió con dos sacos de dormir.

– Hace dos días que no me lavo los dientes -confesó Maureen.

– Eres una cerda -le dijo Leslie, y puso los cojines en el suelo.

– Hoy tampoco me los voy a lavar.

– Qué guarra -dijo Leslie, y se metió en el saco de dormir. Maureen se quedó en bragas y camiseta, dejó el busca a su lado en el suelo y apagó la luz. Se entregó al sueño, borracha y confusa.

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