29. El niño

La pelota de fútbol rebotaba con fuerza contra la pared. Diez, once, ocho, siete, diez, once, ocho, tres, cuatro, y seguía. El hombre llevaba unos zapatos muy caros. Pasó a su lado y subió las escaleras. Dentro de un minuto, la cena estaría lista, la tele encendida y la casa, caliente. Los golpes en el piso de arriba sólo eran alguien que llamaba a la puerta.

Pensó en el dinero. ¿Qué era, otra libra si el hombre intentaba pegarla o aunque no lo intentara? No se acordaba pero el ruido venía de arriba.

Dejó la pelota en el suelo con cuidado, asegurándose de que no se iba rodando hacia fuera. No le dejaban salir y si la pelota se iba rodando tendría que esperar a que mamá la fuera a buscar. Subió las escaleras sigilosamente a cuatro patas y sacó la cabeza por la barandilla lo justo para verle los pies. El hombre estaba en la puerta. Oía unos arañazos. Al hombre le temblaban las piernas. El niño subió un poquito más las escaleras y vio que con las manos movía algo en la cerradura. Lo metía y lo sacaba deprisa. Pero no estaba aporreando la puerta como si fuera a darle una paliza a la mujer. El niño bajó al vestíbulo y miró fuera, con los pies dentro y sujetándose a la pared. Se asomaba para buscar a su madre. Pasaba gente todo el rato pero ella no estaba ahí fuera. Sólo era gente que volvía de trabajar o de hacer recados.

No era fuerte, pero lo oyó. Era una mujer con voz asustada. Conocía el sonido a la perfección. Venía del piso de arriba.

Se asomó fuera, abrió la boca y se puso a gritar. Se inclinó hacia adelante por el esfuerzo que estaba haciendo. Gritaba mucho y tan fuerte como podía y la cara se le puso roja. No decía nada, sólo gritaba.

Algunas mujeres que pasaban por la calle se acercaron corriendo y le sujetaron la cara entre sus manos. Le acariciaban e intentaban que se calmase pero no iban a poder consolarle. No paró de gritar hasta que el hombre de los zapatos caros pasó por detrás de las mujeres y salió a la calle. No se calló hasta que él se hubo marchado. De repente, dejó de gritar. La señora Hatih le dio un caramelo. Su padre le decía que no aceptara nada de los paquistaníes pero lo necesitaba porque le dolía la garganta de tanto gritar.


Leslie dejó a Maureen en el centro y volvió a casa de Siobhain. Duke Street, la carretera que va hacia el este, estaba colapsada. Se quedó en el carril exterior, serpenteando entre el tráfico inmóvil y disfrutando del balanceo y la energía de la moto.

Un niño pequeño estaba jugando con una pelota de fútbol en el vestíbulo del piso de Siobhain. Dejó de jugar cuando Leslie entró, sujetó la pelota con el brazo delgaducho y la miró.

– Hijo -le dijo Leslie-, ¿una mujer te ha dado una libra hace un rato?

– Sí -contestó el niño sonriendo-. Y he gritado muy fuerte.

– ¿Ha venido un hombre?

– Sí -dijo con una sonrisa ancha-. Se ha puesto a hacer algo en la puerta.

Leslie le dejó allí y subió corriendo los peldaños de las escaleras de dos en dos.

Aporreó la puerta de Siobhain y la llamó a gritos. El niño la siguió hasta el rellano. Miraba la puerta y agarraba el pantalón de piel de Leslie por la parte de atrás de las rodillas. La placa metálica de la cerradura tenía unos arañazos recién hechos, como si alguien hubiera intentado meter algo puntiagudo en el ojo.

– ¡Siobhain! -gritó Leslie-. Soy Leslie, la amiga de Maureen, nos vimos anoche. ¡Déjame entrar! ¡Abre la puerta!

Oyeron unos arañazos nerviosos mientras Siobhain descorría el pestillo. La puerta se abrió un centímetro y Siobhain miró fuera cuando vio que era Leslie quien llamaba, retrocedió y dejó que la puerta se abriera sola. Tenía los ojos vidriosos. Leslie entró en el recibidor, rodeó a Siobhain con sus brazos y le dio unas palmaditas en la espalda. El niño miró a Siobhain de arriba abajo.

– No le ha pegado, ¿no? -le preguntó a Leslie negando con la cabeza.

– ¿Cómo?

– Que no le ha pegado, ¿verdad?

La pregunta desconcertó a Leslie.

– No, hijo, no le ha pegado -dijo ella, y le cerró la puerta en las narices.

Leslie cogió una bolsa de plástico de la cocina y metió dentro unas braguitas, un cepillo de dientes y un jersey. Fue al tocador y echó dentro los botes de pastillas. Se aseguró de que Siobhain tuviera la llave del piso y le puso un abrigo grueso.

– ¿Has ido en moto alguna vez, Siobhain?

Ella no respondió. Leslie le abotonó el abrigo.

– Tú relájate y no te pasará nada, ¿vale?

Leslie puso las manos en las caderas de Siobhain y las movió de un lado a otro.

– Relájate y no nos pasará nada, ¿vale? Deja que sigan los movimientos de la moto.

Ayudó a Siobhain a bajar las escaleras.

– Ven aquí, hijo. La mujer me pidió que te diera esto.

Leslie le dio una libra.

– He hecho que parara-dijo con una expresión culpable en su mirada.

Leslie le dio un beso en la cabeza.

– Ya lo sé, hombretón -le dijo Leslie-. Ya lo sé.

Le ató el casco a Siobhain y la ayudó a pasar la pierna por encima del asiento. Siobhain estaba tan asustada que tenía el cuerpo rígido. Sería como llevar una nevera en la moto.

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