4. Elsbeth

En cuanto Joe McEwan apareció en lo alto de las escaleras, Maureen vio que aún seguía enfadado con ella. La miraba fijamente a medida que bajaba con firmeza los escalones e iba directo al mostrador. Se acercó demasiado a ella, con una actitud amenazadora, y Maureen tuvo que torcer el cuello hacia atrás para poder verle bien.

– ¿Se ha puesto en contacto con su hermano? -le espetó.

– Sí -contestó Maureen-. Aquí está.

Liam dio un paso al frente y sonrió. McEwan vio que era el tipo desaliñado que había estado esperando en el vestíbulo, el mismo que había llevado a Maureen O'Donnell en su Triumph Herald rojo hasta Maryhill. La miró frunciendo el entrecejo. Se abrieron las puertas de vaivén junto a las escaleras y aparecieron Inness y el hombre pelirrojo, que saludaron a McEwan con un movimiento de cabeza conspirador.

McEwan miró a través de las puertas de cristal.

– Usted irá con ellos -ordenó.

Ni Maureen ni Liam sabían a cuál de los dos se refería. El hombre pelirrojo le dio a Liam un golpecito en el hombro y moviendo la cabeza señaló la puerta junto a la escalera para indicarle que fuera hacia allí. Liam se giró para mirar a su hermanita, que todavía estaba junto al mostrador y parecía frágil y desnutrida a la sombra de ese policía tan alto. Liam alzó nervioso el pulgar hacia Maureen y ésta, con un gesto estúpido, le dijo adiós con la mano.

– Usted viene conmigo -dijo McEwan refunfuñando. Subió las escaleras con fuertes pisadas y la llevó de nuevo por el estrecho pasillo.

El sol radiante del mediodía entraba por la ridícula ventana de la sala de interrogatorios y chocaba contra la pared por encima de la grabadora, formando una mancha de luz amarilla. Un agente joven y desgarbado les esperaba sentado a la mesa. Sonrió a McEwan cuando éste entró en la sala. McEwan le devolvió la sonrisa con un gruñido. Desconcertado por el humor de perros que mostraba McEwan, el joven agente se dirigió con timidez hacia Maureen y se presentó. Habló con voz tan baja que no pudo descifrar su nombre. Le pareció que decía No-sé-qué McMummb. Tenía el pelo castaño oscuro y, haciendo juego, un lunar del mismo color en la mejilla izquierda, del que salían tres pelos desagradables como si fuesen las patas de un minúsculo taburete para ordeñar. Llevaba un flamante traje.

Maureen tomó asiento al otro lado de la mesa, lejos de la puerta. McEwan se sentó y extrajo de su bolsillo una libreta fina con tapas de cuero, la puso sobre la mesa y sacó un lápiz delgado del lomo. Encendió la grabadora y se inclinó hacia ella para decir quién estaba presente en esta ocasión en el interrogatorio. Maureen estuvo atenta al nombre de McMummb pero McEwan bajó la entonación al final de la frase y ella se quedó sin entenderlo.

– ¿Han comprobado la calefacción de la casa? -preguntó.

McEwan levantó la libreta y empezó a hojearla.

– La calefacción se enciende mediante un temporizador -dijo.

– Sí, pero no lo había programado hacía…

McEwan la interrumpió.

– ¿Estaba bebida cuando llegó a casa anoche, señorita O'Donnell?

– Bueno, sí -dijo, sorprendida por el tono de confrontación de la voz de McEwan.

– Ahora no parece estar muy segura. Esta mañana sí lo estaba cuando dijo que no vio el cuerpo porque se había ido directa a la cama. ¿Estaba o no estaba bebida?

– ¿Qué tiene que ver el hecho de que estuviera bebida con la calefacción central?

– ¿Es posible que la encendiera al llegar a casa?

– Sé que no lo hice -contestó dócilmente.

McEwan no le hizo caso y anotó algo en su bloc de notas. Maureen decidió intentarlo de nuevo.

– Cuando llego a casa borracha, tengo cosas mejores que hacer que perder el tiempo con la calefacción.

– ¿Como qué?

– No sé -sonrió en un intento por llevarles a un terreno más amistoso-. Como desmayarme.

McEwan la miró, ocultando levemente su desaprobación.

– Estaba bebida, ¿verdad?-preguntó.

La conversación no iba a ser amistosa, ahora lo sabía. McEwan apoyó los brazos en la mesa y entrelazó los dedos. La miró fijamente y se pasó la punta de la lengua por la muela del juicio.

– Nos contó que Douglas trabajaba en la clínica Rainbow -dijo de repente-. ¿Era su psiquiatra?

– No -negó Maureen con contundencia para defender el honor de Douglas, insultado implícitamente-. Nunca lo fue.

– Bueno -dijo con un tono de enfado en su voz-, su madre nos ha dicho que ha estado en tratamiento psiquiátrico.

– Bueno, sí -dijo Maureen incómoda. Sabía que McEwan iba a abordar sus problemas psicológicos para desarmarla y le estaba funcionando. La mayoría de la gente que no tiene experiencia con las enfermedades mentales no las tratan como algo que forma parte de un conjunto. Su punto de vista es ellos y nosotros, los chiflados y el resto de la gente-. Estuve ingresada en el Hospital Northern cinco meses en el noventa y uno -dijo- y he ido al psiquiatra. De hecho, por ninguna razón en especial. Sólo por si acaso.

McEwan no habló ni apartó la mirada. Se le daba mucho mejor que a Inness. Maureen centró su atención en el caballete de la nariz de McEwan.

– Por si acaso, ¿qué? -preguntó McEwan al fin.

– Tuve una crisis. Por eso me ingresaron en el Northern. El psiquiatra sólo formaba parte de un seguimiento, por si volvía a suceder. No es que vaya a… Sólo por si acaso… Ya sabe.

– No, no lo sé -dijo McEwan en un tono nada amistoso-. ¿Para qué necesitó tratamiento?

Maureen los miró. No-sé-qué McMummb parecía fácil de impresionar, probablemente era un novato. Observaba a McEwan atentamente, su expresión reaccionaba a las respuestas de Maureen como si él mismo llevara el interrogatorio y miraba a McEwan de vez en cuando, desesperado por obtener alguna señal que demostrara su aprobación. Y McEwan estaba ahí sentado entre los dos, con las manos juntas y el gesto orgulloso y confiado. Era una lucha para la que se buscaba un campo de batalla. «Que le jodan», pensó Maureen, «si es tan listo, que lo descubra él sólito».

– Para la depresión -contestó. No era exactamente una mentira, era más bien una verdad a medias y no compartir toda la información con él hizo que se sintiera más fuerte y confiada, como si todavía llevara las riendas de su vida por mucho que McEwan estuviera autorizado legalmente para inmiscuirse en ella. Puso las manos sobre la mesa y empezó a jugar con un billete de autobús que había encontrado en el bolsillo del pantalón de chándal de Jim Maliano.

– ¿Y a qué psiquiatra va ahora?

– No voy a ninguno -dijo y disfrutó sintiendo que tenía el control de la situación.

McMummb parecía sorprendido.

– Su madre nos ha dicho que va al psiquiatra -dijo McEwan.

– Mi madre bebe demasiado, y demasiado a menudo. Está en la luna casi todo el tiempo.

Una pequeña sonrisa afloró al rostro de McEwan.

– Si sufriera una crisis, ¿cómo lo sabría?

– No voy a tener ninguna, si es a eso a lo que se refiere. Cuando los depresivos tenemos una crisis, resulta evidente. No funcionamos, no podemos salir de casa. Si tuviera una crisis, lo sabría al momento.

McEwan miró a McMummb, que debía de haber asistido a un cursillo de psicología en dos días. Asintió con la cabeza a modo de confirmación y McEwan se volvió hacia Maureen. McMummb se recostó en la silla y el placer que le provocó la deferencia de McEwan hizo que se sonrojara.

– Bien -dijo McEwan, sin notar la alegría de su protegido- ha dicho que Douglas trabajaba en la clínica Rainbow.

– Sí.

– ¿Y no estuvo nunca allí?

– Fui un par de veces a verle, pero nunca como paciente.


Había ido a la Rainbow a que Angus, el compañero de Douglas, la visitara en dos ocasiones antes de que la enviaran al Hospital Albert con Louisa, pero sabía que no descubrirían que había mentido. Cuando salió del Northern la mandaron a un psiquiatra de una pequeña clínica en la Great Western Road que resultó ser un capullo. Se sentaban uno frente a otro. Él ponía una mirada triste y aburrida mientras le hacía preguntas inductivas acerca de los sucesos más dolorosos de su vida. Llevó la técnica silencio-pregunta demasiado lejos y se negó a aceptar que no funcionaría con Maureen. Pasaban la mayor parte de las sesiones mirándose en un silenció triste y de confrontación. Maureen empezó a llamar a otras clínicas para buscarse otro psiquiatra.

Sacó el número de la Rainbow de las páginas amarillas. La clínica ofrecía un programa externo para víctimas de abusos sexuales y dejaba que sus pacientes utilizaran un nombre falso si así lo deseaban. Maureen se hizo llamar Helen y nadie excepto Douglas sabía su nombre auténtico. Joe McEwan sólo podría descubrir que había sido paciente de la Rainbow a través de Louisa Wishart del Hospital Albert.

La primera vez que fue a la Rainbow, Maureen se puso a hablar con Shirley, la recepcionista. Ella le presentó a Douglas cuando entró en la sala de espera para comprobar las consultas de ese día. Maureen no volvió a pensar en él. Llevaba cuatro meses fuera del hospital y tenía miedo de sufrir otra crisis. Tenía la cabeza ocupada con otras cosas.

Después de su última sesión con Angus Farrell, mientras esperaba en la parada del autobús enfrente de la clínica, Douglas pasó con el coche, se detuvo y se ofreció a llevarla a la ciudad. Estaba molesta, en medio de la nada, y tenía que esperar una hora a que pasara el siguiente autobús. En el coche, se pusieron a hablar y fueron a tomar una copa. Se bebió varios whiskies triples mientras él estaba en el servicio. Se despertó a las cuatro y diez de la madrugada, con la cara iluminada por un potente rayo de luna, justo a tiempo para ver a Douglas forcejeando con los pantalones al borde de la cama.


– Bien-dijo McEwan, y se inclinó sobre un archivador de cartón que había junto a su silla, extrajo una bolsa de polietileno y la puso encima de la mesa.

– ¿Es suyo?

El impermeable amarillo de plástico estaba doblado pulcramente dentro de la bolsa, abierta por uno de los lados. Habían lavado gran parte de la sangre pero el cordón blanco de la capucha tenía un color rosado desigual. En una etiqueta rectangular pegada sobre una esquina de la bolsa había escrito un número larguísimo. McEwan murmuró algo a la grabadora.

Maureen no quería tocarlo, no quería ni tocar la bolsa. Apartó las manos de la mesa y las descansó sobre su regazo.

– No es mío-dijo.

McEwan percibió su incomodidad. Le acercó la bolsa con la punta de los dedos.

– ¿Seguro?

– Seguro.

– ¿Lo había visto antes de esta mañana?

– No.

McEwan devolvió el impermeable al archivador, sacó una bolsa más pequeña y la tiró sobre la mesa. Dentro había cuatro trozos de cuerda ensangrentados.

– ¿Sabe de dónde ha salido esto?

Maureen los miró. Eran de nailon reluciente y estaban teñidos de rosa como el cordón del impermeable. Eran demasiado gruesos para que procedieran de las cuerdas del tendedero de la cocina. Repasó mentalmente el piso.

– No -dijo al fin-. No se me ocurre de dónde ha podido salir. ¿Son de mi casa?

– No se trata de una pregunta trampa -dijo McEwan-. Queremos saber si puede identificarlos antes de que empecemos a investigar de dónde han salido. ¿Los había visto antes?

– No.

Guardó la bolsa y sacó otra.

– ¿Son sus zapatillas?

Maureen miró la bolsa. Dentro estaban sus zapatillas etiquetadas y selladas. Le dio la vuelta. Las suelas todavía mostraban marcas de sangre seca.

– Sí, son mis zapatillas pero no entiendo cómo puede haber sangre en ellas. Las dejé en el armario. Hace días que no me las pongo.

– ¿Pero son suyas?

– Sí, son mías.

McEwan devolvió la bolsa al archivador y lo cerró con una tapa de cartón. Maureen puso los cigarrillos de Benny sobre la mesa, sacó uno de la cajetilla y lo encendió.

McEwan la observó con hostilidad mientras se fumaba el pitillo.

– Quiero preguntárselo otra vez -dijo-. ¿Entró en el salón cuando vio el cuerpo?

– No. Seguro que no entré.

– ¿Se metió en el armario del recibidor?

McMummb dirigía emocionado su mirada de Maureen a McEwan y de éste a aquélla otra vez. Estaba claro que la pregunta era importante.

– No. No me metí en el armario.

– Bien -dijo despacio, anotó algo en su libreta, y remató la frase con un punto-. De acuerdo, otra cosa. ¿Tiene idea de dónde pueden estar las llaves de Douglas?

Lo pensó unos segundos.

– Las tenía él, no lo sé. ¿No las llevaba en el bolsillo?

– No. ¿Tenía la costumbre de dejarlas en algún sitio cuando entraba, digamos, en la mesa de la entrada, o algún sitio por el estilo?

– No. Se guardaba las llaves en el bolsillo. ¿Está seguro de que no las llevaba encima?

– No. Las hemos buscado a conciencia.

– ¿No estaban en el bolsillo de su chaqueta?

– «A conciencia» normalmente también significa haber mirado en todos los bolsillos -dijo McEwan con un tono de desprecio.

Pensó en ello con un sentimiento de pánico creciente.

– ¿Pudo el asesino habérselas llevado?

McEwan se encogió de hombros.

– No sabemos dónde están -dijo.

Maureen se hundió en su silla.

– Dios mío, ese tipo tiene llaves de mi casa.

– Parece estar muy segura de que fue un hombre, Maureen.

– Es una suposición.

– Claro que puede ser que no llevara las llaves encima -McEwan hablaba despacio, la observaba para ver su reacción-. Pudo haber entrado en la casa de otra forma.

– Yo no le abrí, si es eso lo que insinúa -dijo Maureen-. Me acordaría.

– Sí-dijo McEwan, que golpeaba ruidosamente el lápiz delgado contra la mesa. Levantó la mirada y le sonrió-. ¿Conoce a la esposa de Douglas, Elsbeth Brady?

– No.

– ¿No se han visto nunca?

– No.

Le pidió que repasara lo que había hecho el día anterior por la mañana y por la tarde. Maureen repitió los detalles que le había dado a Inness en su casa esa misma mañana. Había ido a trabajar a las nueve y media y no había salido hasta las seis. McEwan le preguntó con cautela si había salido de la taquilla en algún momento, para comer, por ejemplo. No había salido, estaba segura. Había estado en la taquilla con Liz todo el día, podían preguntárselo si querían.

– Lo haremos -dijo McEwan y cerró la libreta-. Por cierto, su madre ha estado llamando todo el día. Insiste en hablar con usted. Le sugiero que la llame. Está cada vez más y más… angustiada.

– De acuerdo. -Maureen sabía perfectamente cómo estaba Winnie cada vez más y más-. Siento que les haya estado molestando.

McEwan no le dio mayor importancia.

– Hablando de madres, ¿conoce a la madre de Douglas Brady?

– He visto su foto en el periódico.

– ¿Pero no la conoce personalmente?

Maureen negó con la cabeza.

– Bueno -dijo McEwan-, intentaremos que la prensa no se meta en esto mientras nos sea posible, pero lo ocurrido despertará mucho interés al ser ella eurodiputada. No quiero que hable con ningún periodista.

– De acuerdo -dijo y su corazón se encogió al pensar en la propensión de Winnie la Borracha a hablar y hablar y hablar. Maureen no podría estar con ella todo el día, y los temas preferidos de Winnie la Borracha eran los secretos familiares y la mierda de hijos que tenía.

Maureen le dio a McEwan el nombre, dirección y número de teléfono de Benny No iban a dejar que fuera a su propia casa si no había allí ningún policía; si quería ir a buscar cualquier cosa tendría que llamar antes y ellos mandarían a un agente para que estuviera presente.

– ¿Porqué?

– Por si altera alguna prueba que todavía no hayamos encontrado.

– ¿No sospecharán de mí?

– Aún no sabemos quién lo hizo -dijo, pero miró el bolígrafo de una forma que parecía que sí lo sabían.

Cuando McEwan la acompañaba a la salida, se cruzaron con Elsbeth en el vestíbulo. Era menuda, rubia y llevaba el pelo corto. Tenía facciones angulosas y una buena figura. Y tenía los ojos rojos. Durante los últimos ocho meses, la pobre Elsbeth había sido la causa de un sentimiento de culpa que le revolvía las tripas: Maureen tenía la sensación de que le estaban haciendo algo horrible. De hecho, esa sensación había ido creciendo a medida que sus sentimientos hacia Douglas fueron cambiando. Ver la foto de Elsbeth en el periódico lo empeoró: ahora su sentimiento de culpa iba asociado a un rostro. Parecía que Douglas no pensaba en ello. No se inmutaba cuando Maureen le decía que se sentía culpable; actuaba como si estuviera haciendo una montaña de todo aquello; era como si Maureen fuera la infiel y no Douglas. Cuando Maureen vio a Elsbeth en persona por primera vez, se mareó y sintió mucho calor. Intentó pasar sin que la viera pero Elsbeth la cogió del brazo.

– ¿Lo hiciste tú, Maureen? -le preguntó.

Maureen se quedó de piedra. Elsbeth no tendría por qué saber quién era ella.

– No -respondió, con un gran sentimiento de culpa e incomodidad.

– Yo tampoco -dijo Elsbeth. Su rostro se entristeció de repente y se dirigió lentamente hacia Joe McEwan, que estaba al pie de las escaleras. Muerta de miedo y temblando, Maureen se volvió con dificultad hacia la puerta.

– ¿Maureen? -dijo Elsbeth con una voz tensa y ronca-. ¿Me esperarás?

– Si es lo que quieres -dijo Maureen, aguantándose las ganas de gritar y salir corriendo de allí.

McEwan le sonrió pero cuando Elsbeth se dio la vuelta frunció el ceño y le hizo una señal con la mano para que se marchara. Maureen les observó subir juntos las escaleras. Elsbeth llevaba el jersey de lana que Maureen le había regalado a Douglas por su último cumpleaños.

Salió de la comisaría, cruzó la calle y se dirigió a las tiendas que había dos manzanas más allá. Había decidido prepararle la cena a Benny para darle las gracias por dejar que se quedara en su casa. Decidió comprar mazorcas de maíz, calabacines y pimientos verdes para añadir a la salsa de tomate. Los ajos parecían tener ya un tiempo y estaban grillados. Le preguntó a la dependienta si tenían más en la trastienda y examinó lentamente el local. El corazón empezó a latirle más deprisa mientras pagaba. Dejó el carrito en su sitio y enfiló las dos manzanas corriendo, cruzó deprisa la carretera y llegó a Stewart Street justo en el momento en que Elsbeth salía por la entrada principal de la comisaría. Elsbeth no se sorprendió al verla allí: daba por hecho que la gente hacía lo que ella decía y a Maureen eso le molestó.

– Vayamos a mi casa -dijo, sin levantar la vista, y Maureen la siguió hasta un taxi negro que estaba esperando.

El taxista se dirigió al oeste por la Great Western Road. El tráfico era denso para aquellas primeras horas de la tarde, y el taxi tuvo que detenerse en tres semáforos seguidos.

Elsbeth y Maureen estaban sentadas tan lejos la una de la otra como les permitía el asiento trasero y miraban en silencio por sus respectivas ventanillas cómo los peatones se ocupaban de sus cosas.

– ¿Cómo sabías quién era? -preguntó Elsbeth y su voz penetrante rompió el silencio que se había creado entre ambas,

Maureen se volvió hacia ella e intentó atraer su mirada pero Elsbeth seguía mirando por la ventanilla.

– Vi una foto tuya en el periódico -dijo con tranquilidad-, durante las pasadas elecciones. Salíais tú y Douglas delante de un hotel.

Elsbeth posó la mirada en su regazo y apretó los dientes.

– ¿Y tú cómo me reconociste?-le preguntó Maureen.

– Vi una foto tuya -dijo Elsbeth-. Estaba en la cartera de Douglas. Llevabas un gorrito de fiesta en la cabeza.

Dios mío, la foto del gorrito. Douglas se la había quedado porque pensó que era muy divertida. Maureen estaba borracha y fumaba, y se reía a mandíbula batiente, y llevaba un gorrito puntiagudo lila del que colgaban varios trozos de serpentina. Se había puesto la goma del gorrito por debajo de la nariz, lo que hacía que se la levantara y pareciera la nariz de un cerdito. Debió de ser el insulto final para la perfecta Elsbeth, relegada al papel de cornuda por una borracha ordinaria y de mejillas encendidas.

El West End es el barrio universitario de Glasgow y se concentra alrededor de Byres Road, una calle ancha al pie de la colina donde se encuentra la universidad neogótica. Uno de cada tres locales es una tienda de comestibles o un bar. Cuando Maureen estaba en la universidad trabajaba en un bar del West End y a menudo la gente pensaba que era una actriz en paro. En esa época era joven y se lo tomaba como un cumplido.

Cuando se aproximaron a la universidad, el taxista dejó la Great Western Road y tomó una calle cuesta arriba. A un lado, había bloques de pisos de hormigón amarillento y, al otro, una vistosa barandilla de hierro colado que impedía el acceso al margen empinado del río Kelvin. El taxista estacionó a un lado de la calzada y paró el taxímetro.

Elsbeth se detuvo frente a uno de los bloques y sacó las llaves. Abrió la puerta principal y entraron en un vestíbulo de paredes recubiertas hasta la altura del hombro con baldosines de un verde reluciente y rematados con una cenefa con rosas estilo Mackintosh. La elegante decoración acababa bruscamente en el primer piso y la sustituía una capa de pintura esmalte verde.

Se detuvieron en el segundo piso. Elsbeth metió la llave en la cerradura de la puerta y dejó que ésta se fuera abriendo, mostrando un recibidor enorme con suelo de madera de pino natural. Era el mayor recibidor que Maureen había visto.

– Pasa -dijo Elsbeth, haciendo un gran esfuerzo para sacar la llave de la cerradura y disfrutando con la cara de sorpresa de Maureen-. Te enseñaré el piso.

Elsbeth la llevó por todas las habitaciones y le mostró los muebles poco corrientes y sus objetos preferidos. El piso tenía los techos altos y decorados en exceso. Había pocos muebles pero caros. Todos los cuadros del salón eran grabados de Miró, pero Maureen creyó que se debía más a una decisión decorativa que a una pasión.

Aunque lo intentaba, a Elsbeth se le daba mal esconder su desconcierto. A Maureen le cansaba su tono de voz indignado. La había impresionado que Elsbeth le hablara y le hiciera preguntas: pensó que realmente iban a hablar, pero ahora la trataba como a una vecina recién llegada y Maureen se comportaba como tal.

Fueron a la cocina, grande y luminosa. Elsbeth sacó una botella de agua de la nevera y abrió un armario lleno de vasos. Durante unos segundos, mantuvo la mano suspendida sobre los vasos normales. Se puso de puntillas, movió la mano hacia un lado y escogió una cara copa de vino roja y verde de un juego de seis. Se sirvió el agua y devolvió la botella a la nevera sin ofrecerle a Maureen.

Colgado en la pared junto a la barra de la cocina había un montaje fotográfico enmarcado. Había algunas fotos en las que se veían grupos de amigos sentados a una mesa cubierta con restos de cenas pasadas. Mientras Douglas se sentaba solo a leer o a comer vería fotos en las que el sol resplandecía en aquellos lugares donde habían pasado las vacaciones.

Sólo había dos fotos en las que Douglas y Elsbeth estaban juntos. Una pertenecía a un día de Navidad ya lejano: estaban sentados juntos en un sofá marrón y miraban una tostadora nueva que Douglas sostenía sobre las rodillas. Una solitaria borla de navidad colgaba de la pared, detrás de él. La otra era de su boda. Era una fotografía informal: estaban en un jardín, hablando con un hombre mayor, de negro, que podría ser el cura. Elsbeth se reía y parecía frágil y hermosa con un vestido blanco y sencillo, largo hasta los pies. Cogía a Douglas por la cintura. Él a ella no. Tenía los brazos a los lados y una expresión que era una mezcla familiar de desaprobación y entretenida arrogancia. A veces, cuando llevaba un par de copas encima, miraba a Maureen con esa cara; hacía que ella se sintiera como si hubiese hecho algo increíblemente estúpido. La mayor de las fotografías en color era de la madre de Douglas. El grupo de personalidades que la rodeaba miraba algo con el ceño fruncido a la izquierda del fotógrafo. Ella sujetaba un ramo de flores y miraba a la cámara. Una sonrisa pétrea, que decía «saca la foto ya», dominaba su rostro. Elsbeth la vio mirar esa fotografía.

– Una mujer extraordinaria -sonrió-. Mi intención es recortar la foto para quitar a los demás, excepto a Jacques Delors, por supuesto. No creo que se tomara a bien que lo recortara.

Soltó una carcajada sonora y enlatada. Maureen también se rió porque lamentaba haberse follado al marido de esta mujer y al hijo de aquella otra.

Se iba haciendo evidente que nadie había invitado a Maureen a tomar parte en un intercambio sincero de buenos recuerdos. Se subió a un taburete cojo de la barra de la cocina y se armó de valor como buena penitente. Elsbeth se sentó frente a ella y respiró hondo. Quería que Maureen supiera que Douglas había tenido una serie de aventuras y que ella estaba enterada de todo. Él le había dicho que había aceptado un trabajo en Peebles en una clínica privada para drogadictos, de ahí que no durmiera en casa los lunes por la noche. Pero a él nunca le había interesado ese tipo de trabajo. Ganaban entre los dos 65.000 libras al año, así que no necesitaban el dinero.

– Ya lo ves -dijo Elsbeth, revistiendo de amabilidad su propósito de venganza-, tan sólo eres la última de una larga lista de mujeres.

– Sí -dijo Maureen con resignación-. Lo suponía. ¿Soy la primera que conoces?

– ¡Qué va! -negó, sin ser consciente de la imagen tan lamentable que daba de sí misma-. No, no eres la primera.

Entonces, pensó Maureen, ¿por qué coño mantenían esta conversación tan frivola e indiferente, como si nada importase, como si a Douglas no le hubieran cortado el cuello unas horas antes? Dejó a un lado sus divagaciones. «Es el momento de Elsbeth», se dijo, «es su triunfo. Deja que lo saboree. Sé amable». Maureen intentó imaginar cómo sería estar casada con un mujeriego, cuánta amabilidad le quedaría a ella después de vivir una década con Douglas.

De repente, le vino la imagen de la segunda noche que pasaron juntos. Él se había pasado por su casa, aparentemente para disculparse, pero se había quedado. Maureen había vuelto al salón con un vaso de agua y le había visto recostado donde lo había dejado. Parecía la imagen de la Olimpia de Manet. Tenía los pantalones bajados hasta las rodillas y la camiseta subida hasta el pecho, toda arrugada, mostrando con indiferencia su ardiente erección. No tenía la polla redondeada sino extrañamente rectangular, al igual que el culo, que tenía una forma curiosamente geométrica. Pero lo que recordaba con mayor cariño era la forma obscena y desvergonzada con la que Douglas la había mirado. Maureen se había arrodillado a su lado y se había inclinado para apoyar la cara en la piel suave y caliente de su velluda barriga.

Sentada frente a Elsbeth, intentando mantener la compostura, podía sentir el vello del pecho de Douglas rozándole la cara, arriba y abajo, arriba y abajo.

Elsbeth tenía un empleo magnífico. Trabajaba en el Departamento de Artes Gráficas de la BBC. Hablaba de la cadena como si se tratara de un amigo íntimo de la familia.

– ¿A qué te dedicas? -preguntó. La sonrisa dibujada en sus ojos sugería que ya lo sabía.

– Trabajo en las taquillas del Teatro Apolo.

– Ah.

Maureen se había fumado dos cigarrillos sin tomar nada más que una taza de té y sentía que le apestaba el aliento. Una década de humillaciones mezquinas y un marido infiel y asesinado no harían que compadeciera a Elsbeth.

Cuando la acompañó a la puerta, Elsbeth le preguntó si Douglas le había dado dinero.

– No -dijo Maureen con rapidez.

Creyó que Elsbeth quería seguir avergonzándola hasta que percibió una expresión llena de inquietud en su rostro. La pregunta escondía algo más. Elsbeth buscaba algo. Buscaba dinero desaparecido.

– Bueno -dijo Maureen, como si estuviera pensando en ello-, ¿cuándo?

– ¿Hace un par de días?

– Cincuenta libras -mintió Maureen.

– ¿Sólo cincuenta?

– Sí. ¿Quieres que te las devuelva?

– No, no. No pasa nada.

Maureen se fue del piso con la sensación de verse envuelta inconscientemente en un círculo barriobajero de cambios de pareja. Ese pensamiento la deprimió sobremanera.

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