5. El café Equal

Fue caminando las tres manzanas que la separaban de Byres Road con la cabeza llena de imágenes de Douglas; Douglas deambulando por su elegante apartamento en el West End; Douglas en la cocina de Maureen comiendo panecillos con bacon; Douglas muerto, atado a la silla, degollado. Dejó de andar de repente y cerró los ojos. Se los frotó con fuerza para intentar borrar esa imagen.

Si se hubiera puesto al teléfono en el trabajo el día anterior, quizá Douglas le habría dicho por qué no estaba en la clínica trabajando, quizás habría mencionado a alguien, algo que le diera sentido a toda esta situación. Pensó en ello de forma realista: Douglas le habría mentido y habría dicho que no pasaba nada. Al hablarle de Leslie, él le habría preguntado primero por su sesión con Louisa y después si se iban a emborrachar. Pero no podía descartarlo por completo. Le preocupaba que hubiera llamado desde un teléfono público y le molestaba que lo hubiera hecho tres veces. Tendría que haber estado en el trabajo.

La cabina telefónica de Byres Road estaba en perfecto estado. Aceptaba tres formas de pago y la pantalla digital ofrecía sus opciones en francés y alemán. Escuchó la señal sin respuesta en casa de Benny durante un rato y luego, en un momento de flaqueza, llamó a Leslie. Dejó que el teléfono sonara hasta que se cortó la señal y pulsó la tecla de rellamada. Colgó al segundo tono. No podía hablar con Leslie sin necesidad, y el necesitarla aún haría que se sintiera peor. «Leslie tenía que preparar la apelación, -se dijo-, cálmate». Llamó a McEwan a la comisaría. La recepcionista pasó su llamada a un despacho. Un hombre de voz angustiada le dijo que el inspector jefe Joe McEwan estaba ocupado.

– Soy Maureen O'Donnell. Yo… Han asesinado a un hombre en mi casa y tengo que acercarme a recoger algo de ropa.

– Soy Hugh McAskill -parecía creer que Maureen reconocería el nombre.

– Sí -dijo ella.

– El de esta mañana. Estaba en el coche con usted. Estaba presente cuando la interrogaron. Soy el pelirrojo.

– Ah, sí -dijo ilusionada-. Le recuerdo.

– El equipo todavía está en la casa. Puede ir sin problemas.

– Estupendo.

– ¿Va a ir ahora?

– Sí.

– Diga quién es cuando llegue a…

Maureen le interrumpió.

– Señor McAskill, ¿puedo preguntarle algo?

Se lo pensó un momento.

– Depende -dijo inseguro.

– ¿Qué había en el armario?

McAskill no respondió.

– Había algo más aparte de las zapatillas, ¿verdad?

Maureen le oyó suspirar al otro lado del aparato.

– Es mejor que no lo sepa, cielo -dijo con dulzura-. Llamaré a la casa y les haré saber que va a ir.

– Ha sido muy amable -dijo Maureen, y lo decía en serio.


Mientras subía las escaleras que daban a su rellano, miró por la ventana. Unos ocho policías de paisano inspeccionaban el patio trasero. Tres de ellos examinaban el contenido esparcido por el suelo de los enormes cubos de basura comunitarios.

Un policía de uniforme custodiaba la puerta de entrada. Maureen le dijo que la esperaban. El agente le pidió que aguardara un momento, entró y le cerró la puerta en las narices. La abrió dos segundos más tarde. No-sé-qué McMummb estaba en el salón con dos hombres del equipo forense, que todavía se paseaban por allí vestidos con sus trajes especiales. Miró a Maureen con atención.

– Es ella -dijo.

El policía de la puerta le advirtió de que tendrían que examinar lo que quisiera llevarse y que no le permitirían entrar en determinadas habitaciones de la casa.

En el piso ya no hacía calor y se estaba más fresco. La puerta del armario del recibidor estaba sellada con cinta adhesiva amarilla. Vio las primeras pisadas marrones en el salón. McMummb se movió hacia un lado y le bloqueó la entrada. De esa forma le hacía saber que no se le permitía entrar allí. Maureen bajó la vista y se fue derecha a su habitación. McMummb se quedó atrás, hablando con alguien en el recibidor.

Todo estaba como lo había dejado: el edredón reposaba a los pies de la cama, el vestido que había llevado al trabajo estaba arrugado en el suelo, cubriendo parte de su bolso, y su reloj estaba sobre la mesilla de noche junto al bote destapado de crema desmaquilladora. Se quedó de pie junto al lado de la cama que no solía utilizar. Quería sentarse y masajearse los pies doloridos pero sabía que no debía tocar nada hasta que McMummb entrara para supervisar sus movimientos. Alargó la mano y tocó las sábanas de algodón arrugadas. La almohada todavía conservaba la forma de su cabeza empapada en sudor.

Miró la moqueta y vio la esquina rota de la caja de un CD. Puso el pie encima y, arrastrándola sin inclinarse, la sacó de debajo de la cama. Era el CD de grandes éxitos de Selector, el que Benny le había dejado y estaba convencida de haberle devuelto. Se había mostrado tan inflexible. Benny jamás dejaría que Maureen olvidara aquello.

McMummb entró en la habitación y la encontró de pie junto a la cama, mirando hacia abajo y con una sonrisa en los labios.

– Tengo que ver las cosas -dijo.

Maureen lo observó y esperó a que terminara la frase, pero su voz fue apagándose. McMummb miraba la moqueta con ojos tristes.

– Bien -dijo Maureen y le pasó el reloj para que lo examinara.

Sacó unos vaqueros, la mochila de piel y un jersey de punto color mostaza. McMummb le devolvió el reloj y miró dentro.de la bolsa. Examinó la ropa, la miró a contraluz y registró los bolsillos. Otro hombre, vestido con el traje especial del equipo forense entró en la habitación y volvió a inspeccionarlo todo.

Maureen cogió cuatro de sus braguitas más recatadas, algunas camisetas, una bufanda escocesa y el abrigo de cachemira gris. Los dos hombres examinaron las prendas con gran profesionalidad, recorriendo con los dedos el forro de seda del abrigo. Se las devolvieron y Maureen metió las camisetas y las braguitas en la mochila.

– ¿Puedo sacar algo del bolso?

McMummb lo vio en el suelo y lo recogió, adoptando una postura defensiva. Lo sujetaba por el asa con las dos manos y los brazos extendidos, como si empujara un cochecito.

– ¿Qué quiere?

– Cigarrillos.

Sacó el paquete de tabaco y lo miró. No sabía qué se suponía que debía buscar en él. Se lo pasó al hombre del equipo forense, que se tomo el trabajo de abrirlo, mirar en su interior y remover los pitillos con su dedo largo y huesudo.

– Creo que deberíamos quedárnoslos -dijo, dirigiéndose a McMummb con solemnidad.

– Creo que deberíamos quedárnoslos -dijo McMummb.

– De acuerdo -dijo Maureen-. ¿Puedo coger mi cartera?

McMummb sacó la cartera y pasó los dedos entre los recibos del cajero automático y los billetes. El hombre del equipo forense hizo lo mismo y se la dio a Maureen.

– ¿Y las llaves?

– No puede entrar a menos que estemos presentes -dijo McMummb.

Maureen asintió con la cabeza.

– ¿Cuándo podré instalarme de nuevo?

– Se lo notificaremos -dijo McMummb mientras abría el bolso y sacaba las llaves. Las agitó, como si en ellas estuviera escondida alguna pista vital, y se las pasó al hombre del equipo forense. Éste las cogió y las volvió a agitar. Esperó a que dejaran de tintinear y se las dio a Maureen.

– Gracias -dijo, y las metió en la mochila.


Cuanto menos supiera la policía sobre los movimientos de Liam, mejor. Prefirió llamarle desde una cabina telefónica destrozada y toda meada de la calle de abajo antes que desde su propio teléfono. Al fin, lo localizó en casa de Benny.


Al pie de Garnethill, en Sauchiehall Street hay un café pequeño y agradablemente sucio llamado Equal. A veces, Maureen llevaba a Douglas a desayunar allí. La decoración le devolvía a uno a los años sesenta, justo cuando la moda de los años cincuenta había llegado a Glasgow: la mesas eran de fórmica negra con una mancha dorada, y la máquina de café parecía el prototipo en cromo de una locomotora de color rojo.

Se sentaron a una mesa vacía cerca de la ventana.

Liam le dio unos golpecitos en el brazo.

– ¿Dónde has estado todo el día, preciosa? -le preguntó mirándola atentamente para ver cómo estaba.

– He ido de un lado para otro -dijo Maureen y sacudió la cabeza con nerviosismo al intentar relajar los hombros-. No quería pararme por si era incapaz de arrancar otra vez. No he comido en todo el día. Por eso debo de sentirme tan débil.

– Probablemente tenga algo que ver con lo que ha pasado, ¿eh?

– Bueno -dijo-, sí, eso también.

– Un día terrible, ¿verdad?

– Los he tenido peores.

La valentía de Maureen hizo sonreír a Liam.

– ¿Podrás comer algo?

Cuando Maureen estaba alterada, lo primero que había que controlar era su apetito. Estuvo a punto de morir de inanición antes de que Liam la encontrara en el armario del recibidor y la llevara al hospital.

– Aunque parezca raro, hoy me muero de hambre.

El carácter surrealista del café lo acentuaba una camarera deprimida, de avanzada edad con dolores en las piernas. Cuando les trajo por segunda vez lo que no habían pedido, no dijeron nada para ahorrarle el viaje de vuelta a la cocina.

– Mamá ha estado dando la lata a la policía -dijo Maureen, mientras abría con el cuchillo la base del pastel de carne que no había pedido para que saliera toda la grasa-. Ha estado llamando a la comisaría todo el día para exigirles que me soltaran.

– Sí. -Liam bebió un sorbo de café-. Se comporta como si fuera una activista a favor de los derechos humanos. Me lo contaron y llamé a casa. Hice que Una desconectara el teléfono.

– ¿Qué te ha preguntado la policía?

– Me han preguntado por ti y por Douglas. No sabían en qué ando metido, así que no pasó nada.

– Jim Maliano se ha portado súper bien conmigo -dijo Maureen.

– Normalmente es un poco capullo, ¿no?

– Normalmente es todo un capullo. Me trajo una silla, una taza de té, de todo. Y me prestó esa camiseta del Celtic tan bonita para el interrogatorio.

Liam estrujó el bote de salsa de tomate algo aguada para mojar en ella las patatas fritas.

– Eso ha debido de impresionar a los polis. Observó cómo su hermana ponía a un lado del plato el rastro de aceite que habían dejado las patatas y las judías. Lo limpió con una servilleta de papel.

– Veo -dijo Liam- que estás acostumbrada a comer en restaurantes de cinco tenedores como éste.

– Ajá -sonrió Maureen-. No me gusta nada el tal Joe McEwan.

– Ya, es un capullo integral pero que no se note que no te gusta.

– ¿Por qué no?

– Es el mandamás de esa comisaría. Influiría en su forma de tratarte. Intenta parecer simpática -dijo Liam como si la policía le hubiera estado interrogando toda su vida-. Me han preguntado qué hice ayer por la tarde.

– Sí -dijo Maureen-. A mí me han preguntado qué hice por la mañana y por la tarde. Supongo que creen que fue entonces cuando sucedió. Yo estaba trabajando.

– Sí. Y yo tengo llaves de tu casa y no puedo contarles dónde estuve todo el día.

– ¿Porqué no?

– Fui a casa de Tonsa a ver a Paulsa.

Tonsa hacía de correo. Iba a Londres en tren una vez al mes y traía crack a Glasgow. Parecía una mujer acomodada de unos treinta y pocos años: tenía una complexión elegante, era delgada y poseía un gusto exquisito y caro para vestir. Liam se la había presentado a Maureen cuando se tropezaron con ella en el mercado Barras un domingo. Parecía una mujer normal hasta que Maureen se fijó en sus ojos: los tenía llorosos y casi cerrados, eran los ojos de un cadáver. Tonsa era una muerta viviente. Hasta ese momento, Maureen había visto a Liam como un dandi del mundo de las drogas. Después de conocer a Tonsa se dio cuenta de que estaba equivocada, que Liam debía de ser un tipo duro. Pero con ella no era así y Maureen se aferraba a eso. Era su hermano mayor, pensaba para convencerse a sí misma, y Maureen tenía todo el derecho del mundo a censurar su vida.

Hacía poco, Tonsa había salido en el periódico: a su novio le habían marcado la cara con una navaja mientras atendía sus negocios legales. El periódico local traía una foto de la encantadora pareja, que exigía que la policía atrapara al malvado responsable. Maureen le había preguntado entonces a Liam por qué Tonsa había permitido que le sacaran ésa foto, seguro que no le interesaba recibir ese tipo de atención. Liam se había encogido de hombros y le había contestado que Tonsa era un caso perdido, que nadie sabía por qué hacía las cosas.

– Liam -dijo nerviosa por lo que iba a preguntarle-, ¿recuerdas lo que le hicieron al novio de Tonsa?

Levantó la vista y la miró.

– ¿Sí?

– Bueno, esto no tendrá nada que ver con aquello, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir? -dijo, desalmándola con la mirada a que continuara.

– Sólo me preguntaba si conocías a alguien…

– ¿Me echas la culpa de lo ocurrido? -le espetó.

– Vale -Maureen movía el dedo de un lado a otro de la mesa-, cálmate. No te echo la culpa, sólo pregunto. No es tan descabellado. Eres la única persona que conozco que trata con ese tipo de gente.

– Sí, muy bien, Maureen -dijo intentando ser razonable porque su hermana había tenido un día de perros-. Pero no somos los únicos que hacemos esa clase de cosas. Hay más chicos malos en el mundo.

– Ya lo sé. Sólo son suposiciones. Los mafiosos hacen estas cosas, ¿no?

Liam sonrió incómodo al otro lado de la mesa.

– Ves demasiadas películas, Maureen. Son hombres de negocios… No sabes de qué va el tema.

Sus palabras no parecían haber convencido a Maureen.

– ¿No intentaría alguien mandarte un mensaje? ¿Una advertencia o algo así?

– A ver, ¿qué forma es ésa de mandarme un mensaje? ¿Por qué mataría alguien al novio de mi hermana pequeña en su casa sin dejar ninguna pista sobre su identidad?

– No sé.

– Si alguien quisiera advertirme de algo, vendrían y me darían una paliza. No lo harían a escondidas. Yo sabría que me había pasado de la raya y qué me podía suceder. A esta gente los mueve la avaricia. No quieren problemas con la policía. Eso les pondría las cosas más difíciles para hacer negocios.

– Muy bien, de acuerdo. Sólo lo pensé por lo que le hicieron a…

– Marcarle la cara a alguien es lo que hacen los aprendices de matón para demostrar a sus colegas que son tipos duros. Ni siquiera conocen al tío a quien se lo hacen, simplemente eligen a alguien -hizo un movimiento rápido de muñeca y a Maureen le preocupó la indiferencia con la que ilustró su interpretación.

– Tú no lo has hecho nunca, ¿verdad? -preguntó Maureen con timidez.

– No seas ridicula -contestó, asombrado de que lo insinuase-. ¿Me crees capaz?

– Supongo que no.

– Mauri, ¿de verdad crees que le haría eso a alguien?

– No, Liam, no. Pero sé que eres muy protector conmigo desde que estuve ingresada en el hospital.

– ¿Protector?

– Sí, protector.

– ¿Y soy lo bastante estúpido como para creer que descuartizar a tu novio en tu salón va a protegerte de algo mucho peor? ¿Como qué? ¿Cómo pelearte con él?

– Vale, ya basta.

– De todas formas -le sonrió-, dudo que lo hiciera si mi coartada me llevara a la cárcel, ¿no? No soy tan tonto.

– Vaya, lo siento, Liam. -Maureen le devolvió la sonrisa-. Hoy estoy un poco aturdida.

Maureen cortó un trozo de pastel de carne y se lo llevó a la boca. No lo habían calentado lo suficiente en el microondas y la grasa no disuelta todavía estaba adherida al interior pegajoso de las paredes frías del pastel. Encontró un hueso e hizo una mueca.

– ¡Qué asco!

Lo escupió en una servilleta, hizo con ella una bolita y la puso en el cenicero. Había perdido el apetito.

– Estoy muy jodido -dijo Liam-. No puedo decirles dónde estaba.

– Pudieron hacerlo por la noche. Eso de la hora de la muerte no es una ciencia exacta. Sólo es una buena conjetura.

– ¿Te lo ha dicho la policía?

– No -dijo-. Pero esta mañana la calefacción de la casa estaba encendida. Estaba altísima. Me pregunto si eso podría alterar la hora de la muerte.

– ¿Cómo?

– Bueno, la deducen comparando la temperatura del cuerpo con la temperatura ambiente. ¿Cuál sería la normal si la persona estuviera viva? ¿Unos treinta y siete grados?

– No lo sé.

– Da igual. ¿Qué pasaría si la temperatura ambiente no fuera constante? Eso alteraría la pérdida de calor del cuerpo. ¿Qué pasaría si hubieran subido la calefacción y la hubieran programado para que funcionara durante una hora antes de que lo descubrieran? Eso calentaría la casa pero no bastaría para calentar el cuerpo. La policía le tomaría la temperatura pensando que el cadáver había estado en una casa con la calefacción puesta todo el rato que llevaba muerto. Pensarían que había muerto antes de lo que lo hizo en realidad.

– Maureen, ¿qué quieres dar a entender? -preguntó Liam serio.

– Podrían haber determinado mal la hora de la muerte. Pudo haber sucedido por la noche.

Liam parecía confuso.

– Pero, ¿no habrá pensado en eso la policía?

Maureen se encogió de hombros.

– Sí, pero aunque lo hubieran hecho, seguiría siendo difícil establecer la hora: no podrían saber cuál era la temperatura antes de que se encendiera la calefacción.

– ¿Se te ha ocurrido pensar que si el asesino hizo a propósito lo que dices, tendría que saber cómo determina la policía la hora de la muerte? De todas formas, ¿de dónde has sacado todo este rollo científico?

– De una serie de la tele.

Liam se rió entre dientes y bajó la vista a su plato. Sabía que eso enfadaría a Maureen pero no pudo evitarlo. Se tapó la boca con la mano.

– Lo siento, Mauri.

– Sí, que te jodan.

– Sí -se rió con disimulo-. Está bien, que me jodan.

– También lo leí en un periódico, Liam.

– Entonces debe de ser verdad.

– ¿Qué hiciste esa noche?

– Estaba con Maggie en casa de sus padres.

– ¿Estaban ellos?

– Sí.

– Bueno, si tengo razón, ellos serán tu coartada.

Liam le sonrió como si Maureen estuviera loca.

– De acuerdo, doctora X.

– No te cachondees, Liam.

– Lo intento pero me lo pones difícil.

Maureen parecía abatida.

– ¿Se lo has contado a la policía? -preguntó Liam.

Maureen puso una cara aún más triste.

– Lo he intentado -dijo.

Liam dejó de sonreír.

– ¿Y qué te han dicho?

Maureen no contestó.

– Bueno -dijo Liam pinchando una patata-, estoy seguro de que encontrarán pronto al que lo hizo. Buccleuch Street es una calle muy concurrida. Alguien tuvo que ver algo.

Maureen cogió una patata. Estaban aceitosas, blandas y calientes. Tendría que comer algo.

– No sé por qué sigo viniendo aquí. La comida es asquerosa.

– Pero los fritos están bien -dijo Liam.

– ¿Te han dicho algo acerca del armario? -preguntó Maureen mientras intentaba llamar la atención de la camarera, que se acercó cojeando a su mesa. Maureen pidió un helado y un café. Ambas miraron a Liam esperando a que pidiera algo. Ahora comía con ganas las patatas, pinchando tres a la vez con el tenedor y mojándolas en el ketchup que tenía en un lado del plato.

– ¿Desea el señor algo más? -preguntó la camarera.

Liam la miró.

– No.

Mientras la mujer volvía cojeando a la cocina, Liam le clavó con suavidad el tenedor a Maureen.

– ¿Qué decías de un armario?

– Han encontrado algo en el armario.

– ¿Cuál?

– El del recibidor.

– ¿En el que yo te encontré?

– Sí.

– Eso no quiere decir nada.

– No sé lo que quiere decir.

Liam la miró.

– Podría ser sólo una coincidencia. No tiene por qué ser importante que yo te encontrara allí.

– Podría hacerme parecer culpable -dijo en voz baja-, si descubrieran que me encontraste allí. Quizá piensen que lo hice y luego me escondí allí otra vez. Quizá piensen que pasé allí toda la noche y que por eso no les llamé.

Liam se metió el último montoncito dé patatas en la boca y pensó en aquello.

– Sí -dijo-. Pero es más probable que piensen que es importante si no se lo cuentas tú y lo descubren después por otra persona.

– ¿Quién lo sabe aparte de tú y yo?

– Tú, yo y cualquiera de los psiquiatras que hayan visto las notas de tus sesiones.

– Ahí no aparece. Las he visto. Dicen que me escondí en casa, pero no se menciona el armario. Louisa, del Hospital Albert, no lo sabe.

– ¿Qué me dices del médico de la Clínica Rainbow?

– No, Angus tampoco lo sabe. Nunca hablamos de ese día.

– Eso nos deja a ti y a mí.

– Sí.

– Yo no lo hice, Maureen.

– No quería decir eso. Sólo me refería a quién lo sabía. ¿Se lo contaste a alguien?

– ¿A quién?

– No lo sé.

– Pues yo tampoco. -Liam la miró-. Yo no lo hice, Maureen.

– No digo que lo hicieras, Liam. No me refería a eso.

– ¿No le gustó el pastel de carne? -le preguntó la camarera, que estaba al lado de Maureen con una copa de helado y un café. Los puso sobre la mesa y cogió el plato.

– Es que no tengo hambre -dijo Maureen en voz baja. Se llevó a la boca una cucharada de helado con jarabe de frambuesa, saboreándolo con la lengua, dejando que se deshiciera lentamente antes de tragárselo.

Liam cogió la cucharilla del café de Maureen y empezó a comer de su helado.

– ¿Así que estabas trabajando cuándo ocurrió?

– Sí-dijo Maureen, mirando el helado y frunciendo el ceño-. Alguien me llamó al trabajo ayer. Liz creyó que era Douglas pero puede que no fuera él. Le dijo que yo no estaba y que no estaría en todo el día.

– ¿Y?

– Llamó tres veces. El mismo tipo.

– Probablemente era Douglas -dijo Liam.

– Bueno, no sé si era él. Llamaban desde una cabina y Douglas tendría que haber estado trabajando a esa hora. No creo que hubiese vuelto a llamar habiéndole dicho Liz que yo no estaba. No hubiera querido parecer demasiado ansioso.

Liam le robó otra cucharada de helado. Maureen le acercó la copa.

– Cómetelo. No quiero más.

El azúcar y la cafeína empezaban a hacer efecto en el cuerpo de Maureen. La sensación de debilidad desapareció, como lo hace una resaca después de tomar un whisky, y Maureen se sentía relativamente tranquila. Bebió un sorbo de café. Estaba amargo y caliente. Sacó los cigarrillos y encendió uno.

– ¿Crees que alguien quiere incriminarte? -preguntó Liam.

– Quizá. Todavía no sé qué significa lo del armario. Si pudiera descubrir qué pasa con él…

– Deja de intentar averiguarlo todo, cielo. Déjaselo a la policía -dijo Liam, sin una pizca de ironía-. Ellos lo solucionarán.

– Sólo estoy… pensando.

– Mantente alejada. No te conviene involucrarte en esto.

– Ya estoy involucrada.

– De acuerdo -dijo-. No te conviene involucrarte más, Mauri. No te metas.

– Sólo estaba pensando.

– Déjalo, Maureen.

– No hay ningún mal en pensar en ello.

Liam estaba exasperado.

– Mira, algún cabrón chiflado le cortó el cuello a Douglas cuando estaba indefenso y atado a una puta silla. La gente buena no hace eso. El que lo hizo es alguien repugnante y peligroso. Esto no es tu serie de la tele. A los buenos les ocurren cosas malas.

– Y en mi serie también.

– Maureen -dijo Liam-, hay gente muy mala en el mundo. Tú no eres así, no encajas en su ambiente. No tienes ni idea de lo que la gente es capaz de hacer, ni idea.

– Pero, ¿cómo atraparán al verdadero asesino?

– ¿Crees que eso es lo que quiere la policía? ¿Atrapar al verdadero asesino? -Liam le alborotó el pelo-. No encajas en el ambiente de esa gente, Mauri. Quédate al margen, cierra el pico y no te pasará nada.


De vuelta a casa de Benny, Maureen se detuvo en el cajero automático y sacó las últimas veinte libras que tenía en la cuenta. Si el banco le retiraba el crédito de cien libras de la tarjeta antes de que acabara el mes, no podría pagar la cuota exigua de su hipoteca.

Esperó a que Benny se fuera a la cama para tumbarse en el sofá y hacer los ejercicios respiratorios que había aprendido en el Hospital Northern. Se suponía que debían ayudarla a dormir pero, cuando empezaba a relajarse, su mente se llenaba de imágenes y frases de aquel día que la asustaban y la mantenían despierta.

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